Capítulo 40

Cada mañana, el vigilante del Museo de Historia Natural, un muchacho de apenas dieciocho años llamado Eric, subía la escalinata de entrada y abría su fastuoso pórtico mientras soñaba que era Goldry Bluszco, uno de los demonios guerreros que combatían a Gorice XII, el rey de Brujolandia. El taimado hechicero siempre iba acompañado por una caterva de canallas nigrománticos, cada uno de ellos un compendio de iniquidades, y Eric casi podía escuchar el entrechocar de las espadas y ver el carmesí de la sangre derramándose por la tierra calcinada durante las feroces batallas. Esa era su fantasía favorita desde los diez años, cuando había empezado a dibujar sus escenas y personajes en un cuaderno, y ahora recurría a ella para intentar bruñir el vulgar puesto de vigilante que había conseguido hacía poco, un trabajo que distaba mucho de sus antiguas aspiraciones. Mientras paseaba por las salas desiertas, encendiendo las luces y revisando que todo estuviera a punto para la apertura al público, solía distraerse imaginando las hazañas que el valeroso y noble Goldry llevaba a cabo en aquel mundo tan distinto al suyo, un mundo que solo existía en su imaginación, donde los duelos con espada, los hechizos y las intrigas maquiavélicas estaban a la orden del día. En su deambular lo acompañaba el tintineo metálico del manojo de llaves que colgaba de su cinto, que abrían todas las puertas del museo excepto una, y sin duda aquel momento era el único del día en el que se sentía en paz consigo mismo, pues desde que tenía uso de razón siempre había creído que había algo equivocado en su vida. Solía pensar que su alma no le pertenecía del todo, que era la de un aristócrata o la de un artista genial, o en todo caso la de alguien destinado a hacer grandes cosas, y que a causa de algún error cósmico había insuflado vida a aquel cuerpo que habitaba un mundo sin gracia en el que estaba condenado a interpretar un papel insignificante.

Sin embargo, la mañana del 23 de septiembre, el muchacho estaba demasiado cansado para refugiarse en sus fantasías. Hiló varios bostezos mientras subía la escalinata del museo. No comprendía qué le pasaba: se había levantado de la cama con la sensación de no haber pegado ojo, aunque, por otro lado, sentía cómo los confusos retazos de una extraña pesadilla intentaban emerger a la superficie de su mente, sin conseguir alcanzar las orillas de su conciencia… Una pesadilla en la que no había hecho otra cosa que correr despavorido, y tan real que le había dejado la herencia de unas piernas doloridas. Sacudió la cabeza intentando despabilarse al alcanzar la puerta, mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Tenía que dejar de inventar aquellas historias a todas horas o acabaría volviéndose loco, se dijo. Al fin y al cabo, ¿de qué le servían? No era escritor, como había soñado de niño, ni siquiera un digno funcionario de la Cámara de Comercio Británica o algo por el estilo. Era un vulgar vigilante de museo, y seguramente siempre lo sería. Y, a pesar de todo, quizá debía dar gracias por ello, como le aconsejaba su madre cada vez que él se atrevía a hablarle de sus ilusiones. «La imaginación está muy bien para los ricos, Eric, pero la imaginación no va a ponerte un plato caliente sobre la mesa…», le decía.

Justo en ese instante, cuando trataba de introducir la llave en la cerradura, la puerta principal del museo se abrió violentamente, casi arrollándole, y un individuo larguirucho de rostro equino salió al exterior.

—Ah… fíjense. ¡El universo está a salvo! —exclamó abriendo los brazos de par en par. Luego, dedicándole un giño a la extraña pareja que le seguía, añadió—: ¡Y todo gracias a la imaginación!

La pareja, que para sorpresa de Eric vestía ropa de dormir, formaba parte de una pequeña y singular comitiva, que emergió al exterior con idéntica expresión de asombro. El muchacho observó al grupo con curiosidad. Aparte de la pareja, que contemplaba maravillada el cielo, y del hombre de rostro equino, que miraba a su alrededor exultante, distinguió a dos hombres corpulentos, uno de ellos con una fina barba rubia y otro con un bigote enorme que guardaba un increíble parecido con el famoso escritor Arthur Conan Doyle. Por lo visto, celebraban también que esa mañana el cielo luciera un azul luminoso, y no dejaban de propinarse vigorosas palmadas en los hombros mientras reían como niños traviesos. Por último, de la penumbra interior surgió un joven flaco y sombrío, envainado en negro de pies a cabeza, y un hombre gordo, con una extraña lente ocultándole un ojo. Este último clavó una mirada torva en Eric, quien, armándose de valor, decidió que había llegado el momento de intervenir.

