8

Que conduce a Godfrey a penosas reflexiones sobre la manía de los viajes

Tres largas horas debían aún transcurrir antes de que el Sol reapareciese por encima del horizonte. Fueron de estas horas de las que puede decirse que duran siglos.

La prueba era dura para un novato; pero, en suma —precisa repetirlo—, Godfrey no había partido para un mero paseo. Bien se había dicho, al embarcarse, que dejaba tras él una existencia de bienestar y reposo que no había de encontrar corriendo aventuras. Se trataba, pues, de ponerse a la altura de la situación.

Por el momento, estaba a cubierto. El mar, después de todo, no podía alcanzarle en esta roca, que sólo mojaba la rociada de la resaca. ¿Debía temer que el reflujo le alcanzase pronto? No, porque, reflexionando, pudo establecer que el naufragio se había efectuado en lo más alto de la marea de la Luna nueva.

Pero ¿estaba esta roca aislada? ¿Dominaba una línea de rompientes esparcidos en esta porción del mar? ¿Cuál era esta costa que el capitán Turcotte creía haber entrevisto en las tinieblas? ¿A qué continente pertenecería? Lo que sí era demasiado cierto, era que el Dream había sido desviado de su rumbo durante la tormenta de los días precedentes. La situación del buque no había sido, pues, exactamente fijada. ¿Cómo dudar de ello, puesto que el capitán dos horas antes afirmaba que sus cartas no hacían indicación alguna de rompientes en estos parajes? Incluso había hecho más: reconocer por sí mismo si existían estos pretendidos escollos que sus vigías habían creído ver al este.

También era muy cierto, sin embargo, y el reconocimiento realizado por el capitán, si le hubiese llevado más lejos, habría seguramente evitado la catástrofe. Mas ¿a qué volver sobre el pasado?

La cuestión importante ante el hecho consumado (cuestión de vida o muerte) era pues para Godfrey la de saber si se hallaba en la proximidad de una tierra cualquiera. En qué parte del Pacífico, ya habría tiempo más tarde de averiguarlo. Ante todo, sería preciso pensar, en cuanto hubiese amanecido, en abandonar esta roca, que en su parte superior no medía veinte pasos de ancho y de longitud. Pero no se abandona un lugar sino para ir a otro. ¿Y si este otro no existía, si el capitán se había engañado en medio de estas brumas, si alrededor de esta rompiente se extendía un mar sin límites, si en el límite del alcance de la vista el cielo y el agua se confundían circularmente, sobre el mismo horizonte…?

Los pensamientos del joven náufrago se concentraban pues en este punto. Toda su potencia visual la empleaba en buscar, en medio de esta negra noche, si alguna masa confusa, aglomeración de rocas o bajíos acusaba la vecindad de alguna tierra en la parte este del arrecife.

Godfrey no vio nada. Ningún olor terrestre llegaba a su olfato, ninguna sensación de luz a sus ojos, ni un ruido a sus oídos. Ningún ave atravesaba esta obscuridad. Parecía como si a su alrededor no hubiese sino un vasto desierto de agua.

A Godfrey no se ocultaba que existían mil eventualidades contra una de que estuviera perdido. Ya no se trataba ahora de realizar tranquilamente la vuelta al Mundo, sino de hacer frente a la muerte. Así que, con calma y valor, su pensamiento se elevó hacia esta Providencia que puede todo aun por medio de la más débil de sus criaturas, cuando esta criatura ya no puede nada por sí misma.

En lo que dependía de él, Godfrey no podía hacer nada sino esperar el día, y resignarse si la salvación era imposible; pero, por otra parte, sí tentar si había alguna oportunidad de salvarse.

Tranquilizado por la gravedad misma de sus reflexiones, Godfrey se sentó sobre la roca. Se había despojado de una parte de sus vestidos, impregnados de agua de mar, su chaqueta de lana, sus pesadas botas, a fin de estar dispuesto a volverse a echar al mar si fuera preciso.

Sin embargo, ¿no era posible que alguien hubiese sobrevivido al naufragio? ¿Ni uno de la tripulación del Dream habría sido llevado a tierra? ¿Habían sido todos arrastrados en aquel terrible torbellino que forma un navío al hundirse? El último a quien había hablado Godfrey era el capitán Turcotte, resuelto a no abandonar su buque en tanto uno solo de sus marineros quedasen aún a bordo. El mismo capitán era quien le había lanzado al mar en el momento en que el puente del Dream iba a desaparecer.

