Y mientras Doyle llegaba a aquella funesta conclusión, en el sótano del museo al que se dirigían, Wells miraba con cara de pasmo el burujo que componía en el suelo el larguirucho cuerpo de Clayton, que acababa de desplomarse ante sus narices como si se le hubiese terminado la cuerda. Mientras el capitán Sinclair ponía los ojos en blanco, los de Wells y los de la criatura coincidían en el libro que el agente había soltado al desmayarse; ahora se hallaba en el suelo, a apenas unos pasos del escritor. Sin pensárselo más tiempo del que un hombre tan poco resolutivo como él necesitaba para pensarse las cosas, Wells se adelantó esos pasos y cogió el libro.
—¡Lo tengo! —anunció innecesariamente, mientras retrocedía los pasos dados hasta colocarse de nuevo junto a Jane.
La silueta acuosa y azulada del hombre invisible se agitó enfurecida, sin poder escapar de su jaula de radiación.
—¡Ese libro es mío! ¡Mío! ¡Nadie se merece tenerlo más que yo! ¡He cruzado desiertos de tiempo por él! ¡He naufragado en océanos de sangre! ¡He esparcido las cenizas de mi alma en la vasta oscuridad de la nada! ¡Y ahora tú no puedes arrebatármelo! ¡No puedes! —gritó enloquecido, rubricando aquella torrentera de palabras con un aullido de dolor que quebró el aire.
Tras el salvaje arrebato de furia, cayó de rodillas, sollozante.
—Bueno, creo que ya es suficiente —dijo el capitán Sinclair sin dejarse impresionar, al tiempo que se guardaba el arma en el bolsillo—. Summers, McCoy, cojan al agente Clayton y colóquenlo en un rincón donde no estorbe. Y usted, Drake, avise para que traigan el carruaje con la jaula especial diseñada por sir Crookes y lo coloquen frente a la…
Un terrible crujido impidió que se oyera el resto de sus palabras. A una docena de metros por detrás de la guarnición de agentes, algo rasgó el aire como si fuera un trozo de papel. Todos giraron la cabeza en la dirección de la que provenía el atronador chasquido, para contemplar el extraño desgarrón que se abría sobre la superficie de la realidad, extendiéndose desde el suelo hasta el alto techo. El frío de todos los inviernos del mundo se derramó de su interior, donde habitaba una oscuridad plena, sin fisuras. Y antes de que nadie pudiera reaccionar, las columnas que el profesor Crookes había diseñado comenzaron a estallar una tras otra entre zumbidos estentóreos, lanzando relámpagos de luz en todas direcciones. Espantados, Wells y Jane se apretaron contra la pared más cercana, mientras los relámpagos se propagaban en zigzag por la estancia, cauterizando el aire e impactando contra algunos de los muchos cachivaches que atestaban la Cámara de las Maravillas. Cercados, Sinclair y sus hombres desbarataron su ordenada formación y se desperdigaron en todas direcciones, deslumbrados y medio sordos. Entonces, el intenso resplandor que bañaba la habitación se extinguió de golpe. Rhys se incorporó, esbozó unos pasos inseguros y sonrió exultante al comprobar que ya nada lo retenía. Su rostro a medio dibujar buscó a Wells. Lo descubrió pegado a la pared a unos pocos metros de él, lívido y tembloroso.
El escritor miró hacia los agentes implorando ayuda, pero un rápido vistazo le bastó para constatar que ninguno de ellos estaba en condiciones de ayudarle. El capitán Sinclair permanecía arrodillado, momentáneamente ciego y aturdido, y sus hombres no parecían estar mejor. Los relámpagos habían producido considerables destrozos: los huesos que componían el presunto esqueleto de una sirena se hallaban esparcidos por el suelo, un disfraz de licántropo ardía envuelto en llamas, la cabeza del Minotauro había quedado reducida a un puñado de cenizas, y por todas partes había cajones reventados, con su misterioso contenido al aire. Espesas volutas de humo y nubes de un polvo milenario enturbiaban la estancia. Tras dedicar una mirada aprobatoria a toda aquella destrucción, Rhys se acercó al indefenso Wells con la mitad de una sonrisa apática trazada en el aire.
—Entrégame el libro, George —le dijo casi con cansancio—, y acabemos con esto. ¿No ves que hasta el universo está de mi lado?
En lugar de responder, Wells apretó el libro contra su pecho y, tomando de la mano a Jane, echó a correr hacia la puerta de la cámara. Rhys dejó escapar un suspiro resignado.