—Eh… —carraspeó tímidamente—, disculpen, caballeros, pero… ¿puede saberse qué hacían todos ustedes dentro del museo? No debería haber nadie a estas horas, ya que aún no está abierto al público. Me temo que tendré que llamar a la policía…

El hombre gordo y el muchacho de aire sombrío, que se estaba atornillando una mano metálica bajo una de sus mangas, intercambiaron una ligera sonrisa. La prótesis ocular emitió un sordo zumbido cuando enfocó al vigilante. Eric dio un paso atrás.

—¿Cuál es tu nombre y tu cargo en este museo, muchacho?

—Eric Rucker Eddison, señor —farfulló—. L-levo u-unos días en el puesto de vigilante…

—Ah, eso explica por qué no nos hemos encontrado antes. Pero estoy seguro de que aun así ya habrás oído hablar de los Guardianes de la Cámara, ¿verdad?

Ambos hombres se abrieron un poco el cuello de la camisa y Eric atisbó las llavecitas adornadas con alas de ángel que le colgaban del cuello.

—Oh… ¿Son las llaves que abren la…? —preguntó en un susurro. Los policías asintieron—. Vaya… Siempre me he preguntado qué hay allí dentro…

—Nada interesante. Es más divertido imaginarlo que verlo, te lo aseguro —le contestó el más joven con un guiño que a Eric se le antojó, más que simpático, arrogante.

—Eh, perdona un momento, muchacho… —intervino entonces el hombre de rostro equino—. ¿Podrías decirme si has visto algo fuera de lo normal durante las últimas horas?

—¿Algo fuera de lo normal? ¿A qué se refiere exactamente, señor?

—Pues algo como… —El hombre miró indeciso al resto del grupo—. Bueno, no sé…, algo extraño, diferente. Tal vez una sensación de multiplicidad al mirar a un edificio, o cierta cualidad transparente en las personas con las que te has cruzado… Algo que pudiera parecerse a un… espejismo, o que te provocara alguna sensación de… irrealidad.

Eric negó con la cabeza, confuso.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué preguntas son esas? —exclamó el hombretón de la barba rubia, perdiendo la paciencia—. A ver, chico… ¿Has visto algún agujero en el aire que absorbiera todo lo que le rodeaba? ¿Te ha atravesado algún ejército de elfos? ¿Te ha disparado algún autómata del futuro?

—No, señor. Como puede ver, todo está como siempre —contestó Eric un tanto amedrentado, al tiempo que abarcaba Cromwell Road con un gesto de la mano.

El grandullón bufó exasperado, mientras todos miraban hacia la calle, sobre la que se desplegaba el telón de una cálida mañana de otoño: había algunos madrugadores caminando por las aceras, carruajes somnolientos cruzando la calzada, un par de nubes blancas acercándose por el norte…

—Diríase que no ha sucedido nada… —murmuró el hombre que se parecía a Conan Doyle—. Y, sin embargo, hace solo unos minutos yo mismo he visto a mi propia creación, Sherlock Holmes, luchando con Moriarty en la cima de…

Eric abrió los ojos de par en par.

—Santo Dios, ¿usted es… Arthur Conan Doyle?

—Así es, hijo, o al menos eso creo… —le respondió el escocés, todavía con la vista clavada en los edificios cercanos.

—¡No puedo creerlo! —exclamó el muchacho con entusiasmo—. ¡Soy un gran admirador suyo, señor Doyle! Verá, yo… solo trabajo aquí provisionalmente. En realidad, también soy escritor… Bueno, no un escritor de verdad, claro —puntualizó en tono humilde—. Tan solo un aficionado… Estoy escribiendo mi primera novela, aunque, ahora que solo puedo escribir en mis ratos libres, creo que jamás la terminaré…

—Jovencito —le interrumpió Doyle con autoridad—, puedes inventar excusas o puedes inventar historias, tú decides. Yo creé a Sherlock Holmes en una consulta médica en la que no entraba nadie. ¡Un escritor de verdad! —bufó con sorna—. Me gustaría saber qué demonios es eso. ¿Por qué no piensas que eres un vigilante de mentira?

