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Donde se demuestra que no todo es de color de rosa en el oficio de Robinson

Hecho esto, el profesor y el discípulo se echaron en brazos uno de otro.

—¡Mi querido Godfrey! —exclamó Tartelett.

—¡Mi buen Tartelett! —respondió Godfrey.

—¡Por fin hemos llegado a puerto! —añadió el profesor con el tono de un hombre que ya tiene bastante de la navegación y sus accidentes.

¡A esto llamaba él haber llegado a puerto!

Godfrey no quiso discutir a este respecto.

—Despojaos de vuestro cinturón de salvamento —dijo—. Ese aparato os ahoga y entorpece vuestros movimientos.

—¿Creéis que puedo hacerlo sin inconveniente? —preguntó Tartelett.

—¡Sin inconveniente! —respondió Godfrey—. Ahora apretad vuestro violín y vayamos en descubierta.

—¡Vayamos! —replicó el profesor—; pero, si gustáis, Godfrey, nos pararemos en el primer bar. Me muero de hambre, y una docena de bocadillos regados con algunos vasos de oporto me repondrían totalmente sobre mis piernas.

—¡Sí, en el primer bar…! —respondió Godfrey, meneando la cabeza—, ¡y hasta en el último… si el primero no nos acomoda!

—Después —siguió Tartelett—, preguntaremos a cualquiera que pase dónde se encuentra la oficina de telégrafos, con el objeto de poner inmediatamente un telegrama a vuestro tío Kolderup. Supongo que este excelente señor no rehusará enviarnos el dinero necesario para reintegrarnos al hotel de Montgomery-Street, porque, lo que es yo, no tengo un céntimo.

—¡Conformes! En la primera oficina telegráfica —respondió Godfrey—, o, de no haberla en este país, en la primera oficina de correos. ¡En marcha, Tartelett!

Desembarazándose de su aparato natatorio, el profesor se lo puso alrededor del cuello, como un cuerno de caza, y ya los tenemos dirigiéndose hacia la orilla de dunas que bordeaba el litoral.

Lo que interesaba más especialmente a Godfrey, al cual el encuentro de Tartelett había proporcionado alguna esperanza, era averiguar si ellos eran los únicos que habían sobrevivido al naufragio del Dream.

Un cuarto de hora después de haber dejado el asiento del arrecife, nuestros dos exploradores subían una duna de una altura de sesenta a ochenta pies y llegaban a su cima. Desde allí dominaron el litoral en una larga extensión, y sus miradas interrogaron este horizonte del este que las tumescencias de la costa habían ocultado hasta entonces.

A la distancia de dos o tres millas en esta dirección, una segunda línea de colinas formaba el segundo plano, y más allá no se dejaba ver nada de horizonte.

Hacia el norte parecía que la costa se elevaba en punta; pero, si se ajustaba o no a algún cabo proyectado hacia atrás, no se podía por entonces afirmarlo. Al sur, una caleta ahondaba profundamente el litoral y por este lado, al menos, parecía que el océano se extendía hasta perderse de vista. De lo cual surgía la conclusión de que esta tierra del Pacífico debía de ser una península, y en este caso el istmo que la relacionaba al continente, a un continente cualquiera, debía buscarse hacia el norte o el nordeste.

En cualquier caso, esta comarca, lejos de ser árida, se desplegaba bajo un agradable manto de verdura, con largas praderías en que serpenteaban algunas corrientes límpidas, altas y espesas florestas en las que los árboles se escalonaban gradualmente hasta el segundo plano de las colinas. Todo era de un aspecto encantador.

¡Pero ni pensar en casas formando un pueblecito, aldea o choza a la vista! Ni aglomeraciones de construcciones dispuestas para la explotación de algún establecimiento agrícola, un caserío, una granja. De eso, ¡ni apariencia! Ni humo elevándose en el aire y acusando alguna habitación escondida bajo los árboles. ¡Nada en absoluto! Ni un campanario en el entrelazamiento de los árboles, ni un molino sobre alguna eminencia aislada. Tampoco en defecto de casas, una cabaña, una choza cualquiera. ¡No, nada! Si seres humanos habitaban este suelo desconocido, no podían estar sino debajo, no arriba, a la manera de los trogloditas. Ningún camino trazado, ni siquiera un sendero, ni una trocha. Parecía como si el pie del hombre jamás hubiese pisado ni un pedrusco de esta playa, ni una yerba de estas praderas.

