En que la cuestión del alojamiento se resuelve lo mejor posible
La jornada iba ya de vencida. Así que Godfrey resolvió dejar para el día siguiente el cuidado de proceder a una nueva instalación. Pero a las preguntas apremiantes que le hizo el profesor acerca de los resultados de su exploración, acabó por responderle que se trataba de una isla (la isla Phina), sobre la cual habían sido arrojados los dos, y que sería preciso ingeniárselas para sobrevivir antes de pensar en los medios de abandonarla.
—¡Una isla! —exclamó Tartelett.
—¡Si, una isla!
—¿Rodeada por el mar?
—¡Naturalmente!
—Pero ¿qué isla es?
—¡Ya os lo he dicho: la isla Phina, y bien comprenderéis por qué he querido darle este nombre!
—¡No, no lo comprendo! —respondió Tartelett, haciendo gestos—, y no veo la semejanza. Phina, Phina, está rodeada de tierra.
Tras esta reflexión melancólica, se dispusieron a pasar la noche del mejor modo posible. Godfrey volvió al arrecife a hacer una nueva provisión de huevos y moluscos con los que era preciso contentarse; luego y ayudando el cansancio, no tardó en dormirse al pie de un árbol, en tanto que Tartelett, cuya filosofía no podía aceptar un estado tal de cosas, se entregaba a las más amargas reflexiones.
Al día siguiente, 28 de junio, los dos estaban levantados antes de que el gallo hubiese interrumpido su sueño.
Y, como comienzo, tomaron un somero desayuno, el mismo de la víspera. Únicamente el agua fresca de un pequeño arroyo fue reemplazada ventajosamente por un poco de leche que una de las cabras se dejó ordeñar.
¡Ah!, digno Tartelett, ¿qué sería de aquel mint-juíep, aquel port-wine sangrie, aquel sherry-cobbler, aquel sherry-cocktail, de los que él no bebía nunca, pero que hubiera podido hacerse servir en todo momento en los bares y tabernas de San Francisco? ¡Cómo envidiaba a aquellas gallináceas, agutíes y corderos que aplacaban su sed sin reclamar ningún suplemento de principios azucarados o alcoholizados al agua clara! Estos animales no necesitaban fuego para cocer sus alimentos: con raíces, yerbas y granos, siempre estaban servidos para su desayuno, y su mesa servida sobre la pradera.
—¡En marcha! —dijo Godfrey.
Y ya tenemos, a ambos seguidos de todo el cortejo de animales domésticos, que, decididamente, no querían abandonarlos.
El proyecto de Godfrey era el ir a explorar, al norte de la isla, la porción de la costa sobre la cual se levantaba aquel grupo de grandes árboles que había visto desde lo alto del cono… Pero para llegar allí resolvió seguir el litoral. Quizá la resaca habría arrastrado allí algún resto del naufragio. Tal vez encontrara allí, sobre la arena de la playa, alguno de sus compañeros del Dream, yaciendo sin enterrar, y a los que convendría dar cristiana sepultura. En cuanto a encontrar vivo, tras haber sido salvado como él, a un solo marinero de la tripulación, ni lo esperaba, transcurridas ya treinta y seis horas de la catástrofe.
La primera línea de las dunas fue, pues, franqueada. Godfrey y su compañero volvieron pronto a encontrarse de nuevo al principio del arrecife, hallándolo tan desierto como le había dejado. Allí, por precaución, renovaron su provisión de huevos y conchas, previendo que estos pobres recursos podrían faltarles al norte de la isla. Después, siguiendo la franja de algas abandonadas por la última marea, ascendieron esta porción de la costa, interrogándola con la mirada.
—¡Nada, siempre nada!
