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En que Godfrey halla en la costa ciertos restos a los cuales su compañero y él hacen muy buena acogida

Soportar lo que no se puede impedir es un principio de filosofía que, si no conduce al cumplimiento de grandes cosas, es, desde luego, eminentemente práctico. Godfrey estaba, pues, determinado a subordinarlo en adelante en todos sus actos. Ya que precisaba vivir en esta isla, lo más cuerdo era vivir en ella lo mejor posible hasta el momento en que una ocasión propicia les permitiera abandonarla.

Se ocuparon sin más tardar en arreglar cuanto era posible el interior del Will-Tree. La cuestión de la limpieza, ya que no la de la comodidad, dominaba sobre todas las demás. Las literas de yerba se renovaron frecuentemente. Los utensilios se reducían a simples conchas, es cierto; pero los platos y fuentes de una cocina americana no hubieran ofrecido más limpieza, precisando repetir en alabanza del profesor Tartelett que lavaba perfectamente la vajilla. Ayudándose de su cuchillo, Godfrey, por medio de un gran trozo de corteza aplanada y cuatro patas fijadas al suelo, consiguió establecer una mesa en medio de la habitación, y groseros taburetes sirvieron de escabeles. Ya no estuvieron los huéspedes obligados a comer sobre sus rodillas cuando el tiempo no permitía comer a pleno aire.

Existía aún la cuestión de los vestidos, que no dejaba de preocuparlos mucho. Se los cuidaba, pues, lo mejor posible. Con aquella temperatura y en aquella latitud, no había inconveniente alguno en ir medio desnudos. Pero, al fin, pantalón, camisa de lana y chaqueta acabarían por gastarse. ¿Cómo reemplazarlos? ¿Se llegaría a vestirse con las pieles de aquellos corderos y aquellas cabras que, después de haberlos nutrido, les servirían aún para vestirse? Iba a ser preciso sin duda. Mientras tanto, Godfrey hizo lavar frecuentemente el poco vestuario de que disponían. Fue a Tartelett nuevamente a quien incumbió esta tarea, transformado en hombre de hacer la colada, lo que llevó a cabo, por otra parte, a satisfacción general.

El propio Godfrey se ocupaba más especialmente de los trabajos de avituallamiento y arreglo doméstico. Era, además, el abastecedor de la cocina. La recogida de las raíces comestibles y de los frutos de manzanillas le llevaba cada día algunas horas; igualmente la pesca por medio de cañizos de juncos trenzados que instalaba ya en las cavidades de las rocas del litoral que el reflujo dejaba en seco. Eran estos medios muy primitivos sin duda alguna; pero de tiempo en tiempo algún crustáceo o un suculento pez figuraba en la mesa del Will-Tree, sin mencionar los moluscos, cuya recogida se hacía a mano y sin trabajo.

Mas confesaremos que faltaba la marmita, la sencilla marmita de fundición o de hierro forjado. Su ausencia se hacía sentir. Godfrey no sabía qué imaginar para reemplazar la vulgar vasija de tan universal uso. Ni puchero, ni carne, ni pescado hervido, sólo asados y tostados. La sopa jamás aparecía como principio de las comidas. Alguna vez Tartelett se lamentaba de ello amargamente; pero ¿cómo hallar el medio de dar gusto a este buen hombre?

Otros cuidados, por otra parte, habían ocupado a Godfrey. Al visitar los diferentes árboles del grupo había hallado un segundo secoya de gran altura cuya parte inferior, ahuecada por el tiempo, ofrecía una anfractuosidad bastante ancha.

Allí fue donde estableció un gallinero en el que los volátiles tuvieron su domicilio. El gallo y las gallinas se habituaron a él fácilmente, los huevos se abrían en la yerba seca y los pollitos comenzaban a pulular. Todas las noches se los encerraba a fin de ponerlos al abrigo de las aves de presa, que desde lo alto de las ramas espiaban a estas fáciles víctimas y hubieran acabado por destruir todas las polladas. En cuanto a los agutíes, corderos y cabras, hasta entonces había parecido inútil buscarles un redil o un establo, pero cuando la mala estación llegara debería proveerse a ello. Mientras tanto, prosperaban en este fértil pasto de la pradera, teniendo allí en abundancia una especie de heno y gran cantidad de raíces comestibles, de los que los representantes de la raza porcina hacían el mayor caso. Algunas cabras habían parido después de la llegada a la isla, pero se les dejaba casi toda la leche a fin de que pudiesen alimentar sus crías.

De todo esto resultaba que el Will-Tree y sus alrededores estaban ahora muy animados. Los animales domésticos, bien alimentados, venían a las horas cálidas del día a buscar allí refugio contra los ardores del Sol. No había que temer que se fuesen a perder lejos, ni nada que temer tampoco por parte de las fieras, puesto que no parecía que en la isla Phina hubiese un solo animal peligroso.

Así marchaban las cosas, con un presente casi asegurado y un porvenir siempre inquietante, cuando un incidente inesperado se produjo, incidente que debía mejorar notablemente la situación.