Pero a los demás, al desdichado Tartelett y el infortunado chino, sorprendidos sin duda por el hundimiento, uno en la toldilla, el otro en las profundidades de la bodega, ¿qué les habría sucedido? De todos cuantos conducía el Dream, ¿sería él solo el salvado? Y, sin embargo, ¡la chalupa había quedado al remolque del vapor! Algunos marinos, pasajeros y marineros, ¿no podían haber encontrado refugio y tiempo bastante para huir del lugar del naufragio? ¡Sí!; pero ¿no era más bien de temer que la chalupa hubiese sido arrastrada con el navío y estuviese ahora también en el fondo, bajo algunas veintenas de brazas de agua?

Godfrey se dijo entonces que en esta noche obscura, si bien no podía ver, sí podría al menos hacerse oír. Nada le impedía llamar, gritar en medio de este profundo silencio. Quizá la voz de uno de sus compañeros respondiera a la suya.

Llamó, pues, diversas veces lanzando un grito prolongado que debía ser oído en un radio bastante extenso.

Ni un grito respondió al suyo.

Volvió a gritar varias veces volviéndose sucesivamente a todos los puntos del horizonte.

Silencio absoluto.

—¡Solo, solo! —murmuró.

No solamente ninguna llamada había respondido a la suya, sino que ningún eco le había devuelto el sonido de su voz. Ahora bien, si hubiese estado cerca de un bajío, no lejos de un grupo de rocas tal como se presentan generalmente los cordones litorales, sin duda sus gritos, reflejados por este obstáculo, hubieran vuelto a él. Así pues, o hacia el este del arrecife se extendía una costa baja incapaz de producir eco o, lo que era más probable, no existía tierra alguna en las proximidades. El semillero de rompientes sobre el cual el náufrago había encontrado refugio, estaba solitario.

Transcurrieron tres horas en estos trances. Godfrey, helado, yendo y viniendo por la cima de la estrecha roca, trataba de reaccionar contra el frío. Por fin algunas claridades blanquecinas tiñeron las nubes del cenit. Era el reflejo de las primeras coloraciones del horizonte.

Godfrey, vuelto de este lado, el único hacia el cual podía haber tierra, trataba de ver si algún bajío se dibujaba en la sombra. Bajo la luz de los primeros rayos del Sol saliente, debían acusarse más vivamente sus contornos.

Mas nada aparecía todavía a través de esta alba indecisa. Una ligera bruma que se levantaba del mar no permitía tampoco reconocer la extensión de las rompientes.

No había, pues, motivo para hacerse ilusión alguna. Si Godfrey había sido efectivamente arrojado sobre una roca solitaria del Pacífico, ello significaba la muerte por hambre, por sed, o bien la muerte en el fondo del océano como último recurso.

No obstante, seguía mirando, mirando, y parecía que la intensidad de su mirada debía aumentar desmesuradamente, de tal modo su voluntad se concentraba en ella.

Por fin, la bruma matinal empezó a desvanecerse. Godfrey fue viendo sucesivamente las rocas que formaban el escollo dibujarse en relieve sobre el mar como un rebaño de monstruos marinos. Era un largo e irregular semillero de piedras negruzcas, caprichosamente recortadas, de todo tamaño y de todas formas, cuya dirección era la de oeste-este. El enorme peñasco en la cima del cual se encontraba Godfrey emergía al extremo occidental del banco, a menos de treinta brazas del sitio en que el Dream se había hundido. El mar en este lugar debía de ser muy profundo, puesto que del buque nada se veía, ni siquiera la extremidad de sus palos. Tal vez, por efecto de un deslizamiento sobre un fondo de rocas submarinas, había sido arrastrado lejos del escollo.

Una mirada había bastado a Godfrey para darse cuenta de este estado de cosas, la salvación no podía venir de este lado. Toda su atención se dirigió, consiguientemente, hacia el otro extremo de las rompientes que la bruma, al levantarse, descubría poco a poco. Precisa añadir que el mar, en este momento, permitía a las rocas descubrirse más, por completo. Se las veía alargarse descubriendo su base húmeda. Aquí, vastos intervalos líquidos; allí, simples charcos de agua separándolas. Si se relacionaban con algún litoral, no sería difícil llegar a él.

Por otra parte, ninguna apariencia de costa. Nada que indicase la proximidad de una tierra alta, ni aun en esta dirección.

La bruma seguía disipándose y aumentando el campo visual, al que se aplicaba obstinadamente Godfrey. Sus volutas se disiparon así por espacio de una media milla. Ya algunos charcos arenosos aparecían entre las rocas, que tapizaban unas viscosas algas. Esta arena no indicaba, por lo menos, la presencia de una playa; y si la playa existía ¿podría dudarse de que ella estuviera ligada a la orilla de una tierra más importante?

