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En el cual el lector es invitado a trabar conocimiento con un nuevo personaje

Había comenzado el viaje, lo que no era difícil, según se aceptará de buena gana, como repetía frecuentemente el profesor Tartelett con una incontestable lógica:

«Un viaje siempre tiene comienzo, ¡pero dónde y cómo termina es lo importante!».

El camarote ocupado por Godfrey se abría al fondo de la toldilla del Dream, en el cuadrilátero de detrás que servía de comedor. Nuestro joven viajero se había instalado allí tan cómodamente como era posible. Había asignado a la fotografía de Phina el mejor y más alumbrado sitio del mamparo de su cuarto. Un catre para dormir, un lavabo para su toilette, una mesa para trabajar, un sillón para sentarse… ¿qué más le faltaba a este pasajero de veintidós años? En estas condiciones podría hacer veintidós veces la vuelta al Mundo… ¿No se hallaba en esa edad de la filosofía práctica que constituyen la buena salud y el buen humor? ¡Ah, jóvenes, viajad si podéis hacerlo, y si no podéis… viajad también!

Tartelett no estaba de tan buen humor. Su cabina, cerca de la de su discípulo, le parecía muy estrecha; su camareta, muy dura; las seis varas de superficie que ocupaba en total, bien insuficientes para que él pudiese repasar sus zapateos y sus saltos. ¿No suplantaría, en aquel lugar, el viajero al profesor de danza? ¡No! Este lo llevaba en la sangre, y cuando a Tartelett le llegara la hora de acostarse para su último sueño, sus pies todavía se encontrarían colocados en línea horizontal, los talones uno contra otro en la primera posición.

Las comidas debían hacerse en común, y así se hicieron. Godfrey y Tartelett vis à vis el uno del otro, ocupando el capitán y el segundo cada uno de los extremos de la «mesa de balanceo». Esta feliz denominación, «mesa de balanceo», hacía ya comprender que el sitio del profesor estaría vacío muy frecuentemente.

A la salida, en un hermoso mes de junio, soplaba una agradable brisa del nordeste. El capitán Turcotte había podido disponer el velamen a fin de aumentar su velocidad, y el Dream, bien apoyado por las velas, no se movía demasiado de una banda a otra. Además, como el oleaje lo tomaba por detrás, el balanceo no lo fatigaba mucho. Este andar no es el que afecta el aspecto de los pasajeros, mostrándolos con la nariz picada, los ojos hundidos, la frente lívida, las mejillas sin color. Era, pues, soportable. Se apuntaba recto hacia el sudoeste sobre una hermosa mar, ondeada apenas, no tardando el litoral americano en desaparecer.

Durante dos días ningún incidente de navegación se produjo digno de ser relatado. El Dream hacía buen camino. El principio de este viaje resultaba, pues, favorable, aunque el capitán Turcotte dejase traslucir alguna vez cierta inquietud que en vano hubiese tratado de disimular. Cada día, cuando el Sol pasaba por el meridiano, fijaba exactamente la situación del buque. Pero podía observarse que en seguida llevaba al segundo a su camarote y allí los dos permanecían en conferencia secreta como si hubiesen de discutir en vistas a alguna eventualidad grave. Este detalle, sin duda, pasaba inadvertido para Godfrey, que nada sabía de las cosas de la navegación; pero el contramaestre de la tripulación y algunos de los marineros no dejaban de sorprenderse un tanto por ello.

Estas buenas gentes aún se extrañaron más cuando dos o tres veces, a partir de la primera semana, durante la noche y sin que nada exigiera esta maniobra, la dirección del Dream fue sensiblemente modificada, y luego puesta al día. Lo que se hubiera comprendido en un barco de vela, sometido a las variaciones de las corrientes atmosféricas, no se explicaba en un vapor que puede seguir la línea de los grandes círculos y abate las velas cuando el viento ya no le es favorable.

El 12 de junio por la mañana un incidente del todo inesperado se produjo a bordo.

Iban a ponerse a la mesa el capitán Turcotte, su segundo y Godfrey, cuando un ruido insólito se hizo oír en el puente. Casi en seguida el contramaestre, llamando a la puerta apareció en el dintel.

—¡Capitán! —dijo.

—¿Qué ocurre? —respondió vivamente Turcotte, siempre alerta, como buen marino.

—¡Hay, hay… un chino! —dijo el contramaestre.

—¿Un chino?

—¡Sí!, un verdadero chino que acabamos de descubrir por casualidad en el fondo de la bodega.

—¿En el fondo de la bodega? —exclamó el capitán—. ¡Pues, por todos los diablos de Sacramento, que se le eche al fondo del mar!

All right! —respondió el contramaestre.

Y el excelente hombre, con el desprecio que debe sentir todo californiano por un hijo del Celeste Imperio, encontrando esta orden de lo más natural, no halló escrúpulo alguno en ejecutarla.

Sin embargo, el capitán Turcotte se había levantado de la mesa; después seguido de Godfrey y del segundo, salió del cuadro de la toldilla y se dirigió hacia la parte delantera del Dream.

Allí, efectivamente, un chino, estrechamente sujeto, se debatía entre las manos de dos o tres marineros que no le escaseaban los epítetos. Era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, de fisonomía inteligente, bien constituido y de cara pálida y un poco lívida, a causa de la estancia de sesenta horas en el fondo de una bodega mal aireada. Sólo la casualidad le había hecho descubrir en tan obscuro retiro.

El capitán Turcotte hizo en seguida seña a sus hombres de soltar a este desgraciado intruso.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Un hijo del Sol.

—¿Y cómo te llamas?

Seng-Vou —respondió el chino, cuyo nombre, en lengua celestial, significa «Que no vive».

