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En el cual la situación, ya gravemente comprometida, se complica cada vez más

Habrá que convenir en que la presencia de una fiera temible en la isla Phina era una realidad, y había de preocupar en alto grado a los que la mala fortuna había arrojado allí. Godfrey, quizá equivocadamente, no creyó deber ocultar a Tartelett lo que acababa de pasar.

—¡Un oso! —exclamó el profesor, mirando ya a su alrededor aterrado como si las proximidades del Will-Tree hubiesen sido asaltadas por una bandada de estas fieras—. ¿Y cómo un oso? Hasta ahora no había habido osos en nuestra isla. Si existe uno, podrán encontrarse varios, y hasta gran número de otras bestias feroces: ¡jaguares, panteras, tigres, hienas, leones!

Tartelett veía ya la isla Phina dominada por todo un jardín zoológico, rotas sus jaulas.

Godfrey le respondía que no había que exagerar. Que había visto un oso, cierto era. Por qué ninguna de estas fieras se había mostrado nunca hasta entonces, cuando él recorría los bosques de la isla, no se lo podía explicar, y eso era verdaderamente inexplicable. Pero de ahí a deducir que animales feroces de toda especie pululasen ahora por los bosques y praderas, había mucha distancia. Sin embargo, convendría ser prudentes y no salir ya sino bien armados.

¡Desgraciado Tartelett! A partir de este día comenzó para él una existencia de inquietudes, emociones, angustias, espantos irrazonados que le pusieron en el más alto grado la nostalgia del país natal.

—¡No —repetía—, no! ¡Si hay fieras, ya tengo bastante… y quiero marcharme de aquí!

Era preciso hacerlo.

En consecuencia, Godfrey y sus compañeros tuvieron que estar en adelante muy atentos. Un ataque podía producirse no solamente del lado del litoral y de la pradera, sino también en el grupo de los secoyas. Por ello se tomaron serias medidas para poner la habitación al abrigo de una agresión súbita. La puerta fue sólidamente reforzada de manera que pudiera resistir las garras de una fiera.

En cuanto a los animales domésticos, bien hubiera querido Godfrey construirles un establo donde encerrarlos, al menos por la noche; pero esto no era cosa fácil. Se limitó pues a mantenerlos en cuanto era posible en las cercanías del Will-Tree, en una especie de cercado de ramajes de donde no pudieran salir. Pero este cercado no era bastante sólido ni bastante alto para impedir a un oso o una hiena el romperlo o franquearlo.

De todas maneras, como Carefinotu, a pesar de las instancias que se le hicieron, continuaba velando fuera durante la noche, Godfrey esperaba poder prevenir siempre un ataque directo.

Realmente, Carefinotu se exponía al constituirse así en guardián del Will-Tree; pero había comprendido que de este modo rendía un servicio a sus libertadores y, pese a lo que pudiese decirle Godfrey, persistió en velar, como de ordinario, por la salvación común.

Una semana transcurrió sin que ninguno de estos temibles visitantes apareciese por las cercanías. Godfrey tampoco se apartaba mucho de la habitación a menos que tuviese necesidad.

Mientras los corderos, cabras y demás pacían en la pradera vecina, no se los perdía de vista. Más generalmente Carefinotu hacía el oficio de pastor. No llevaba fusil porque no parecía que hubiese comprendido el manejo de las armas de fuego, pero uno de los cuchillos de caza sí había pasado a su cintura y un hacha pendía de su mano derecha. De esta manera armado, el vigoroso negro no hubiese dudado en echarse encima de un tigre o cualquier otro animal de la peor especie.

Sin embargo, como ni el oso ni ninguno de sus congéneres habían reaparecido desde el último encuentro, Godfrey comenzó a confiarse. Reanudó poco a poco sus exploraciones y cacerías mas sin llevarlas tan lejos por el interior de la isla. Durante este tiempo y cuando el negro le acompañaba, Tartelett, bien encerrado en el Will-Tree, no se hubiera aventurado a salir fuera aunque se hubiese tratado de ir a dar una lección de baile. Otras veces también Godfrey salía solo, y el profesor tenía entonces un compañero, a la instrucción del cual se consagraba obstinadamente.

