15

Donde sucede lo que sucede al menos una vez en la vida a todo Robinson verdadero o imaginario

El porvenir se mostraba, por consiguiente, bajo un aspecto menos sombrío. Pero si Tartelett en el momento actual no veía en la posesión de estos instrumentos, herramientas, armas, etc., sino un medio de hacer esta vida de aislamiento un poco más agradable, por lo que respecta a Godfrey, éste pensaba ya en la posibilidad de abandonar la isla Phina. ¿No podría ahora construir una embarcación suficientemente sólida que le permitiese alcanzar sea una tierra vecina, sea algún navío que pasase a la vista de la isla?

Entre tanto, las ideas de Tartelett fueron las que ocuparon más especialmente las semanas que siguieron.

Bien pronto, efectivamente, el guardarropa del Will-Tree fue aprovechado, pero se decidió que se utilizaría con toda la discreción que imponía la incertidumbre del porvenir. No se utilizaban estos vestidos sino en la medida necesaria, y ésa fue la regla a la que el profesor tuvo que someterse.

—¿Por qué? —decía refunfuñando éste—. ¡Esto es ser demasiado ahorrativo! ¡Qué diantres, no somos salvajes, para ir semidesnudos!

—¡Perdón, Tartelett! —respondía Godfrey—. Somos salvajes, y no otra cosa.

—¡Como gustéis; pero ya veréis como hemos abandonado la isla antes de haber agotado esta ropa!

—¡Nada sé de eso, Tartelett, pero más vale tener de sobra que faltarnos!

—Pero siquiera el domingo, por lo menos el domingo, ¿no será permitido hacer un poco de toilette…?

—Bueno, conforme, el domingo, e incluso los días festivos —respondió Godfrey, que no quería contrariar demasiado a su frívolo compañero—; pero, como precisamente hoy es lunes, tenemos por delante toda una semana para ponernos guapos.

No hay que decir que, desde el momento en que había llegado a la isla, Godfrey no había dejado de señalar cada uno de los días transcurridos. De esta manera y con la ayuda de un calendario encontrado en el cofre, había podido comprobar que dicho día era realmente lunes.

Cada uno se había distribuido el quehacer cotidiano según sus aptitudes. Ya no era necesario velar día y noche por el fuego, puesto que ahora se tenía el medio de encenderlo cuando conviniera. Tartelett pudo pues abandonar, no sin cierta pena, esta tarea que tan bien se le daba. Fue en adelante encargado del aprovisionamiento de las raíces de yamph y de camas, de éstas especialmente, que componían el pan cotidiano de la casa. Así es que el profesor iba todos los días a esta recolección hasta las líneas de arbustos de que la pradera estaba bordeada por detrás del Will-Tree. Se trataba de una o dos millas de camino, pero se acostumbró a ello. Además, se ocupaba en los intermedios de recoger las ostras u otros moluscos, de los que se consumía gran cantidad.

Godfrey se había reservado el cuidado de los animales domésticos y de los huéspedes del gallinero. El oficio de carnicero no era para complacerle, pero al fin lo llevaba a cabo, aunque con repugnancia. De esta manera y gracias a él, la olla aparecía frecuentemente a la mesa con algún trozo de carne asada, lo que siempre constituía una variación. En cuanto a la caza, abundaba en los bosques de la isla Phina y Godfrey se proponía empezar sus cacerías así que sus quehaceres más apremiantes se lo permitieran. Contaba en utilizar los fusiles, la pólvora y el plomo de su arsenal, mas con anterioridad había querido que el arreglo de la casa estuviese terminado.

Sus herramientas le permitieron poner algunos bancos en el interior y el exterior del Will-Tree. Los taburetes fueros alisados por el hacha; la mesa, menos rugosa, se hizo más digna de platos, fuentes y cubiertos con los que la adornaba el profesor Tartelett. Las literas fueron acomodadas dentro de encuadrados de madera y su lecho de yerba seca tomó un aspecto más atractivo. Si las telas metálicas y los colchones faltaban aún, las sábanas, por lo menos, no las echaban de menos. Los diversos utensilios de cocina no andaban por el suelo, sino que tenían sitio conveniente en tablas fijadas en las paredes interiores. Los diversos efectos, ropa blanca y vestidos fueron cuidadosamente colocados en estantes en el fondo de huecos de la corteza misma del secoya, al abrigo del polvo, y en fuertes clavijas se suspendieron las armas, los instrumentos, etc., que adornaron las paredes en forma de panoplias.

