Como William W. Kolderup, de San Francisco, tuvo que hacer frente a J.-R. Taskinar, de Stockton
Había una vez un hombre extraordinariamente rico, que valía por millones de dólares como otros valen por miles. Este hombre era William W. Kolderup.
Se le consideraba más rico que el duque de Westminster, cuya renta se elevaba a ochocientas mil libras y que podía gastar cincuenta mil francos al día, o sea treinta y seis francos por minuto; más rico que el senador por Nevada, Jones, que poseía treinta y cinco millones de renta; más rico que M. Mackay mismo, al que sus dos millones setecientas cincuenta mil libras de renta anual aseguraban siete mil ochocientos francos por hora, o dos francos y algunos céntimos por segundo.
No menciono esos pequeños millonarios, los Rothschild, los Vanderbilt, los duques de Northumberland, los Stewart; ni los directores de la poderosa banca de California y otros personajes con muy buenas rentas, del antiguo y el nuevo Mundo, a los cuales William W. Kolderup hubiese estado en posición de darles limosna. Podía dar un millón, sin molestia alguna, como usted o yo daríamos cien perras chicas.
Era en la explotación de los primeros placeres donde este honorable especulador había echado los sólidos fundamentos de su incalculable fortuna. Fue el principal asociado del capitán suizo Sutter, sobre los terrenos del cual, en 1848, fue descubierto el primer filón. Desde esta época, ayudando la suerte y la inteligencia, se le encuentra interesado en todas las grandes explotaciones de ambos mundos. Se lanzó entonces audazmente a través de las especulaciones del comercio y la industria. Sus fondos inagotables alimentaron centenares de fábricas, de las que sus navíos exportaron los productos por el Universo entero. Su riqueza se acrecentó en una progresión no solamente aritmética, sino geométrica. De él se decía lo que se dice ordinariamente de estos multimillonarios: que no conocen su fortuna. En realidad, la conocía hasta llegar al dólar; pero no se jactaba de ello en absoluto.
En el momento en que le presentamos a nuestros lectores con todas las consideraciones que merece un hombre de tanta «superficie», William W. Kolderup contaba con dos mil oficinas repartidas por todos los puntos del Universo, ochenta mil empleados en sus diversas agencias de América, Europa y Australia, trescientos mil corresponsales y una flota de quinientos buques cruzando incesantemente los mares en su provecho; y no gastaba menos de un millón anual en timbres de efectos y sellos de cartas. En una palabra, era el hombre y la gloria de la opulenta Frisco, que es la pequeña y cariñosa contracción con que los americanos designan familiarmente la capital de California.
Una puja lanzada por William W. Kolderup no podía por menos de ser de lo más serio. Así que, cuando los espectadores de la subasta se dieron cuenta de quién era el que venía a cubrir con cien mil dólares el tipo de precio asignado a la isla Spencer, se hizo un movimiento irresistible; las bromas cesaron instantáneamente, los chistes dejaron lugar a interjecciones admirativas y unos «hurras» estallaron en la sala de ventas.
Luego, un gran silencio sucedió a este barullo. Los ojos se agrandaron, las orejas se enderezaron. En cuanto a nosotros, si hubiésemos estado allí, nuestro aliento se hubiese detenido a fin de no perder nada de la emocionante escena que iba a desarrollarse si algún otro interesado osaba entrar en lid con William W. Kolderup.
Pero ¿era esto probable? ¿Podía ser posible?
¡No! Y bastaba mirar a William W. Kolderup para afirmarse en esta convicción: la de que nunca cedería en una cuestión en que su potencia financiera estuviese en juego.
Era un hombre alto, fuerte, de cabeza voluminosa, espaldas anchas, miembros bien adaptados, armazón de hierro sólidamente asegurado. Su mirar tranquilo, pero resuelto, no se bajaba de buena gana. Su pelo gris se alborotaba alrededor de su cráneo, abundante como en su primera edad. Las líneas rectas de su nariz formaban un triángulo rectángulo geométricamente dibujado. Sin bigote; barba cortada a la americana, muy copiosa en la barbilla, cuyas dos puntas superiores se juntaban en la comisura de los labios y ascendían a las sienes en patillas grisáceas. Dientes blancos en fila simétrica sobre los bordes de una boca fina y apretada. Una de esas cabezas de comodoro que se yerguen en la tempestad y dan cara a la tormenta. Ninguna tormenta la hubiese curvado; así era de sólida sobre el cuello poderoso que le servía de eje. En esta batalla de pujas, cada movimiento que hiciera de arriba abajo significaría cien mil dólares más.
