En que Godfrey vuelve a ver elevarse una ligera humareda sobre otro punto de la isla
Henos aquí ante una tormenta que había venido bien oportunamente. Godfrey y Tartelett no habían tenido que aventurarse en los espacios, como Prometeo, para ir a apoderarse del fuego celestial. Había sido el cielo, en efecto, como había dicho Tartelett, quien amablemente se había ocupado de enviárselo por la vía de un rayo. A ellos les tocaba ahora conservarlo.
—¡No; no le dejaremos apagarse! —exclamó Godfrey.
—Tanto más cuanto la madera no nos faltará para alimentarlo —había respondido Tartelett, cuya satisfacción se denunciaba en pequeños gritos de gozo.
—Sí, pero ¿quién lo mantendrá?
—¡Yo! Yo velaré día y noche si es preciso —respondió Tartelett, blandiendo un tizón ardiendo.
Y bien que lo hizo hasta la salida del Sol.
La madera muerta, como ya se ha dicho, abundaba bajo el enorme abrigo de los secoyas. En consecuencia, desde el alba Godfrey y el profesor, después de haber amontonado un stock considerable, nada escasearon al hogar encendido por el rayo. Colocado al pie de uno de los árboles, en un estrecho espacio entre dos raíces, este hogar llameaba con un chisporroteo vivo y alegre. Tartelett, echando los bofes, empleaba todo su aliento en soplar encima por más que fuese perfectamente innecesario. En esta actitud tomaba las posturas más peregrinas, persiguiendo con la vista el humo grisáceo, cuyas volutas se perdían en lo alto del follaje. Pero no lo hacía por admirar lo que tanto había pedido, este indispensable fuego, ni tampoco por calentarse. Lo destinaba a un uso más interesante: se trataba de acabar con aquellas pobres comidas de conchas crudas y raíces de yamph de las que nunca un agua hirviendo o una simple cocción bajo la ceniza había desarrollado los elementos nutritivos. Fue a esta tarea a la que Godfrey y Tartelett se emplearon durante una parte de la mañana.
—Nos comeremos uno o dos pollos —exclamó Tartelett, cuya mandíbula chasqueaba por adelantado—. ¿Podrían añadirse un jamón de agutí, un estofado de carnero, algunas piezas de esa caza que corre por el prado, sin contar dos o tres peces de agua dulce, acompañados de algunos otros de mar?
—¡No tan de prisa! —respondía Godfrey, al que la exposición de este poco modesto menú había puesto de buen humor—. ¡No es preciso arriesgarse a una indigestión para compensarse de un ayuno! ¡Ahorremos nuestras reservas, Tartelett! Vaya por los dos pollos, cada uno el suyo, y si el pan nos falta, confío en que nuestras raíces de camas, convenientemente preparadas, lo reemplazarán sin demasiada desventaja.
Todo esto costó la vida a dos inocentes volátiles que, desplumados, arreglados, dispuestos por el profesor, y después ensartados en una varilla, pronto se asaron en una llama chisporroteante.
Durante este tiempo, Godfrey se ocupaba en poner las raíces de camas en situación de figurar en el primer almuerzo serio que iba a hacerse en la isla Phina. A fin de hacerlas comestibles, no había sino que seguir el método indio, que los americanos tenían que conocer, por haberlo visto emplear más de una vez en las praderas del oeste de América.
He aquí cómo procedió Godfrey: Cierta cantidad de piedras planas, recogidas en la playa, se pusieron en el brasero, en forma que se impregnasen de un intenso calor. Quizá Tartelett encontró que no estaba bien emplear tanto calor en «cocer piedras»; pero, como esto no perjudicaba en modo alguno la preparación de sus pollos, no se quejó más.
En tanto que las piedras se calentaban así, Godfrey escogió un pedazo del suelo, del que arrancó la yerba en el espacio de alrededor de una yarda cuadrada; después, con sus manos armadas de grandes conchas, levantó la tierra hasta una profundidad de diez pulgadas. Hecho esto, dispuso en el fondo de este agujero un hogar de madera seca que encendió de forma que comunicase, a la tierra amontonada en el fondo del hueco, un calor bastante considerable. Cuando toda esta madera hubo estado consumida y tras la retirada de las cenizas, las raíces de camas, previamente limpias y sacudidas, fueron extendidas dentro del hueco; una delgada capa de césped las recubrió y las piedras ardientes, colocadas por encima, sirvieron de base a un nuevo hogar encendido en su superficie.