¡Sí! Tartelett había tenido desde el principio la idea de enseñar a Carefinotu las palabras más usuales de la lengua inglesa, pero tuvo que renunciar a ello; ¡de tal manera parecía el negro tener el aparato fonético mal conformado para este género de pronunciación!

—¡Así pues —se había dicho Tartelett—, ya que no puedo ser su profesor, seré su discípulo!

Y él fue quien se puso en la cabeza lo de aprender el idioma que hablaba Carefinotu.

Fue en balde que Godfrey le dijera que aquello no les sería de gran utilidad. Tartelett no quería dejarlo. Se ingenió, por tanto, en hacer comprender a Carefinotu que le nombrara en su lengua los objetos que él señalaba con la mano.

Realmente, es preciso creer que el discípulo Tartelett poseía grandes disposiciones, porque al cabo de quince días ya sabía quince palabras. Sabía que Carefinotu decía birsi para designar el fuego, aradu para nombrar el cielo, mervira para designar el mar, dura para mencionar un árbol, etc… Y estaba tan envanecido como si hubiese obtenido un primer premio de polinesio en un gran concurso.

De ello vino que, en un pensamiento de gratitud, quiso reconocer lo que su profesor había hecho por él, no ya tratando de lograr que mal pronunciase algunas palabras de inglés, sino inculcándole las buenas maneras y los verdaderos principios de la coreografía europea, lo que no pudo por menos de hacer reír de buena gana a Godfrey.

Después de todo, eso hacía pasar el tiempo, y el domingo, cuando no había nada que hacer, él asistía complacido al curso del célebre profesor Tartelett, de San Francisco.

Y, en verdad, ¡era de ver aquello! El infeliz Carefinotu sudaba sangre para plegarse a los ejercicios elementales del baile. Era dócil y lleno de buena voluntad; sin embargo, como todos sus semejantes, ¿es que él no tenía los hombros entrantes, el vientre prominente, las rodillas hacia dentro, los pies de igual forma?

Sea como fuere, el profesor puso en ello gran empeño. Por otra parte, Carefinotu, aunque torturado, no omitía esfuerzos. ¡Lo que debía sufrir sólo por colocar los pies en la primera posición, resulta inimaginable! Pues ¿y cuando tuvo que pasar a la segunda y después a la tercera, todavía más difíciles?

—¡Pero mírame, terco! —gritaba Tartelett, que unía el ejemplo a la lección—. ¡Los pies hacia fuera; más hacia fuera! ¡La punta de éste al talón de aquél! ¡Separa las rodillas, cabezudo! ¡Hacia atrás los hombros, pícaro! ¡La cabeza recta! ¡Los brazos hacia atrás!

—¡Pero le pedís lo imposible! —decía Godfrey.

—¡Nada es imposible al hombre inteligente! —respondía invariablemente Tartelett.

—¡Pero si su conformación no se presta a eso!

—¡Bueno, pues que se preste su conformación! ¡Será necesario que se preste, y este salvaje me deberá al menos, más tarde, saberse presentar de modo conveniente en un salón!

—¡Pero, Tartelett, si jamás tendrá ocasión de presentarse en un salón!

—¡Eh!, ¿qué sabéis vos, Godfrey? —contestaba el profesor, enderezándose sobre la punta de sus pies—. ¿No está el porvenir aún por nacer?

Era la palabra final de todas las discusiones de Tartelett, tras lo cual el profesor tomando su violín y, sacando de su arco pequeños aires roncos, hacía la delicia de Carefinotu. Ya no precisaba excitarle.

Sin hacer gran caso de las reglas coreográficas, ¡qué saltos, qué cabriolas, qué contorsiones daba!

Y Tartelett, soñador, viendo a este hijo de la Polinesia moverse de aquella manera, se preguntaba si aquellos pasos, tal vez demasiado caracterizados, no serían los naturales al ser humano, por más que fuesen ajenos a todos los principios del arte.

Mas dejemos al profesor de baile y urbanidad en sus filosóficas meditaciones para volver a cuestiones a la vez más prácticas y oportunas.