No había lucha posible.
—¡Un millón doscientos mil dólares! —dijo el comisario tasador, con el acento peculiar de un empleado que al fin ve que su actuación le será provechosa.
—¡A un millón doscientos mil dólares hay comprador! —repitió el pregonero Gingrass.
—¡Oh, ya se puede pujar sin temor! —murmuró el tabernero Oakhurst—. ¡William Kolderup no cederá!
—¡Bien sabe que nadie va a arriesgarse! —respondió el tendero de Merchant-Street.
Repetidos «basta» y «cállense» invitaron a los dos honorables comerciantes a guardar un completo silencio. Se quería oír. Los corazones palpitaban. ¿Osaría elevarse una voz que respondiera a la voz de William W. Kolderup? Este, magnífico de ver, ni se movía. Allí estaba, tan en calma como si el asunto no le interesase. Pero, como sus vecinos pudieron observar, sus dos ojos eran como dos pistolas cargadas de dólares prestas a hacer fuego.
—¿Nadie dice palabra? —preguntó Deal Felporg.
Nadie decía palabra.
—¡A la una! ¡A las dos…!
—¡A la una! ¡A las dos…! —repitió Gingrass, muy acostumbrado a este pequeño diálogo con el comisario.
—¡Voy a adjudicar!
—¡Vamos a adjudicar!
—¡A un millón doscientos mil dólares, la isla Spencer tal como es y se mantiene!
—¡A un millón doscientos mil dólares!
—¿Está bien visto? ¿Bien oído? ¿Bien entendido?
—¿No habrá remordimiento?
—¡A un millón doscientos mil dólares la isla Spencer…!
Los pechos, oprimidos, se alzaban y bajaban convulsivamente. En el último segundo, ¿iría a producirse una nueva puja?
El comisario Felporg, con la mano derecha tendida por encima de la mesa, agitaba la maza de marfil… ¡Un golpe, un solo golpe, y la adjudicación sería definitiva!
¡No hubiera estado más impresionado el público de lo que estaba ante una aplicación sumaria de la ley de Lynch!
El martillo se fue bajando lentamente, tocó casi la mesa, se levantó y agitó un instante como una espada que vibra en el momento en que el esgrimista va a tirarse a fondo; a continuación bajó rápidamente…
Pero, antes de que el golpe seco se hubiese producido, una voz había hecho oír estas cinco palabras:
—¡Un millón trescientos mil dólares!
Hubo primero un «¿eh?», general de estupefacción y luego un «¡ah!», no menos general, de satisfacción. Un nuevo pujador se había presentado. Así, pues, habría batalla.
Pero ¿quién era este temerario que osaba venir a luchar a golpes de dólares contra William W. Kolderup, de San Francisco?
Se trataba de J.-R. Taskinar, de Stockton.
J.-R. Taskinar era rico, pero más que rico, era obeso. Pesaba cuatrocientas noventa libras. Si no había llegado más que en segundo lugar al concurso de hombres gordos de Chicago, fue porque no se le había dejado tiempo para terminar su comida y había perdido una decena de libras.
Este coloso, que precisaba asientos especiales en que pudiera asentar su enorme persona, vivía en Stockton, sobre el San Joaquín, que es una de las más importantes ciudades de California, uno de los centros de almacenaje para las minas del Sur, una rival de Sacramento, donde se concentran los productos de las minas del Norte. Allí también embarcan los buques la mayor cantidad de trigo de California…
No sólo la explotación de las minas y el comercio de cereales había proporcionado a J.-R. Taskinar ocasión de ganar una fortuna enorme, sino que también el petróleo había corrido como otro Pactolo a través de su caja. Además, era un gran jugador, jugador afortunado, y el póquer, la ruleta del Oeste americano, se había mostrado pródigo con él en sus numerosos plenos. Pero, por rico que fuera, era un mal hombre, a cuyo nombre no se unía de buena voluntad el epíteto de «honorable», en uso tan común en el país. Después de todo, y como suele decirse, era un buen caballo de batalla y quizá se le achacaba más de lo conveniente y justo. Lo que sí es cierto es que en más de una ocasión no desdeñaba demasiado el uso del derringer, que es el revólver californiano.
