Que se acaba precisamente gracias a un magnifico y feliz rayo
¿Por qué no estar conformes? Godfrey estaba a punto de convertirse en un hombre nuevo en esta situación nueva para él, tan frívolo, tan ligero, tan poco reflexivo cuando no tenía que hacer sino dejarse vivir… En efecto, jamás el cuidado de lo del día siguiente había podido inquietar su reposo. En el demasiado opulento hotel de Montgomery-Street, donde dormía sus diez horas seguidas, ni el roce de una hoja de rosa había podido aún turbar su sueño.
Pero ya no iba a ser así. En esta isla desconocida se veía completamente separado del resto del Mundo, entregado a sus solos recursos, obligado a hacer frente a las necesidades de la vida en condiciones en que un hombre incluso mucho más práctico se hubiese encontrado bien embarazado. Indudablemente, no viendo reaparecer el Dream deberían emprender su búsqueda. Pero ¿qué eran ellos, los dos? ¡Mil veces menos que un alfiler en un pajar, que un grano de arena en el fondo del mar! La incalculable fortuna del tío Kolderup no era una respuesta a todo.
Por consiguiente, por más que hubiese encontrado un abrigo casi aceptable, Godfrey no dormía sino con un sueño agitado. Su cerebro trabajaba como no lo había hecho jamás. Sucedía que asociaba ideas de toda especie; las del pasado, que lamentaba amargamente, las del presente, cuya relación buscaba, y las del porvenir, que le inquietaban todavía más.
Mas ante estas rudas pruebas la razón y, en consecuencia, el razonamiento que naturalmente sigue se desprendían de los limbos en los que el había soñado hasta entonces. Godfrey estaba resuelto a luchar contra la mala fortuna, tentar a todo en la medida de lo posible para salir victorioso. Si aprovechaba esta lección, no sería ciertamente para olvidarla en lo futuro.
Desde el amanecer se puso en pie con la intención de proceder a una instalación más completa. La cuestión de los víveres, sobre todo la del fuego, que le estaba tan relacionada, adquiría el primer lugar sobre todas las demás, utensilios o armas cualesquiera a fabricar, vestidos de repuesto que sería preciso procurarse so pena de estar vestido bien pronto a la moda polinésica.
Tartelett dormía aún. No se le veía en aquella obscuridad, pero se le oía. Este buen hombre salvado del naufragio, siempre frívolo a los cuarenta y cinco años como lo había sido su discípulo hasta entonces, no podía serle de gran utilidad. Hasta sería una sobrecarga, puesto que sería preciso proveer a sus necesidades de toda especie; pero, en fin, era un compañero! Valía más, en suma, que el más inteligente de los perros, por más que resultase ser, sin duda, menos útil. Era una criatura que podía hablar, aunque de un modo banal; conversar, aunque no fuese nunca sino de cosas poco serias; quejarse, lo que le sucedía bien a menudo. Pero, fuese como fuese, Godfrey oiría una voz humana resonar en su oído. Esto tal vez valiera más que el lorito de Robinson Crusoe. Aunque fuese con un Tartelett, él no estaría solo, y nada le hubiese aterrado más que la perspectiva de una completa soledad.
«Robinson antes de Vendredi, Robinson después de Vendredi, ¡qué diferencia! —pensó él».
Sin embargo, esta mañana del 29 de junio a Godfrey no le descontentó hallarse solo con el fin de poner en ejecución su proyecto de explorar las cercanías del grupo de secoyas. Sería quizá bastante afortunado descubriendo algún fruto, alguna raíz comestible que se llevaría con extrema satisfacción del profesor. Dejó pues a Tartelett entregado a sus sueños y partió.
Una ligera bruma todavía envolvía el litoral y la mar; pero ya esta niebla comenzaba a levantarse en el norte y el este bajo la influencia de los rayos solares, que debían condensarla poco a poco. El día prometía ser muy hermoso.
Godfrey, después de haberse cortado un sólido bastón, subió durante dos millas hasta esta parte de la orilla que no conocía y cuyo recodo formaba la punta alargada de la isla Phína.
Allí hizo un primer desayuno de conchas, almejas y pequeñas ostras que se encontraban allí en gran abundancia.
«¡En rigor —se dijo—, aquí hay para no morirse de hambre! ¡Hay ahí millares de decenas de ostras con que calmar el estómago más exigente! Si Tartelett se queja es porque no gusta de este molusco. Y bien, ¡tendrá que gustarle!».
