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En el cual T. Artelett, llamado Tartelett, se presenta correctamente al lector

Si Artelett hubiese sido francés, sus compatriotas no hubiesen dejado de llamarle festivamente Tartelett. Pero como este nombre en realidad le viene bien, no dudaremos en designarle así. Por otra parte, si bien Tartelett no era francés, era digno de serlo.

En su Itinerario de París a Jerusalén, Chateaubriand habla de un hombrecillo «empolvado y rizado como era moda antiguamente, traje verde manzana, chaqueta de droguete, pechera y mangas de muselina, que rasgaba un violín de bolsillo y hacía bailar Madelon Friquet a los iroqueses».

Los californianos no eran iroqueses, por cierto, pero Tartelett no por ello era menos profesor de baile y de modales en la capital de California. Si no se le saldaban sus lecciones, como a su predecesor, en pieles de castor y en jamones de oso, se le pagaba en dólares. Si, al hablar de sus discípulos, no decía «estos caballeros salvajes y estas damas salvajes», era porque sus discípulos eran muy civilizados y, de creerle, él había contribuido no poco a su civilización.

Tartelett, soltero, se atribuía cuarenta y cinco años en la época en que le presentamos a nuestros lectores. Pero una decena de años antes estuvo a punto de llevarse a cabo su matrimonio con una señorita ya madura. En esta ocasión y con tal motivo, se le pidieron «dos o tres líneas» con referencia a su edad, su persona, su situación. Véase lo que creyó deber contestar. Esto nos dispensará de hacer su retrato desde el doble punto de vista de lo moral y lo físico.

«Nacido el 17 de julio de 1835, a las tres horas y cuarto de la mañana.

»Estatura, cinco pies, dos pulgadas, tres líneas.

»El perímetro, tomado por encima de las caderas, es exactamente de dos pies, tres pulgadas.

»El peso, aumentado desde el último año en seis libras, es de ciento cincuenta y una libras y dos onzas.

»Tiene la cabeza oblonga.

»Los cabellos, raros por encima de la frente, son castaños grisáceos; la frente, alta; el rostro, oval; la tez, coloreada.

»Sus ojos —cuya vista es excelente— son gris castaño; las pestañas y cejas, castaño claro; los párpados están un poco hundidos en su órbita, bajo la arcada superciliar.

»La nariz, de tamaño medio, tiene una pequeña cicatriz hacia el extremo de la ventana izquierda.

»Las sienes y mejillas son planas e imberbes.

»Las orejas son grandes y planas.

»La boca, de tamaño mediano, está absolutamente limpia de defectos en los dientes.

»Los labios, delgados y como un poco pellizcados, se hallan recubiertos por un bigote y una perilla espesos; su barbilla, redonda y también sombreada por una barba multicolor.

»Una pequeña peca orla su cuello, regordete en la nuca.

»En fin, cuando se encuentra en el baño puede apreciarse que tiene la piel blanca y poco velluda.

»Su existencia es tranquila y metódica. Sin ser de una salud robusta, gracias a su sobriedad la ha sabido conservar intacta desde su nacimiento. Tiene los bronquios fáciles a irritarse, por lo que no tiene la mala costumbre del tabaco. Tampoco usa en absoluto nada espirituoso, ni café, licores, vino puro. En una palabra, cuanto pudiera influir en su sistema nervioso ha sido suprimido rigurosamente de su higiene. La cerveza ligera, el agua tintada con vino son las únicas bebidas que puede tomar sin peligro. Es gracias, pues, a su prudencia por lo que jamás ha consultado ningún médico desde que se halla en el Mundo.

»Su gesto es rápido; su andar, vivo; su carácter, franco y abierto. Lleva, por otra parte, la delicadeza hasta el extremo de sentir temor de hacer a una mujer infeliz, lo que le ha hecho dudar en comprometerse en los lazos del matrimonio».

Tal fue la nota redactada por el propio Tartelett, pero, por muy atractiva que pudiese ser para una señorita de cierta edad, la unión proyectada falló, quedando pues el profesor soltero, pero continuando con sus clases de baile y de modales.

Fue en esta época en la que entró, con tal título, en el hotel de William W. Kolderup; luego; andando el tiempo y faltándole discípulos, acabó por convertirse poco a poco en una rueda más del personal de la opulenta casa.

Después de todo, se trataba de una excelente persona a pesar de sus ridiculeces. Amaba a Godfrey y amaba a Phina, los cuales le correspondían. Así, no tenía sino una sola ambición en el Mundo: inculcarles todas las delicadezas de su arte, que consiguiesen lo que es necesario para el buen comportamiento de dos seres perfectos.

Ahora bien (¿podrá creerse?), fue él, el profesor Tartelett, al que William W. Kolderup escogió para que fuese el compañero de su sobrino durante el viaje proyectado. ¡Sí! Tenía alguna razón para creer que había contribuido no poco en fomentar en Godfrey esta manía de correr Mundo… con el fin de perfeccionarse. William W. Kolderup resolvió pues que lo corrieran juntos. Al día siguiente, 16 de abril, hizo llamar al profesor para que fuera a verle a su gabinete.