Sea lo que fuere, J.-R. Taskinar odiaba de una manera especialísima a William W. Kolderup. Le odiaba por su fortuna, por su situación, por su honorabilidad. Le despreciaba como un hombre obeso desprecia a un hombre a quien no tiene más remedio que encontrar delgado. No era la primera vez que el comerciante de Stockton trataba de quitar al comerciante de San Francisco un negocio, bueno o malo, por puro espíritu de rivalidad. William K. Kolderup le conocía a fondo y le testimoniaba, en cada encuentro que con él tenía, un desdén que acababa por exasperarle.
Un último éxito que J.-R. Taskinar no perdonaba a su adversario fue que este último le había vencido limpiamente en las últimas elecciones del estado.
Pese a sus esfuerzos, sus amenazas, sus difamaciones —sin contar los millares de dólares vanamente prodigados por sus corredores electorales—, era William W. Kolderup quien ocupaba su puesto en el Consejo legislativo de Sacramento.
Ahora bien, J.-R. Taskinar se había enterado —¿cómo?, yo no sabría decirlo— de que la intención de William W. Kolderup era la de hacerse dueño de la isla Spencer. Esta isla le sería sin duda tan inútil como le sería a su rival. Pero poco importaba. Allí se le proporcionaba una nueva ocasión de entrar en lucha, de combatir, de vencer quizá: J.-R. Taskinar no podía dejarla escapar.
He aquí por qué J.-R. Taskinar había venido a la sala de la subasta y se hallaba en medio de esta multitud de curiosos que no podían presentir sus propósitos; porque, por lo menos, había preparado sus baterías, porque antes de obrar había esperado que su adversario hubiese cubierto el tipo de precio, por alto que fuese.
Pero, en fin, William W. Kolderup había lanzado esta cifra:
«¡Un millón doscientos mil dólares!».
Y J.-R. Taskinar, en el momento en que William W. Kolderup podía creerse definitivamente adjudicatorio de la isla, se había revelado, con voz estentórea, por estas palabras:
«¡Un millón trescientos mil dólares!».
Todo el Mundo a una se había vuelto:
—¡El gordo Taskinar!
Este fue el nombre que pasó de boca en boca. ¡Sí! El gordo Taskinar, que bien conocido era. Su corpulencia había suministrado tema a más de un artículo en los periódicos de la Unión. No sé qué matemático hasta había demostrado, por medio de cálculos trascendentales, que su masa era suficientemente considerable para influir la de nuestro satélite y perturbar en una proporción apreciable los elementos de la órbita lunar.
Pero la corpulencia física de J.-R. Taskinar, en este momento, no era un motivo para interesar a los espectadores de la sala. Lo que iba a ser emocionante, muy en distinto sentido, era que entraba en rivalidad directa y pública con William W. Kolderup. Un combate heroico a golpe de dólares amenazaba entablarse, y yo no sabría por cuál de estas dos cajas de caudales los apostadores hubieran de mostrar más ardor. ¡Mortales enemigos, estos hombres riquísimos! No se trataría, pues, sino de una cuestión de amor propio.
Tras el primer movimiento de agitación, rápidamente reprimido, se hizo un nuevo silencio en toda la asamblea. Se hubiera oído a una araña tejer su tela.
Fue la voz del comisario tasador Dean Felporg la que rompió este pesado silencio.
—¡A un millón trescientos mil dólares la isla Spencer! —gritó, levantándose con el fin de seguir mejor la serie de apuestas.
William W. Kolderup se había vuelto del lado de J.-R. Taskinar. Los asistentes acababan de apartarse para hacer sitio a los dos adversarios. El hombre de Stockton y el hombre de San Francisco podían verse cara a cara, contemplarse a su placer. La verdad nos obliga a decir que en ninguno de ellos había achicamiento. Jamás la mirada de uno hubiese consentido bajarse ante la mirada del otro.
