Donde la conversación de Phina Hollaney y Godfrey Morgan es acompañada por el piano
William W. Kolderup se había reintegrado a su hotel de la calle Montgomery. Esta calle es la Regent-Street, la Broadway, el Boulevard des Italiens, de San Francisco. Todo a lo largo de esta gran arteria, que atraviesa la ciudad paralelamente a sus muelles, se respira movimiento, trasiego, vida: tranvías múltiples, coches llevados por caballos o mulas, gentes atareadas que se aprietan en las aceras de piedra ante los almacenes ricamente provistos, clientes más o menos numerosos todavía en las puertas de los bares, en que se consumen bebidas que no pueden ser más californianas.
Inútil describir el hotel del nabab de Frisco. Poseyendo demasiados millones, tenía demasiado lujo. Más comodidades que gusto. Menos sentido artístico que sentido práctico. No se podía tener todo.
Que el lector se contente con saber que había un magnífico salón de recibo y en este salón un piano cuyos acordes se propagaban a través de la cálida atmósfera del hotel en el momento en que entraba el opulento Kolderup.
—¡Buenos! —se dijo—. Ella y él están ahí. Unas palabras a mi cajero y después hablaremos con calma.
Y se dirigió hacia su gabinete a fin de rematar este pequeño asunto de la isla Spencer y no volver a pensar en ello. Rematar era simplemente cambiar algunos valores a fin de pagar la adquisición. Cuatro líneas a su agente de cambio; no precisaba nada más. Tras ello William W. Kolderup se ocuparía de otra «combinación» que de manera muy diferente le punzaba.
¡Sí!, ella y él estaban en el salón; ella, ante el piano; él, medio tendido sobre un canapé escuchando vagamente las notas perladas de los arpegios que se escapaban de los dedos de esta encantadora persona.
—¿Me escuchas? —dijo ella.
—¡Sin duda!
—¡Sí!, ¿pero me oyes?
—¡Sí te oigo; te oigo, Phina! Nunca has tocado tan bien estas variaciones de Auld Robin Gray.
—¡No es Auld Robin Gray lo que toco, Godfrey; es Happy moment…!
—¡Ah!, había creído… —respondió Godfrey con un tono de indiferencia que hubiera sido difícil no comprender bien.
La joven levantó ambas manos y dejó un momento los dedos separados suspendidos por encima del teclado como si fuesen a volver a caer para dar un nuevo acorde; después, dando media vuelta a su taburete, quedó durante algunos momentos mirando al demasiado tranquilo Godfrey, cuyas miradas trataban de evitar las suyas.
Phina Hollaney era la ahijada de William W. Kolderup. Huérfana y educada a su cargo, le había dado derecho a considerarse como su hija y el deber de amarle como a un padre. Como así era.
Se trataba de una personilla «linda a su modo», como suele decirse, pero verdaderamente encantadora; una rubia de dieciséis años con ideas de morena, lo que se leía en el cristal de sus ojos, de un azul obscuro. No podríamos menos de compararla a un lirio, puesto que ésta es la comparación invariablemente empleada en la mejor sociedad para designar las bellezas americanas. Era, pues, un lirio, si así lo deseáis, pero un lirio injertado en algún rosal silvestre resistente y sólido. Verdad es que tenía mucho corazón la personita en cuestión, pero tenía también mucho sentido práctico, un modo de conducirse del todo personal, y no se dejaba llevar más de lo conveniente por las ilusiones o los sueños propios de su sexo y edad.
Los sueños bien están cuando se duerme, no cuando uno se halla despierto. Así, ella no dormía en este momento, y no pensaba en absoluto en dormir.
—¿Godfrey? —volvió a decir.
—¿Phina? —respondió el joven.
—¿Dónde te encuentras tú ahora?
—¡Cerca de ti… en este salón!
—¡No; cerca de mí, no, Godfrey! ¡En este salón, no! Más bien lejos, lejos… más allá de los mares, ¿no es cierto?
Y maquinalmente la mano de Phina, buscando el teclado, se perdió en una serie de séptimas disminuidas cuya tristeza harto significaba y que no comprendió quizá el sobrino de William W. Kolderup. Porque tal era este joven, tal el lazo de parentesco que le unía al rico dueño de los océanos. Hijo de una hermana del comprador de la isla, sin padres desde hacía bastantes años, Godfrey Morgan había sido, como Phina, criado en la casa de su tío, al cual la fiebre de los negocios no le habían dejado nunca una pausa para pensar en casarse. Godfrey contaba entonces veintidós años. Terminada su educación, había quedado completamente ocioso. Graduado universitario, no era por ello, sin embargo, más sabio. La vida no le abría sino vías de comunicación fáciles. Podía ir a derecha o a izquierda: esto le conduciría siempre a algún sitio en que la suerte no le faltaría.