En suma; era una especie de horno que había sido preparado así, y después de un tiempo bastante corto, una media hora cuanto más, la operación podía darse por terminada.
Efectivamente, bajo la doble capa de piedras y césped, que fue quitada, aparecieron las raíces de camas modificadas por esta violenta torrefacción. Al aplastarlas se había podido obtener una harina bastante capaz para hacer una especie de pan; pero dejándolas en su estado natural era como si se comiese patatas de calidad muy nutritiva. De este modo fueron servidas las raíces esta vez, y ya se puede suponer qué almuerzo hicieron los dos amigos con estos pollitos, que devoraron hasta los huesos, y con tan excelentes camas, que no había por qué ahorrar. El campo productor no estaba lejos, y en él se podían obtener en abundancia, no teniendo sino que agacharse para recolectarlos por centenares.
Acabada esta comida, Godfrey se ocupó en preparar cierta cantidad de esta harina, que se conserva casi indefinidamente y puede ser transformada en pan para las necesidades de cada día.
La jornada transcurrió en estas diversas ocupaciones. El hogar estuvo siempre alimentado con el mayor cuidado. Se le cargó más particularmente de combustible para la noche, lo que no impidió que Tartelett se levantara en diversos momentos con el fin de acercar los carbones y procurar una combustión más activa, hecho lo cual volvía a acostarse; pero, como soñaba que el fuego se apagaba, se volvía a levantar en seguida y renovaba esta tarea hasta que apuntaba el día.
La noche transcurrió sin incidente alguno. El chisporroteo del hogar, junto con el canto del gallo, despertaron a Godfrey y a su compañero, que había acabado por dormirse.
Al principio Godfrey se sorprendió al notar una especie de corriente de aire que venía de lo alto, del interior del Will-Tree. Ello le llevó a pensar que el secoya estaba hueco hasta la separación de las ramas bajas y que se abría allí un orificio que convendría taponar si se quería estar seguro y a cubierto.
—¡Sin embargo, la cosa es singular! —se dijo Godfrey—. ¿Por qué las noches precedentes no he notado esta comente de aire? ¿Será por el trueno?
Y para responderse a estas preguntas le vino la idea de examinar exteriormente el tronco del secoya, hecho lo cual Godfrey comprendió lo que había sucedido durante la tempestad.
La huella del rayo era visible sobre el árbol, que había sido gravemente descortezado por el paso del fluido desde la horquilla a las raíces. Si la chispa eléctrica se hubiese introducido por el interior de la secoya en vez de seguir el contorno exterior, Godfrey y su compañero hubieran podido ser fulminados. Habían sin duda corrido un verdadero peligro.
—Se recomienda mucho —dijo Godfrey— no refugiarse bajo los árboles durante las tempestades, lo que está muy bien para quienes pueden hacer otra cosa; ¿qué medio hay de evitar este peligro para nosotros, puesto que vivimos dentro de un árbol? En fin, ¡ya veremos!
Después, mirando al secoya desde el punto en que comenzaba la larga huella del fluido, añadió:
—Es evidente que allí donde el rayo lo ha herido le ha separado violentamente la copa del tronco. Pero entonces, puesto que el aire penetra en su interior por este orificio, resulta que el árbol está hueco en toda su altura y no vive sino por su corteza. He aquí una disposición que conviene tener en cuenta.
Y Godfrey se puso a buscar alguna rama resinosa de la que pudieran hacer una antorcha.
Unas ramas de pino le proporcionaron la tea de que tenía necesidad; la resina exudaba de esta rama, que una vez inflamada dio una luz muy brillante.
Godfrey entró entonces en la cavidad que le servía de habitación. A la sombra sucedió inmediatamente la claridad y fácil fue reconocer cuál era la disposición interior del Will-Tree.