Godfrey quiso cerrar de esta manera su habitación a fin de que, a falta de otros seres vivos, los animales domésticos no viniesen durante la noche a turbar su sueño. Como no podía cortar tablas con la única sierra de mano que tenía, un serrucho, se sirvió nuevamente de anchos y espesos pedazos de corteza del árbol, que desprendía fácilmente. Fabricó de esta forma una puerta bastante sólida para dominar la abertura del Will-Tree. Al mismo tiempo abrió dos pequeñas ventanas, opuestas una a la otra, de manera que dejasen penetrar la luz y el aire en el interior de la habitación. Una especie de persianas permitían cerrarlas durante la noche; pero al menos desde la mañana a la noche ya no fue necesario recurrir a la claridad de las antorchas resinosas, que llenaban de humo la habitación.

Lo que Godfrey imaginaría más tarde para alumbrarse durante las largas noches de invierno no lo sabía aún ahora. ¿Lograría fabricar algunas bujías con grasa de cordero o se contentaría con velas de resina más esmeradamente preparadas? Ya se vería.

Otra preocupación era la de llegar a construir una chimenea en el interior del Will-Tree. En tanto duraba la hermosa estación, el hogar establecido fuera del hueco del secoya bastaba para todas las necesidades de la cocina; pero cuando llegase el mal tiempo, cuando la lluvia cayese a torrentes, cuando se hiciese preciso combatir a fondo el frío, del que se debía temer su extremo rigor durante cierto periodo, sería forzoso buscar el medio de hacer fuego en el interior de la habitación y dar al humo una salida suficiente. Esta importante cuestión debía ser resuelta a su tiempo.

Un trabajo muy útil fue el que emprendió Godfrey a fin de poner en comunicación las dos orillas del río sobre el confín del grupo de los secoyas, y consiguió, no sin trabajo, introducir dos postes en las aguas vivas y unos tablones que sirvieron de puente. De esta manera se podía ir al litoral del norte sin pasar por un vado que obligaba a hacer un rodeo de dos millas aguas arriba.

Pero si Godfrey tomaba todas las precauciones hacederas a fin de que la existencia fuese todo lo cómoda posible en esta isla perdida en el Pacífico, en el caso de que su compañero y él estuvieran destinados a vivir allí quizá para siempre… no por esto quería abandonar nada de lo que pudiera aumentar las posibilidades de salvación.

La isla Phina no se hallaba en la ruta de los buques; esto era demasiado evidente. No ofrecía ningún puerto de escala, ninguna estación para reavituallamiento. Nada podía tentar a los navíos a procurar su conocimiento. De todos modos, tampoco era imposible que un navío de guerra o de comercio pasase a su vista. Convenía, pues, tratar del medio de llamar su atención y mostrar que la isla estaba habitada.

Con este objeto, Godfrey creyó que debía instalar un mástil de bandera en la extremidad del cabo que se proyectaba hacia el norte y sacrificó la mitad de una de las telas encontradas en el cofre. Además, como temía que el color blanco fuese visible sólo en un radio muy restringido, trató de teñir su pabellón con las bayas de una especie de madroño que crecía al pie de las dunas. De esta manera obtuvo un rojo vivo al que no podía hacer indeleble por faltarle el mordiente, por lo que debía estar atento a repintar la tela cuando el viento o la lluvia lo hubiesen borrado.

Estos diversos trabajos le ocuparon hasta el 15 de agosto. Desde hacía varias semanas el tiempo había sido constantemente hermoso, salvo dos o tres tormentas de extrema violencia que habían derramado gran cantidad de agua de la que el suelo se había impregnado ávidamente.