Decididamente, hay que convenir en que la mala suerte, al convertir en Robinsones a estos dos supervivientes del Dream, se había mostrado más rigurosa con ellos que con sus antecesores. A éstos siempre les quedaba algo del barco naufragado. Después de haber retirado una multitud de objetos de primera necesidad, pudieron utilizar ciertos restos: víveres, por algún tiempo, vestidos, utensilios, armas; en fin, con qué proveer a las exigencias más elementales de la vida. Pero en este caso, ¡nada de todo eso! En medio de la negra noche, el navío había desaparecido en las profundidades del mar sin dejar en el arrecife el más pequeño resto. No había sido posible salvar nada, ni siquiera un fósforo, y en realidad este fósforo era una de las cosas que más falta hacían.
Ya sé que muchas personas, confortablemente instaladas en sus habitaciones, con una buena chimenea delante en que chisporrotean el carbón y la leña, os dirán muy convencidos:
«¡Pero si no hay nada más fácil que procurarse fuego! ¡Hay mil medios para eso! ¡Los pedruscos, un poco de musgo seco! Un poco de trapo quemado… (¿y cómo quemar este trapo?). También la hoja de un cuchillo capaz de producir chispa, o dos pedazos de madera fuertemente frotados, a la manera sencilla, de los polinesios…».
Esas eran las reflexiones que Godfrey se hacía mientras andaba y lo que en rigor le preocupaba más. Quizá también él, atizando el hogar cargado de coque, leyendo relatos de viajes, había pensado como aquellas gentes. Pero a probar todo ello había sido ahora conducido, y no veía sin cierta inquietud la falta de fuego, este indispensable elemento al que nada puede reemplazar.
Marchaba por tanto perdido en sus pensamientos, precediendo a Tartelett, cuyo único cuidado consistía en agrupar con sus gritos el rebaño de corderos, agutíes, cabras y volátiles.
De pronto su mirada fue atraída por los vivos colores de un racimo de pequeñas manzanas que pendían de las ramas de ciertos arbustos diseminados por centenares al pie de las dunas. Reconoció enseguida algunas de estas manzanillas de las que los indios se alimentan muy a gusto en ciertas partes de California.
—¡Vaya! —dijo—; ¡aquí tenemos con qué variar un poco nuestras comidas de huevos y conchas!
—¡Qué! ¿Eso se come? —replicó Tartelett, haciendo un gesto.
—¡Vedlo! —respondió Godfrey.
Y se puso a recoger algunas de estas manzanillas, a las cuales mordió ávidamente.
No eran sino manzanas salvajes, pero su acidez misma no dejaba de ser agradable. El profesor no tardó en imitar a su compañero, y no se mostró demasiado descontento del hallazgo. Godfrey pensó con razón que se podría obtener de estos frutos una bebida fermentada que siempre sería preferible al agua clara.
Se reemprendió la marcha. Bien pronto la extremidad de la duna arenosa acababa muriendo en una pradera que atravesaba un pequeño riachuelo de aguas continuas. Este era el que Godfrey había percibido desde la cumbre del cono. Los grandes árboles se agrupaban un poco más lejos, y después de una caminata de alrededor de nueve millas, los dos exploradores, bastante fatigados de este paseo de cuatro horas, llegaron allí unos minutos después del mediodía.
El lugar valía la pena de ser observado, registrado, visitado, escogido y, sin duda, ocupado.
Allí, en efecto, sobre el borde de una vasta pradera ocupada por zarzales de manzanillas y otros arbustos, se elevaban una veintena de gigantescos árboles que hubieran podido soportar la comparación con los mismos olores de los bosques californianos. Estaban dispuestos en semicírculo, y el tapiz de yerba que se extendía a su pie, tras haber bordeado el lecho del río durante algunos centenares de pasos todavía, daba lugar a una larga playa sembrada de rocas, guijarros y algas, y cuya prolongación se dibujaba en el mar por una punta destacada de la isla hacia el norte.