Fuera de esto, Godfrey estaba «bien» en cuanto a su persona: distinguido, elegante, aunque no se había puesto jamás un alfiler en la corbata, ni adornado los dedos, puños, ni el plastrón de su camisa, con todas las fantasías joyeras tan apreciadas de sus conciudadanos. No sorprenderá a nadie que diga que Godfrey Morgan debería casarse con Phina Hollaney. ¿Podría ser de otro modo? Toda conveniencia lo aconsejaba. Por otra parte, William W. Kolderup deseaba este matrimonio. Así aseguraba su fortuna a los dos seres que más amaba en el Mundo, sin contar con que Phina gustaba a Godfrey y Godfrey no disgustaba a Phina. Tenía que ser así para la buena contabilidad de la casa de comercio. Desde su nacimiento, una cuenta se había abierto para el joven y otra para la joven; no había sino que saldarlas y pasar las firmas conjuntas a una nueva cuenta para los dos esposos. El digno negociante esperaba razonablemente que esto sería pronto y que la situación se saldaría de manera definitiva salvo error u omisión.
Ahora bien, precisamente existía omisión y quizá error, como va a demostrarse.
Error, puesto que Godfrey no se sentía aún suficientemente maduro para el gran asunto del matrimonio; omisión, puesto que no se había tenido en cuenta presentir este factor.
En efecto, una vez terminados sus estudios, Godfrey experimentaba como un hastío prematuro del Mundo y de la vida, toda hecha para él, en que nada le faltaría, en que no había lugar a formular un deseo, en que no tendría nada que hacer. El pensamiento de correr el Mundo le invadió entonces: se dio cuenta de que había aprendido todo, salvo a viajar. Del antiguo y el nuevo continente no conocía, a decir verdad, más que un solo punto: San Francisco, donde había nacido y al que jamás había abandonado salvo en sueños. Así pues, yo os pregunto: ¿qué es un joven que no ha hecho dos o tres veces la vuelta al Mundo, sobre todo si es americano? ¿Para qué puede servir, en consecuencia? ¿Sabe si podría salir de apuros en las diversas eventualidades en que podría ponerle un viaje de larga duración? Si no ha gustado un poco la vida de aventuras, ¿cómo va a atreverse a responder de sí mismo? En fin, algunos millares de millas recorridas por la superficie de la Tierra para ver, observar, e instruirse son el indispensable complemento de la buena educación de un joven.
A esto, pues, se había llegado: a que desde hacía un año Godfrey se había interesado con los libros de viajes que pululan en nuestra época y que esta lectura le había apasionado. Había descubierto el Celeste Imperio con Marco Polo, América con Colón, el Pacífico con Cook, el Polo Sur con Dumond-d'Urville. Se sentía dominado por la idea de ir allí donde estos ilustres viajeros habían estado sin él. En verdad, no hubiese encontrado demasiado caro pagar una expedición de algunos años, aunque el precio hubiese sido cierto número de ataques de piratas malayos, de colisiones marítimas, de naufragios en una costa desierta, aunque hubiese tenido que llevar la vida de Selkirk o de un Robinson Crusoe. ¡Un Robinson! ¡Llegar a ser un Robinson! ¿Qué imaginación joven no ha soñado un poco en esto, de la misma manera que Godfrey lo había hecho bien a menudo, leyendo las aventuras de los héroes imaginarios de Daniel de Foe o de Wiss?
¡Sí! El propio sobrino de William W. Kolderup se hallaba en este caso en el momento en que su tío trataba de encadenarle, como suele decirse, con los lazos del matrimonio. En cuanto a viajar con Phina convertida en Mrs. Godfrey Morgan, no, eso no era posible. Precisaba hacerlo solo o no hacerlo.
Y, por otra parte, satisfecho el capricho, ¿no estaría Godfrey en condiciones mejores para firmar su contrato? ¿Se está capacitado para proporcionar la dicha a una mujer cuando previamente no se ha ido siquiera al Japón, a China, ni tan sólo a Europa? ¡No!, desde luego.
He aquí por qué Godfrey estaba ahora distraído junto a miss Phina, indiferente cuando ella le hablaba, sordo cuando ella tocaba las piezas que anteriormente le encantaban.
Phina, joven seria y reflexiva, ya se había dado cuenta. Decir que no experimentaba cierto despecho mezclado con un poco de pesar, sería calumniarla gratuitamente. Pero, acostumbrada a considerar las cosas por su lado positivo, ya se había hecho este razonamiento: «Si es preciso que parta, ¡más vale que sea antes del matrimonio que después!».
—No… tú no estás cerca de mí en este momento, sino lejos, más allá de los mares.
Godfrey se había levantado. Dio algunos pasos por el salón sin mirar a Phina e, inconscientemente, su índice fue a apoyarse en una de las teclas del piano.
Era un grueso «re» bemol de la octava de debajo del pentagrama, nota bien lamentable que hablaba por él.