—De acuerdo —dijo para sí mismo—, persigámonos una última vez.
Apenas había dado un paso, cuando algunos de los objetos que había a su alrededor empezaron a trepidar, como si anunciaran un terremoto; un segundo después, los más pequeños y ligeros se elevaron repentinamente en el aire y volaron hacia el descosido como una bandada de pájaros recién liberados. Hipnotizado por el extraño fenómeno, Rhys no reparó en la pesada copa de bronce que, etiquetada como «El Santo Grial», surcaba el aire hacia su frente. El golpe lo arrojó al suelo, atontándolo. Sin dejar de correr, Wells contempló la escena por encima de su hombro. Al fondo, vio al capitán Sinclair, que acababa de incorporarse y trataba de mantener el equilibrio bajo aquella súbita ráfaga de viento que intentaba empujarlo hacia el agujero, mientras buscaba algo a lo que agarrarse. El vendaval también empezaba a arrastrar por el suelo el cuerpo inerme del agente Clayton, deslizándolo hacia el fatal desgarrón. Lamentablemente, Wells no podía ayudar a ninguno de ellos, porque el libro había ido a parar a sus manos y debía protegerlo de la criatura, que ya comenzaba a levantarse, sacudiendo poco a poco la cabeza para vencer su aturdimiento. Sin perder más tiempo, y antes de que aquella misteriosa fuerza les alcanzara, Jane y él salieron de la cámara y se precipitaron por el dédalo de pasillos.
—¿Qué ha sido eso? —le preguntó su mujer entre jadeos.
—No lo sé, Jane. Tal vez el resultado de una avería en las columnas de Crookes —respondió.
Aunque dudaba que fuera eso. Apenas había podido dedicar al agujero una mirada fugaz, pero la oscuridad que había entrevisto en su interior, el frío glaciar que surgía de él y aquella fuerza de absorción… Evitó pensar en ello y apretó el paso, tratando de orientarse en aquel laberinto, mientras aguzaba el oído para comprobar si la criatura les seguía. Adivinó sus pasos en la distancia, un retumbar apresurado y furioso que le encogió el corazón. Era Rhys, sin duda, y pronto les alcanzaría. Tal vez si lograban llegar a la calle tendrían una oportunidad. Estaba seguro de que alguien les ayudaría, o tal vez podrían tomar un carruaje y escapar antes de que les alcanzara… Pero enseguida descubrió que era incapaz de orientarse en aquel ovillo de galerías que, de repente, terminaban en un muro, obligándoles a retroceder, o en una puerta que, al franquearla, les devolvía al mismo lado por el que habían entrado. Era como si al entramado de pasillos original le hubieran brotado nuevas ramas, que no conducían a ninguna parte o se enroscaban sobre sí mismas. Algunas puertas incluso tenían docenas de manijas que agarrar. Sin tiempo para detenerse a reflexionar sobre el extraño fenómeno, Wells y Jane corrían en cualquier dirección, con el único propósito de alejarse de los pasos que resonaban en la distancia. Cuando se tropezaron con la escalera que conducía al vestíbulo, la subieron a toda prisa, agradeciéndole a la casualidad que los hubiera sacado de aquella ratonera.
Nada más irrumpir en la planta superior, oyeron unos pasos a la carrera, y de una de las salas laterales emergió con expresión despavorida un joven que vestía el uniforme de los vigilantes del museo. Wells intentó detenerlo para pedirle ayuda, pero el muchacho parecía no estar en sus cabales. Se zafó de un manotazo y continuó corriendo como si le persiguieran todos los demonios del infierno. Wells y Jane intercambiaron una mirada, sin comprender qué podía causar tal pavor en un hombre. Lo único que conocían capaz de hacerlo era la criatura que les perseguía a ellos. Pero se equivocaban.
Primero escucharon sus cánticos. Provenían de la sala de la que había huido el vigilante, y no parecían surgir de gargantas humanas:
Suya es la casa del dolor.
Suya es la mano que crea.
Suya es la mano que hiere.
Suya es la mano que cura.