Estos big trees (árboles grandes), como se los llama comúnmente en el oeste americano, pertenecían al género de las secoyas, coníferas de la familia de los abetos. Si preguntaseis a los ingleses bajo qué nombre más especial los designan ellos, os responderían: Wellingtonias. Si lo preguntaseis a americanos, su respuesta sería: Washingtonias[10]. En seguida se ve la diferencia.
Pero, sea que recuerden la memoria del flemático vencedor de Waterloo o del ilustre fundador de la república americana, es el caso que son los más enormes productos conocidos de la flora californiana y de Nevada.
Efectivamente, en ciertas partes de dichos estados hay bosques enteros de estos árboles, tales como los grupos de «Mariposa» y de «Calavera», en que algunos miden de sesenta a ochenta pies de circunferencia, con una altura de trescientos. Uno de ellos, a la entrada del valle de Yosemite, no tiene menos de cien pies de perímetro; cuando estaba vivo (porque ahora está derribado), sus últimas ramas habrían alcanzado la altura de la catedral de Estrasburgo; es decir, más de cuatrocientos pies. También se mencionan aún los denominados «Madre de la Selva», «Belleza del bosque», «Cabaña del pionero», «Dos centinelas», «General Grant», «Señorita Emma», «Señorita María», «Brigham Young y su mujer», «Tres Gracias», «Oso», etc., que son verdaderos fenómenos vegetales. Sobre el tronco, serrado en la base, de uno de estos árboles se ha construido un kiosco en el cual un grupo de dieciséis a veinte personas puede maniobrar cómodamente. Pero en realidad el rey de estos gigantes, en medio de un bosque propiedad del estado, a unas quince millas de Murphy, es el «Padre del bosque», viejo secoya de cuatro mil años que se alza a cuatrocientos cincuenta y dos pies del suelo, más alto que la cruz de San Pedro de Roma, más alto que la gran pirámide de Gizeh, más alto, en fin, que ese campanario de hierro que se alza ahora sobre una de las torres de la catedral de Rouen y que debe ser tenido por el más alto monumento del Mundo.
Era un grupo de una veintena de estos colosos que el capricho de la Naturaleza había sembrado sobre esta punta de la isla en la época, acaso, en que el rey Salomón construía aquel templo de Jerusalén que jamás se ha levantado de sus ruinas. Los mayores podían tener cerca de trescientos pies; los más pequeños, doscientos cincuenta. Algunos, interiormente vaciados por la vejez, ofrecían a su base un arco gigantesco bajo el cual hubiese podido pasar toda una tropa a caballo.
Godfrey quedó admirado en presencia de estos fenómenos naturales, que no se desarrollan generalmente sino a altitudes de cinco a seis mil pies por encima del nivel del mar; y opinó que esta sola vista había merecido el viaje. Nada comparable, en efecto, a estas columnas de un moreno claro que se perfilaban casi sin disminución sensible de su diámetro desde la raíz a la primera horquilla. Estos fustes cilíndricos, a una altura de ochenta a cien pies por encima del suelo, se ramificaban en fuertes ramas espesas como troncos de árboles ya enormes, llevando así ya todo un bosque en los aires.
Uno de estos secoyas gigantes, uno de las mayores del grupo, llamó más particularmente la atención de Godfrey. Ahuecado en su base, presentaba una abertura como de cuatro a cinco pies, con una altura de cinco, lo que permitía penetrar en su interior. La medula del gigante había desaparecido, la albura se había disipado en un polvillo tierno y blanquecino; pero si bien el árbol ya no se sostenía sobre sus potentes raíces sino gracias a su sólida corteza, todavía podía vivir así durante siglos quizá.
—A falta de caverna o de gruta —exclamó Godfrey—, he aquí una habitación que hemos encontrado, una casa de madera, una torre como no la hay en países habitados. Aquí podremos estar seguros y cubiertos. ¡Venid, Tartelett, venid!
Y el joven, arrastrando a su compañero, se introdujo en el interior de la secoya.