—¡Un millón cuatrocientos mil dólares! —dijo William W. Kolderup.
—¡Un millón quinientos mil! —respondió J.-R. Taskinar.
—¡Un millón seiscientos mil!
—¡Un millón setecientos mil!
¿No os recuerda esto la historia de aquellos dos industriales de Glasgow luchando con el empeño de quién subiría más alto que el otro la chimenea de su fábrica, aun con riesgo de una catástrofe? Sólo que ahora se trataba de chimeneas de lingotes de oro.
De todas maneras, después de las pujas de J.-R. Taskinar, William W. Kolderup empleaba cierto tiempo en reflexionar antes de lanzarse de nuevo. Por el contrario, Taskinar arrancaba como una bomba y parecía no querer tomar un segundo de reflexión.
—¡Un millón setecientos mil dólares! —repitió el comisario tasador—. Vamos, vamos, caballeros; se da por nada; es gratis…
Y se hubiese podido creer que, llevado por el hábito de la profesión, iba a añadir este digno Felporg:
«¡El cuadro vale más que eso!».
—¡Un millón setecientos mil dólares! —aulló el cantador Gingrass.
—¡Un millón ochocientos mil! —respondió William W. Kolderup.
—¡Un millón novecientos mil! —replicó J.-R. Taskinar.
—¡Dos millones! —replicó en seguida William W. Kolderup, sin esperar esta vez.
Su rostro había palidecido un poco cuando estas últimas palabras salieron de su boca, pero toda su actitud fue la de un hombre que no desea abandonar la lucha.
J.-R. Taskinar estaba encendido. Su enorme figura recordaba esos discos del ferrocarril cuya superficie, puesta al rojo, impone la detención del tren. Pero muy probablemente su rival no haría caso de señales y aumentaría el vapor.
J.-R. Taskinar presentía esto. La sangre le subía al rostro, apopléticamente congestionado. Torturaba, con sus grandes dedos llenos de brillantes de gran precio, la enorme cadena de oro que se unía a su reloj. Miraba a su adversario y después cerraba un instante los ojos para volverlos a abrir con más odio que nunca…
—¡Dos millones quinientos mil dólares! —dijo al fin, esperando derrotar toda puja con este salto prodigioso.
—¡Dos millones setecientos mil! —respondió con una voz muy calmada William W. Kolderup.
—¡Dos millones novecientos mil!
—¡Tres millones![6]
¡Sí! William W. Kolderup, de San Francisco, había dicho «tres millones de dólares».
Los aplausos iban a estallar. Se contuvieron, sin embarga a la voz del comisario tasador, que repetía la puja y cuya maza levantada amenazaba bajarse por un movimiento involuntario de los músculos. Se hubiese dicho que Dean Felporg, por curtido que estuviese respecto a las sorpresas de una venta, se sentía incapaz de contenerse más tiempo.
Todas las miradas estaban posadas sobre J.-R. Taskinar. El voluminoso personaje bien sentía el peso de ellas, pero más sentía ya el peso de esos tres millones de dólares que parecían aplastarle. Deseaba hablar, sin duda para pujar más… pero no podía. Quería moverla cabeza… mas tampoco podía.
Por fin, su voz se hizo oír débilmente, pero lo suficiente para comprometerse.
—¡Tres millones quinientos mil! —murmuró.
—¡Cuatro millones! —respondió William W. Kolderup.
Fue ya el último mazazo. J.-R. Taskinar se hundió. El martillo golpeó en seco el mármol de la mesa.
La isla Spencer quedaba adjudicada por cuatro millones de dólares a William W. Kolderup, de San Francisco.
—¡Me vengaré! —murmuró J.-R. Taskinar.
Y, después de haber lanzado una mirada llena de odio sobre su vencedor, se volvió al Hotel Occidental.
Sin embargo, los «hurras» y los «hips» resonaron tres veces en el oído de William W. Kolderup; le acompañaron hasta la calle Montgomery, y tal era el entusiasmo de estos americanos delirantes, que hasta olvidaron cantar el Yankee Doodle.