—¡Yo no veo la ciudad! —hizo observar Tartelett, que se alzaba, sin embargo, sobre la punta de sus pies.

—¡Eso es, probablemente, porque no existe en esta parte de la comarca! —respondió Godfrey.

—¡Pero siquiera un pueblo…!

—¡Tampoco!

—¿Dónde nos hallamos, entonces?

—¡Lo ignoro!

—¿Cómo? ¿No lo sabéis? Pero, Godfrey, no podemos tardar en saberlo…

—¿Quién puede decirlo?

—Entonces, ¿qué va a ser de nosotros? —exclamó Tartelett, doblando sus brazos, que levantó al cielo.

—¡Robinsones quizá!

A esta contestación, el profesor dio un salto tal que ningún clown hubiera podido hacerlo como él.

¡Ellos Robinsones! ¡Robinson él! ¡Descendientes de aquel Selkirck que vivió durante largos años en la isla de Juan-Fernández! ¡Imitadores de esos héroes imaginarios de Daniel de Foe y de Wyss de los que tan frecuentemente habían leído las aventuras! ¡Abandonados, lejos de sus parientes, de sus amigos, separados de sus semejante por millares de millas, destinados a disputar su vida tal vez a fieras quizá a salvajes que podrían abordar a esta tierra; miserables sin recursos, sufriendo hambre, sin armas, sin utensilios, casi sin vestidos, entregados a sí mismos!

¡No, no! ¡Era imposible!

—No me digáis esas cosas, Godfrey! —exclamó Tartelett—. ¡No, no bromeéis! Sólo la suposición bastaría para matarme. Habéis querido burlaros, ¿no es verdad?

—Sí, mi querido Tartelett! —respondió Godfrey—; tened confianza, pero primero atendamos a lo más urgente.

En efecto, se trataba de encontrar una caverna, una gruta, un agujero cualquiera para poder pasar la noche allí; después se intentaría recoger lo que se pudiera en conchas comestibles a fin de calmar en lo posible las exigencias del estómago.

Godfrey y Tartelett empezaron pues a bajar el talud de las dunas con objeto de dirigirse al arrecife. Godfrey se mostraba muy interesado en sus búsquedas; Tartelett, muy confuso en sus trances de náufrago. El primero miraba ante él, tras él, por todas partes; el segundo no era capaz de ver ni a diez pasos.

He aquí lo que se preguntaba Godfrey:

«De no haber habitantes en esta tierra, ¿habrá al menos animales?».

Con esto quería decir animales domésticos, o sea caza de pelo o pluma, no de esas fieras que abundan en las regiones de la zona tropical y de las que no había nada que hacer…

Esto era lo que sólo las averiguaciones posteriores le permitirían saber.

En todo caso, algunas bandadas de aves animaban entonces el litoral; alcaravanes, bernachos, chorlitos, cercetas voltigeando, piando, llenando el aire con sus giros y gritos, manera, sin duda, de protestar contra la invasión de sus dominios.

Godfrey pudo con razón sacar la consecuencia de que las aves significaban nidos, y los nidos significaban huevos. Dado que estos volátiles se reunían en grandes masas, dedujo que las rocas podrían suministrarles millares de huevos como alimentación habitual. En la lejanía, algunas garzas y becasinas indicaban la vecindad de una marisma.

Los volátiles, por tanto, no faltaban; la dificultad sería únicamente apoderarse de ellos sin un arma de fuego para abatirlos. Por consiguiente, y mientras tanto, lo mejor sería utilizarlos en el estado de huevos y resolverse a consumirlos bajo esta forma elemental, pero nutritiva.

Sin embargo, si bien el alimento estaba allí, ¿cómo se le haría cocer? ¿Cómo podría hacerse fuego? Cuestión importante cuya solución quedó aplazada para más tarde.

Godfrey y Tartelett se volvieron directamente hacia el arrecife, por encima del cual revoloteaban bandadas de aves marinas. Una agradable sorpresa les esperaba allí. En efecto, entre aquellos volátiles indígenas que corrían sobre la arena de la playa y la picoteaban en medio de las algas y la maraña de plantas acuáticas, ¿no percibieron una docena de gallinas y dos o tres gallos de raza americana? ¡No, no era una ilusión, puesto que en sus proximidades unos ruidosos quiquiriquíes resonaron en el aire como un toque de corneta!