Era el 29 de julio. Godfrey vagaba en la temprana mañana sobre aquella parte de la playa que formaba el litoral de la gran bahía a la que había dado el nombre de Dream Bay. La exploraba a fin de reconocer si era tan rica en moluscos como el litoral del norte. Tal vez esperaba que algún pecio se encontraría por allí, de tal manera le parecía singular que la resaca no hubiese arrojado nunca ni uno solo de los restos del navío a la costa.

Ahora bien, ese día se había adelantado hasta la punta septentrional, que terminaba en una playa arenosa, cuando su atención fue solicitada por una roca de particular forma que emergía a la altura de la última línea de algas y ovas.

Cierto presentimiento le condujo a apresurar su marcha, y ¡cuál no fue su sorpresa, como su alegría al par, cuando reconoció que lo que tomaba por una roca era un cajón, un cofre medio enterrado en la arena!

¿Se trataría de uno de los bultos del Dream? ¿Se encontraría allí desde el naufragio? ¿No sería más bien todo cuanto quedaba de otra catástrofe más reciente? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso, cualquiera que fuese su procedencia y contenido este cofre debía ser una buena presa.

Godfrey lo examinó exteriormente. No vio ninguna indicación. Ni nombre, ni siquiera una de esas grandes iniciales recortadas en una delgada plancha de metal que adornan los cofres americanos. ¿Encontraría tal vez algún papel que indicara su procedencia, la nacionalidad, el nombre de su propietario? En todo caso, estaba herméticamente cerrado y se podía esperar que su contenido no se hubiera estropeado por su permanencia en el agua del mar. Era, efectivamente, un cofre muy fuerte, recubierto con una piel gruesa, con esquinales de cobre en todos sus ángulos y con anchas correas que lo abrazaban por todas sus caras.

Por mucha que fuera su impaciencia en querer saber el contenido de este cofre, Godfrey no pensó en modo alguno en romperlo, sino en abrirlo después de haber hecho saltar la cerradura. En cuanto a transportarlo de Dream Bay al Will-Tree, no lo permitía su peso y ni se podía pensar en ello.

—¡Bueno! —se dijo Godfrey—, lo vaciaremos aquí y haremos tantos viajes como sea necesario para transportar todo lo que contenga. Se podían contar alrededor de unas cuatro millas de la extremidad del promontorio al grupo de los secoyas. Esto exigiría, pues, cierto tiempo y ocasionaría cierta fatiga. Ahora bien, el tiempo no escaseaba, y en cuanto a la fatiga, no era cosa de pensar en ella.

¿Qué encerraría este cofre…? Antes de regresar al Will-Tree, Godfrey quiso por lo menos intentar abrirlo.

Comenzó, pues, por deshacer las correas y, una vez sueltas, levantó con gran esmero el capuchón o cubierta de cuero que recubría la cerradura. Pero ¿cómo forzar ésta?

Aquél era el trabajo más difícil. Godfrey no tenía palanca alguna con que pudiera forzarlo. Arriesgarse a romper su cuchillo en esta operación era muy para guardarse. Buscó pues un grueso guijarro con el cual trataría de hacer saltar el candado. La playa estaba sembrada de duros sílex de todas formas que podían servir de martillo. Godfrey escogió uno grueso como el puño y con él dio un fuerte golpe sobre la placa de cobre. Con extrema sorpresa, el pestillo enclavado en la armella se desprendió inmediatamente. O la armella se había roto por el choque, o la cerradura no había sido cerrada con llave. El corazón de Godfrey palpitaba fuertemente en el instante en que iba a levantar la cubierta del cofre.

Por fin ya estaba abierto, y en verdad, si hubiese sido preciso romperlo, Godfrey no hubiese podido hacerlo fácilmente.

Se trataba de un verdadero coffre-fort. Las paredes interiores se hallaban duplicadas por una especie de hoja de cinc de tal manera que el agua del mar no había podido penetrar dentro. Así, los objetos que contenía, por delicados que fuesen, tenían que encontrarse en perfecto estado de conservación.

¡Y qué objetos! Al irlos retirando, Godfrey no podía contener exclamaciones de alegría. Realmente, este cofre debía de haber pertenecido a algún viajero muy práctico que trataba de aventurarse en algún país en que estaría reducido a sus solos recursos.

En primer lugar, ropa blanca: camisas, servilletas, paños de toda especie, colchas; después, vestidos, chaquetas de lana, calcetines de lana y algodón, sólidos pantalones de tela y terciopelo crudo, chalecos de tricot, jerseys de gruesa y sólida estofa; luego, dos pares de fuertes botas, calzado de caza, sombreros de fieltro.

En segundo lugar, algunos utensilios de cocina y de toilette: marmita (¡la famosa marmita tan deseada!), perol, cafetera, tetera, algunas cucharas, tenedores y cuchillos, un espejito, cepillos de toda clase; en fin, lo que no era de desdeñar, tres latas que contenían alrededor de quince pintas de aguardiente y anís y varias libras de té y café.

En tercer lugar, algunas herramientas: taladro, barrena, sierra de mano, surtido de clavos y puntas, azada y paleta, pico, hacha, azuela, etc.