Hacia esta época, Godfrey comenzó su oficio de cazador; pero, si bien él era bastante hábil en el manejo del fusil, no podía contar con Tartelett, el cual no había disparado aún su primer tiro.

Godfrey consagró, por tanto, varios días por semana a la caza de piezas de pelo y pluma que, sin ser muy abundantes, debían bastar a las necesidades del Will-Tree. Algunas perdices, perdigazas y cierta cantidad de becasinas vinieron a variar el menú habitual. Dos o tres antílopes cayeron igualmente bajo el plomo del joven cazador, y no por no haber participado en su captura fueron menos bien recibidos por el profesor cuando aparecieron bajo la forma de perniles o costillas.

Pero, en tanto que cazaba, Godfrey no dejaba de obtener un mejor conocimiento de la isla. Penetraba en el fondo de espesos bosques que ocupaban la parte central. Remontaba el río hasta su nacimiento y el de las aguas de la vertiente oeste de la colina que alimentaban su curso; subía nuevamente a la cima del cono y volvía a bajar por los taludes opuestos, hacia el litoral del este, que todavía no había visitado.

«De todas estas exploraciones —se repetía a menudo Godfrey—, es preciso deducir esto: que en la isla Phina no vive animal alguno perjudicial, ni fieras, ni serpientes, ni saurios. ¡Yo no he visto ni uno solo! Seguramente, si los hubiera, los tiros de mi fusil les habrían hecho notar su presencia. Esto es una circunstancia feliz. Si hubiese sido preciso poner el Will-Tree al abrigo de sus ataques, no sé cómo nos las hubiéramos arreglado».

Y luego, pasando a otra deducción muy natural, se decía:

«Hay que reconocer igualmente que la isla no está habitada. Desde hace ya mucho tiempo, indígenas o náufragos se hubiesen presentado atraídos por el ruido de las detonaciones. ¡No queda, pues, sino esa inexplicable humareda que dos o tres veces he creído ver!».

El hecho es que Godfrey jamás había encontrado trazas de un fuego cualquiera. En cuanto a esas aguas calientes a las que creía poder atribuir el origen de los vapores entrevistos, la isla Phina, en absoluto nada volcánica, no parecía las pudiese contener. Tenía por tanto que rendirse a la idea de que había sido dos veces juguete de la misma ilusión.

Además, esta aparición de humo o vapores no se había reproducido. Cuando Godfrey hizo una segunda ascensión al cono central, al igual que cuando subió al alto ramaje del Will-Tree, nada vio de tal naturaleza que atrajese su atención. Acabó pues por olvidar esta circunstancia.

Varias semanas transcurrieron en los diversos trabajos de mejoramiento y en excursiones de caza. Cada día aportaba una mejora en la vida cotidiana.

Los domingos, como había sido convenido, Tartelett se ponía su mejor ropa. Ese día no pensaba sino en pasearse bajo los grandes árboles tocando su violín. Ejecutaba pasos de baile dándose lecciones a sí mismo, ya que su discípulo había rehusado positivamente continuar el curso.

—¿Para qué? —respondía Godfrey a las instancias reiteradas del profesor—. ¿Os imagináis o podéis imaginaros a un salvaje tomando lecciones de baile y de maneras?

—¿Y por qué no? —replicaba seriamente Tartelett—; ¿por qué un Robinson ha de estar dispensado de buenas maneras? ¡No es sólo por los demás, sino por uno mismo, que conviene tener buenas maneras!

A esto no tenía Godfrey nada que responder. No obstante, no se rindió, y el profesor se vio reducido a enseñar «en blanco».

El 13 de septiembre fue marcado por una de las más grandes y más tristes decepciones que puedan experimentar los desdichados a los que un naufragio ha arrojado sobre una isla desierta.

Si Godfrey no había vuelto a ver en un punto cualquiera de la isla las inexplicables e incomprensibles humaredas, ese día, hacia las tres de la tarde, fue atraída su atención por una larga estela de vapor sobre el origen de la cual no había lugar a engañarse.

