Que termina con una reflexión absolutamente sorprendente del negro Carefinotu
La estación de invierno, tan dura en estas latitudes, había por fin llegado. Los primeros fríos se dejaban sentir y había que contar con el extremo rigor de la temperatura. Godfrey, por tanto, se felicitó de haber establecido un hogar en el interior. No hay que decir que el trabajo de la empalizada había sido concluido y que una sólida puerta aseguraba actualmente el cierre del recinto.
Durante las seis semanas que siguieron, es decir, hasta la mitad de diciembre, hubo días bien malos en que no era posible aventurarse fuera. Primeramente hubo borrascas terribles, que conmovieron el grupo de los secoyas hasta sus raíces, llenando el suelo de ramas rotas de las que fue hecha una gran reserva para las necesidades del hogar.
Los huéspedes del Will-Tree se vistieron entonces tan abrigados como pudieron; los tejidos de lana encontrados en el cofre fueron utilizados durante algunas excursiones que hizo necesarias el avituallamiento; pero el tiempo se hizo tan infernal, que no hubo más remedio que encerrarse.
Toda caza se hizo imposible, y la nieve cayó bien pronto con violencia tal, que Godfrey hubiera podido creerse en los parajes inhóspitos del Océano Polar.
Se sabe, en efecto, que la América septentrional, barrida por los vientos del norte, sin que ningún obstáculo pueda detenerlos, es uno de los países más fríos del globo. El invierno se prolonga allí hasta más allá del mes de abril, siendo precisas precauciones excepcionales para luchar contra él. Esto inducía a pensar que la isla Phina estaba situada mucho más alta en latitud de lo que Godfrey había supuesto.
De ahí la necesidad de disponer el interior del Will-Tree lo más cómodamente posible, mas hubo que sufrir cruelmente del frío y la lluvia. Las reservas de la cocina eran, desgraciadamente, insuficientes; la carne de tortuga conservada se agotaba poco a poco; varias veces había sido preciso sacrificar algunas cabezas de ganado, corderos, agutíes o cabras, cuyo número no había aumentado mucho desde su llegada a la isla. Ante estas nuevas pruebas, ¡qué tristes pensamientos habían de achicar el espíritu de Godfrey!
Sucedió también que durante una quincena fue gravemente afectado por una fiebre intensa. Sin su pequeño botiquín, que le procuró las drogas necesarias a su tratamiento, quizá no hubiera podido restablecerse. Tartelett era poco apto, además, para proporcionarle los cuidados necesarios durante esta enfermedad. Fue a Carefinotu especialmente a quien debió el recuperar la salud.
Mas ¡qué recuerdos y qué pesadumbres! ¡Y no podía acusar sino a sí mismo de una situación de la que ni siquiera podía entreverse el fin! ¡Cuántas veces en su delirio llamó a Phina, a quien no pensaba ya volver a ver jamás, y a su tío Will, del que se veía separado para siempre! ¡Ah, bien había de que culpar esta existencia de Robinsones a su imaginación de niño, que había hecho de ella un ideal! Ahora se veía en manos de la realidad, ¡y no podía ni esperar volver al hogar doméstico!
De esta forma transcurrió todo este mes de diciembre, al fin del cual Godfrey comenzó a recobrar algunas fuerzas.
Por lo que respecta a Tartelett y por gracia especial, sin duda, siempre se encontraba bien. Pero ¡qué de incesantes lamentaciones, qué de jeremiadas sin fin! Al igual que la gruta de Calypso después de la partida de Ulises, Will-Tree «ya no resonaba con su canto» —el de su violín, ya se entiende, al que el frío endurecía las cuerdas.
Preciso es decir también que una de las más graves preocupaciones de Godfrey era, al mismo tiempo que la aparición de animales peligrosos, el temor de que volvieran en gran número los salvajes a la isla Phina, cuya situación les era conocida. Contra una agresión tal, la empalizada no habría constituido sino una insuficiente barrera.
Bien examinado todo, el refugio ofrecido por las altas ramas del secoya todavía parecía ser lo más seguro, por lo que se ocupó en hacer el acceso menos difícil. Siempre sería fácil defender el estrecho conducto por el cual era preciso desembocar para llegar a la cima del tronco.
Fue con la ayuda de Carefinotu con la que Godfrey llegó a establecer salientes regularmente espaciados de una pared a la otra, como los peldaños de una escala, y que, ligados por una larga cuerda vegetal, permitían subir más rápidamente al interior.
—¡Y bien —dijo Godfrey, sonriendo, cuando este trabajo estuvo concluido—; esto nos representa una casa de ciudad abajo y una casa de campo arriba!