En el rostro de Eric prendió una sonrisa.

—Sí… —asintió pensativo—. En realidad, eso es precisamente lo que siento, que todo lo que me pasa debería estar sucediéndome de otra manera, como si esta no fuera mi auténtica vida… —Entonces se cuadró ante el escocés—. Señor, ¿le importaría que le enviara el manuscrito en el que estoy trabajando para pedirle su opinión?

Ante la cara de alarma de Doyle, Murray acudió en su rescate.

—Si buscas la opinión de un escritor famoso, chico, te recomiendo que envíes ese manuscrito a H. G. Wells, aquí presente. —Señaló con el pulgar al hombrecito en ropa de dormir, en el que Eric no había querido detener demasiado su mirada por puro decoro—. Nunca he conocido a nadie que sea más sincero en sus opiniones, ni más delicado a la hora de comunicarlas.

—Oh…, señor Wells —exclamó el vigilante—. Yo… Disculpe, pero no lo había reconocido así vesti…, ejem… Por supuesto, también soy un ferviente admirador suyo… He leído sus novelas varias veces, especialmente La isla del doctor Moreau, mi favorita… —De repente se interrumpió y entornó los ojos exageradamente—. Es extraño, creo que esta noche he soñado algo relacionado con ella, aunque no consigo recordar de qué se trataba…

—¿Tal vez que el pueblo de las bestias te perseguía por el museo? —le preguntó Wells con voz serena.

El vigilante abrió la boca perplejo.

—Sí, era eso… exactamente eso. Pero ¿cómo puede saberlo?

Wells restó importancia al asunto agitando la mano.

—Es un sueño bastante recurrente entre eh… escritores en ciernes y vigilantes de museo.

—Ahora recuerdo más partes de ese sueño… —continuó Eric, hablando para sí con cierta dificultad, como si acabara de despertar de una larga borrachera—. También estaba Uróboros, mi dragón, incendiando el barrio desde el aire, y…

—¿Uróboros? —preguntó el hombre de rostro equino.

—Sí, es el título de mi novela: La serpiente Uróboros. —Sonrió tímidamente—. Se trata de un mito escandinavo, una especie de dragón o serpiente que devora su propia cola; simboliza el renacimiento cíclico. Verán, siempre me han fascinado las sagas escandinavas y en mi novela intento imitar…

—Bueno, bueno… —le interrumpió el hombre de la mano metálica, cruzando una significativa mirada con los demás, que asintieron—. Creo que deberías dirigirte a tu puesto, muchacho. Pronto será la hora de apertura del museo, y supongo que tendrás cosas que hacer… —Colocó su prótesis sobre el hombro del joven y le acompañó hacia el interior, empujándolo suavemente, mientras Eric observaba aquella mano metálica con cierta aprensión—. Ah, y no te preocupes si encuentras algunos agentes de Scotland Yard dentro del museo tomando notas y algunas muestras… Todo está en orden. Se trata de una misión rutinaria y sin importancia, aunque esperamos contar con tu discreción. Si demuestras que sabes guardar silencio, más tarde te llevaré los datos del señor Doyle y del señor Wells para que puedas enviarles tu manuscrito… ¿de acuerdo?

Eric asintió y, tras dirigir una última mirada deslumbrada al singular grupo, entró en el museo.

—Y recuerda: estás viviendo solo una de tus posibles vidas. ¡Hay otras posibilidades! ¡Infinitas! —le gritó Doyle.

—Y por el amor de Dios, si quieres ser escritor, acórtate el nombre —añadió Wells.

Cuando las puertas se cerraron, Murray comentó:

—¡Es increíble! ¡No recuerda nada, cree que todo lo que ha pasado ha sido un sueño! ¡Y sus fantasías de escritor también se le aparecieron! ¡Como a mí el capitán Shackleton!