Es muy cierto que, si bien la ostra no puede remplazar al pan y la carne de una manera absoluta, no deja menos de ser un alimento muy nutritivo con la condición de ser consumido en gran cantidad. Pero como este molusco es de una digestión muy fácil, se puede sin peligro alguno hacer uso de él, por no decir abuso.
Terminado este almuerzo, Godfrey tomó su bastón y cortó oblicuamente hacia el sudeste a fin de remontar la orilla derecha del arroyo. Este camino debía conducirle a través de la pradería hasta el grupo de árboles percibidos la víspera, más allá de las largas líneas de matorrales de arbustos que quería examinar de cerca.
Godfrey avanzó pues en esta dirección alrededor de unas dos millas. Seguía la ribera del río, tapizada por una yerba corta y apretada como una tela de terciopelo. Bandadas de pájaros acuáticos volaban ruidosamente sobre este ser, para ellos desconocido, que venía a turbar sus dominios. Allí también peces de varias especies corrían a través de las aguas vivas del riachuelo, cuya anchura en esta parte podía evaluarse en cuatro o cinco yardas.
Era evidente que de tales peces no sería difícil apoderarse, pero, faltando aún el medio de hacerlos cocer, continuaba haciéndose la cuestión insoluble.
Muy felizmente, Godfrey, llegado a las primeras líneas de matorrales, reconoció dos especies de frutos o raíces; los de una de las cuales tenía que pasar por la prueba del fuego antes de ser comidos, pero los otros eran ya comestibles en su estado natural. De estos dos vegetales los indios de América hacen uso constante.
El primero era uno de esos arbustos llamados camas que nacen hasta en terrenos impropios de todo cultivo. Con sus raíces, parecidas a una cebolla, se hace una especie de harina muy rica en gluten y muy nutritiva, a menos que se prefiera comerlas como patatas. Pero en ambos casos es preciso someterlas a cierta cocción o torrefacción.
El otro arbusto produce una especie de bulbo de forma oblonga que lleva el nombre indígena de yamph y, si bien posee acaso menos principios nutritivos que el camas era más preferible en estas circunstancias por poderse comer crudo.
Godfrey, muy satisfecho con este descubrimiento, se hartó sin tardanza con algunas de estas excelentes raíces y, no olvidando el desayuno de Tartelett, hizo un gran acopio que echó a su espalda, después de lo cual se dirigió al Will-Tree.
Sobre si fue bien recibido al llegar con su cosecha de yamphs, parece inútil decirlo. El profesor se regaló ávidamente y se hizo preciso que su discípulo le indujera a moderarse.
—¡Bueno! —respondió Tartelett—; hoy tenemos estas raíces, pero ¿quién sabe si las tendremos mañana?
—¡Sin duda alguna! —replicó Godfrey— mañana, pasado mañana, ¡siempre! Sólo es preciso ir a buscarlas.
—Bien, Godfrey, ¿y este camas?
—Con este camas haremos harina y pan cuando tengamos fuego.
—¡Fuego! —exclamó el profesor, sacudiendo la cabeza—, ¡fuego! ¿Y cómo lo haremos?
—¡Nada sé todavía —respondió Godfrey—; pero de una manera u otra llegaremos a tenerlo!
—¡Que el cielo os oiga, mi querido Godfrey! ¡Y cuando pienso que hay tanta gente que no tiene sino que frotar un pequeño trocito de madera contra la suela de su zapato para conseguir fuego! ¡Me da un coraje…! ¡No! ¡Jamás hubiera creído que la mala suerte me hubiese reducido un día a parecida penuria! No se darían tres pasos en Montgomery-Street sin encontrar un caballero con el cigarro en la boca que se complacería en darnos ese fuego, y aquí…
—Aquí no estamos en San Francisco, Tartelett, ni en Montgomery-Street, y me parece que es más razonable no contar con la cortesía del transeúnte.
—Pero, otra cosa: ¿por qué sucede que la cocción sea necesaria al pan, a la carne? ¿Cómo la Naturaleza no nos ha hecho para vivir del aire?
—Eso ya vendrá, quizá —respondió Godfrey, con una sonrisa de buen humor.
—¿Lo creéis así?
—Creo que los sabios se ocupan de ello, por lo menos.
—¿Es posible? ¿Y sobre qué se fundan para buscar este nuevo modo de alimentación?
—Sobre este razonamiento —respondió Godfrey—: el de que la digestión y la respiración son funciones conexas de la que una podría substituir a la otra. Así pues, el día en que la química haya logrado que los alimentos necesarios a la alimentación del hombre puedan asimilarse por la respiración, el problema estará resuelto. No se trata para ello sino de convertir el aire en nutritivo. Se respirará la comida en vez de comerla, ¡eso es todo!