Un ruego del nabab era una orden para Tartelett. El profesor salió de su cuarto acompañado de ese pequeño violín de bolsillo llamado pochette a fin de estar presto a toda eventualidad; subió la gran escalera del hotel con los pies académicamente colocados, como conviene a un maestro de danza, llamó a la puerta del gabinete, entró con el cuerpo medio inclinado, los codos doblados, la boca sonriente y esperó en tercera posición, tras haber cruzado sus pies uno delante del otro a la mitad de su longitud, con los tobillos que se tocaban y cuyas puntas estaban hacia fuera.

Cualquier otro que no hubiese sido el profesor Tartelett, colocado en este equilibrio inestable, hubiera vacilado sobre su base, pero él supo conservar una rectitud absoluta.

—Señor Tartelett —dijo William W. Kolderup—, os he hecho venir para daros una noticia que, según creo, no habrá lugar a sorprenderos.

—¡Jesús! —respondió el profesor, por más que William W. Kolderup no hubiese estornudado, como pudiera creerse.

—La boda de mi sobrino se ha aplazado un año o año y medio —siguió diciendo el tío—, y Godfrey, a petición suya, va a partir para los diversos Estados del nuevo y del antiguo Mundo.

—¡Caballero! —respondió Tartelett—, mi discípulo Godfrey hará honor al país que le ha visto nacer y…

—¡Y también el profesor de modales que le ha iniciado en las buenas maneras! —respondió el negociante, con un tono en que el ingenuo Tartelett no percibió en absoluto la ironía.

Y, en efecto, creyendo ejecutar un «conjunto», desplazó alternativamente sus pies por medio de un deslizamiento lateral; después, doblando ligeramente la rodilla con flexibilidad, saludó a William W. Kolderup.

—He pensado —continuó éste— que vos sentiríais sin duda pesar al separaros de vuestro discípulo, ¿no?

—La pena será dolorosa —respondió Tartelett—; sin embargo, ¡si es preciso…!

—¡No será necesario! —respondió William W. Kolderup, frunciendo el entrecejo.

—¡Ah! —replicó Tartelett.

Ligeramente inquieto, dio un paso hacia atrás para pasar de la tercera a la cuarta posición; luego puso entre sus pies la distancia de un largo, tal vez sin tener conciencia plena de lo que hacía.

—¡Sí! —añadió el negociante, con voz breve y un tono que no admitía sombra de réplica—; he pensado que sería verdaderamente cruel separar un profesor y un discípulo tan bien dispuestos a entenderse.

—¡Ciertamente!, los viajes… —respondió Tartelett, que no parecía querer comprender.

—¡Sí!, seguramente… —volvió a decir William W. Kolderup—; no sólo los viajes mostrarán en relieve las cualidades de mi sobrino, sino también los talentos del profesor al que le debe una elegancia tan correcta.

Jamás le hubiera venido al pensamiento a este gran niño que un día le sería preciso dejar San Francisco, California y América para correr los mares. Estas ideas no hubieran podido entrar en el cerebro de un hombre más fuerte en la coreografía que en los viajes y que le faltaba hasta conocer las cercanías de la capital en un radio de diez millas. Y ahora se le ofrecía, se le hacía entender que, quieras que no, tenía que expatriarse, llevar a cabo en su propia persona, con todas las cargas e inconvenientes que llevan aparejados, estos desplazamientos aconsejados por él a su discípulo. La cosa era realmente para turbar un cerebro tan poco sólido como el suyo, y el desdichado Tartelett, por primera vez en su vida, sintió un estremecimiento involuntario en las piernas, cuyos músculos tenían la agilidad de treinta y cinco años de ejercicios.

—¡Quizá…! —dijo, tratando de que volviera a sus labios esa sonrisa estereotipada de bailarín que por un instante se había desvanecido—. ¡Quizá… no estoy hecho para…!

—¡Os haréis! —respondió William W. Kolderup, con voz de persona con la que no ha lugar discutir.

Rehusar, ¡imposible! Tartelett ni por un momento lo pensaba. ¿Qué era él en la casa? ¡Una cosa, un bulto, un paquete que podía ser enviado a cualquier rincón del Mundo! Pero la expedición proyectada no dejaba por eso de turbarle un tanto.

—¿Y cuándo debe efectuarse la salida? —preguntó, tratando de volver a tomar una posición académica.

—¡Dentro de un mes!

—¿Y sobre qué mar tormentoso ha decidido el señor Kolderup que el barco conduzca a mi discípulo y a mí?

—¡El Pacífico!, por de pronto.

—¿Y sobre qué punto del globo terrestre tendré que poner el pie por vez primera?

—En el suelo de Nueva Zelanda —respondió William W. Kolderup—. He observado que los neozelandeses no doblan convenientemente los codos… Vos los educaréis…

Y así fue cómo el profesor Tartelett fue escogido para ser compañero de viaje de Godfrey Morgan.

Una señal del negociante le hizo comprender que la audiencia había terminado. Se retiró lo bastante impresionado para que su salida y las gracias especiales que desplegaba habitualmente en este acto difícil dejasen un tanto que desear.

En efecto, por primera vez en su vida el profesor Tartelett, olvidando por su preocupación los más elementales preceptos de su arte, salió con los pies hacia dentro.