—¡Y como a mí Sherlock Holmes! —exclamó el escocés.

—Yo vi los trípodes marcianos —intervino Wells—, y como os he contado, cuando Rhys nos perseguía incluso invoqué…

—Demonios, eso quiere decir que… —le interrumpió Doyle—, ¡todo lo que imaginamos existe en algún lugar!

—Pero… ¿dónde están ahora todas esas criaturas? ¿Y qué ha pasado con los edificios destruidos? ¿Y los cadáveres? —dijo Jane—. Fijaos en la gente, todos pasean tranquilamente… ¡Nadie parece recordar nada!

—Es cierto —repuso el millonario—. ¿Quiere eso decir que el fin del mundo no ha tenido lugar?

—Pero nosotros lo recordamos —reflexionó la mujer—. Y ese joven lo soñó…

Sinclair les pidió que se calmaran y se dirigió entonces al profesor Ramsey:

—Profesor, si he entendido bien lo que me ha explicado mientras salíamos del museo, usted proviene del mismo universo que la señora Lansbury, un mundo mucho más avanzado que el nuestro. Quizá pueda arrojar algo de luz en este asunto.

—Sí, profesor, ¿qué está pasando? —intervino Clayton—. Es evidente que el Ejecutor consiguió evitar el contagio, y que ahora todo está tal y como debería estar si ese perro no hubiera mordido nunca al gemelo del señor Wells. Sin embargo, todos nosotros recordamos perfectamente lo que acabamos de vivir.

—Y también recordamos a Baskerville, y al maldito Rhys… —dijo Wells—. Pero si nunca hubo epidemia, ¿cómo pudimos conocer a viajeros de otros mundos? Y, sobre todo, ¿por qué seguimos mi esposa y yo en pijama?

Ramsey sonrió paternalmente al grupo.

—Caballeros, señora Wells…, me parece que ninguno de ustedes valora en su justa medida el maravilloso, el mágico universo que habita. Aunque no les culpo. A decir verdad, si su universo es tan especial es precisamente porque ninguno de sus habitantes puede llegar a comprenderlo por completo. Ustedes viven en un universo fascinante, donde todo es posible, donde todo lo que puedan soñar o imaginar ya existe en alguna parte… Y quizá en alguna, alguien les está soñando o imaginando a ustedes… ¿Ha tenido lugar el fin del mundo? Sí. ¿No ha tenido lugar jamás? También sí.

—¡Pero no pueden ser ambas cosas! —protestó Murray.

—¡Claro que sí, Gilliam! ¿No has escuchado al profesor? —exclamó Doyle con los ojos febriles—. Todo puede ser. ¡Todo! Es decir, en algún lugar existen las historias que hemos conocido y vivido, todos esos mundos perdidos: la epidemia, las aventuras de Baskerville, la odisea de Rhys, el día del Caos, tal y como las recordamos, y precisamente porque las recordamos… Pero la historia que estamos protagonizando ahora, donde nada de eso ha sucedido, donde hemos conseguido evitar la epidemia y por tanto sus terribles consecuencias, también existe, y existe porque alguien puede estar recordándola o contándola en estos momentos. Tal vez todos somos un recuerdo, de otro recuerdo, de otro recuerdo, y así hasta el infinito.

—¿Qué demonios significa eso? —gruñó el millonario.

—Tal vez, señor Doyle —aprobó Ramsey, satisfecho—. Tal vez la existencia no sea más que un eterno y cíclico plagio de sí misma, como esa serpiente que se devora su propia cola…

—O una de esas cosas que simplemente suceden porque pueden suceder… —añadió Jane con una sonrisa enigmática.

Su marido la observó extrañado.

—¿Y por qué nadie parece recordar nada, y en cambio nosotros sí? —preguntó Clayton.

