En que se produce un incidente que no debiera sorprender al lector
Este golpe desmoralizó a Godfrey. La oportunidad inesperada que acababa de escapársele, ¿volvería jamás a presentarse? ¿Podía esperarla? ¡No! La indiferencia de aquel buque al pasar a la vista de la isla Phina, sin siquiera tratar de reconocerla, hacía pensar que sería compartida por todos los demás navíos que se aventurasen por esta porción desierta del Pacífico. ¿Para qué recalar allí, puesto que la isla no tenía puerto alguno de refugio?
Godfrey pasó la noche tristemente. A cada instante se despertaba sobresaltado como si hubiese oído algún cañonazo a lo lejos; se preguntaba entonces si el steamer no se habría dado cuenta por fin del gran fuego que llameaba todavía en el litoral y trataría de señalar su presencia por una detonación.
Godfrey escuchaba… Pero todo ello no era sino una ilusión de su cerebro sobreexcitado. Cuando volvió a hacerse de día, llegó a decirse que esta aparición de un buque no había sido sino un sueño que había empezado la víspera a las tres de la tarde.
¡Pero no! Era demasiado cierto que un buque se había mostrado a la vista de la isla Phina, a menos de dos millas tal vez, ¡y no menos cierto que no había recalado allí!
De esta decepción, Godfrey no dijo ni una palabra a Tartelett. ¿Para qué referírselo? Por otra parte, este frívolo espíritu no veía nunca más allá del día presente. Ni siquiera pensaba en las ocasiones que pudieran presentarse de abandonar la isla. No imaginaba siquiera que el porvenir pudiera reservarle grandes eventualidades. San Francisco comenzaba a borrarse de su recuerdo. No tenía una prometida que le esperase ni un tío Will al que volver a ver. Si en este cabo de la tierra hubiera podido abrir un curso de danza, sus deseos se hubieran colmado aun teniendo un solo discípulo.
Ahora bien, si el profesor no pensaba en absoluto en ningún peligro inmediato de tal naturaleza que pudiese comprometer su seguridad en esta isla desprovista de fieras y de indígenas, estaba equivocado. Este mismo día su optimismo iba a ser sometido a ruda prueba.
Hacia las cuatro de la tarde Tartelett había salido, según su costumbre, a recoger ostras y almejas en la parte de la costa de detrás de Flag-Point, cuando Godfrey le vio volver a todo correr al Will-Tree. Sus escasos cabellos se le erizaban en las sienes. Su aspecto era el de quien huye sin atreverse siquiera a volver la cabeza.
—¿Qué pasa? —exclamó Godfrey, no sin inquietud, yendo al encuentro de su compañero.
—¡Allí, allí! —respondió Tartelett, señalando con el dedo aquella porción de mar que se percibía en un estrecho segmento, al norte, entre los grandes árboles del Will-Tree.
—Pero ¿qué es lo que ocurre? —preguntó Godfrey, cuyo primer movimiento fue correr al confín de los secoyas.
—¡Una piragua!
—¿Una piragua?
—¡Sí… salvajes, toda una flotilla de salvajes, quizá caníbales…!
Godfrey miró en la dilección indicada. No se trataba de una flotilla, como decía el aterrado Tartelett; pero éste sólo se engañaba sobre la cantidad.
En efecto, una pequeña embarcación que se deslizaba sobre el mar, muy en calma en este momento, se dirigía a una media milla de la costa como para doblar el Flag-Point.
—¿Y por qué había de tratarse de caníbales? —dijo Godfrey, volviéndose hacia el profesor.
—¡Porque en las islas de Robinsones —respondió Tartelett—, siempre son caníbales los que llegan, más pronto o más tarde!
—¿No será más bien la canoa de un barco de comercio?
—¿De un barco?
—¡Sí… de un barco que pasó ayer por la tarde… a la vista de nuestra isla!
—¡Y no me habíais dicho nada! —exclamó Tartelett, levantando desesperadamente los brazos al cielo.
—¿Y para qué? —replicó Godfrey—, dado que yo creí que ese barco había desaparecido definitivamente. Pero esa canoa puede pertenecer a él. Hay que verlo.
Godfrey, regresando rápidamente al Will-Tree, tomó su anteojo y volvió a colocarse en el borde del bosque.
Desde allí pudo observar con gran atención la piragua, desde la cual debía necesariamente percibirse el pabellón de Flag-Point, desplegado bajo una ligera brisa. El catalejo cayó de los ojos de Godfrey.
—¡Salvajes… sí! ¡Son realmente salvajes! —exclamó.
Tartelett sintió vacilar sus piernas y recorrer todo su ser un temblor de espanto.
Era, efectivamente, una embarcación de salvajes la que Godfrey acababa de ver y que avanzaba hacia la isla. Construida como una piragua de las islas polinesias, llevaba una vela bastante grande de bambú y un balancín fuera bordo para mantenerla en equilibrio contra la banda que daba a sotavento.
