18

Que trata de la educación moral y física de un simple indígena de la polinesia

Godfrey levantó en seguida al pobre diablo, que seguía prosternado ante él. Le miró bien a la cara.

Se trataba de un hombre como de treinta y cinco años cuanto más, vestido únicamente con un pedazo de tela que le ceñía los riñones. En sus rasgos, como en la conformación de su cabeza, podría reconocerse en él el tipo del negro africano. Confundirle con los miserables bastardos de las islas polinesias, que por la depresión del cráneo y la longitud de los brazos se asemejan tan extrañamente al mono, no hubiera sido posible.

Ahora bien, ¿cómo se comprendía que un negro del Sudán o de Abisinia hubiese caído en manos de los naturales de un archipiélago del Pacífico? No se podría saber más que si este negro hablase el inglés o una de las dos o tres lenguas europeas que Godfrey podía entender. Mas bien pronto fue evidente que este desgraciado no empleaba sino un idioma absolutamente incomprensible, quizá la lengua de aquellos indígenas, entre los cuales sin duda vivía desde muy joven.

En efecto, Godfrey le había interrogado en inglés y no había obtenido respuesta alguna, expresándole después por signos, no sin trabajo, que quería saber su nombre.

Después de algunos ensayos infructuosos, este negro, que, en suma, tenía inteligencia y buen aspecto, respondió a la pregunta con esta sola palabra:

«Carefinotu».

—¡Carefinotu! —exclamó Tartelett—. ¿Veis qué hombre? Yo propongo por mi cuenta llamarle Miércoles, puesto que hoy es Miércoles, como siempre se hace en las islas de Robinsones. ¿Puede permitirse el llamarse Carefinotu?

—Si es su nombre, el de este hombre, ¿por qué no conservárselo?

Y en este momento sintió que una mano se apoyaba sobre su pecho en tanto que toda la fisonomía del negro parecía preguntarle cómo él mismo se llamaba.

—¡Godfrey! —respondió éste.

El negro trató de repetir este nombre; pero, por más que Godfrey se lo repitió varias veces, no llegó nunca a pronunciarlo de manera inteligible. Entonces se volvió al profesor como para saber el de éste.

—¡Tartelett! —respondió éste de amable manera.

—¡Tartelett! —repitió Carefinotu.

Quizá sería debido a que esta unión de sílabas se acomodaba a la disposición de las cuerdas vocales de su garganta, el caso es que lo pronunció muy claramente.

El profesor se sintió extremadamente halagado con ello. En realidad, había motivo para estarlo.

Entonces fue cuando Godfrey, queriendo poner a prueba la inteligencia de este negro, trató de hacerle comprender que deseaba saber cuál era el nombre de la isla. Le mostró pues con la mano el conjunto de los bosques, las praderas, las colinas, luego el litoral que los encuadraba, y más tarde el horizonte del mar, interrogándole con la mirada.

Carefinotu, sin comprender de momento de qué se trataba, imitó el gesto de Godfrey volviéndose sobre sí mismo y recorriendo con la mirada todo el espacio.

—Arneka —dijo al fin.

—¿Arneka? —repitió Godfrey, dando un golpe en el suelo con el pie para mejor acentuar su pregunta.

—Arneka —volvió a decir el negro.

Aquello nada aclaraba a Godfrey sobre el nombre geográfico que debía de llevar la isla ni sobre su situación en el Pacífico. Sus recuerdos nada le traían a la memoria sobre este nombre; se trataba probablemente de una denominación indígena, quizá desconocida por los cartógrafos.

Sin embargo, Carefinotu no cesaba de mirar a los dos blancos con cierto estupor, yendo del uno al otro como si hubiese deseado establecer bien en su espíritu las diferencias que los caracterizaban. Su boca sonreía descubriendo magníficos dientes blancos que Tartelett no examinaba sin alguna reserva.

—¡Si esos dientes no han mordido nunca carne humana, que mi violín estalle entre mis manos!

—En todo caso, Tartelett —respondió Godfrey—, nuestro nuevo compañero ya no tiene el aspecto de un pobre ser al que se va a cocer y comer. ¡Esto es lo principal!

Lo que atraía más particularmente la atención de Carefinotu eran las armas que llevaban Godfrey y Tartelett, tanto el fusil, que tenían en la mano, como el revólver, colocado en el cinturón.

