En que Tartelett repite en todos los tonos que desea mucho marcharse
Cuando Tartelett supo que en la isla había no ya solamente osos, sino también tigres, sus lamentaciones se reanudaron de la forma más triste. ¡Ahora ya no se atrevería a salir! ¡Estas fieras acabarían por conocer el camino del Will-Tree! ¡Ya no se estaría en seguridad en ninguna parte! Así, lo que el profesor en su espanto suplicaba con más ahínco eran fortificaciones por lo menos, sí, murallas de piedra con escarpas y contraescarpas, cortinas y bastiones, defensas, en fin, que convirtieran en un abrigo seguro el grupo de los secoyas. Careciendo de ello, quería o, por lo menos, deseaba marcharse…
—¡También yo! —respondió simplemente Godfrey.
En efecto, las condiciones en las que los huéspedes de la isla Phina habían vivido hasta entonces no eran ya las mismas. Luchar contra la escasez, luchar por las necesidades de la vida, ya lo habían hecho, y felizmente, gracias a favorables circunstancias. Contra la mala estación, contra el invierno y sus amenazas sabrían también guardarse; pero tener que defenderse de animales feroces cuyo ataque era cada momento posible resultaba muy otra cosa, y, en realidad, estaban faltos de medios para ello.
La situación, así, ya complicada, se transformaba pues en muy grave, y amenazaba hacerse intolerable.
—Pero —se repetía sin cesar Godfrey— ¿cómo se entiende que durante cuatro meses no hayamos visto ni una sola fiera en la isla, y por qué desde hace quince días hemos tenido que luchar contra un oso y un tigre? ¿Qué es lo que eso significa?
El hecho podía ser inexplicable, pero no era sino demasiado real, hay que reconocerlo.
Godfrey, cuya sangre fría y valor aumentaban ante las pruebas, no se dejó sin embargo abatir. Puesto que animales peligrosos amenazaban ahora la pequeña colonia importaba ponerse en guardia contra sus ataques, y eso sin tardar.
Pero ¿qué medidas tomar?
Fue primeramente decidido que las excursiones a los bosques o al litoral serían más raras, que sólo se saldría bien armados, y solamente cuando fuese absolutamente necesario para las necesidades de la vida material.
—Hemos tenido bastante suerte en estos dos encuentros —decía a menudo Godfrey—, pero otra vez quizá no saldríamos tan bien librados. Por consiguiente, es preciso no exponerse sin una absoluta necesidad.
De todos modos, no bastaba con lo de restringir las excursiones; era del todo preciso proteger el Will-Tree, tanto la habitación como sus anexos, el gallinero, el parque de los animales, etc., en los que las fieras no tendrían grandes dificultades para causar desastres irreparables.
Godfrey pensó entonces, si no en fortificar el Will-Tree, siguiendo los famosos planes de Tartelett, al menos sí los cuatro o cinco grandes secoyas que lo rodeaban. Si alcanzaba a establecer una sólida y alta empalizada de un tronco a otro, podría disfrutarse de relativa seguridad, o siquiera estar al abrigo de un golpe de sorpresa.
Eso era practicable, y Godfrey se dio de ello cuenta después de haber examinado bien los lugares, aunque en verdad se trataba de un trabajo enorme. Reduciéndolo todo lo posible, se trataba todavía de elevar esta empalizada sobre un perímetro de trescientos pies por lo menos. Puede juzgarse, en vista de esto, la cantidad de árboles que sería preciso escoger, abatir, carretear y colocar a fin de que el cercado fuese completo.
Godfrey no se echó atrás ante este trabajo. Comunicó a Tartelett sus proyectos, que éste aprobó prometiendo un concurso activo; pero circunstancia aún más importante, logró también hacer comprender su plan a Carefinotu, siempre presto a venir en su ayuda. Se puso pues a la obra sin retardo.
Había cerca de un recodo del río, a menos de una milla arriba del Will-Tree, un pequeño bosque de pinos marítimos de grosor medio y cuyos troncos, a falta de tablones o planchas, sin haber necesidad de ser previamente escuadrados, podrían formar, por su yuxtaposición una sólida empalizada.
A este bosque fue donde fueron Godfrey y sus dos compañeros el siguiente día, 12 de noviembre. Salidos al alba y bien armados, avanzaban con gran prudencia.
—¡No me gustan mucho esta clase de expediciones! —murmurba Tartelett, al que estas nuevas pruebas agriaban más y más—. ¡Yo desearía marcharme!
Pero Godfrey no se tomaba el trabajo de responderle. En esta ocasión no se consultaban sus gustos ni se apelaba a su inteligencia. Era sólo la ayuda de sus brazos lo que reclamaba el interés común. Resultaba preciso que se resignase a este oficio de animal de carga.