Phina había comprendido y, sin decir más, iba a dar a su prometido la oportunidad de huida; estaba dispuesta a ayudarle a abrir un camino por donde escapar a donde su fantasía le arrastraba, cuando la puerta del salón se abrió.
William W. Kolderup apareció un poco atareado, como siempre. Era el comerciante que acababa de terminar una operación y se aprestaba a iniciar otra.
—¡Bueno! —dijo—; ya no se trata ahora sino de fijar definitivamente la fecha.
—¿La fecha? —exclamó Godfrey, estremeciéndose—. ¿Qué fecha, por favor, tío?
—La fecha de vuestro matrimonio —replicó William W. Kolderup—. ¡No se va a tratar de la mía, supongo!
—¡Que sería quizá más urgente! —dijo Phina.
—¿Eh? ¿Cómo? —exclamó el tío—. ¿Qué significa eso? Hablábamos de fin de mes, ¿no es eso?
—Padrino Will —respondió la joven—, no se trata hoy de fijar la fecha de una boda, sino la de una partida.
—¿De una partida?
—¡Sí!, la partida de Godfrey —repitió miss Phina—; de Godfrey, que antes de casarse siente la necesidad de correr Mundo.
—¿Quieres tú viajar, tú? —exclamó William W. Kolderup, avanzando hacia el joven, al que tomó del brazo como si temiese que este «picaro sobrino» se le escapase.
—¡Sí, tío Will! —respondió valientemente Godfrey.
—¿Y por cuánto tiempo?
—Por año y medio o dos años a lo más, si…
—Si…
—Si usted me lo permite y Phina quiere igualmente esperarme hasta entonces.
—¿Esperarte? ¡Fijaos, reparad en este pretendiente que no pretende sino marcharse! —exclamó William W. Kolderup.
—¡Es preciso dejar hacer a Godfrey! —dijo la joven—. Padrino Will, yo ya he reflexionado sobre todo esto. Soy joven, pero en realidad Godfrey es aún más joven que yo. Los viajes le harán mayor, y creo que no conviene contrariar sus gustos. ¿Quiere viajar? ¡Pues que viaje! El deseo de reposo ya le vendrá a continuación, y me encontrará a su vuelta.
—¿Cómo? —exclamó William W. Kolderup—. ¿Consientes en dejar volar a este aturdido?
—¡Sí, por los dos años que solicita!
—¿Y le esperarás?
—¡Tío Will, si no fuese capaz de esperarle sería porque no le amaba!
Dicho esto, miss Phina se volvió hacia el piano y, fuese o no a propósito, sus dedos tocaron en sordina un pasaje a la moda: La partida del novio, muy apropiado a las circunstancias, como hemos de convenir. Pero Phina, sin darse cuenta de ello, lo tocaba en «la» menor, por más que estuviese escrito en «la» mayor. De esta manera, todo el sentimiento de la melodía se transformaba, y su tono dolorido expresaba bien las íntimas impresiones de la joven.
Sin embargo, Godfrey, un tanto violento, no decía palabra. Su tío le había asido la cabeza y, poniéndola a plena luz, le miraba. De esta manera le interrogaba sin tener necesidad de hablarle, y él contestaba sin tener necesidad de responder.
Y las lamentaciones de La partida del novio continuaban haciéndose oír tristemente. Por fin, William W. Kolderup, tras haber dado una vuelta al salón, se volvió hacia Godfrey, que se hallaba plantado allí como un reo ante su juez. Luego, elevando la voz:
—¿Es seria la cosa? —preguntó.
—¡Muy seria! —respondió miss Phina, sin interrumpirse, en tanto que Godfrey se contentaba con hacer un signo afirmativo.
—All righ! —replicó William W. Kolderup, fijando sobre su sobrino una mirada singular.
Tras ello hubiese podido entendérsele murmurar entre dientes:
«¡Ah, tú deseas probar el placer de viajar antes de casarte con Phina! Pues bien, ¡lo probarás, sobrino!».
Dio todavía dos o tres pasos y, deteniéndose con los brazos cruzados delante de Godfrey, dijo:
—¿Adónde desear ir?
—¡A todas partes!
—¿Y cuándo piensas partir?
—¡Cuando queráis, tío Will!
—¡Bueno!, sea; lo antes posible.
Al oír estas palabras, Phina se interrumpió bruscamente. El dedo pequeño de su mano derecha acababa de tocar un «sol» sostenido y el cuarto no había podido resolver la tónica del tono. Había quedado sobre la «sensible», como el Raúl de los Hugonotes cuando desaparece al fin de su dúo con Valentina.
Tal vez miss Phina tenía el corazón un poco apenado, pero había tomado ya su partido para decir ahora nada.
Fue entonces cuando William W. Kolderup, sin mirar a Godfrey, se aproximó al piano diciendo gravemente:
—Phina, jamás debe uno quedarse en la «sensible».
Y con su dedo mayor, que cayó verticalmente sobre una de las teclas, hizo resonar un «la» natural.