Godfrey se dio cuenta fácilmente de este sentimiento de curiosidad. Era evidente que el salvaje jamás había visto un arma de fuego. ¿Suponía que uno de tales tubos de hierro era el que había lanzado el rayo y traído su propia libertad? Podía creerse así.

Godfrey quiso entonces darle, no sin razón, una alta idea del poder de los blancos. Cargó su fusil y, mostrando a Carefinotu una especie de perdiz que revoloteaba en la pradera a unos cincuenta pasos, la apuntó, hizo fuego y… el pájaro cayó.

Al ruido de la detonación, el negro dio un salto prodigioso, salto que Tartelett no pudo por menos de admirar desde el punto de vista coreográfico. Sobreponiéndose a su espanto y viendo al volátil que con el ala rota se arrastraba entre las yerbas, tomó carrera y tan veloz como un perro de caza corrió hacia el pájaro, trayéndole después, con grandes saltos y mitad gozoso, mitad estupefacto, a su amo.

Tuvo entonces Tartelett la idea de mostrar a Carefinotu que el Gran Espíritu también a él le había gratificado con la potencia destructora, y así, viendo un martín pescador tranquilamente posado sobre un viejo tronco cerca del río, lo apuntó.

—¡No —dijo en seguida Godfrey—, no tiréis, Tartelett!

—¿Por qué?

—¡Considerad que, si por desgracia falláis este pájaro, quedaremos disminuidos en el espíritu de este negro!

—¿Y por qué he de fallar? —respondió Tartelett, no sin un tilde de acritud—. ¿Es que durante la batalla, a más de cien pasos y siendo la primera vez que yo manejaba un fusil, no he acertado en pleno pecho a uno de aquellos antropófagos?

—¡Le habéis tocado, efectivamente —dijo Godfrey—, puesto que ha caído; pero creedme, Tartelett, en interés común, no tentemos dos veces la fortuna!

Un poco despechado, el profesor se dejó convencer; volvió a poner el fusil a su espalda con arrogancia y los dos, seguidos de Carefinotu, volvieron al Will-Tree.

Allí sí que fue una verdadera sorpresa para el nuevo huésped de la isla Phina contemplar la disposición, tan felizmente lograda, de la parte interior del secoya. Hubo que indicarle desde el principio, empleándolos ante él, a qué uso se destinaban aquellos efectos, utensilios e instrumentos. Se veía que Carefinotu pertenecía o había vivido siempre entre los salvajes situados en el último rango de la escala humana, porque el mismo hierro parecía serle desconocido. No comprendía que la marmita no se quemase al ponerla al fuego, cuando se la colocaba sobre carbones ardientes. La quería retirar, con gran descontento de Tartelett, encargado de velar las diferentes fases de la ebullición. Ante un espejo que le fue presentado, experimentó igualmente una estupefacción total; le daba vueltas y más vueltas para ver si su propia persona no se hallaba detrás.

—¡Pero si apenas es un mono, este moreno! —exclamó el profesor, haciendo una mueca desdeñosa.

—¡No, Tartelett! —respondió Godfrey—; es más que un mono, puesto que mira por detrás del espejo, lo que prueba un razonamiento del que no es capaz ningún animal.

—Bueno; en fin, admitamos de buena gana que no sea un mono —dijo Tartelett, sacudiendo la cabeza con aire de estar poco convencido—; pero ya veremos si parecido ser puede ser bueno para algo.

—¡Estoy seguro de ello! —replicó Godfrey.

En todo caso, Carefinotu no se mostró difícil ante los platos que le fueron presentados. Los olió primero, los probó con la punta de los dientes y, a fin de cuentas, el almuerzo en que tomó parte, la sopa de agutí, la perdiz cazada por Godfrey, una costilla de cordero acompañada de camas y yamph, apenas bastaron para calmar el hambre que le devoraba…

—¡Veo que este pobre diablo tiene buen apetito! —dijo Godfrey.

—¡Sí —respondió Tartelett—, y haremos bien en vigilar los instintos de caníbal de este mocetón!

—¡Vamos, vamos, Tartelett! ¡Ya le quitaremos el gusto de la carne humana, si es que lo ha tenido!