En cuarto lugar, armas, dos cuchillos de caza en su estuche de cuero, una carabina y dos fusiles de pistón, tres revólveres de seis tiros, una docena de libras de pólvora, varios millares de pistones y una importante provisión de plomo y balas, pareciendo todas estas armas ser de fabricación inglesa; y, por fin, un pequeño botiquín de bolsillo, un anteojo de larga vista, una brújula, un cronómetro.

También había allí algunos volúmenes en inglés, varias manos de papel blanco, lápices, plumas y tinta, un calendario, una Biblia editada en New York y un Manual del perfecto cocinero.

En realidad, esto constituía un inventario de un valor inestimable en aquellas circunstancias.

Lógicamente, Godfrey no podía contener su alegría. Si hubiera encargado expresamente este lote para uso de náufragos en un caso así, no lo hubiera tenido más completo. Bien valía esto un gran reconocimiento a la Providencia, y la Providencia recibió tal gratitud salida de un corazón agradecido.

Godfrey se dio el placer de colocar todo su tesoro sobre la playa. Cada objeto había sido inspeccionado, pero ningún papel se encontraba en el cofre que pudiera indicar su procedencia ni sobre qué buque había sido embarcado. Por los alrededores, por otra parte, el mar no había arrastrado ningún otro resto de un naufragio reciente. Nada, ni sobre las rocas ni sobre la playa. Debía deducirse que el cofre había sido transportado a este lugar por la marea tras haber flotado más o menos tiempo. En efecto, su volumen, con respecto a su peso, había podido asegurarle una flotabilidad suficiente.

Los dos huéspedes de la isla Phina se encontraban pues, por cierto tiempo, con las necesidades materiales de la vida aseguradas en gran medida: utensilios, armas, instrumentos, herramientas y vestidos les habían sido proporcionados por un feliz azar. No hay que decir que Godfrey no podía pensar en otra cosa que en llevar todos estos objetos al Will-Tree. Su transporte necesitaría varios viajes, pero quiso apresurarse a hacerlo, por temor al mal tiempo.

Godfrey volvió a meter pues la mayor parte de estos diversos objetos en el cofre. Un fusil, un revólver, cierta cantidad de plomo y pólvora, un cuchillo de caza, el catalejo de larga vista y la marmita, he aquí con lo que se cargó únicamente. Tras ello, el cofre fue vuelto a cerrar cuidadosamente y Godfrey tomó de nuevo el camino del litoral.

¡Ah!, ¡de qué manera fue recibido una hora después por Tartelett, y cuál fue el gozo del profesor cuando su discípulo le hubo hecho la enumeración de sus nuevas riquezas! La marmita, la marmita sobre todo, le causó transportes de alegría que se tradujeron en una serie de piruetas terminadas por un triunfante paso de seis por ocho.

Era sólo mediodía. Por consiguiente, Godfrey, después del almuerzo, quiso volver inmediatamente a Dream Bay. Le urgía que todo fuese puesto a seguro en el Will-Tree.

Tartelett no opuso objeción alguna y se declaró listo para partir. Ya no había necesidad de velar por el hogar que llameaba. Con la pólvora, siempre puede uno procurarse fuego. Mas el profesor quiso que durante su ausencia la olla pudiese hervir poco a poco. En un momento, llena la marmita de agua dulce, recibió un cuarto de aguti con una docena de raíces de yamph que obrarían como legumbres, sazonadas con un puñadito de sal de la que se encontraba en los huecos de las rocas.

—Así hervirá bien ella sola —dijo Tartelett, que parecía muy satisfecho de su obra.

Y ya los tenemos en marcha a paso ligero hacia Dream Bay, por el camino más corto.

El cofre seguía estando allí. Godfrey lo abrió con precaución. En medio de las exclamaciones admirativas de Tartelett, se procedió a la selección de los diversos objetos.

En este primer viaje Godfrey y su compañero, transformados en mulos de carga, pudieron llevarse al Will-Tree las armas, las municiones y una parte de los vestidos; y descansaron después de la fatiga ante la mesa, en la que humeaba un caldo de agutí que declararon excelente. Con respecto a la carne, y según el profesor, hubiera sido difícil imaginar cosa más exquisita. ¡Oh, el maravilloso efecto de las privaciones!

El día siguiente, el 30, Godfrey y Tartelett partieron en cuanto amaneció y en otros tres viajes acabaron de vaciar y transportar el contenido del cofre. Antes del anochecer, armas, instrumentos, utensilios, herramientas, todo, había sido llevado, arreglado y almacenado en el Will-Tree.

Finalmente, el 1.º de agosto, el propio cofre, arrastrado no sin trabajo a lo largo de la playa, hallaba sitio en la habitación del Will-Tree, en la que se transformaba en armario para ropa.

Tartelett, con la movilidad propia de su espíritu, veía ahora todo el porvenir de color de rosa. No es de sorprenderse, por tanto, que dicho día, con el violín en la mano, fuese a encontrar a su discípulo y muy seriamente le dijera, igual que si se hallaran en el salón del hotel Kolderup:

—Y bien, mi querido Godfrey, ¿no es ya tiempo de reemprender nuestras lecciones de baile?