—Todos ustedes han estado en contacto con el Conocimiento Supremo. Han comprendido la profunda verdad de lo que les estaba sucediendo. Han sido observadores. Y eso, de alguna forma, les ha convertido en extranjeros en su propio universo, al menos durante algunos instantes. Sin embargo, para ellos —dijo Ramsey señalando a las personas que transitaban ante el museo—, jamás ha existido el día del Caos, pues nunca han dejado de pertenecer a este mundo en el que, en efecto, ese día no llegó. Y como comprenderán, es imposible que recuerden algo que nunca ocurrió. En cambio, ustedes poseen mentes privilegiadas, expertas en el arte de la imaginación, abiertas a todas las posibilidades, mentes que les han permitido, durante unos instantes, ser espectadores y actores al mismo tiempo. Por eso no son capaces de olvidar. Ustedes han visto lo que no ha pasado pero podría haber pasado, y precisamente por eso ha pasado… —Ramsey los contempló uno a uno con los ojos brillantes de felicidad, buscando en aquellas expresiones, que iban de la perplejidad a la concentración, un reflejo de su propio entusiasmo. Luego suspiró y señaló con vehemencia la puerta del museo—. Igual que ese joven vigilante. Él también posee una mente semejante a la de ustedes, por eso es capaz de intuir que existen otras vidas para él; tal vez sienta en lo más profundo de su ser que hay otros muchos mundos donde su destino ha sido diferente, no lo sé. Pero está claro que, gracias a esa mente entrenada para imaginar otras realidades posibles, puede recordar lo que ha sucedido, aunque solo sea en forma de sueño, pues, al contrario que ustedes, no tuvo acceso al Conocimiento Supremo. No intenten entenderlo. Simplemente… limítense a sentirlo. Esa es la auténtica belleza de su mundo. La supremacía de los sentimientos, de la magia, del misterio… Ustedes han accedido hoy al Conocimiento Supremo… Díganme, ¿se sienten más felices que cualquiera de esos tranquilos paseantes? No, por supuesto que no. El ansia por el conocimiento, la dictadura de la razón… Esos son los virus que devastaron mi mundo, y que casi nos llevaron a destruir el suyo. Desde los albores de nuestra civilización, en el Otro Lado intentamos diseccionar todos los misterios que nos rodeaban con tal obstinación que solo conseguimos acelerar la desintegración de nuestro universo… Estoy seguro de que el verdadero tejido de la existencia, el último eslabón tras los niveles subatómicos más pequeños, es la imaginación. Y quien intenta comprender la magia, la destruye para siempre. Esa es una lección que algunos ya hemos aprendido y que tendremos que enseñar a los nuestros, ahora que renaceremos en uno de sus mundos. Tal vez necesitemos su ayuda, amigos míos. La ayuda de aquellos de ustedes que no han olvidado…

—Cuente con la ayuda de la División Especial de Scotland Yard de este mundo, profesor Ramsey —ofreció Sinclair.

—Gracias, capitán. Agente Clayton, usted antes me dijo que esas maravillosas columnas que retuvieron a Rhys las diseñó sir William Crookes… —El agente asintió—. Bien, creo que tengo una conversación pendiente con un viejo amigo al que decepcioné en el pasado, y al cual debo muchas explicaciones…, demasiadas explicaciones. —Ramsey alzó el rostro al cielo con aire soñador—. ¡Hay tanto por hacer! La Iglesia del Conocimiento deberá cambiar su nombre, tal vez por el de la Iglesia de los Sueños…

Clayton carraspeó.

—Hablando de sueños, profesor. Cuando me desmayé en la Cámara de las Maravillas… Bueno, quizá deba aclararle primero que durante mis desmayos suelo soñar con un mundo donde… En fin, es complicado de explicar. El caso es que en ese mundo también había llegado el día del Caos… y yo… le conté todo lo que estaba pasando a… alguien de allí.

—Conozco sus sueños, agente. —Ramsey sonrió—. Y, créame, tengo muchas cosas que contarle sobre lo importantes que han sido en la victoria final. La capacidad de soñar ha sido la salvación de su mundo, se lo aseguro, y no estoy usando una mera imagen poética… No dude que se lo explicaré con mucho gusto, incluido el buen uso que se le dio a una antigua muestra de su sangre… —El profesor sonrió una vez más ante la expresión de perplejidad de Clayton—. Pero ya habrá tiempo para todo eso… ¿Qué es lo que desea saber ahora, hijo? ¿Si ese alguien lo recordará todo, ya que accedió al Conocimiento Supremo? ¿Si la maldición de sus desmayos tiene algo que ver con el virus de la cronotemia? ¿Si usted podrá seguir saltando mentalmente a ese mundo?