El suelo estaba cubierto de un lecho de polvo vegetal y su diámetro no era inferior a veinte pies ingleses. En cuanto a la altura a la que se redondeaba la bóveda, la obscuridad impedía apreciarla. Ningún rayo de luz se deslizaba a través de las paredes de la corteza de esta especie de caverna. Por consiguiente, nada de hendiduras, nada de fallas por las cuales pudieran penetrar el viento o la lluvia. En verdad nuestros dos Robinsones se encontrarían allí en condiciones soportables para hacer frente impunemente a las intemperies del cielo. Una caverna no hubiese sido más sólida, ni más seca, ni más segura. ¡En verdad hubiera sido difícil encontrar cosa mejor!
—¡Bueno, Tartelett!, ¿qué os parece esta habitación natural? —preguntó Godfrey.
—¡Sí… pero la chimenea…!
—Antes de reclamar la chimenea —respondió Godfrey—, esperad al menos que hayamos podido procurarnos fuego.
No podía ser más lógico.
Godfrey fue a reconocer los alrededores del grupo de árboles. Como ya se ha dicho, la pradera se extendía hasta este enorme macizo de secoyas del que formaba el confín. El pequeño riachuelo que corría a través de su tapiz verdoso proporcionaba al ambiente de estas tierras, un poco ásperas, un refrescor saludable. Arbustos de diversas especies crecían en sus orillas, mirtos y lentiscos entre otros, como gran cantidad de manzanillas que debían asegurar la cosecha de manzanas salvajes.
Más lejos, ascendiendo, algunos grupos de árboles, robles, sicomoros, álamos, se desparramaban por toda esta zona herbosa; no obstante, aun siendo también de gran tamaño, se los hubiese tomado por simples arbustos tras ver aquellos «árboles mamuts» de los que el Sol saliente prolongaba la sombra hasta el mar. A través de estas praderas se dibujaban igualmente sinuosas líneas de matorrales vegetales, de breñas verduscas que Godfrey se prometió ir a reconocer al día siguiente.
Si el sitio le había complacido, tampoco parecían disgustados los animales domésticos. Los agutíes, cabras y corderos habían tomado posesión de este dominio, que les ofrecía raíces para roer o yerba para pacer más allá de sus necesidades. En cuanto a las gallinas, picoteaban ávidamente de los granos o gusanos que había cerca del riachuelo. La vida animal se manifestaba ya por las idas y venidas, vuelos y saltos, balidos, gruñidos y cloqueos que nunca, sin duda, se habían oído en estos parajes.
Después Godfrey volvió al grupo de los secoyas y examinó con más atención el árbol en el que había hecho la elección de domicilio. Le pareció que sería, si no imposible, sí al menos bastante difícil izarse hasta sus primeras ramas, siquiera por el exterior, ya que este tronco no presentaba saliente alguno; pero por el interior quizá la ascensión fuese más cómoda si el árbol se ahuecaba hasta la horquilla entre la medula y la corteza.
Podía ser útil, en caso de peligro, buscar refugio en este espeso ramaje que soportaba el enorme tronco. Sería cuestión a examinar más tarde.
Cuando esta exploración terminó, el Sol se encontraba ya bastante bajo sobre el horizonte y pareció conveniente dejar para el día siguiente los preparativos de una instalación definitiva.
Pero, respecto a esta noche, tras una cena cuyo postre se compuso de manzanas silvestres, ¿dónde se podía pasarla mejor que sobre este polvillo vegetal que cubría el suelo en el interior del secoya?
Eso fue lo que se hizo bajo la guarda de la Providencia, no sin que Godfrey, en recuerdo del tío William W. Kolderup, hubiese dado el nombre de Will-Tree («Árbol Will») a este gigantesco árbol, todos los similares del cual, en los bosques de California y estados vecinos, llevan el nombre de alguno de los grandes ciudadanos de la república americana.