Había ido a pasearse hasta la extremidad de Flag-Point (nombre que había dado al cabo sobre el que se elevaba el mástil de su bandera), cuando he aquí que, mirando a través de su anteojo, percibió por encima del horizonte un humo que el viento del oeste movía hacia la dirección de la isla. El corazón de Godfrey latió con violencia.

—¡Un barco! —exclamó.

Pero este barco, este vapor, ¿iría a pasar a la vista de la isla Phina? ¿Pasaría y se acercaría lo bastante para que desde su bordo pudiesen ser vistas y entendidas las señales de la isla? ¡O bien este humo, apenas entrevisto, iría a desaparecer por el noroeste o el sudoeste del horizonte!

Durante dos horas Godfrey se sintió presa de alternativas emocionales más fáciles de señalar que de describir. En efecto, el humo aumentaba poco a poco y se espesaba cuando el vapor forzaba sus calderas, disminuyendo después, cuando la paletada de carbón se había consumido. De todas suertes, el buque se aproximaba visiblemente.

Hacia las cuatro de la tarde su casco se mostraba en la conjunción del cielo y el agua.

Se trataba de un gran vapor que hacía rumbo al nordeste. Godfrey lo reconoció fácilmente. Si se mantenía en esta dirección, debía inevitablemente acercarse a la isla Phina.

Godfrey había pensado en seguida en correr al Will-Tree para prevenir a Tartelett. Pero ¿para qué? La vista de un solo hombre haciendo señales valía tanto como la de dos. Se quedó donde estaba, pues, con su anteojo a la vista, no queriendo perder ni uno solo de los movimientos del barco.

El steamer continuaba acercándose a la costa, por más que no hubiese puesto la proa directamente sobre la isla. Hacia las cinco la línea del horizonte se elevaba ya más alta que su casco, y sus tres mástiles de goleta eran visibles; Godfrey pudo incluso reconocer los colores que flameaban en un palo. Eran los americanos.

«Pero, si yo veo ese pabellón —se dijo—, no es posible que desde a bordo no se vea el mío. El viento lo despliega de manera que pueda ser fácilmente visto con un anteojo. ¿Y si yo hiciese señales bajándolo y subiéndolo varias veces, a fin de indicar mejor que se quiere entrar en comunicación desde tierra con el navío? ¡Sí, no hay momento que perder!».

La idea era buena. Corriendo Godfrey a la extremidad de Flag-Point, empezó a maniobrar su pabellón como se hace en un saludo, dejándolo después a medio mástil, es decir, en la forma de indicar, según los usos marítimos, que se pide socorro y ayuda.

El steamer se acercó más todavía, como a menos de tres millas del litoral, pero su pabellón, siempre inmóvil en la punta del palo mesana, no respondió al de Flag-Point.

Godfrey sintió oprimirse su corazón. ¡Seguro que no había sido visto! ¡Y eran las seis y media y el crepúsculo se echaba encima!

Sin embargo, el steamer bien pronto estuvo a sólo dos millas de la punta del cabo, hacia el cual corría rápidamente. En este momento el Sol desaparecía debajo del horizonte. Con las primeras sombras de la noche, habría que renunciar a toda esperanza de ser vistos.

Godfrey volvió a izar y arriar varias veces su pabellón, sin éxito. Ni le contestaban. Disparó entonces algunos tiros, por más que la distancia fuese aún grande y el viento no llevara su estampido en aquella dirección. Ninguna detonación le llegó de a bordo.

La noche, sin embargo, iba cayendo poco a poco; bien pronto el casco no fue ya visible. Sin duda, antes de una hora más tarde habría desaparecido de la vista. Godfrey, no sabiendo ya qué hacer, tuvo la idea de encender un gran haz de ramas de árboles resinosos que crecían detrás de Flag-Point. Encendió una porción de hojas secas por medio de una chispa y luego puso fuego al grupo de pinos, que quemó en breve como una enorme antorcha. Pero los fuegos de a bordo nada respondieron a este fuego de tierra, y Godfrey se volvió tristemente al Will-Tree sintiéndose quizá más abandonado que nunca hasta entonces.