Suyo es el relámpago…
Wells y Jane se miraron llenos de espanto. Conocían de sobra aquellos estremecedores cánticos, pero era imposible que… Entonces una cofradía de figuras grotescas surgió de la penumbra de la sala. Caminaban con los andares bamboleantes de los tullidos, vestían con harapos y todos, sin excepción, poseían rasgos bestiales: quien encabezaba la comitiva era un hombre de pelaje plateado con aspecto de sátiro, resultado de barajar un mono con una cabra; le seguía una criatura que era una mezcla de hiena y cerdo, y una mujer medio zorra medio osa, y un hombre de rostro ennegrecido con una boca abultada que recordaba vagamente a un hocico… Por suerte, Wells y Jane llegaron a tiempo de fundirse con las sombras de la escalera. Concentrados en sus horrendos cánticos, el pueblo de las bestias se perdió hacia el interior del museo en un tumulto de cabezas imaginativamente astadas, de bocas que rebosaban colmillos, de ojos de pupila rasgada que resplandecían en la penumbra… Wells sacudió la cabeza, entre el asco y la hilaridad. ¿Cómo era posible que el elenco de bestezuelas que él había imaginado en La isla del doctor Moreau acabara de cruzarse con ellos?
No tuvo tiempo de responderse, porque enseguida vieron la silueta de Rhys aparecer al pie de las escaleras. La pareja reanudó la carrera hacia el pórtico de entrada, que por suerte algún vigilante, quizá el mismo que huía de las bestias de Moreau, ya había abierto de par en par. Sin embargo, cuando alcanzaron la puerta no tuvieron más remedio que detenerse. Desde el primer peldaño de la escalinata del museo, Wells y Jane contemplaron, paralizados por el horror, el delirante espectáculo que tenían delante. Por lo visto, alguien debía de haber volcado todas las pesadillas del hombre sobre el barrio de South Kensington. En el cielo, que parecía un entramado de tonalidades azules, violáceas y púrpuras, como si alguien hubiese cosido jirones de distintos cielos, una enorme ave llameante trazaba círculos de fuego. Abajo, un gigantesco perro de tres cabezas y cola de serpiente corría por una de las calles haciendo retumbar el suelo; ante él, tratando de escapar de sus feroces dentelladas, se desperdigaba una multitud despavorida. En el horizonte, a la altura de Chelsea, un enjambre de extrañas máquinas voladoras con hélices asidas a las alas descargaba bombas sobre los edificios, que saltaban en pedazos en una orgía de destrucción. Mientras trataban de asimilar lo que estaban viendo, de Brompton Road llegó al galope una manada de unicornios, que pasó ante sus sobrecogidos ojos en dirección a Cromwell Road como una marea de resplandeciente belleza.
—¡Mira, Bertie! —dijo entonces Jane, señalando hacia una de las calles laterales.
Wells se volvió y vio un trípode marciano, idéntico al que había descrito en La guerra de los mundos, caminando sobre sus patas zancudas mientras disparaba su rayo calórico sobre la gente y los edificios. Le espantó ver a su invención aportando su granito de arena a aquella desquiciada devastación, pero no tuvo tiempo de lamentarse porque un fuerte aleteo les obligó a levantar la cabeza hacia el cielo. En ese instante, un dragón fugado de algún bestiario medieval sobrevoló la hilera de edificios que tenían enfrente, espantando al grupo de hombres murciélago que holgazaneaba sobre los tejados, ajeno a la destrucción que lo rodeaba. Inclinando sus enormes alas membranosas, descendió hasta una calle cercana, obstruida por una columna de carruajes. Sin ningún Perseo o Sigfrido en los alrededores que pudiera hacerle frente, el dragón escupió una llamarada que incendió un coche tras otro, a medida que los sobrevolaba. Sus ocupantes los abandonaron en desbandada, sin saber hacia dónde dirigirse. Un pequeño grupo reparó en que el museo había abierto sus puertas y corrió hacia la escalinata con la intención de refugiarse dentro, pero el dragón comprendió sus intenciones y, con un brusco viraje de alas, pasó sobre ellos rociándolos con una salvaje llamarada. Los desdichados estallaron en llamas ante los horrorizados ojos de Wells y Jane. La bola de fuego había caído tan cerca que la pareja pudo sentir el calor abrasándoles las mejillas. Sobrecogidos, retrocedieron unos pasos hacia el interior del museo. Algunas de las personas alcanzadas por las llamas se desplomaron sobre la escalinata, pero otras lograron traspasar el pórtico, para derrumbarse y retorcerse grotescamente sobre el suelo del vestíbulo, hasta quedar de repente inmóviles. Un nauseabundo hedor a carne quemada se propagó por el aire. Wells y Jane presenciaron la horrible escena espantados, hasta que distinguieron a Rhys cruzando el vestíbulo hacia ellos. Al ver que el dragón obstaculizaba la salida, la pareja volvió a cogerse de la mano y echó a correr hacia una de las salas laterales. Rhys los siguió, dispuesto a matarlos por última vez.