—¡Más preferiría yo una caverna en Montgomery-Street! —respondió Tartelett.
Llegó Navidad, el Christmas tan festejado en Estados Unidos de América. Después vino el primero de año, lleno de recuerdos de la niñez, lluvioso, nevado, frío, sombrío… ¡El nuevo año empezaba bajo los más tristes auspicios!
Ya hacía seis meses entonces que los náufragos del Dream se hallaban sin comunicación con el resto del Mundo. Por consiguiente, el comienzo de este año no fue muy grato, dando a pensar que Godfrey y sus compañeros estarían sometidos a pruebas todavía más crueles.
La nieve no cesó de caer hasta el 18 de enero. Había sido preciso dejar que el rebaño fuese a pastar alejado a fin de proveer como pudiera a su alimentación. Al acabar el día, una noche muy húmeda y fría envolvía la isla por completo, y debajo de los secoyas reinaba una profunda obscuridad.
Tartelett y Carefinotu, extendidos sobre su litera en el interior del Will-Tree, trataban en vano de dormir. Godfrey, a la luz indecisa de una resina, hojeaba algunas páginas de la Biblia.
Hacia las diez un ruido lejano que se aproximaba poco a poco se hizo oír por la parte norte de la isla. No había lugar a dudas. Se trataba de fieras que rondaban por los alrededores, y, horrorosa circunstancia, los aullidos del tigre y la hiena y los rugidos de la pantera y del león se confundían esta vez en un formidable concierto.
Godfrey, Tartelett y el negro se habían levantado de repente presos de una indecible angustia. Si ante esta inexplicable invasión de animales feroces Carefinotu participaba del espanto de sus compañeros, es de observar que además su estupefacción igualaba al menos su terror.
Durante dos mortales horas los tres se mantuvieron alertas. Los rugidos resonaban por instantes a menos distancia y cesaban después de repente como si la bandada de fieras, no conociendo el país que recorría, se hubiese marchado al azar. Tal vez el Will-Tree escaparía de una agresión.
«No importa —pensaba Godfrey—; si no logramos destruir esos animales hasta el último, no habrá ya seguridad alguna para nosotros en la isla».
Poco después de medianoche los rugidos se repitieron con mayor fuerza y a una distancia menor. Imposible dudar de que la tropa aulladora se aproximaba al Will-Tree. ¡Sí, nada más cierto! Y, sin embargo, estos animales feroces ¿de dónde venían? ¡No podían haber desembarcado recientemente en la isla! Era preciso, por tanto, que estuviesen allí anteriormente a la llegada de Godfrey. Pero, entonces, ¿cómo toda esta bandada había podido ocultarse, ya que durante sus excursiones y cacerías, tanto a través de los bosques del centro como en las partes más apartadas del sur de la isla, no había jamás encontrado Godfrey rastro alguno? ¿Dónde estaba pues el misterioso escondrijo que acababa de vomitar estos leones, estas hienas, estos tigres, estas panteras? Entre todas las cosas inexplicables hasta entonces, ¿no era ésta realmente la más inexplicable?
Carefinotu no podía creer lo que estaba oyendo. Ya se ha dicho: era en él la estupefacción llevada al límite. A la llama del hogar que alumbraba el interior del Will-Tree se hubiera podido observar sobre su rostro negro la más extraña de las muecas.
En cuanto a Tartelett, gemía, se lamentaba, gruñía en su rincón. Quería interrogar a Godfrey sobre todo esto, pero éste no se hallaba ni en situación ni en humor de responderle. Tenía el presentimiento de un gran peligro y buscaba los medios de substraerse a él.
Una o dos veces Carefinotu y él se adelantaron hasta el centro del cercado. Querían asegurarse de si la puerta del recinto estaba sólidamente sujeta por dentro.
De repente un alud de animales se desparramó con gran estruendo del lado del Will-Tree. No era todavía sino el rebaño de cabras, agutíes y corderos que, llenos de espanto al oír los rugidos de las fieras y sintiendo su proximidad, enloquecidos, habían abandonado el lugar de sus pastos y venían a refugiarse tras la empalizada.
—¡Es preciso abrirlos! —exclamó Godfrey.
Carefinotu movía la cabeza de arriba abajo. No era necesario hablar la misma lengua que Godfrey para comprenderlo.
La puerta fue abierta y todo el rebaño, espantado, se precipitó en el cercado; pero en este instante, a través de la entrada libre, apareció una especie de llamear de ojos en medio de la obscuridad, que la sombra de los secoyas hacía más espesa todavía.