—¡Ah, pues sí que es lamentable que este precioso descubrimiento no se haya hecho todavía! —exclamó el profesor—. ¡Qué a gusto respiraría yo media docena de bocadillos y un cuarto de estofado sólo para incitar al apetito!
Y Tartelett, sumido en un ensueño sensual en que entreveía suculentas comidas atmosféricas, abría inconscientemente la boca y respiraba a plenos pulmones olvidándose de que apenas tenía con qué alimentarse a la manera habitual.
Godfrey le sacó de su meditación y le atrajo a lo positivo. Se trataba de proceder a una instalación más completa en el interior del Will-Tree.
El primer cuidado fue el de emplearse en la limpieza de la futura habitación. Precisaba primeramente retirar varios quintales de este polvillo vegetal que cubría el suelo y en el cual se hundía uno hasta media pierna. Dos horas de trabajo bastaron apenas para esta engorrosa faena, pero finalmente el cuarto fue desembarazado de esta capa polvorienta que se levantaba como una nube al menor movimiento.
El suelo era firme, resistente, como si hubiese sido pavimentado con fuertes tablas, con sus anchas raíces del secoya que se ramificaban en su superficie. Resultaba áspero pero sólido. Dos rincones fueron escogidos para el emplazamiento de las literas, en las que algunos puñados de yerbas, bien secadas al Sol, habían de formar todo lo relativo al dormitorio. En cuanto a los demás muebles, bancos, escabeles o mesas, no sería imposible fabricar los más indispensables, puesto que Godfrey poseía un excelente cuchillo provisto de una sierra y un punzón. En efecto, convenía disponer de un refugio para el mal tiempo y poder quedarse en el interior del árbol para comer y trabajar allí. La luz no faltaba, puesto que penetraba a raudales por la abertura. Más tarde, si se hacía necesario cerrar esta abertura para obtener una seguridad más completa, Godfrey trataría de agujerear en la corteza del secoya una o dos troneras que sirviesen de ventanas.
En cuanto a saber a qué altura llegaba el vacío del tronco, Godfrey no podía averiguarlo sin luz. Todo lo que podía asegurar era que una pértiga de diez a doce pies de larga no tocaba el techo cuando él la izaba por encima de su cabeza.
Pero esta cuestión no era de las más urgentes. Ya se resolvería ulteriormente.
El día transcurrió en estos trabajos, que no se terminaron antes de la puesta del Sol. Godfrey y Tartelett, bastante cansados, encontraron excelentes sus literas, formadas únicamente con aquella yerba seca de la que habían hecho gran provisión; pero tuvieron que disputárselas a los volátiles, que hubiesen establecido de muy buena gana domicilio en el interior del Will-Tree. Godfrey pensó, sin embargo, que sería conveniente establecer un gallinero en algún otro secoya del grupo, y no logró impedirles la entrada del cuarto común sino obstruyéndola con ramaje. Por fortuna, los carneros, agutíes y cabras no experimentaron la misma tentación. Estos animales quedaron tranquilamente fuera y no tuvieron la veleidad de franquear la insuficiente barrera.
Los días siguientes fueron empleados en diversos trabajos de instalación, acomodamiento y acopio: huevos y conchas que recoger, raíces de yamph y manzanas de manzanilla, ostras que se iba a arrancar todas las mañanas al banco del litoral. Todo esto ocupaba tiempo y las horas pasaban rápidamente.
Los utensilios de casa se reducían aún a algunas grandes conchas de bivalvos que servían de vasos y platos. Verdad es que para el género de alimentación al que los huéspedes de Will-Tree estaban reducidos, no hacía falta más. Había también lo del lavado de la ropa en el agua clara del río, lo que ocupaba los ratos libres de Tartelett.
Es a él a quien incumbía esta tarea. Por otra parte, no se trataba sino de dos camisas, dos pañuelos y dos pares de calcetines, que componían todo el guardarropa de los náufragos. De esta suerte, durante esta operación Godfrey y Tartelett se hallaban únicamente vestidos con pantalón y chaqueta; pero con el Sol ardiente de esta latitud todo se secaba pronto.
Estuvieron así, sin tener que sufrir de la lluvia ni del viento, hasta el 3 de julio.