Entretanto, el detective Sherlock Holmes y su archienemigo el profesor Moriarty luchaban a brazo partido en la cima de las cataratas Reichenbach. Aunque vistos desde abajo por ojos inexpertos pudieran parecer una desmañada pareja de baile en el estrecho sendero que recorría el borde de la cascada, los dos hombres intercambiaban golpes dirigidos a los lugares más estratégicos de la anatomía del otro, e intentaban apresar a su oponente con una llave inesperada, haciendo gala de sus conocimientos en las distintas artes de la lucha. En cierto momento, ambos se aferraron con fuerza al cuerpo rival y emprendieron un enérgico forcejeo que les condujo al extremo del precipicio, por el que finalmente se despeñaron. Holmes y Moriarty cayeron a plomo entre las paredes de roca negra y reluciente, consumieron sus más de ochocientos pies de altura en escasos segundos y se hundieron en el profundo abismo donde se estrellaba la larga masa de agua. Un rocío de gotas continuo, semejante a una humareda, surgía de sus dentados bordes, consiguiendo que el aire a su alrededor pareciera compuesto de vidrio irisado. Varias de esas gotas impactaron en el rostro de Arthur Conan Doyle, que se hallaba a los pies de la cascada. Se las secó con el dorso de la mano, sin dejar de contemplar la impresionante catarata, tendida como una gigantesca sábana líquida entre dos edificios de Queen’s Gate.
—Santo cielo… ¡Son las malditas cataratas Reichenbach! —comentó Murray, que se encontraba a su lado—. Y ese era Holmes, y acaba de morir ante nuestros ojos exactamente como en tu relato. ¿Qué demonios significa todo esto?
Doyle no respondió. Todavía estaba impresionado, pues acababa de ver la escena que había imaginado en su mente siete años antes, con un realismo del que la imaginación del hombre nunca sería capaz. Entonces desbarató su inmovilidad y, agarrando a Murray del brazo, lo obligó a seguir corriendo.
—¡Vamos! Eso no importa ahora. Ya pensaremos en ello más adelante… Si es que conseguimos llegar al museo y salvar el mundo, claro.
—¿De verdad crees que todo esto puede detenerse? —preguntó el millonario, jadeando ruidosamente a su lado.
—No lo sé —reconoció Doyle—. Como te he dicho, el agente Clayton tiene un libro que supuestamente contiene la clave. Pero quizá a estas alturas el hombre invisible ya se lo haya arrebatado.
—¿Y qué ha sido de tu brillante plan? —le recordó Murray, denotando un ligero resentimiento en la voz—. Ese para el que no contasteis conmigo…
—Por el amor de Dios… ¡Ya te he dicho que te llamé mil veces! Y precisamente fue tu falta de respuesta lo que me obligó a ir hoy a tu casa… Si me hubiese quedado en la mía, junto a la maldita tetera, ¡ahora estaría participando en esa emboscada, y no habría dejado solo al pobre George!
Doyle se detuvo de repente. Habían llegado a la parte trasera del imponente edificio de estilo neogótico que era el museo, pero en vez de rodearlo, se dirigió hacia una pequeña puerta discretamente oculta en un estrecho callejón. Murray lo siguió con cara de desconcierto.
—Clayton nos entregó a George y a mí un juego de llaves de todas las puertas, para que pudiéramos entrar en el museo incluso cuando estuviera cerrado al público. Creo que esta es una de las que queda más cerca de la cámara —le explicó el escocés, mientras introducía una llave tras otra en la diminuta cerradura, maldiciendo cada vez que se equivocaba.
—Pues podría haberlas etiquetado —comentó Murray—. No quiero resultar agorero, pero percibo una terrible falta de organización en vuestro plan.
—No estás siendo de mucha ayuda, Gilliam —masculló Doyle, hurgando con rabia en la cerradura.
—¿Cómo que no? Te recuerdo que fui yo quien ensartó con una flecha al hombre invisible. ¿No te ofrece eso ninguna garantía?
—Lo haría si trajeras tu ballesta —gruñó Doyle, al mismo tiempo que una de las llaves encajaba en la cerradura y abría al fin la maldita puerta.