—Yo… Bueno, me encantaría conocer la respuesta a todas esas preguntas, pero lo que en realidad quería saber es… si algún Ejecutor podría trasladarme al mundo de mis sueños. En cuerpo y mente, quiero decir.

Ramsey le miró fijamente durante unos instantes y después negó con tristeza.

—Hijo, en cualquier mundo donde ella haya naufragado no será más que un monstruo, ya lo sabe. Y me temo que si usted llegara a uno de sus mundos de origen, su naturaleza resultaría tan monstruosa como la de ella… Lo lamento, pero creo que ninguno de los dos sería feliz en el mundo del otro, pues proceden de realidades demasiado diferentes. Tal vez su amor sea uno de esos que solo pueden suceder en los sueños.

Si aquello dolió al agente Clayton, nadie supo descifrarlo en el ligerísimo pestañeo que le provocó. De pronto, Doyle dio un paso adelante.

—Pero sí sería posible trasladar a alguien a un mundo similar a este, ¿no es cierto? —dijo tirando con fuerza del brazo de Murray y empujándolo hacia delante.

Ramsey asintió. Doyle dio otro ligero empujoncito a Murray, quien se quedó mirándolo sin comprender hasta que, de pronto, reaccionó:

—Un momento, un momento… —farfulló—. Quieren decir que… si yo le pidiera a uno de esos gigantes enlutados que me llevara a un mundo donde mi prometida siguiera viva… ¿lo haría? ¿Sería posible tal cosa?

—Podemos intentarlo, señor Murray, podemos intentarlo —empezó a decir Ramsey—, aunque…

—¿Lo has oído, George? —lo interrumpió el millonario con el rostro congestionado—. ¿Y tú, Jane? Puedo ir en busca de la Emma del espejo… ¡Puedo encontrarla, Arthur!

—Primero debo estudiar con los otros científicos el estado del tejido multiversal —explicó Ramsey con calma—, y descubrir si los Ejecutores han recuperado el control absoluto de sus bastones. Precisamente ahora pensaba dirigirme a mi club, pues estoy seguro de que algunos de mis colegas ya estarán allí, deseosos de tener la primera reunión de las muchas que nos esperan. Por tanto, creo que ha llegado el momento de despedirme… Señora Wells, caballeros, volveremos a vernos, se lo prometo, pero ahora debo dejarles, pues los que venimos del Otro Lado tenemos un Gran Éxodo que organizar. Señor Murray, si gusta acompañarme, tal vez podamos discutir por el camino los detalles de su posible viaje.

Por un momento, todos creyeron que Murray iba a abalanzarse sobre el profesor para besarle. Por suerte, debió de arrepentirse a tiempo.

—¡Naturalmente! —exclamó con entusiasmo—. Y dígame, si todo está bien, ¿podría partir de inmediato?

—Si ese es su deseo, no veo por qué no.

—Ese es mi deseo.

Y nunca, en ninguno de los infinitos mundos, cuatro palabras fueron más sinceras. Después de aquella declaración, Murray se dirigió hacia sus amigos para despedirse, mientras Ramsey hacía lo propio con Sinclair y Clayton.

—Arthur… —murmuró emocionado acercándose al escocés.

—Lo sé, lo sé… No hace falta que me des las gracias. Te prometí que encontraría la forma de llegar hasta la Emma del espejo, y he cumplido mi palabra. —Doyle le sonrió satisfecho, metiendo los pulgares en los bolsillos de su chaleco.

—Bueno, no creo que se te deba atribuir todo el mérito, pero… Bah, es igual. —Murray lo agarró por los hombros, como si quisiera nivelarlo—. Gracias, Arthur. Por todo. No sé si tendré teléfono allá donde voy…, así que de vez en cuando cuéntame por telepatía qué tal te va todo.

—Será mucho más efectivo, dada la escasa disposición de tus criados a coger el teléfono —le respondió Doyle con sorna.

Murray lanzó una carcajada. Se estrecharon la mano, palmeándose los brazos con la mano contraria como si quisieran derribarse el uno al otro. Después, el millonario se volvió hacia Wells.