La instalación era ya casi aceptable, dadas las condiciones de desamparo en que Godfrey y Tartelett habían sido arrojados sobre esta isla. No obstante, precisaba no olvidar las oportunidades de salvación, que no podían venir sino del exterior. De acuerdo con esto, Godfrey cada mañana iba a observar el mar en toda la extensión de este sector que se desarrollaba del este al noroeste, por encima del promontorio. Esta parte del Pacífico estaba siempre desierta. Ni un buque, ni una barca de pesca, ni una humareda destacándose en el horizonte e indicando a lo largo el paso de algún vapor. Parecía como si la isla Phina estuviese fuera de los itinerarios del comercio y el transporte de viajeros. Había pues que esperar pacientemente, confiándose al Todopoderoso, que jamás abandona a los débiles.
Entre tanto, cuando las necesidades inmediatas de la existencia le permitían algún respiro, Godfrey, empujado sobre todo por Tartelett, retornaba a aquella importante e irritante cuestión del fuego. Intentó de nuevo reemplazar la yesca, que le había hecho tan mala partida antes, por otra materia análoga. Ahora bien, era posible que algunas variedades de hongos que crecían en el hueco de viejos árboles, después de haber sido sometidos a un secado prolongado, pudiesen transformarse en una especie combustible. Varios de estos hongos fueron pues recogidos y expuestos a la acción directa del sol hasta que quedaron reducidos a polvo. Tras ello, con el revés de su cuchillo, trocado en encendedor, Godfrey hizo saltar de un sílex algunas chispas que cayeran sobre esta substancia… Fue inútil. La materia esponjosa no produjo fuego… Godfrey tuvo entonces la idea de utilizar este fino polvillo vegetal, seco desde hacía tantos siglos, que había encontrado sobre el suelo de Will-Tree. Tampoco tuvo éxito. Probando otros recursos, trató todavía de procurar por medio del eslabón el encendido de una especie de esponja que crecía entre las rocas.
Igualmente fracasó en ello. La partícula de acero, encendida con el choque del sílex, caía sobre la substancia, pero se apagaba inmediatamente.
Godfrey y Tartelett se desesperaron realmente. Pasarse sin fuego era imposible. De estos frutos, de estas raíces, de estos moluscos, empezaban a cansarse, y sus estómagos no tardarían en mostrarse absolutamente refractarios a este género de alimentación. Miraban, el profesor sobre todo, estos corderos, estos agutíes, estas gallinas que iban y venían alrededor del Will-Tree, produciéndoles hambre canina esta vista. ¡Devoraban con los ojos estas carnes vivas! ¡No, esto no podía continuar así!
Mas una circunstancia inesperada (digamos providencial, si lo permitís) iba a venir en su ayuda.
En la noche del 3 al 4 de julio el tiempo, que tendía a modificarse desde hacía algunos días, derivó hacia la tormenta tras un calor abrumador que la brisa del mar era impotente para aminorar.
Godfrey y Tartelett, hacia la una de la mañana, fueron despertados por el estrépito de los truenos en medio de unos verdaderos fuegos artificiales de relámpagos. Todavía no llovía; pero no podía tardar en hacerlo. Llegaron entonces verdaderas cataratas que se precipitaban de la zona nubosa a consecuencia de la rápida condensación de los vapores.
Godfrey se levantó y salió a fin de observar el estado del cielo. Era todo ello como un incendio por encima del extremo de los grandes árboles, cuyo follaje aparecía sobre el cielo como ardiendo, como los finos dibujos recortados de una sombra chinesca.
De repente, en medio del estrépito general, un relámpago más ardiente atravesó el espacio. El trueno resonó en seguida y el Will-Tree se conmovió de arriba abajo por el fluido eléctrico.
Godfrey, medio derribado por el choque, se incorporó entre una lluvia de fuego que caía a su alrededor. El rayo había incendiado las ramas secas del ramaje superior, ahora ya sólo carbones incandescentes que crepitaban sobre el suelo.
Godfrey, lanzando un grito, había llamado a su compañero.
—¡Fuego, fuego!
—¡Fuego! —respondió Tartelett—. ¡Bendito sea el cielo, que nos lo envía!
Los dos se lanzaron enseguida sobre estas ascuas, algunas de las cuales ardían aún, en tanto que las otras se extinguían sin llamas Las recogieron al mismo tiempo que cierta cantidad de madera muerta que no faltaba al pie del secoya, cuyo tronco no había sido sino tocado por el rayo. Después entraron en su sombría habitación en el momento en que la lluvia, derramándose en cascadas, apagaba el incendio que amenazaba devorar el ramaje superior del Will-Tree.