Tras ella les esperaba un enmarañado laberinto de pasillos. Doyle se aventuró por uno de ellos con resolución, pero apenas había recorrido la mitad cuando se dio la vuelta, volvió sobre sus pasos y escogió otro con la misma decisión. Murray le siguió, muy poco convencido de que aquel fuera el camino.
—Parece que esa Cámara de las Maravillas es un poco difícil de encontrar… ¿No tienes un plano o algo así? —resopló con ironía—. La Cámara de las Maravillas… ¿Quién demonios pone nombre a esos sitios?
En ese momento, un estrépito proveniente de alguna parte de aquella madeja de pasillos llegó hasta ellos. Doyle se detuvo en seco. Murray chocó con él.
—Maldita sea… —gruñó.
El escocés le ordenó callar y aguzó el oído.
—Parece que tienen problemas —susurró.
Guiándose por el bullicio, cambió el rumbo y se internó por otro pasillo. Murray le siguió, frotándose la nariz dolorida. A medida que avanzaban, el jaleo se incrementaba. Sin embargo, por encima de la sucesión de gritos desesperados y golpes ensordecedores, casi eclipsándolos, predominaba un fuerte silbido de huracán que les resultó familiar. Al fondo del pasillo, distinguieron la puerta de la cámara, abierta de par en par. Corrieron hacia ella y se precipitaron en la habitación sin saber qué iban a encontrarse, pero se detuvieron en cuanto entraron. Un desgarrón en el aire, similar al que había puesto fin al combate entre el capitán Shackleton y los autómatas, había brotado allí dentro, dispuesto a devorar todo cuanto lo rodeaba. Ocupaba casi todo el espacio entre el techo y el suelo, ensanchándose ligeramente en el centro, como el inmenso iris de un reptil gigantesco. Y su temido radio de absorción se extendía irremediablemente, conquistando poco a poco las vastas dimensiones de la cámara. Cerca del agujero, alrededor del cual la realidad ya había empezado a combarse, vieron a algunos policías sujetos a pilas de cajas u otros trastos pesados que el vendaval, al menos de momento, no conseguía arrastrar. Unos metros por delante se encontraba el capitán Sinclair, agarrado con firmeza a una de las columnas de Crookes; la fuerza de absorción tiraba de él con tanto ímpetu que su corpachón se hallaba casi paralelo al suelo. Y finalmente distinguieron al agente Clayton, tirado en el suelo e inconsciente; el vendaval arrastraba su desmadejado cuerpo por el piso, acercándolo peligrosamente a la zona donde la fuerza parecía mayor; si nadie lo impedía, en cuestión de segundos sería absorbido por el desgarrón.
Doyle y Murray intercambiaron una mirada y corrieron hacia él, con la loable intención de cogerlo y arrastrarlo en sentido contrario, pero en cuanto entraron en el radio de absorción, comprendieron que aquello no resultaría tan fácil. Enseguida tiró de ellos una ráfaga de viento, ridícula en comparación con la que había intentado succionarlos en Cromwell Road, pero lo suficientemente poderosa como para hacerles perder el equilibrio. Cayeron al suelo y resbalaron por él como si montaran en un trineo invisible, mientras el cuerpo de Clayton, una vez alcanzada la zona crítica, cobraba una repentina velocidad. El capitán Sinclair se percató de ello y, calculando que su pupilo pasaría muy cerca de él, estiró el brazo izquierdo al máximo y logró asirlo por la mano metálica. Con todo, la fuerza de succión era tan portentosa que se quedó con la prótesis en la mano. Manco e inconsciente, el cuerpo de Clayton continuó su camino hacia el agujero, pero por suerte tropezó con uno de los mástiles de Crookes y quedó momentáneamente enganchado entre sus cables. Doyle, que mientras resbalaba por el suelo había seguido con atención todo lo ocurrido, le gritó a Murray:
—¡Agárrate al capitán! ¡Formemos una cadena!
El millonario, que en aquel momento pasaba junto a Sinclair, estiró los brazos y logró asirse a sus piernas, mientras notaba que una de las manos de Doyle se aferraba como una tenaza a su tobillo izquierdo. Mirando por encima del hombro, vio al escocés agarrar a Clayton por el cuello de la chaqueta en el momento justo en que el vendaval lograba arrancarlo del enredo de cables. Los cuatro hombres permanecieron así, componiendo una especie de serpiente humana en la que Sinclair, agarrado a la columna, era su cabeza, y Clayton, inconsciente y sin mano, era su cola, mientras el agujero tiraba de ellos como si tensase la cuerda de una guitarra.