¡Y ya no era tiempo de volver a cerrar el cercado!
Echarse sobre Godfrey, arrastrarle a su pesar, empujarle dentro de la habitación y cerrar bruscamente la puerta, todo esto fue hecho por Carefinotu en el espacio de un relámpago.
Nuevos rugidos indicaron que tres o cuatro fieras acababan de franquear la empalizada. Entonces a estos horribles rugidos se mezcló todo un concierto de balidos y gruñidos espantosos. El rebaño doméstico, cogido allí como en una trampa, se encontraba entregado a las garras de los asaltantes.
Godfrey y Carefinotu, que se habían izado hasta las dos ventanitas agujereadas en la corteza del secoya, trataban de ver lo que estaba ocurriendo en la sombra.
Evidentemente, las fieras, tigres o leones, panteras o hienas, lo que no podía saberse todavía, se habían lanzado sobre el rebaño y empezaban su carnicería.
En este momento Tartelett, preso de un acceso de terror ciego, de espanto irrazonable, cogiendo uno de los fusiles, quiso disparar por una de las embocaduras de las ventanas, al azar. Godfrey le detuvo.
—¡No! —le dijo—. En medio de esta obscuridad hay demasiadas razones para que sean tiros perdidos. Es preciso no malgastar inútilmente nuestras municiones; esperemos que se haga de día.
Tenía razón. Las balas igualmente hubieran alcanzado a los animales domésticos que a los salvajes, más seguramente a los primeros, puesto que eran los más. Salvarlos era ahora imposible. Sacrificados éstos, quizá las fieras, ya hartas, habrían abandonado el cercado antes de la salida del Sol. Entonces vería cómo convendría obrar para prevenirse de una agresión.
Convenía también, durante esta noche tan negra y en cuanto fuese posible, no revelar a las fieras la presencia de seres humanos, que podían preferir al ganado doméstico. Así quizá se evitaría un ataque directo contra el Will-Tree.
Como Tartelett era incapaz de comprender un razonamiento de este género, ni de cualquier otro, Godfrey se contentó con quitarle su arma. Entonces el profesor fue a echarse sobre su litera maldiciendo los viajes, los viajeros y los maniáticos que no pueden quedarse tranquilos en el hogar doméstico.
Sus dos compañeros habían vuelto a ponerse en observación en las ventanas. Desde ellas asistían, sin poder intervenir, a esta horrible matanza que se operaba en la sombra. Los balidos de los corderos y cabras disminuían poco a poco, ya porque el degüello de estos animales se hubiese consumado, ya porque la mayor parte se hubiesen escapado fuera, donde les esperaba una muerte no menos segura… Todo esto sería una pérdida irreparable para la pequeña colonia; pero Godfrey ya no se hallaba en situación de preocuparse por el porvenir. El presente, bastante inquietante, era suficiente para absorber todos sus pensamientos.
Nada se podía hacer, nada se podía intentar para impedir esta obra de destrucción.
Debían de ser las once de la noche cuando los gritos de rabia cesaron un instante. Godfrey y Carefinotu seguían mirando… y les pareció ver aún pasar grandes sombras en el cercado mientras un nuevo ruido de pasos llegaba a sus oídos.
Evidentemente, ciertas fieras retrasadas, atraídas por el olor de sangre que impregnaba el aire, producían emanaciones particulares alrededor del Will-Tree. Iban y venían, daban vueltas alrededor del árbol dejando oír un sordo ronquido de rabia. Algunas de estas sombras daban saltos sobre el suelo como enormes gatos. El rebaño degollado no había bastado para contentar su cólera.
Ni Godfrey ni sus compañeros respiraban casi. Guardando una inmovilidad completa, quizá podrían evitar una agresión directa.
Un tiro desgraciado reveló de repente su presencia y los expuso aún a los más grandes peligros. Tartelett, presa de una verdadera alucinación, se había levantado, había cogido un revólver y esta vez, antes de que Godfrey o Carefinotu hubiesen podido impedirlo, y no sabiendo lo que hacía, creyendo tal vez percibir un tigre enderezarse ante él, le había disparado… La bala acababa de atravesar la puerta del Will-Tree.
—¡Desventurado! —exclamó Godfrey, echándose sobre Tartelett, al que el negro arrancó su arma.
Era demasiado tarde. Dada la alerta, estallaron fuera rugidos más violentos. Se oyeron formidables garras rascando la corteza del secoya. Sacudidas terribles conmovieron la puerta, que era demasiado débil para resistir este asalto.