Godfrey distinguió perfectamente la forma de la embarcación, que era un prao, lo que parecía indicar que la isla Phina no podía estar muy lejana de los parajes de la Malasia. Pero no eran malayos los que la tripulaban: eran negros semidesnudos, de los que podían contarse cosa de una docena.
El peligro, pues, de ser vistos era grande, por lo que se lamentó entonces Godfrey haber izado aquel pabellón, que no había visto el navío y que seguro veían los tripulantes del prao. En cuanto a arriarlo, ahora era ya demasiado tarde.
Circunstancia bien lamentable efectivamente. Si era evidente que estos salvajes habían tenido por finalidad, al dejar alguna isla vecina, alcanzar ésta, podía ser que la creyesen inhabitada, como lo era en realidad antes del naufragio del Dream. Pero allí estaba el pabellón, que indicaba la presencia de seres humanos sobre esta costa. ¿Cómo entonces escaparse de ellos si desembarcaban?
Godfrey no sabía qué partido tomar. En todo caso, observar si los tripulantes ponían o no el pie en la isla; esto era lo más urgente. Después ya decidiría.
Con el catalejo seguía mirando el prao, al que vio contornear la punta del promontorio, después doblarla, a continuación seguir a lo largo del litoral y, finalmente, abordar a la misma embocadura del río que dos millas más arriba pasaba por el Will-Tree.
Si estos indígenas, pues, pensaban remontar el curso del arroyo, llegarían en poco tiempo al grupo de los secoyas sin que fuese posible impedírselo.
Godfrey y Tartelett regresaron rápidamente a su habitación. Se trataba antes de todo de tomar algunas medidas que pudieran ponerla al abrigo de una sorpresa y dar tiempo a preparar la defensa. En ello pensaba únicamente Godfrey. En cuanto al profesor, sus ideas tomaban un curso bien distinto.
—¡Ah, qué cosa! —se decía—. Resulta fatal. Está pues escrito. No hay medio de escapar de ello. No puede uno convertirse en Robinson sin que una piragua aborde la isla de uno y sin que caníbales aparezcan allí un día u otro. ¡Sólo hace tres meses que estamos aquí y ya los tenemos con nosotros! Decididamente, ni De Foe ni Wyss han exagerado las cosas. ¡Haceos pues Robinson para eso!
—¡Digno Tartelett, uno no se hace Robinson, se convierte en tal, y no razonabas bien comparando tu situación con la de los héroes de los dos novelistas inglés y suizo!
Veamos las precauciones que fueron tomadas inmediatamente por Godfrey así que regresó al Will-Tree. El hogar encendido en el hueco del secoya fue apagado, dispersándose las cenizas a fin de no dejar traza alguna; los gallos, gallinas y pollitos estaban ya en el gallinero para pasar allí la noche, y sólo hubo que obstruir la entrada con ramajes a fin de disimularlo lo mejor posible. Los otros animales, agutíes, corderos y cabras, fueron echados a la pradera, aunque era enojoso que ellos no pudiesen ser encerrados también en un establo. Todos los instrumentos y herramientas volvieron a meterse en casa; nada se dejó fuera que pudiera indicar la presencia o el paso de seres humanos. Después la puerta fue herméticamente cerrada una vez que Godfrey y Tartelett hubieron entrado en el Will-Tree. Esta puerta, hecha de corteza de secoya, se confundía con la corteza del tronco y podría quizá escapar a la vista de los naturales, que no mirarían muy de cerca. Lo mismo se hizo con dos ventanas, sobre las cuales habían sido tendidos los saledizos. Luego, todo fuego fue apagado en el interior de la habitación, quedando así en obscuridad completa.
¡Qué larga fue la noche! Godfrey y Tartelett escuchaban los menores ruidos de fuera. El chasquido de una rama, un soplo de viento los hacía estremecer. Creían oír andar bajo los árboles. Les parecía que se rondaba alrededor del Will-Tree. Entonces Godfrey, acercándose a una de las ventanas, levantaba un poco el saledizo y miraba ansiosamente en la sombra. Nada todavía.
Sin embargo, Godfrey oyó bien pronto pasos sobre el suelo. Su oído no podía haberle engañado esta vez. Siguió mirando, pero no vio sino una de las cabras, que venía a buscar abrigo bajo los árboles.