—¡La columna se está rompiendo! —anunció el capitán Sinclair, para desánimo general.
Un dragón les obstruía la salida… Nunca pensó que su vida fuera a discurrir por derroteros que desembocaran en aquella situación, se dijo Wells mientras huían de la criatura invisible. Pero así había sido. Un dragón les obstruía la salida. Un dragón de otro mundo, de un mundo donde existían los dragones, porque en un universo de infinitos mundos todo era posible. Todo lo que el hombre podía imaginar ya existía en alguna parte, como las leyendas y los cuentos de hadas rebosantes de princesas cautivas, valerosos caballeros y furiosos dragones que escupían fuego. Por eso se habían tropezado con el pueblo de las bestias, y por eso había trípodes marcianos arrasando Londres… Era el fin del mundo, de todos los mundos posibles, de todos los mundos imaginables. Y el libro que apretaba contra su pecho, un libro escrito por su propia mano, contenía la clave para evitarlo, aunque para ellos no fuese más que un galimatías.
Sin dejar de correr, Wells y Jane se adentraron en una de las alas del museo. Se hallaban exhaustos, pero los gruñidos del Villano a sus espaldas les impedían rendirse. Cruzaron la célebre sala de las ballenas, atiborrada de esqueletos y de gigantescas reproducciones de cetáceos, luego una sala donde se exhibían plantas de todo tipo, y finalmente se aventuraron en una habitación llena de fósiles… que no tenía salida. Con la respiración agitada y el rostro bañado en sudor, la pareja se apoyó en la pared del fondo, demasiado agotada para lamentar su suerte. La silueta líquida del Villano entró en la sala, los descubrió recostados contra el muro y se dirigió hacia ellos sin prisas. También él parecía cansado, ansioso por poner fin a aquella larga persecución a través de tantos mundos en la que ellos eran los últimos relevos. La pareja observó a la criatura mientras se acercaba y advirtió que la sustancia azulada había definido casi por completo su figura, aunque todavía le quedaba por colorear algunas zonas, como el brazo izquierdo o parte del tórax. Su rostro, en cambio, estaba terminado, pero le faltaba casi toda la cabeza, por lo que su expresión parecía colgar del aire, como si estuviera pintada en un trapo arrugado. Se detuvo a un par de metros de ellos y suspiró con sincero disgusto.
—¿Era necesaria esta absurda carrera, George? ¿De qué os ha servido? —preguntó teatralmente al aire. Luego contempló con fijeza al escritor un buen rato—: Dame el libro. No tienes otra opción, George. Estáis solos. No puedes hacer nada contra mí.
Rhys le tendió su única mano visible, que parecía esculpida en vidrio. Wells la miró con aire distraído, como si reflexionara. Al cabo, cuando parecía que iba a entregarle el libro, lo apretó aún más contra su pecho, cerró los ojos e inclinó ligeramente la cabeza, como si se dispusiera a orar. Jane observó con espanto la sumisa actitud de su marido. El Villano, por el contrario, contempló divertido aquella postrera extravagancia.
—Bien, como quieras… —dijo con pesar, como si lamentara que las cosas hubiesen sucedido de aquel modo—. Tendré que arrancártelo yo mismo de las manos.
Sin embargo, la criatura tuvo que tragarse su amenaza, porque una vociferante turba de personas surgida de Dios sabía dónde irrumpió en la sala. Eran al menos una docena de hombres, entre los que reconocieron a un conductor de tranvía y a algunos peones camineros.
—¡El hombre invisible! —gritó uno de ellos, señalando la desconcertada silueta del Villano.