Una especie de bóveda, irregularmente truncada, parecía techar el árbol a una quincena de pies por encima del suelo. Levantando su antorcha, Godfrey percibió claramente la abertura de un estrecho conducto cuyo desarrollo se perdía en la obscuridad. Indudablemente, el árbol estaba hueco en toda su extensión, pero quizá quedaran porciones de albura intactas todavía. En este caso, ayudándose de estos salientes, sería, si no fácil, al menos posible subirse hasta la horquilla.
Godfrey, que pensaba en el futuro, resolvió saber sin más tardar a qué atenerse al respecto.
Tenía un doble objetivo: primero, taponar herméticamente este orificio por el que el viento o la lluvia podrían introducirse (lo que hubiese convertido el Will-Tree en inhabitable); después, asegurarse de si ante un peligro, como un ataque de animales o de indígenas, las ramas superiores del secoya ofrecerían un refugio conveniente.
Era cosa de ensayar en todo caso. Si se encontrara con algún obstáculo insuperable en el estrecho conducto… pues entonces Godfrey lo dejaría, y estaba libre para volver a bajar.
Después de haber colocado su antorcha en el intersticio de dos gruesas raíces a flor del suelo, he aquí que empieza a subirse sobre los primeros salientes interiores de la corteza. Godfrey era ligero, vigoroso, hábil, habituado a la gimnasia como todos los jóvenes americanos, así que aquello no fue sino un juego para él. Pronto hubo alcanzado en este tubo desigual una parte más estrecha por la cual, en arbotante de espalda y rodillas, podía trepar a la manera de un deshollinador. Todo su temor radicaba en que una falta de anchura le detuviese en su ascensión. Sin embargo, continuaba subiendo y cuando encontraba un saliente descansaba un poco a fin de volver a tomar aliento.
Tres minutos después de haber dejado el suelo, si Godfrey no había llegado a sesenta pies de altura, no debía de estar lejos de ello y, en consecuencia, no le quedaban sino una veintena de pies que franquear.
En efecto, notaba ya un aire más vivo orearle el rostro, y lo aspiraba ávidamente, porque en rigor no estaba precisamente muy fresco el interior del secoya.
Luego de haber reposado durante un minuto y haber sacudido el polvo fino arrancado a las paredes, Godfrey continuó elevándose en aquel tubo, que se contraía más y más.
Pero en este momento su atención fue reclamada por cierto ruido que le pareció razonablemente sospechoso. Se hubiese dicho que en el interior del árbol se producía como un escarbamiento. Casi a continuación una especie de silbido se hizo oír.
Godfrey se detuvo.
«¿Qué es eso? —se preguntó—. ¿Se habrá refugiado algún animal en este secoya? ¡Si fuese una serpiente! ¡No! Hasta ahora no hemos sabido de ninguna en la isla. ¡Más bien debe de ser algún pájaro que trata de huir!».
Godfrey no se engañaba, y como continuaba sonando una especie de graznido más acentuado, seguido de un vivo batir de alas, dedujo que no se trataba sino de un volátil anidado en el árbol y del que turbaba su reposo. Varios frrs, frrs a todo pulmón determinaron bien pronto al intruso a abandonar el sitio. Era, efectivamente, una especie de corneja de gran tamaño que no tardó en escaparse por el orificio y desaparecer precipitadamente por la alta cima del Will-Tree. Pocos instantes después la cabeza de Godfrey pasaba por el mismo orificio y pronto se encontró instalado cómodamente sobre la horquilla del árbol, en el nacimiento de las ramas bajas, que se abrían a ochenta pies de altura sobre el suelo.
Allí, como ya se ha dicho, el enorme tronco del secoya soportaba toda una selva. El caprichoso entrecruzamiento del ramaje secundario presentaba el aspecto de esos roquedales de madera muy apretados que ninguna tentativa ha hecho practicables.
Sin embargo, Godfrey consiguió, no sin bastante trabajo, el deslizarse de una rama a otra en forma de llegar a alcanzar poco a poco el último piso de esta fenomenal vegetación.