Durante sus últimas excursiones en la selva o llanura, ya fuese solo, ya acompañado de Carefinotu, Godfrey no había visto ninguna otra fiera. Ni siquiera había encontrado traza de estos animales. El río, al que habrían ido a apagar la sed, no presentaba huella alguna en sus márgenes. Ni aullidos tampoco durante la noche, ni rugidos sospechosos. Además, los animales domésticos no daban señal alguna de inquietud.

—¡Esto es singular —se decía algunas veces Godfrey—, y, sin embargo, yo no me he engañado, ni tampoco Carefinotu! ¡Bien se trataba de un oso el que me mostró! ¡Un oso sobre el que disparé! Y, admitiendo que le haya matado, ¿era el último representante de la familia de los plantígrados en la isla?

Aquello era absolutamente inexplicable. Además, si Godfrey había matado este oso, debería haberse encontrado su cuerpo en el lugar donde había caído, y, sin embargo, fue en vano buscarlo. ¿Debía pues creer que el animal mortalmente herido hubiese ido a morir lejos, en alguna cueva? Era posible, después de todo; pero entonces en este lugar, al pie de este árbol, quedarían huellas de sangre, y nada había.

«Sea como sea —pensaba Godfrey—, poco importa, pero mantengámonos siempre en guardia».

Con los primeros días de noviembre se puede decir que la mala estación había comenzado en esta latitud desconocida. Lluvias, frías ya, caían durante algunas horas. Más tarde muy probablemente sobrevendrían esos torrentes interminables que no cesan durante semanas enteras y caracterizan el período lluvioso del invierno a la altura de este paralelo.

Godfrey tuvo entonces que ocuparse de la instalación de un hogar en el interior mismo del Will-Tree, hogar indispensable que serviría igualmente para calentar la habitación durante el invierno y para cocinar al abrigo de las oleadas de lluvia y las ventiscas.

El hogar se podía establecer en un rincón del cuarto, entre gruesas piedras, puestas unas planas y las otras de canto. La cuestión era poder dirigir el humo afuera, porque dejarlo escapar por el largo conducto que, se hundía en el interior del secoya hasta lo alto del tronco no era practicable.

Tuvo entonces Godfrey la idea de hacer una especie de tubo empleando algunos de aquellos largos y gruesos bambúes que crecían en ciertos parajes de las orillas del río. Y hay que decir que fue muy bien secundado en esta ocasión por Carefinotu. El negro comprendió, no sin algunos esfuerzos, lo que quería Godfrey. Él fue quien le acompañó cuando fue a escoger, a dos millas del Will-Tree, los bambúes más gruesos; él fue igualmente quien le ayudó a montar su hogar. Las piedras fueron dispuestas en el suelo, al fondo, de cara a la puerta; vaciados los bambúes de su medula, taladrados sus nudos, formaron, al ajustarse uno con otro, un tubo de suficiente longitud que llegaría a una abertura perforada en la corteza del secoya. Esto podría bastar con tal que se velase bien para que el fuego no se abriera paso entre los bambúes. Godfrey tuvo pronto la satisfacción de ver llamear un hermoso fuego sin apestar de humo el interior del Will-Tree.

Si razón había tenido en proceder a esta instalación, más la tuvo en apresurarse a hacerla.

En efecto, del 3 al 10 de noviembre la lluvia no cesó de caer torrencialmente. Se hubiera hecho imposible mantener el fuego encendido a pleno aire. Durante estos tristes días fue preciso permanecer en la habitación. No pudo salirse sino para las necesidades urgentes del rebaño y el gallinero. Así sucedió que en estas condiciones la reserva de camas llegó a faltar. Era en realidad la substancia que hacía las veces del pan y la privación de la cual se hizo sentir bien pronto.

Godfrey anunció pues a Tartelett que, así que el tiempo pareciera mejorar —y era entonces el 1 o de noviembre—, Carefinotu y él saldrían a recoger camas. Tartelett, que jamás tenía prisa para salir a dos millas de allí, a través de una pradera enfangada, se encargó de la guardia de la casa durante la ausencia de Godfrey.