—¡No lo juraría yo! —replicó el profesor—. ¡Parece ser que, cuando se ha gustado…!

En tanto que ambos charlaban así, Carefinotu los escuchaba con una extrema atención. Sus ojos brillaban con inteligencia. Se veía que hubiese querido comprender lo que se decía en su presencia. Él hablaba entonces también con gran volubilidad, pero ello no era sino una sucesión de onomatopeyas desprovistas de sentido, interjecciones sonoras en que dominaban las a y las u, como en la mayor parte de los idiomas polinesios.

En fin, en cualquier caso este negro, tan providencialmente salvado, era un nuevo compañero y, digámoslo también, debía ser un servidor abnegado, un verdadero esclavo que el azar más inesperado acababa de enviar a los huéspedes del Will-Tree. Era vigoroso, mañoso y activo, y, por consiguiente, ningún trabajo rehusaba. Mostraba una real aptitud para imitar lo que veía hacer. Fue de esta manera como Godfrey procedió a su educación. El cuidado de los animales domésticos, la recogida de las raíces y frutos, el despedazamiento de los corderos o agutíes que habían de servir a la alimentación diaria, la fabricación de una especie de sidra que se obtenía de las manzanas salvajes de manzanilla, etc., todo lo realizaba esmeradamente después de haberlo visto hacer.

Pese a lo que pudiera pensar Tartelett, Godfrey no experimentó nunca desconfianza alguna de este salvaje y no parecía que debiera haber jamás lugar a arrepentirse. Si él se inquietaba, era de la posible vuelta de los caníbales, que conocían ya la situación de la isla Phina.

Desde el primer día fue reservada una litera a Carefinotu en la habitación del Will-Tree, pero más frecuentemente, a menos que la lluvia cayese, él prefería dormir fuera, en algún hueco del árbol, como si desease estar mejor apostado para la guarda de la habitación.

Durante los quince días que siguieron a su llegada a la isla, Carefinotu acompañó varias veces a Godfrey en la caza. Su sorpresa era siempre extraordinaria cuando veía caer las piezas de caza así abatidas a distancia; pero entonces hacía el oficio de perro con un interés y un empeño que ningún obstáculo, cerca, maleza o arroyo, podía detener. Poco a poco Godfrey se aficionó pues muy seriamente a este negro.

Sólo existía un adelanto al cual Carefinotu se mostraba absolutamente refractario: el empleo de la lengua inglesa. Por mucho esfuerzo que pusiese en ello, jamás llegaba a pronunciar las palabras más usuales que Godfrey y, sobre todo, el profesor Tartelett, empeñándose en esta tarea, trataban de enseñarle.

Así pasaba el tiempo. Pero si bien el presente era bastante soportable gracias a un feliz concurso de circunstancias, si ningún peligro inmediato amenazaba, ¿no había de preguntarse Godfrey cuándo podría algún día abandonar esta isla y por qué medio lograría por fin repatriarse? No había día en que no pensara en su tío Will, en su prometida. No sin una secreta aprensión veía aproximarse la mala estación, que pondría entre sus amigos, su familia y él una barrera más infranqueable todavía.

El 27 de septiembre una nueva circunstancia, aun cuando proporcionó un acrecentamiento de quehaceres para Godfrey y sus dos compañeros, también les aseguró al menos una abundante reserva de alimentación.

Godfrey y Carefinotu estaban ocupados en la recolección de moluscos en la punta extrema de Dream-Bay cuando percibieron a barlovento una innumerable cantidad de pequeños islotes móviles que la marea ascendente empujaba hacia el litoral suavemente. Era como una especie de archipiélago flotante en la superficie del cual se paseaban o revoloteaban algunos de esos pájaros de mar de vasta envergadura que se designan frecuentemente con el nombre de gavilanes marinos.

¿Qué eran estas masas que bogaban en equipo elevándose y bajando sobre la ondulación de las aguas?

Godfrey no sabía qué pensar cuando Carefinotu se echó sobre el vientre y luego, encogiendo la cabeza entre los hombros y escondiendo bajo aquél los brazos y piernas, se puso a imitar los movimientos de un animal que trepa lentamente sobre el suelo. Godfrey le miró sin comprender nada de esta bizarra gimnasia, mas después, de repente, exclamó:

—¡Tortugas!