Y, más lejos, ¿qué eran esos cuadrúpedos que se deslizaban entre las rocas y trataban de alcanzar las primeras rampas de las dunas, donde abundaban algunos arbustos verduscos? Godfrey no podía ya interpretar erróneamente aquello. Allí había una docena de agutíes, cinco o seis carneros y otras tantas cabras que pacían tranquilamente las primeras yerbas en el confín mismo de la pradera.

—¡Ah, Tartelett, mira!

Y el profesor miró, pero sin ver nada, de tal modo el sentimiento de esta situación inesperada le absorbía.

Una reflexión vino al espíritu de Godfrey, reflexión que era justa: estos animales, gallinas, agutíes, cabras y corderos, debían de pertenecer al pasaje animal del Dream. Efectivamente, en el momento en que el buque se hundía, los volátiles habían podido alcanzar el arrecife y después la playa. En cuanto a los cuadrúpedos, habían alcanzado fácilmente, nadando, las primeras rocas del litoral.

—De esta manera —observó Godfrey—, lo que ninguno de nuestros infortunados compañeros ha hecho, estos simples animales, guiados por su instinto, han podido hacerlo. Y, de todos aquellos que transportaba el Dream, no ha habido salvación sino para los irracionales.

—¡Contándonos a nosotros! —respondió cándidamente Tartelett.

En efecto, en lo que le concernía, sólo era a la manera de un animal simple, inconsciente, y sin que su energía moral entrara para nada, como el profesor había podido salvarse.

Poco importaba, por otra parte. Era una circunstancia muy feliz para ambos náufragos la de que cierto número de estos animales hubiese alcanzado la orilla. Los recogerían y agruparían, y con la fecundidad natural a su especie, no sería imposible, si la estancia se prolongaba en esta tierra, tener todo un rebaño de cuadrúpedos y un corral de volátiles.

Pero este día en cuestión Godfrey quiso saber a qué atenerse respecto a los recursos alimenticios que podría suministrar la costa, tanto en huevos como en conchas. El profesor Tartelett y él se pusieron, por tanto, a registrar los intersticios de las piedras bajo el tapiz de las algas, y no sin éxito. Bien pronto hubieron recogido gran cantidad de almejas y moluscos que en rigor podían comerse crudos. Algunas docenas de huevos de bernachos se hallaron también en las altas rocas que formaban la bahía en su parte norte. Allí habría habido bastante para hartar mucho más numerosos comensales. Apremiados por el hambre, Godfrey y Tartelett no se mostraron en absoluto exigentes en esta primera comida.

¿Y el fuego…? —preguntó el profesor.

—¡Sí, el fuego! —respondió el otro.

Esta era la más grave de las cuestiones, y ella condujo a los dos náufragos a hacer inventario de sus bolsillos.

Los del profesor estaban vacíos o poco menos; no contenían sino algunas cuerdas de recambio para su violín y un pedazo de celofán para su arco. ¡Decidme el medio de procurarse fuego con eso!

Godfrey no estaba en absoluto mejor provisto. Sin embargo, con una extrema satisfacción encontró en su bolsillo un excelente cuchillo que su funda de cuero había preservado del contacto del mar. Este cuchillo, con hoja, barrena, punzón y sierra, resultaba un instrumento precioso en aquellas circunstancias. Pero, excepto este instrumento, Godfrey y su compañero no poseían sino las manos, debiéndose mencionar que las del profesor jamás se habían ejercitado sino en tocar el violín y tomar actitudes. Godfrey pensó, por consiguiente, que no podía contar sino con sus propias manos.

Sin embargo, decidió utilizar las de Tartelett para procurarse fuego por medio de dos trozos de madera rápidamente frotados uno contra otro. Algunos huevos endurecidos bajo la ceniza hubieran sido singularmente apreciados en el segundo almuerzo del mediodía.

Así pues, en tanto que Godfrey se ocupaba de desvalijar los nidos a pesar de los propietarios, que trataban de defender su progenitura en cáscara, el profesor fue a recoger algunos trozos de la madera de que el suelo estaba sembrado al pie de las dunas. Este combustible fue llevado a la parte baja de un peñasco abrigado del viento del mar. Tartelett escogió entonces dos fragmentos bien secos con la intención de desprender poco a poco su poder calórico por medio de un frotamiento riguroso y continuo.