Por otra parte, ningún mal encuentro tuvieron, ni se señaló novedad alguna en el recorrido de una milla que separaba el Will-Tree del pequeño bosque. En vano fueron registradas con cuidado las malezas y observada la pradera de un horizonte a otro. Los animales domésticos que se habían dejado pacer allí no daban signo alguno de temor. Los pájaros se entregaban a sus correrías sin más preocupación que de costumbre.
Los trabajos comenzaron enseguida. Godfrey quería, con razón, no emprender el arrastre sino cuando todos los árboles de que tenían necesidad hubiesen sido derribados. Entonces podría trabajárselos con más seguridad cuando estuviesen en el sitio requerido.
Carefinotu rindió grandes servicios durante este rudo trabajo. Se había vuelto muy hábil en el manejo del hacha y la sierra. Su vigor le permitía seguir con su trabajo cuando ya Godfrey se veía obligado a pararse para tomar algunos instantes de respiro y cuando Tartelett, con las manos entumecidas y los miembros molidos, no tenía ya fuerza ni para levantar su violín.
Sin embargo, el infortunado profesor de baile y urbanidad, transformado en leñador, tenía la parte menos fatigosa de la tarea, porque Godfrey le había encargado montar las ramas pequeñas. A pesar de eso, y aunque Tartelett no hubiese sido pagado más que a medio dolar por día, habría timado los cuatro quintos de su salario…
Durante seis días, del 12 al 17 de noviembre, estos trabajos continuaron. Se iba allí así que amanecía, se llevaba con qué desayunar y no se entraba en el Will-Tree hasta la hora de la comida de la tarde. El celaje no era muy bueno. Grandes nubarrones se acumulaban frecuentemente. El tiempo era variable, con alternativas de lluvia y Sol. Así, durante las rociadas los leñadores se resguardaban lo mejor posible bajo los árboles, reemprendiendo luego su tarea interrumpida un instante.
El 18, todos los árboles desmochados y desramados, yacían en el suelo prestos a ser transportados al Will-Tree.
Durante este tiempo ninguna fiera había aparecido en las proximidades del río. Era cosa de preguntarse si quedaba alguna en la isla, si el oso y el tigre mortalmente heridos no eran —cosa increíble— los últimos de su especie.
Mas no por ello quiso Godfrey abandonar su proyecto de levantar una empalizada sólida al objeto de estar igualmente al abrigo de un golpe de mano de los salvajes, o de un golpe de pata… de los osos o tigres. Por otra parte, lo más duro ya estaba hecho, puesto que ya sólo faltaba trasladar estas maderas al emplazamiento en que iban a ser utilizadas.
Hemos dicho que lo más duro ya estaba hecho, aunque este acarreo iba a ser extremadamente penoso. Y gracias a que Godfrey tuvo una idea, una idea muy práctica, que debía aligerar singularmente la tarea: la de emplear la corriente del río, que la crecida ocasionada por las últimas lluvias hacía bastante rápida, para transportar los maderos. Se formarían pequeños trenes que irían tranquilamente hasta la altura del grupo de los secoyas, que el riachuelo atravesaba oblicuamente. Allí la barrera formada por el puentecillo los detendría de manera natural. De este sitio al Will-Tree apenas restaban veinticinco pasos que franquear.
Si alguien se mostró particularmente satisfecho de este procedimiento, que iba a permitirle recuperar su calidad de hombre tan desdichadamente comprometida, es claro que fue el profesor Tartelett.
A partir del 18, los primeros trenes flotantes fueron establecidos, llegando sin accidente hasta la barrera. En menos de tres días, el 20 por la tarde, toda esta estacada había llegado a su destino.
Al día siguiente los primeros troncos, perforando dos pies el suelo, empezaron a levantarse en forma de enlazar entre ellos los principales secoyas que rodeaban el Will-Tree, Un armazón de fuertes y flexibles ramajes los sujetaban por las cabezas, aguzadas por el hacha, y aseguraba la solidez del conjunto.
Godfrey veía con gran satisfacción adelantar este trabajo y le acuciaba el deseo de que fuese terminado.
—Una vez terminada la empalizada —decía a Tartelett—, estaremos verdaderamente en nuestra casa.
—¡No estaremos verdaderamente en nuestra casa —respondió con un seco tono Tartelett— sino cuando estemos en Montgomery-Street, en nuestras habitaciones del hotel Kolderup!
No era cosa de discutir esta opinión.
El 26 de noviembre la empalizada estaba montada en sus tres cuartas partes. Comprendía entre los secoyas, comunicados uno a otro, aquel cuyo tronco se había hecho servir de gallinero, y la intención de Godfrey era la de construir allí un establo.
Tres o cuatro días más y el reducto estaría acabado. Ya sólo se trataba de adaptar allí una sólida puerta que aseguraría definitivamente el cerramiento del Will-Tree.