Carefinotu no se había engañado. Allí había, sobre una superficie de una milla cuadrada, miríadas de tortugas que nadaban a flor de agua. Cien brazas antes de alcanzar el litoral, la mayor parte desaparecieron sumergiéndose, y los gavilanes, a los cuales el punto de apoyo faltaba, se elevaron en el aire describiendo grandes espirales. Pero, felizmente, un centenar de estos anfibios no tardaron en varar en la orilla.

Godfrey y el negro se apresuraron a correr sobre la playa hacia esta caza marina, cada pieza de la cual medía por lo menos tres a cuatro pies de diámetro. Ahora bien, el único medio de impedir que estas tortugas volviesen al mar era darles vuelta sobre la espalda, y a esta ruda faena se entregaron Godfrey y Carefinotu con gran fatiga.

Los días siguientes fueron consagrados a recoger todo este botín. La carne de tortuga, excelente, fresca o conservada, podía ser guardada bajo estas dos formas. En previsión del invierno, Godfrey hizo salar la mayor parte a fin de poderse servir de ella para las necesidades de cada día. Pero durante algún tiempo hubo sobre la mesa ciertos caldos de tortuga de los que Tartelett no fue el único en regalarse.

Aparte de este incidente, la monotonía de la existencia no fue turbada en nada. Cada día las mismas horas estaban consagradas a los mismos trabajos. ¿No sería esta vida más triste aún cuando la estación invernal obligara a Godfrey y sus compañeros a encerrarse en el Will-Tree? Godfrey pensaba en esto con cierta ansiedad. Pero ¿qué hacer?

Entre tanto, él continuaba explorando la isla Phina, empleando en cazar todo el tiempo que no le reclamaba una más urgente necesidad. Más comúnmente Carefinotu le acompañaba, en tanto que Tartelett permanecía en casa. Decididamente, él no era cazador, por más que su primer tiro hubiese sido un golpe de maestro.

Ahora bien, durante una de estas excursiones fue cuando se produjo un incidente inesperado capaz de comprometer gravemente en el porvenir la seguridad de los huéspedes del Will-Tree.

Habían ido Godfrey y el negro a cazar en la gran selva central, al pie de la colina que formaba la arista principal de la isla Phina. Desde la mañana no habían visto pasar más de dos o tres antílopes a través de los altos roquedales, pero a demasiada distancia para poder disparar con alguna probabilidad de acertarlos. Ahora bien, como Godfrey no iba en busca de caza menuda ni buscaba destruir por destruir, se resignaba a volver con las manos vacías. Si lo sentía no era por la carne de antílope, sino por la piel de los rumiantes, de la que pensaba hacer un buen uso.

Ya eran las tres de la tarde. Antes, como después del desayuno que su compañero y él habían hecho bajo el bosque, no había tenido más suerte. Ambos pues se apresuraban a volver al Will-Tree para la hora del almuerzo cuando, en el momento de franquear el límite de la selva, Carefinotu dio un salto; después, precipitándose sobre Godfrey, le cogió por los hombros y le arrastró con tal vigor que éste no pudo resistirle. Veinte pasos más lejos Godfrey se paraba, tomaba aliento y, volviéndose a Carefinotu, le interrogaba con la mirada. El negro, muy asustado, con la mano tendida, mostraba un animal inmóvil a menos de cincuenta pasos.

Era un oso gris cuyas patas abrazaban el tronco de un árbol y que movía su gruesa cabeza como si estuviese a punto de echarse sobre los dos cazadores.

En seguida, sin tomar siquiera tiempo a reflexionar, Godfrey armó su fusil e hizo fuego antes de que Carefinotu lo hubiese podido impedir.

¿Fue el enorme plantígrado alcanzado por la bala? Es probable. ¿Estaba muerto? No podía asegurarse, aunque sus patas se distendieron y rodó al pie del árbol. No había lugar a perder tiempo. Una lucha directa con tan formidable animal hubiese podido tener las más funestas consecuencias. Bien se sabe que en las selvas de California el ataque de los osos grises hace huir incluso a los cazadores de profesión. Por ello el negro cogió a Godfrey por el brazo a fin de llevarle rápidamente al Will-Tree. Godfrey, comprendiendo que esto era lo más prudente, se dejó hacer.