Lo que hacen habitualmente simples salvajes polinesios, ¿por qué el profesor (que, en su opinión, les era con mucho superior) no había de hacerlo él mismo?

Y hele aquí, pues, frotando, refrotando hasta dislocarse los músculos del brazo y antebrazo. ¡Se empleaba en ello con una especie de rabia, el pobre hombre! Pero, sea que la calidad de la madera no fuese la conveniente, sea que no tuviese un grado suficiente de sequedad, sea, en fin, que él, profesor, no acertara a dar a las manos el giro necesario para una operación de este género, no logró calentar un tanto los dos trozos leñosos, aunque sí logró desprender de su persona un calor intenso. En suma, ¡fue únicamente su frente la que humeó bajo los vapores de la transpiración!

Cuando Godfrey volvió con su cosecha de huevos, encontró a Tartelett nadando en sudor y en un estado como jamás sus ejercicios coreográficos le habían puesto.

—¿No marcha eso? —preguntó.

—¡No, Godfrey; esto no marcha! —respondió el profesor, y empezó a creer que estas invenciones de salvajes no son sino imaginaciones para engañar a las pobres gentes.

—No —repitió Godfrey—; pero en esto, como en todo, es preciso saber arreglárselas.

—Entonces, esos huevos…

—Quizá haya otro medio —respondió Godfrey—. Atando uno de estos huevos al extremo de una cuerda, haciéndolo girar rápidamente y, después, deteniendo bruscamente el movimiento de rotación, quizá este movimiento se transformaría en calor, y entonces…

—Entonces, ¿el huevo estaría cocido?

—Sí, si la rotación había sido considerable y la detención brusca… Pero ¿cómo producir esta detención sin aplastar el huevo? Así pues, lo que resulta más sencillo, mi querido Tartelett, helo aquí.

Y Godfrey, tomando delicadamente uno de los huevos de bernacho, rompió la cáscara en su extremidad y la sorbió hábilmente su contenido, sin más formalidades.

Tartelett no pudo decidirse a imitarle y tuvo que contentarse con su porción de conchas.

Quedaba ahora lo de buscar una gruta, una anfractuosidad cualquiera para pasar la noche.

—No existe ejemplo de Robinsones que no hayan encontrado por lo menos una caverna, de la que hacían más tarde su habitación —hizo observar el profesor.

—¡Busquémosla pues! —replicó Godfrey.

Si ello hasta entonces había sucedido siempre, es preciso confesar que esta vez la tradición se rompió. En vano los dos registraron la orilla rocosa de la parte septentrional de la bahía. Ni caverna ni gruta; ni un solo hueco que pudiera servir de abrigo. Fue preciso pues renunciar. Así, Godfrey se determinó a ir en reconocimiento hasta los primeros árboles del segundo plano, más allá de esta ribera arenosa.

Tartelett y él volvieron a subir, pues, el talud de la primera línea de dunas, adentrándose a través de las verdeantes praderas que ya habían visto horas atrás.

Por una peregrina y feliz circunstancia a la vez, los otros supervivientes del naufragio los seguían voluntariamente. Sin duda los gallos, gallinas, corderos, cabras y agutíes empujados por su instinto, habían optado por acompañarlos. Se sentían sin duda demasiado solos sobre esta playa, que no les ofrecía recursos suficientes ni en yerbas ni en gusanos.

Tres cuartos de hora más tarde Godfrey y Tartelett —sin haber hablado nada durante esta exploración— llegaban a la orilla de los árboles. Ninguna muestra de habitantes ni de habitación. Soledad completa. Podía uno preguntarse si jamás esta parte del país había recibido la huella de un pie humano.

En este lugar algunos magníficos árboles se elevaban por grupos aislados, en tanto que otros más apretados, a un cuarto de legua detrás, formaban una verdadera selva de diversos olores.

Godfrey buscó algún viejo tronco vaciado por los años que pudiera ofrecer un abrigo entre sus paredes; pero sus búsquedas resultaron inútiles por más que las continuó hasta el caer de la noche.

El hambre los aguijoneaba vivamente entonces, por lo que ambos tuvieron que contentarse con conchas de las que habían anticipadamente hecho una amplia provisión en la playa. Después, abrumados por la fatiga, se arrimaron al pie de un árbol y se durmieron, como suele decirse, en la gracia de Dios.