Finalmente, un largo perfil de dunas bajas acompañadas de grandes rocas graníticas, dibujándose más claramente, pareció formar el horizonte al este. El Sol había absorbido todos los vapores matinales y su disco aparecía entonces en pleno fuego.

—¡Tierra, tierra! —exclamó Godfrey.

Y tendió las manos hacia aquella parte sólida, arrodillándose sobre el escollo en un movimiento de reconocimiento a Dios.

Era la tierra, efectivamente. En este lugar las rompientes no formaban sino una punta avanzada, algo así como el cabo meridional de una bahía que se redondeaba en un perímetro de dos millas cuanto más. El fondo de esta escota aparecía como una playa llana que bordeaba una sucesión de pequeñas dunas caprichosamente onduladas con líneas de malezas, aunque poco elevadas.

Desde el sitio que ocupaba Godfrey, su mirada pudo percibir el conjunto de esta costa.

Limitada al norte y sur por dos promontorios desiguales, no presentaba un desarrollo de más de cinco o seis millas. Era posible, sin embargo, que perteneciese a alguna tierra vasta. Pero, fuese como fuese, era al menos la salvación momentánea. Godfrey, a este respecto, no podía concebir duda alguna: no había sido arrojado sobre un peñasco solitario; podía creer que este extremo del suelo desconocido no le impediría proveer a sus primeras necesidades.

—¡A tierra, a tierra! —se dijo.

Pero antes de abandonar el escollo volvió la vista una vez más. Sus ojos interrogaron todavía el mar hasta el más lejano horizonte. ¿Aparecería algún resto, alguna partícula en la superficie de las olas, del Dream, algún superviviente quizá?

¡Nada!

Ni la chalupa siquiera estaba allí; debía de haber sido arrastrada en el común abismo.

Le vino entonces a Godfrey la idea de si alguno de sus compañeros habría podido encontrar refugio en estas rompientes, y que quizá esperase como él que amaneciese para tratar de ganar la costa.

¡Nadie había, sin embargo, sobre las rocas ni sobre la arena! El arrecife estaba tan desierto como el océano.

En fin, a falta de supervivientes, ¿no habría el mar por lo menos arrojado varios cadáveres? ¿No iría Godfrey a encontrar entre los escollos, en el último límite de la resaca, el cuerpo inanimado de alguno de sus compañeros?

¡No! ¡Nada en toda la extensión de estas rompientes que las últimas ondas del reflujo dejaban entonces descubiertas!

¡Godfrey estaba solo! ¡No podía contar sino consigo mismo para luchar contra los peligros que de toda especie le amenazaban!

Ante esta realidad, sin embargo, digámoslo en su alabanza, Godfrey no quería amilanarse. Pero, puesto que ante todo le convenía tener conciencia de la naturaleza de la tierra de la que le separaba una corta distancia, abandonó la cima de la roca y comenzó a aproximarse a la costa.

Cuando el intervalo que separaba las rocas era demasiado considerable para ser franqueado de un salto, se echaba al agua y, sea que hiciese pie, sea que fuese obligado a sostenerse nadando, ganaba fácilmente la roca más próxima. Por lo contrario, cuando no había ante él sino el espacio de una yarda o dos, saltaba de una roca a otra. La marcha sobre estas piedras viscosas, tapizadas de algas resbaladizas, no era fácil, y fue larga. Tenía que hacer cerca de un cuarto de milla en estas condiciones.

No obstante, Godfrey, diestro y ágil, puso por fin pie sobre esta tierra en que le esperaba tal vez una pronta muerte o, al menos, una vida miserable peor que la muerte. El hambre, la sed, el frío, el abandono, los peligros de toda especie, sin un arma para defenderse, sin un fusil para obtener caza, sin ropa de repuesto: ¡he aquí a qué extremos iba a verse reducido!

¡Ah, el imprudente! Había querido saber si se sentía capaz de valerse en graves coyunturas. Pues bien, ¡iba a hacer la prueba! Había envidiado la suerte de Robinson. Pues bien, ¡ahora vería si era una suerte envidiable!

Y ahora el pensamiento de aquella existencia feliz, de aquella vida fácil en San Francisco, rodeado de una familia rica y cariñosa que había abandonado para lanzarse a la aventura, le venía al espíritu. Se acordó de su tío William, de su prometida Phina, de sus amigos, que ya no volvería a ver, indudablemente. Evocando estos recuerdos se le oprimía el corazón y, a despecho de su resolución, las lágrimas asomaron a sus ojos.