—¿Y qué haces aquí, a bordo?

—¡Navegar! —respondió tranquilamente Seng-Vou—; pero causándoos la menor molestia posible.

—¡Es verdad! La menor molestia… ¿Es que te has escondido en la bodega en el momento de la partida?

—¡Como vos decís, capitán!

—¿A fin de hacerte conducir gratis de América a China, al otro lado del Pacífico?

—¡Si así lo permitís!

—¿Y si yo no lo permito, trapacero de piel amarilla? ¿Y si yo te pidiera que hicieras el favor de llegar a China a nado…?

—¡Lo trataría! —respondió el chino, sonriendo—; ¡pero es probable que me hundiera en el camino!

—¡Pues bien, maldito John[8] —exclamó el capitán Turcotte—, voy a enseñarte a economizar los gastos de pasaje!

Y el capitán, más encolerizado de lo que la circunstancia exigía, iba quizá a poner en ejecución su amenaza, cuando Godfrey intervino.

—¡Capitán! —dijo—, un chino de más a bordo del Dream es un chino de menos en California, donde hay tantos…

—¡Donde hay demasiados! —respondió el capitán Turcotte.

—¡Demasiados, en efecto! —replicó Godfrey—. Pues bien, ya que ese pobre diablo ha juzgado pertinente liberar a San Francisco de su presencia, ¡eso merece cierta piedad! ¡Bah, le echaremos del buque al pasar cerca de Shanghai, y ya no hay más que hablar del asunto!

Al decir que había demasiados chinos en el estado de California, Godfrey hablaba como un verdadero californiano. Es bien cierto que la emigración de los hijos del Celeste Imperio (se trata de trescientos millones de chinos contra treinta millones de americanos en los Estados Unidos) ha constituido un peligro para las provincias del Far-West. Por ello los legisladores de estos estados, California, Baja California, Oregon, Nevada y Utah, y el mismo Congreso, se han preocupado de la invasión de este nuevo género de epidemia a la cual los yankees han dado el nombre significativo de «epidemia amarilla».

Por esta época se contaba con más de cincuenta mil Celestiales solamente en el estado de California, Estas gentes, muy industriosas en materia de lavado de oro, muy pacientes también, viviendo con un puñado de arroz, un trago de té y una aspiración de opio, tendían a hacer bajar el precio de la mano de obra, en perjuicio de los obreros indígenas. Así, se había tenido que someterlos a leyes especiales, contrariamente a la constitución americana, leyes que regulaban su inmigración y no les daban derecho a naturalizarse, por temor de que acabasen por obtener la mayoría en el Congreso. Por otra parte, maltratados generalmente al igual de los indios y los negros, a fin de justificar esta calificación de «apestados» que se les atribuía generalmente, estaban separados en una especie de ghetto donde conservaban cuidadosamente las costumbres y particularidades del Celeste Imperio.

Hacia el barrio de la calle Sacramento, en la capital de California, adornado con sus enseñas y faroles, es donde la presión de las gentes de otra raza los ha concentrado. Allí es donde se los encuentra por millares, con su trotecillo, su blusa de anchas mangas, su gorro cónico, sus zapatos de punta levantada. Es allí donde, en su mayor parte, se hacen tenderos, jardineros, lavanderos, a menos que no sirvan como cocineros o no pertenezcan a esas compañías dramáticas que representan piezas chinas en el teatro francés de San Francisco.

Seng-Vou —no hay razón alguna para ocultarlo— formaba parte de una de esas troupes heterogéneas, en la cual ostentaba el empleo de primer cómico, si es que se puede asignar esta expresión del teatro europeo a alguna clase de artista chino. En efecto, ellos son de tal manera serios, incluso cuando bromean, que el novelista californiano Hart-Bret ha podido decir que jamás había visto reír a un actor chino, y hasta confesaba no haber podido reconocer si una de las piezas a la cual él asistía era una tragedia o una simple farsa.

En una palabra, Seng-Vou era un cómico. Terminada la estación, rica en éxitos quizá más que en especies sonantes… había querido volverse a su país de modo distinto que en estado de cadáver[9]. Era por ello que, a todo riesgo, se había deslizado en la bodega del Dream.

Llevando consigo provisiones, esperaba poder hacer de incógnito esta travesía, de algunas semanas, y desembarcar después en algún punto de la costa china como se había embarcado, sin ser visto.

Después de todo, era posible.

Así, Godfrey había tenido razón en intervenir en favor del intruso, y el capitán Turcotte, que quería mostrarse peor de lo que era, renunció sin demasiado pesar a enviar a Seng-Vou por encima de la borda a recrearse en las aguas del Pacífico.

Seng-Vou no volvió pues a su escondite en lo profundo del buque; pero no debía ser enojoso en modo alguno a bordo. Flemático, metódico, poco comunicativo, evitaba cuidadosamente a los marineros, que siempre tenían alguna pulla a su disposición, y se alimentaba con la reserva de sus provisiones. En puridad, era bastante flaco para que su peso, considerado como sobrecarga, no pudiese incrementar sensiblemente los gastos de navegación del Dream. Si bien Seng-Vou viajaba gratuitamente, de seguro que su pasaje no costaría un céntimo a la caja de William W. Kolderup.

Su presencia a bordo, sin embargo, produjo por parte del capitán Turcotte una reflexión de la que su segundo fue sin duda el único que comprendió su sentido particular.

—Este condenado chino nos va a estorbar cuando nos convenga… Pero después de todo, ¡peor para él!

—¿Por qué se ha embarcado fraudulentamente en el Dream? —preguntó el segundo.

—Sobre todo, para ir a Shanghai —replicó el capitán Turcotte—. ¡Al mismísimo diablo John y los hijos de John!