Por lo demás, si alguno de los indígenas llegaba a descubrir la habitación oculta en el enorme secoya, el partido de Godfrey estaba tomado: arrastraría a Tartelett con él por el tubo interior y se refugiarían hasta las ramas altas, donde estarían en mejor situación para resistir. Con fusiles y revólveres a su disposición y con municiones en abundancia, tal vez podrían prevalecer sobre una docena de salvajes desprovistos de armas de fuego. Si éstos, en el caso de que estuviesen provistos de arcos y flechas, atacaban desde abajo, no era probable que se hallaran en ventajosa posición contra fusiles bien dirigidos desde arriba. Si, contrariamente, forzaban la puerta de la habitación y trataban de ganar el alto ramaje por el interior, les sería dificilísimo lograrlo, ya que debían pasar por un estrecho orificio que los sitiados podían cómodamente defender.
De todos modos, Godfrey no habló de esta eventualidad a Tartelett. El pobre hombre bastante aterrado estaba desde la llegada del prao. La idea de que quizá se vería obligado a refugiarse en la parte superior del árbol como en un nido de águila no hubiera sido como para proporcionarle un poco de calma. Si ello se hacía necesario en el último momento, Godfrey le arrastraría sin dejarle siquiera el tiempo de reflexionar.
La noche transcurrió con alternativas de temor y de esperanza. No se produjo ningún ataque directo. Los salvajes no se habían situado aún cerca del grupo de los secoyas. Quizá esperaban la llegada del día para aventurarse a través de la isla.
—Probablemente es lo que harán —decía Godfrey—, puesto que nuestro pabellón les indica que la isla está habitada. Además, ellos no son más que una docena y tienen que tomar algunas precauciones. ¿Cómo van a suponer que no tienen que habérselas sino con dos náufragos? ¡No, no se aventurarán sino en pleno día, a menos que se instalen…!
—¡A menos que reembarquen en cuanto el día haya llegado! —respondió Tartelett.
—¿Reembarcarse? Pero, entonces, ¿a qué iban a venir a la isla Phina por una noche?
—¡No lo sé! —respondió el profesor, que en su espanto no podía explicarse la llegada de estos indígenas si no era con el fin de alimentarse con carne humana.
—Sea como sea —replicó Godfrey—, mañana por la mañana, si esos salvajes no han venido al Will-Tree, iremos en reconocimiento…
—¿Nosotros?
—¡Nosotros, sí! Nada sería más imprudente que separarnos. ¡Quién sabe si no nos será preciso refugiarnos en los bosques del centro y ocultarnos allí durante varios días… hasta la partida del prao! ¡No! Seguiremos juntos, Tartelett.
—¡Chut! —dijo el profesor, con voz que temblaba—. Me parece que oigo algo fuera…
Godfrey se encaramó de nuevo a la ventana y bajó casi enseguida.
—¡No —dijo—; nada sospechoso aún! Son nuestros animales, que vuelven bajo el bosque.
—¿Ahuyentados, quizá?
—Al contrario, parecen del todo tranquilos —respondió Godfrey—. Más bien creería que vienen sólo para buscar abrigo contra el rocío de la mañana.
—¡Ah! —murmuró Tartelett, con un tono tan lastimero que Godfrey hubiera de buena gana reído, de no ser tan graves las circunstancias—. ¡He aquí que estas cosas no nos ocurrirían en el hotel Kolderup en Montgomery-Street!
—El día no tardará ya en venir —dijo entonces Godfrey—. Antes de una hora, si los indígenas no han aparecido, dejaremos el Will-Tree e iremos en reconocimiento por el norte de la isla. ¿Os sentís capaz, Tartelett, de llevar un fusil?
—¡Llevarlo, sí!
—¿Y de disparar en una dirección determinada?
—No sé; nunca lo he probado, y podéis estar seguro, Godfrey, de que una bala no irá…
—¡Quién sabe si la detonación sola bastará para aterrar a esos salvajes!
Una hora después ya había bastante luz para que la mirada pudiera extenderse más allá del grupo de los secoyas.
Godfrey volvió a levantar con precaución sucesivamente los saledizos de las dos ventanas. A través de la que se abría hacia el sur, nada vio extraordinario. Los animales domésticos erraban pacíficamente bajo los árboles y no parecían en absoluto asustados. Hecho este examen, Godfrey volvió a cerrar cuidadosamente la ventana. A través de la bahía, dirigida hacia el norte, la vista podía alcanzar hasta el litoral. Incluso se veía, a cosa de dos millas, la extremidad del Flag-Point; pero la embocadura del río, el sitio en que los salvajes habían desembarcado la víspera, no era visible.
Godfrey observó primeramente sin servirse del catalejo a fin de ver las cercanías del Will-Tree de este lado de la isla Phina.
Todo se hallaba perfectamente tranquilo.
Godfrey, tomando ahora su anteojo, recorrió el perímetro del litoral hasta la punta del promontorio de Flag-Point. Quizá, como había dicho Tartelett, aunque ello hubiera sido inexplicable, los indígenas se habían reembarcado tras una noche pasada en tierra, sin siquiera haber tratado de reconocer si la isla estaba habitada.