¡Si, por lo menos, no hubiese estado solo, si algún otro superviviente hubiese podido, como él, alcanzar esta costa, aunque, faltando el capitán y el segundo, no hubiese sido sino el último marinero o el profesor Tartelett, por poco que pudiera esperar de este frívolo sujeto, de qué forma las eventualidades del porvenir le hubiesen parecido menos de temer! De todos modos, a este respecto todavía tenía cierta esperanza. Si bien no había encontrado resto alguno en la superficie de las rompientes, ¿no sería posible encontrarlo sobre la arena de esta playa? ¿No habría alguien más arribado a este litoral en busca de un compañero, como él mismo lo buscaba?

Godfrey abarcó aún con una larga mirada toda la parte norte y sur. No percibió ni un ser humano. Indudablemente, esta porción de tierra estaba inhabitada. De choza, ni apariencia; de humo que se llevase el aire, ni indicio.

—¡Vayamos adelante! —se dijo Godfrey.

Y ya le tenemos avanzando por la playa hacia el norte antes de aventurarse a subir estas dunas arenosas que le permitirían reconocer el país en un mayor espacio.

El silencio era absoluto. La playa no había recibido impresión alguna. Algunas aves marinas, gaviotas y albatros, se posaban en los salientes de las rocas como únicos seres vivos de esta soledad.

Godfrey anduvo así durante un cuarto de hora. Iba por fin a subirse al talud de la más elevada de estas dunas, sembradas de juncos y maleza, cuando se detuvo bruscamente.

Un objeto informe, extraordinariamente hinchado, algo así como el cadáver de un monstruo marino, echado allí sin duda por la última tempestad, yacía a cincuenta pasos de él, al extremo del arrecife.

Godfrey se apresuró a correr en esta dirección.

A medida que se acercaba, su corazón le batía rápidamente. En verdad, este animal varado parecía tener forma de hombre.

Godfrey se detuvo a menos de diez pasos de él como si hubiese sido clavado al suelo y exclamó:

—¡Tartelett!

Era el profesor de baile y urbanidad. Godfrey se precipitó hacia su compañero, al que quizá quedaba aún un soplo de vida.

Un instante después comprendió que era el cinturón de salvamento el que producía este abultamiento que daba aspecto de un monstruo marino al infortunado profesor. Pero, aunque Tartelett no hacía movimiento alguno, quizá no estaba muerto. Tal vez este aparato natatorio le había sostenido por encima de las aguas, y las ondulaciones de la resaca le habían conducido a la orilla.

Godfrey se puso a la obra. Se arrodilló al lado de Tartelett, le desembarazó de su cinturón, le friccionó con mano vigorosa y sorprendió al fin un ligero aliento sobre sus labios entreabiertos. Le puso la mano sobre el corazón. ¡Este latía aún! Godfrey le llamó.

Tartelett removió la cabeza y después dejó oír un sonido ronco seguido de palabras incoherentes.

Godfrey le sacudió violentamente.

Tartelett abrió entonces los ojos, se pasó la mano izquierda por la frente, levantó la mano derecha y se aseguró de que su precioso violín y su arco, que sujetaba fuertemente, no le habían abandonado.

—¡Tartelett, mi querido Tartelett! —exclamó Godfrey, levantándole ligeramente la cabeza.

Esta cabeza, con el resto de sus cabellos alborotados, hizo un pequeño gesto afirmativo de arriba abajo.

—¡Soy yo, yo! ¡Soy Godfrey!

—¿Godfrey? —respondió el profesor.

Después, he aquí que se vuelve, se pone de rodillas, mira, sonríe, se levanta… ¡Ha notado que por fin tiene un punto de apoyo sólido! Ha comprendido que ya no está sobre el puente de un buque sometido a todos los caprichos de las olas y el balanceo. El mar ha cesado de conducirle. ¡Reposa sobre un suelo firme!

Y entonces el profesor Tartelett vuelve a encontrar este aplomo que había perdido desde su partida, sus pies se colocan naturalmente hacia fuera, en la posición reglamentaria, su mano izquierda toma el violín y la derecha blande el arco; luego, en tanto que las cuerdas vigorosamente atacadas devuelven un sonido húmedo, de una sonoridad melancólica, estas palabras escapan de sus labios sonrientes:

—¡En forma, señorita!

El gran hombre pensaba en Phina.