Un gran número de pájaros volaron a su alrededor lanzando gritos y refugiándose en los árboles vecinos del grupo que el Will-Tree dominaba con toda su cima.
Godfrey continuó trepando cuanto pudo y no se detuvo hasta el momento en que las ramas extremas superiores comenzaron a doblarse bajo su peso.
Un gran horizonte de agua rodeaba la isla Phina, que se desarrollaba a sus pies como un mapa en relieve.
Sus ojos recorrieron ávidamente esta porción de mar, que seguía estando desierta como siempre, lo que confirmaba una vez más que la isla se encontraba fuera de las rutas comerciales del Pacífico.
Godfrey sofocó un gran suspiro; después su mirada descendió hacia este estrecho dominio sobre el que el destino le condenaba a vivir largo tiempo sin duda, ¡quizá siempre!
Pero ¿cuál no fue su sorpresa cuando tornó a ver, al norte esta vez, una humareda parecida a aquella que ya había creído percibir al sur? Miró pues con la mayor atención.
Un vapor muy desligado, de un azul más obscuro en su extremo, ascendía recto en el aire tranquilo y puro.
—¡No! ¡No me engaño! —exclamó Godfrey—. Allí hay humo y, en consecuencia, fuego, un fuego que lo produce… y este fuego no puede haber sido encendido más que por… ¿Por quién?
Godfrey fijó entonces con la máxima precisión el sitio en cuestión.
El humo se elevaba al noroeste de la isla, en medio de las altas rocas que bordeaban la orilla. No había error posible. La cosa era a menos de cinco millas del Will-Tree. Cortando rectamente hacia el nordeste a través de la pradería y después siguiendo el litoral, necesariamente se tenía que llegar a las rocas que empenachaban este leve vapor.
Agitado del todo, Godfrey volvió a descender sobre el entrecruzamiento de ramas hasta la horquilla. Allí se detuvo un instante para arrancar un manojo de musgo y hojas, hecho lo cual se deslizó por el orificio, que tapó lo mejor que pudo, y rápidamente se dejó caer hasta el suelo.
Dijo apenas unas breves palabras a Tartelett, para que no se inquietara por su ausencia, y se lanzó en la dirección del nordeste con el fin de ganar el litoral. Lo que duró una marcha de dos horas, primero a través de la pradera verdosa en medio de grupos de árboles o de largos setos de retamas espinosas, y luego a lo largo del borde del litoral, alcanzando por fin la última cadena de rocas.
Pero la humareda que Godfrey había percibido desde lo alto del árbol trató en vano de volverla a ver. De todas suertes como él había fijado exactamente la situación del lugar de donde se escapaba el humo, pudo llegar allí sin error. Y Godfrey empezó sus búsquedas explorando con cuidado toda esta parte del litoral.
Gritó. Nadie respondió a su llamada. Ningún ser humano se mostró sobre esta playa. Ni una roca presentaba la traza de un fuego encendido recientemente, ni un hogar ya extinguido que hubiera podido alimentar los yerbajos marinos y las algas secas depositadas por las olas.
—Y sin embargo, ¡es imposible que yo me haya engañado! —se repetía Godfrey—. Seguro que se trataba de humo lo que yo he visto. Y, sin embargo…
Como no era admisible que Godfrey hubiese sido víctima de una ilusión, llegó a pensar si no existiría algún manantial de agua caliente, una especie de geyser intermitente, cuya localización no podía encontrar, lo que había debido proyectar aquel vapor.
En efecto, nada podía probar que no existieran en la isla varios de estos pozos naturales. En este caso la aparición de una humareda podía explicarse por este sencillo fenómeno geológico.
Godfrey, dejando el litoral, se volvió hacia el Will-Tree observando un poco mejor el país al regreso que lo había hecho a la ida. Algunos rumiantes se dejaron ver, entre otros wapitis, pero corrían con una rapidez tal que hubiese sido imposible alcanzarles.
Hacia las cuatro, Godfrey estaba de regreso. Cien pasos antes de llegar ya oía el ronco crin-crin del violín, encontrándose bien pronto frente a Tartelett, que en la actitud de una vestal velaba religiosamente cerca del fuego confiado a su custodia.