—¡Defendámonos! —exclamó Godfrey.
Con gran sorpresa vio que Carefinotu había hecho como él. ¡Sí! Cogiendo el negro el segundo fusil —arma que, sin embargo, jamás había manejado—, llenaba sus bolsillos de cartuchos y acababa de tomar sitio en la segunda ventana.
Entonces los tiros empezaron a resonar a través de estas troneras. A la luz de la pólvora, Godfrey por un lado, Carefinotu por otro, podían ver con qué enemigos tenían que vérselas.
Allí, aullando de ira, rugiendo bajo las detonaciones, cayendo bajo las balas que alcanzaron a algunos, daban botes leones, tigres, panteras, hienas, por lo menos una veintena de estos animales. A sus rugidos, que resonaban a lo lejos, otras fieras iban a responder sin duda acudiendo en su auxilio. Ya hasta podían oírse aullidos más lejanos que se aproximaban a las cercanías del Will-Tree. ¡Era de creer que toda una tribu de fieras se había vaciado sobre la isla!
Sin embargo, sin preocuparse de Tartelett, que no podía serles bueno para nada, Godfrey y Carefinotu, conservando toda su sangre fría, trataban de no disparar sino a tiro seguro. No queriendo perder ni un solo cartucho, esperaban a que alguna sombra pasase. Entonces el tiro salía y hacía efecto, porque en seguida un aullido de dolor probaba que el animal había sido alcanzado.
Al cabo de un cuarto de hora hubo como un descanso, como una pausa. ¿Se cansaban las fieras ya de un ataque que había costado la vida a varias de ellas o bien esperaban el día para recomenzar su agresión en condiciones más favorables?
Fuese lo que fuese, ni Godfrey ni Carefinotu habían abandonado su puesto. El negro no se había servido de su fusil con menos habilidad que Godfrey. Si ello no había sido sino por instinto de imitación, es preciso convenir que era sorprendente.
Hacia las dos de la mañana hubo una nueva alerta, ésta más fuerte que las otras. El peligro era inminente; la posición en el interior del Will-Tree iba a convertirse en insostenible.
En efecto, nuevos rugidos estallaron al pie del secoya. Ni Godfrey ni Carefinotu, a causa de la posición de las ventanillas agujereadas lateralmente, podían entrever a los asaltantes, ni, en consecuencia, disparar con probabilidades de abatirlos.
Ahora era a la puerta a la que estas bestias atacaban, y no era sino demasiado cierto que ésta saltaría bajo su empuje o cedería a sus garras.
Godfrey y Carefinotu habían descendido al suelo. La puerta se conmovía ya bajo los golpes de fuera. Se sentía un cálido aliento pasar a través de las hendiduras de la corteza.
Godfrey y el negro trataron de consolidar esta puerta apuntalándola con los pivotes que les servían para mantener sus literas, pero esto no podía bastar. Era evidente que sería derribada antes de poco, porque las fieras se encarnizaban a ello con rabia, sobre todo desde que los tiros de fusil no podían ya alcanzarlas. Godfrey estaba pues reducido a la impotencia. Si sus compañeros y él estaban todavía en el interior del Will-Tree en el momento en que los asaltantes se precipitaran allí, sus armas serían insuficientes para defenderlos.
Godfrey había cruzado los brazos. Veía las abrazaderas de la puerta aflojarse poco a poco… ¡y nada podía hacer! En un momento de desfallecimiento se pasó la mano por la frente como desesperado. Pero, recuperando casi enseguida la posesión de sí mismo, dijo:
—¡Arriba, arriba todos!
Y mostraba el estrecho orificio que ascendía a la horquilla por el interior del Will-Tree.
Carafinotu y él se llevaron los fusiles, revólveres y la provisión de cartuchos. Se trataba ahora de obligar a Tartelett a seguirlos hasta aquellas alturas a las que jamás había querido aventurarse.
Tartelett ya no estaba allí… Había tomado la delantera mientras sus compañeros disparaban.
—¡Arriba! —repitió Godfrey.
Era una última retirada en la que se estaría ciertamente al abrigo de las fieras. En todo caso, si alguna de ellas, tigre o pantera, trataba de subir hasta el ramaje del secoya, sería fácil de defender el orificio por el que pretendería pasar.
Godfrey y Carefinotu no se hallaban aún a una altura de treinta pies cuando los aullidos estallaron en el interior del Will-Tree. Algunos instantes más y hubieran sido sorprendidos. La puerta acababa de saltar hacia dentro. Los dos se apresuraron a subir más y alcanzaron por fin el orificio superior del tronco. Un grito de espanto los acogió. Era Tartelett, que había creído ver aparecer una pantera o un tigre. El infortunado profesor estaba agarrado a una rama por el temor de caerse.