Pero el siguiente día, 27 de noviembre, este trabajo fue interrumpido por causa de una circunstancia que conviene mencionar con algunos detalles, y que entraba en el orden de las cosas inexplicables particulares a la isla Phina.
Hacia las 8 de la mañana, Carefinotu se había izado por el agujero interior hasta la horquilla de la secoya a fin de cerrar más herméticamente el orificio por el que el frío podría penetrar con la lluvia, cuando dejó oír un grito singular.
Godfrey, que trabajaba en la empalizada, levantando la cabeza percibió al negro, cuyos significativos gestos expresaban que fuera a unírsele sin dilación.
Pensando Godfrey que Carefinotu no podía querer distraerle de su trabajo de no haber para ello algún serio motivo, tomó su catalejo, se encaramó al orificio interior, pasó por éste y pronto se encontró con Carefinotu sobre una de las ramas maestras. Carefinotu, dirigiendo entonces su brazo hacia el ángulo redondeado que la isla Phina hacía al nordeste, mostró un vapor que se elevaba en el aire como un largo penacho.
—¡Todavía! —exclamó Godfrey.
Y, dirigiendo su anteojo hacia el punto indicado, pudo comprobar que esta vez no había error posible; que se trataba claramente de humo, que debía proceder de un hogar importante, puesto que se percibía muy claramente desde una distancia de cerca de cinco millas. Godfrey se volvió hacia el negro.
Este expresaba sorpresa en sus miradas, en sus exclamaciones, en toda su actitud, en fin. Ciertamente, no estaba menos estupefacto que Godfrey ante esta aparición.
Por otro lado, a distancia no había navío ni embarcación indígena u otra cualquiera, nada que indicase que se hubiese hecho recientemente un desembarco en el litoral.
—¡Ah, esta vez, yo sabré descubrir el fuego que produce ese humo! —exclamó Godfrey.
Y, mostrando el ángulo nordeste de la isla y después la parte inferior del secoya, hizo a Carefinotu el gesto de hombre que quiere situarse en aquel lugar sin perder un instante.
Carefinotu le comprendió. Hizo incluso más que comprenderle: lo afirmó con un movimiento de cabeza.
«¡Sí —se dijo Godfrey—, allí hay un ser humano y es preciso saber quién es y de dónde ha venido! ¡Es preciso saber por qué se oculta! ¡Por la seguridad de todos!».
Un momento después Carefinotu y él habían descendido al pie del Will-Tree. Luego, Godfrey, poniendo al corriente a Tartelett de lo que había visto y de lo que iba a hacer, le propuso los acompañase a los dos hasta el norte del litoral. Una decena de millas que franquear durante la jornada no era para tentar a un hombre que cuidaba sus piernas como la parte más preciosa de su individuo, únicamente asignada a nobles ejercicios. Respondió pues que no, que prefería quedarse en el Will-Tree.
—¡Bueno, iremos solos —respondió Godfrey—; pero no nos esperéis antes de la noche!
Dicho esto, Carefinotu y él, llevando algunas provisiones a fin de poder almorzar en el camino, partieron después de haberse despedido del profesor, cuya opinión personal era que no encontrarían nada e irían a cansarse puramente en vano.
Godfrey llevaba su fusil y su revólver; el negro, el hacha y el cuchillo de caza, que se había convertido en su arma favorita. Atravesaron el puente de estacas y se encontraron en la margen derecha del río; luego, a través de la pradera, se dirigieron hacia el punto del litoral en que se veía el humo elevarse entre las rocas.
Era más al este del lugar donde Godfrey había estado inútilmente en su segunda expedición.
Iban los dos rápidamente, no sin observar si la ruta estaba segura, si los ramajes y herbajos ocultaban algún animal cuyo ataque hubiera sido de temer.
No les ocurrió ningún mal encuentro.
A mediodía, después de haber comido, sin haberse parado siquiera un instante, llegaban los dos al primer plano de las rocas que bordeaban la costa. El humo, que continuaba visible, se alzaba ahora todavía a menos de un cuarto de milla. No había sino que seguir una dirección rectilínea para llegar al objetivo.
Apresuraron pues su marcha, pero tomando algunas precauciones a fin de sorprender y no ser sorprendidos. Dos minutos después el humo se disipaba como si el hogar hubiese sido súbitamente apagado.
Pero Godfrey había localizado con precisión el lugar por encima del cual había aparecido. Era en la punta de una roca de forma extraña, una especie de pirámide truncada fácilmente reconocible. Señalándola a su compañero, caminó recto hacia allí.
El cuarto de milla fue rápidamente franqueado; después, escalado el plano posterior, Godfrey y Carefinotu se hallaron sobre la playa a menos de cincuenta pasos del roquedal. Corrieron hacia allí… ¡Nadie! Pero esta vez un fuego apenas extinguido, carbones medio calcinados, probaban claramente que un hogar había sido encendido en aquel sitio.