—George… —La voz se le quebró y carraspeó para disimularlo—. Mi querido George, yo… te debo tanto… Gracias a ti conseguí a Emma…

—Gilliam —le interrumpió Wells, exasperado—, ya sabes que yo no escribí esa maldita…

Antes de que pudiera acabar la frase, Murray lo envolvió en un fuerte abrazo, al que Wells no tardó en abandonarse. Cuando se separaron, Murray tomó la cara de Jane entre sus manazas y plantó un sonoro beso en los labios de la joven, sin que tampoco esta vez Wells pudiera impedirlo.

—Cuídale, Jane —le susurró, señalando a Wells con la barbilla—. Y no dejes que su cabezota le dé tantas vueltas a las cosas.

—Lo haré, descuida. Y tú dale muchos recuerdos a Emma —le contestó ella, con los ojos humedecidos.

Finalmente, Murray se acercó a los dos policías que charlaban con Ramsey, estrechó la mano de Sinclair con una inclinación de cabeza, y después, tras un segundo de duda, se la tendió también a Clayton.

—Espero que en algún otro mundo nos hayamos llevado mejor, agente Clayton —declaró sonriendo con franqueza.

—Quién sabe, señor Murray —respondió el agente estrechándole la mano—, cosas más imposibles acabamos de ver.

El millonario le indicó a Ramsey que estaba preparado, y ambos comenzaron a bajar la escalinata, acompañados por la mirada del resto del grupo. En el último escalón, Murray se detuvo de repente, como si se hubiera olvidado algo, y le gritó a Doyle:

—¡Arthur, recuerda que debes escribir la historia del sabueso! ¡Y quiero que se la dediques a Gilliam Murray, el mejor tirador de ballesta de todos los mundos!

—Ya veremos, ya veremos… —contestó Doyle entre risas, mientras se despedía de su amigo con la mano.

En ese mismo instante, unos pasos por detrás de Doyle y del matrimonio Wells, Sinclair observaba de soslayo a Clayton, que contemplaba a los dos hombres que se alejaban por la calle con el aire tenebrosamente melancólico de un cuervo mojado.

—Vamos, hijo… —El capitán suspiró, y palmeando el hombro de su antiguo pupilo, añadió—: Le propongo que tomemos una taza de café en mi despacho. La señorita Barkin ya debe de haber llegado, y ya sabe que siempre prepara el café…

—… como a mí me gusta —le cortó Clayton, elevando los ojos al cielo—. En serio, capitán, ¿de verdad cree que la solución a todos mis problemas se encuentra en una taza de café?

Sinclair se encogió de hombros.

—No lo sé, hijo, no lo sé… Pero sí sé una cosa: a pesar de toda esa palabrería del profesor… no solo de sueños vive el hombre, créame. Así que usted decide.

Y emprendió el descenso de la escalinata silbando una alegre melodía con las manos en los bolsillos, y saludando con la cabeza a Doyle y al matrimonio Wells al pasar a su lado. Poco después, el agente de la División Especial de Scotland Yard Cornelius Clayton resolvió que si quería obtener algo de paz, al menos en ese mundo, no tenía más remedio que seguirle y tomarse aquella maldita taza de café.

Y mientras los dos agentes se alejaban del museo por Brompton Road, Doyle, al que aún parecía quedarle algo de energía que liberar, se ofreció a ir en busca de su carruaje —con la esperanza de que siguiera donde lo habían abandonado aquella mañana de locos— y llevar a Wells y a Jane hasta su casa. La pareja aceptó, pues no les apetecía demasiado caminar en ropa de dormir por Londres. El escocés bajó entonces la escalinata del museo con un trote vigoroso, como si pretendiera dejar marcadas sus huellas en la dura piedra, y el matrimonio se sentó en uno de los peldaños, absolutamente extenuado.

—Jane, yo no me siento un sueño, ni el recuerdo de nadie —confesó Wells, volviendo a sacar el asunto que le preocupaba—. ¿En serio crees que todo eso que ha dicho Ramsey es verdad? ¿Piensas que estamos aquí ahora solo porque alguien está contando nuestra historia? Porque si es así, no pienso escribir una palabra más el resto de mi vida… —Jane soltó una risita—. ¿Qué te hace tanta gracia? Vamos, dímelo, sabes que odio que te guardes tus opiniones para ti.