Ahora bien, por la tarde el cielo empezó a desembarazarse de las grandes nubes que el viento del oeste había acumulado desde el principio del mes, la lluvia cesó poco a poco y el Sol lanzó algunos fulgores crepusculares. Se podía esperar, por tanto, que el siguiente día ofrecería algunos claros de que sería urgente aprovecharse.

—Mañana —dijo Godfrey— partiré temprano y Carefinotu me acompañará.

—¡Conforme! —respondió Tartelett.

Llegado el atardecer y terminada la comida, como el cielo, descargado de vapores, dejaba brillar algunas estrellas, el negro quiso volver a ocupar fuera su sitio habitual, el que había tenido que abandonar durante las lluviosas noches precedentes. Godfrey trató de hacerle comprender que valía más quedarse en la habitación y que nada se necesitaba en cuanto a vigilancia, puesto que ninguna otra fiera había sido señalada; pero Carefinotu se empeñó en su idea y fue preciso dejarle hacer.

El día siguiente, como había presentido Godfrey, no llovió. Así, cuando salió del Will-Tree, hacia las siete, los primeros rayos de Sol doraban ligeramente la espesa bóveda de los secoyas.

Carefinotu estaba en su sitio, en el que había pasado la noche. Esperaba. En seguida, los dos, bien armados y provistos de grandes sacos, se despidieron de Tartelett dirigiéndose después hacia el río, del que pensaban remontar la orilla izquierda hasta los matorrales de camas.

Una hora después ya habían llegado sin haber tenido ningún mal encuentro.

Las raíces fueron rápidamente desenterradas en gran cantidad para llenar los dos sacos. Esto exigió tres horas, de modo que ya eran alrededor de las once de la mañana cuando Godfrey y su compañero reemprendían el camino del Will-Tree.

Caminando uno cerca del otro, contentándose con mirar, puesto que no podían hablar, habían llegado a un recodo del pequeño riachuelo por encima del cual se inclinaban grandes árboles dispuestos como una cuna natural de una orilla a otra, cuando de repente Godfrey se detuvo. Esta vez fue él quien mostró a Carefinotu un animal inmóvil, parado al pie de un árbol y cuyos dos ojos proyectaban entonces un fulgor singular.

—¡Un tigre! —exclamó.

No se engañaba. Sí, era un tigre de gran tamaño, apoyado en sus patas traseras, afilando sus garras en el tronco de un árbol, presto, en fin, a acometer.

En un instante Godfrey había dejado caer su saco de raíces. El fusil cargado pasó a su mano derecha, lo cargó, se lo echó a la cara, apuntó e hizo fuego.

—¡Hurrah, hurrah! —exclamó.

Esta vez no podía dudarse. El tigre, herido por la bala, había dado un salto hacia atrás, pero quizá no estaba mortalmente herido, quizá iba a revolverse hacia delante más furioso todavía por su herida.

Godfrey tenía su fusil apuntando y un segundo tiro seguía amenazando al animal. Pero antes de que Godfrey le hubiese podido contener, Carefinotu se precipitó hacia el sitio donde había desaparecido el tigre, con el cuchillo de caza en la mano. Godfrey le gritó que se detuviese, que volviese… Fue en vano. El negro, decidido, aun con peligro de su vida, a acabar con el animal, que quizá no estaba sino herido, no le entendió o no quiso entenderle.

Godfrey se lanzó entonces sobre sus trazas… Cuando llegó a la orilla vio a Carefinotu en lucha con el tigre, tomándole por la garganta, debatiéndose con él en una lucha espantosa y, finalmente, hiriéndole en el corazón con mano vigorosa.

El tigre rodó entonces hasta llegar al río, cuyas aguas, aumentadas por las precedentes lluvias, lo arrastraron con la velocidad de un torrente. El cadáver del animal, que no había flotado sino un instante en la superficie, fue rápidamente llevado al mar.

¡Un oso, un tigre! ¡Ya no era posible dudar más de que en la isla había temibles fieras!

No obstante, Godfrey, tras haberse reunido con Carefinotu y asegurado de que el negro no había recibido en la lucha sino algunos rasguños sin gravedad, muy ansioso por las eventualidades que les reservaba el porvenir, volvió a tomar el camino del Will-Tree.