Carefinotu fue a él, le forzó a sostenerse en una horquilla secundaria y le ligó allí sólidamente con su cinturón.
Después, en tanto que Godfrey iba a apostarse en un sitio desde el cual dominaba el orificio, Carefinotu buscó otro sitio en forma de que cruzara su tiro con el suyo. Y esperaron.
En estas condiciones había realmente probabilidades para que los asaltados estuvieran al abrigo de toda eventualidad.
Sin embargo, Godfrey trataba de ver qué pasaba por debajo de él, pero la noche era todavia demasiado profunda. Entonces trató de oír, y los rugidos que subían sin cesar indicaban claramente que los asaltantes no pensaban en absoluto abandonar el lugar.
De repente, hacia las cuatro de la mañana, una gran luz se hizo en la parte inferior del árbol y pronto se filtró a través de las ventanas y la puerta. Al mismo tiempo, una humareda espesa, pasando por el orificio superior, se perdía en las altas ramas.
—¿Qué sucede ahora? —exclamó Godfrey.
La cosa era bien explicable. Las fieras, dando vueltas por todo el interior del Will-Tree habían dispersado los carbones del hogar. Se había comunicado enseguida el fuego a los objetos que se encontraban en el cuarto, la llama había alcanzado la corteza, cuya sequedad hacía muy combustible y el gigantesco secoya ardía por su base. La situación, consiguientemente, se hacía aún más terrible de lo que había sido hasta entonces.
En este momento, a la luz del incendio que alumbraba claramente las partes interiores del grupo de árboles, se podía ver a las fieras dar saltos al pie del Will-Tree.
Casi en el mismo instante una tremenda explosión se produjo. El secoya, espantosamente sacudido, tembló desde las raíces hasta las ramas extremas de su cima. Había sido la reserva de pólvora, que acababa de saltar en el interior del Will-Tree, y el aire, violentamente expandido, hizo irrupción por el orificio como el gas expulsado de una boca de fuego.
Godfrey y Carefinotu estuvieron a punto, de ser arrancados de su puesto, y si Tartelett no hubiese estado sólidamente atado, se hubiera precipitado al suelo.
Las fieras, espantadas por la explosión, y más o menos heridas, acababan de tomar la huida.
Pero al mismo tiempo el incendio, alimentado por esta súbita combustión de la pólvora, tomó una extensión más considerable, avivándose y subiendo por dentro del enorme tronco como por una chimenea. De estas grandes llamas que lamían las paredes interiores, las más altas pronto se propagaron hasta la horquilla en medio de crepitaciones de madera muerta semejantes a tiros de revólver. Una inmensa luz alumbraba no solamente el grupo de árboles gigantes, sino también todo el litoral, desde Flag-Point hasta el cabo sur de Dream Bay.
Pronto el incendio hubo ganado las primeras ramas del secoya, amenazando alcanzar el lugar en que se hallaban refugiados Godfrey y sus dos compañeros. ¿Iban pues a ser devorados por este fuego que no podían combatir, o no tendrían otro recurso que precipitarse desde lo alto de este árbol para escapar de las llamas?
En todo caso ¡era la muerte!
Godfrey buscaba aún si había un medio de substraerse a ello. ¡No lo veía! Ya las ramas bajas estaban ardiendo y un espeso humo ennegrecía las primeras luces del día que comenzaba a surgir por el este.
En este instante un horrible estrépito de desgarramientos se produjo. El secoya, quemado ya hasta las raíces, se quebraba violentamente, se inclinaba, caía…
Pero, al abatirse, el tronco encontró los de los árboles vecinos; sus poderosas ramas se entrelazaron a las suyas y quedó así, oblicuamente tendido, haciendo un ángulo de más de cuarenta y cinco grados en el suelo.
En el momento en que el secoya caía, Godfrey y sus compañeros se creyeron perdidos.
—¡Diecinueve de enero! —exclamó entonces una voz que Godfrey, estupefacto, reconoció sin embargo.
¡Era Carefinotu! ¡Sí, Carefinotu, que acababa de pronunciar estas palabras en esta lengua inglesa que parecía hasta entonces no haber podido hablar ni comprender!
—¿Qué dices…? —exclamó Godfrey, que se había dejado deslizar hasta él a través del ramaje.
—¡Digo —respondió Carefinotu— que hoy es el día en que vuestro tío Will debe llegar, y que si no viene… estamos aviados…!