—Me río porque no sé qué otra cosa podrías hacer si no escribieras.

—Pues muchas cosas —repuso Wells, ofendido—. Dar clases, por ejemplo. Te recuerdo que no era mal profesor…

—Lo odiabas, querido.

—Bueno… Entonces podría dedicarme a ser el marido más romántico del mundo. Llegaría cada día a casa en globo, realizaría las gestas más increíbles…

—Pero si has llevado a cabo la gesta más increíble de todas, Bertie: me has salvado la vida, y has salvado al mundo. ¿Cómo quieres superar eso?

—Eh… tienes razón. Me lo he puesto difícil a mí mismo. Ni siquiera Murray podría superar eso…, ¿verdad?

Jane trazó una sonrisa divertida.

—Escúchame, querido —le dijo abandonando la cabeza en su hombro—. Si ahora te parece que escribir es algo terrible es solo porque lo asocias a la traumática experiencia que acabamos de vivir. Pero recuerda lo que siempre te digo: debes ignorar el factor desestabilizador. A ti te gusta escribir. Siempre te ha gustado. Y te volverá a gustar. ¿Qué más te da si tus creaciones viven en otros mundos? No creo que vuelvas a verlas…

—Pero… ¿y si escribo que una madre pierde a su hijo, por ejemplo? No soportaría sentirme responsable de…

—¿Y qué importa eso? —se apresuró a rebatirle ella—. Seguramente otro Wells escribirá que esa madre no lo pierde. Y en cuanto a la hipótesis de que tal vez nosotros seamos creaciones de alguien más… —Jane se encogió de hombros—. Bueno, solo espero que ese autor tenga buen gusto para los nombres de bebé.

Wells la miró sin comprender.

—¿Por qué dices eso?

—Porque sería espantoso que a nuestro narrador le diera por llamar a nuestro primer hijo Marmaduke o Wilhelmina, ¿no crees?

Tras decir aquello, se acarició dulcemente el vientre. Wells se levantó de un salto.

—¿Estás diciendo que…? Pero ¿cómo…? ¿Y desde cuándo lo sabes?

—No esperaba que un biólogo preguntara cómo. En cuanto a tu segunda pregunta, mucho más razonable, debo confesarte que lo sé desde hace algunos días, pero no te lo dije porque con el fin del mundo a la vuelta de la esquina… Digamos que no quería preocuparte todavía más.

—Que no querías…

Wells la contempló estupefacto, como si la viera por primera vez. Allí estaba la mujer que amaba: sentada en un sucio peldaño, abrazada a sus rodillas, intentando que el fino camisón blanco le cubriera las piernas, con la melena castaña desgreñada sobre los ojos, unos ojos que habían visto horrores inconcebibles, una mujer tan pequeña y frágil como una figurita de Dresde, y tan capaz de atravesar con una aguja el ojo del más temible Villano que se pudiera imaginar como de consolar a su esposo si algún crítico demolía alguna de sus novelas.

—Querida… —dijo con un nudo en la garganta, arrodillándose a su lado—. ¿Has guardado en tu cabeza este secreto todos estos días, mientras esperábamos al hombre invisible? ¿Has escuchado mis interminables peroratas sobre Clayton, sobre el libro, sobre el fin del mundo, sobre la maldita trampa, sin decirme nada de esto, solo para no preocuparme más? ¿Has pasado por el terror de las últimas horas sabiendo que…? Dios santo… ¡Eres la mujer más valiente del mundo! Y yo soy un… patán. —Tomó el rostro de ella entre sus manos—. ¡Vamos a tener un hijo! —exclamó, como si se acabara de dar cuenta, y ella asintió, con lágrimas en los ojos—. Es lo más maravilloso que podía pasarnos, es fantástico, es increíble, es… —Wells cabeceó impotente—. ¿Lo ves? Además de un patán, soy un escritor terrible. Ni siquiera sé qué adjetivo ponerle a este milagro…

—Bueno —sonrió ella, feliz, dejándose abrazar y besar por su marido—, no le des más vueltas, Bertie. Tal vez solo sea una de esas cosas que simplemente suceden porque pueden suceder.