—¡Alguien había aquí! —exclamó Godfrey—; ¡alguien, y no hace sino un instante! ¡Es preciso saber!
Llamó… Ninguna respuesta. Carefinotu lanzó un grito sonoro… ¡Nadie apareció!
Helos entonces explorando las rocas vecinas, buscando una caverna, una gruta, algo que hubiera podido servir de abrigo a un náufrago, a un indígena, a un salvaje…
En vano registraron las menores anfractuosidades del litoral. Nada revelaba la existencia de un campamento antiguo o reciente, nada tampoco de trazas del paso de un hombre, fuese quien fuese.
«Y, sin embargo —se decía Godfrey—, no era el humo el resultado de una fuente termal, de un manantial, esta vez. Era el de un fuego de leña y yerbas y este fuego no ha podido encenderse solo».
Búsquedas varias; y así durante dos horas. Godfrey y Carefinotu, tan inquietos como desconcertados de no haber podido descubrir nada, volvieron a tomar el camino del Will-Tree.
No es de sorprender que Godfrey caminara pensativo. Le parecía que su isla estaba ahora bajo el imperio de algún poder oculto. La reaparición de esta humareda, la presencia de fieras, ¿no denotaba todo esto alguna complicación extraordinaria? Y ¿no debía confirmarse en esta idea cuando, una hora después de haber entrado en la pradera, oyó un ruido singular, una especie de crepitación seca?… ¡Carefinotu le empujó hacia atrás en el momento en que una serpiente, oculta bajo las hierbas, iba a lanzarse sobre él!
—¡Serpientes ahora, serpientes en la isla, después de los osos y los tigres! —exclamó.
¡Sí! Se trataba de uno de esos reptiles, bien reconocibles en el ruido que hizo mientras huía, una serpiente de cascabel de la más venenosa especie, un gigante de la familia de los crótalos.
Carefinotu se había colocado entre Godfrey y el reptil, que no tardó en desaparecer bajo un espeso soto. Pero el negro, persiguiéndole, le aplastó la cabeza de un hachazo. Cuando Godfrey se unió a él, las dos partes del reptil se removían sobre el suelo ensangrentado.
Luego otras serpientes no menos peligrosas se mostraron todavía en gran número sobre toda esta parte de la pradera que el arroyo separaba del Will-Tree.
¿Era pues una invasión de reptiles la que se producía de repente? ¿Iba la isla Phina a convertirse en la rival de aquella antigua Tanos a la que sus terribles ofidios hicieron célebre en la antigüedad y que dio nombre a la culebra?
—¡Marchemos, marchemos! —exclamó Godfrey, haciendo seña a Carefinotu de acelerar el paso.
Estaba inquieto. Tristes pensamientos le agitaban sin poder llegar a dominarlos.
Bajo su influencia, presintiendo alguna desdicha cercana, tenía prisa por estar de vuelta en el Will-Tree.
Y otra cosa más ocurrió así que se aproximaban a la plancha lanzada sobre el río. Gritos de espanto resonaban bajo el grupo de los secoyas. Alguien pedía socorro con un acento de terror tal como para no ofrecer duda.
—¡Es Tartelett! —exclamó Godfrey—. El desgraciado ha sido atacado… ¡De prisa, de prisa!
Franqueado el puente, veinte pasos más lejos, se vio a Tartelett corriendo a toda la velocidad de sus piernas. Un enorme cocodrilo salido del río le perseguía con la mandíbula abierta. El pobre hombre, fuera de sí, loco de espanto, en lugar de echarse a derecha o a izquierda, huía en línea recta, exponiéndose así a ser alcanzado. De pronto tropezó cayó… Estaba perdido.
Godfrey se detuvo. En presencia de este inminente peligro, su sangre fría no le abandonó un instante. Se armó con el fusil y apuntó al cocodrilo por debajo del ojo. La bala, bien dirigida, fulminó al monstruo, que dio un salto de lado y cayó sin movimiento sobre el suelo. Carefinotu, lanzándose entonces hacia Tartelett, le levantó. Tartelett se hallaba presa del miedo, del más agudo terror.
Eran las seis de la tarde. Un instante después Godfrey y sus dos compañeros estaban de vuelta en el Will-Tree.
¡Qué amargas reflexiones tuvieron que hacerse durante la cena de la tarde! ¡Qué largas horas de insomnio se preparaban para estos huéspedes de la isla Phina, contra los cuales se encarnizaba ahora la mala suerte!
En cuanto al profesor, en sus angustias no hacía sino repetir estas palabras, que resumían todo su pensamiento:
—¡Yo quisiera marcharme!