Un obrero gigantesco se separó del grupo con un par de zancadas y, soltando imprecaciones, alzó su pala y la descargó brutalmente contra la cabeza aún a medio definir de la criatura. Rhys cayó al suelo y enseguida un puñado de hombres lo rodearon. Su cuerpo empezó a parpadear, pero antes de que pudiera saltar, una furiosa lluvia de puños y patadas cayó sobre él. Si alguien hubiese entrado en la pequeña sala en ese momento, habría pensado que allí dentro se estaba celebrando un partido de rugby excepcionalmente violento. A pesar de que los golpes no dejaban de arreciar, el Villano logró ponerse en pie penosamente, pero el conductor del tranvía lo cogió por el cuello y los hombros y lo arrojó al suelo de nuevo, donde sus compañeros volvieron a patearlo salvajemente. Wells y Jane observaban la escena pegados a la pared, horrorizados ante aquella exhibición de brutalidad. Entonces, cuando se hizo evidente que el Villano no sería capaz de levantarse de nuevo ni de saltar a otro mundo, el escritor tomó la mano de su mujer y la condujo hacia la salida de la habitación sorteando a la multitud, que continuaba concentrada en aquel apaleamiento preciosista. De pronto todos se detuvieron. Desde la entrada, la pareja vio a los hombres retirarse con los puños ensangrentados y las respiraciones jadeantes, y en el centro del círculo que formaban, tendida en el suelo, quedó la figura del Villano.
—Dios, ha sucedido exactamente igual que… —balbució Jane. El desconcierto y el horror no le permitieron acabar la frase.
—Sí, exactamente igual que en el final de El hombre invisible. Rhys ha muerto del mismo modo y en manos de las mismas personas que el demente Griffin.
—Pero ¿cómo es posible?
—Porque yo lo he imaginado —respondió Wells.
Jane le miró sin comprender.
—¿Acaso no reconoces lo que está sucediendo a nuestro alrededor? La isla del doctor Moureau, La guerra de los mundos… Son mis novelas, Jane, pero al parecer también son mundos que existen en alguna parte. Y ahora están colisionando con el nuestro, y noto que, de algún modo, mis creaciones, si es que alguna vez lo fueron, se sienten… atraídas hacia mí.
—Y pensaste que, si te concentrabas, podrías conjurar en esta realidad la escena de la muerte de El hombre invisible —concluyó Jane con admiración.
Wells asintió y ambos observaron el cadáver de Marcus Rhys, el hombre del futuro que tantas veces los había matado. La sustancia ya había dibujado completamente su cuerpo, que se iba volviendo cada vez más denso y opaco. Ahora parecía un hombre normal, de constitución atlética y rasgos duros, un tanto toscos, medio emboscados por una barba espesa y descuidada. Tenía el traje salpicado de manchas de sangre y desgarrado por varios sitios. En su rostro, amoratado por los golpes, había cuajado una expresión de ira y desesperación.
—Ya nada amenaza este libro —dijo Wells.
Pero el fin del mundo seguía adelante. Una vez más, se dirigieron a la carrera a la Cámara de las Maravillas, donde habían tenido que abandonar al agente Clayton, al capitán Sinclair y a sus hombres a merced del agujero. Al cruzar el vestíbulo, evitaron mirar hacia la puerta principal; los gritos y las explosiones que se filtraban desde la calle bastaban para comprender que afuera continuaba aquella desquiciada destrucción. Una vez en los subterráneos del museo, llegaron hasta la cámara guiándose por el aullido de huracán que producía el desgarrón. Se detuvieron en la puerta, pues ya desde el quicio se podía notar aquella extraña fuerza succionadora, que a esas alturas era mucho más potente. Desde allí contemplaron una trenza humana formada por Sinclair y Clayton, a los que en un momento dado se habían añadido Doyle y Murray. La imparable fuerza de absorción del agujero contraía salvajemente la realidad, succionaba cada vez objetos más y más pesados, y tiraba de sus amigos con furia. El único de los agentes que aún no había sido tragado por el desgarrón no pudo aguantar más: sus manos resbalaron del cajón al que estaban sujetas y su cuerpo cayó girando en espiral hacia el interior del ávido agujero. En ese instante, la columna a la que se agarraba el capitán emitió un crujido amenazador.
—¡La columna se está rompiendo! —gritó Sinclair.
—¡Van a morir, Bertie! —exclamó Jane, agarrada al quicio de la puerta, con los faldones del camisón ondeando.
Wells asintió funestamente, y observó con tristeza el libro que acunaba entre las manos.
—Maldita sea, se supone que aquí se encuentra la clave para detener todo esto, pero ninguno de nosotros sabe cómo usarla —exclamó con desesperación.
—Yo no estaría tan seguro, Bertie.
Al principio, le pareció que la que había respondido era la voz de Jane, pero su mujer permanecía a su lado, mirándole implorante y en silencio, en tanto que la voz había surgido de fuera de la Cámara. La pareja se volvió. En mitad del pasillo descubrieron un extraño trío: una anciana diminuta y de aspecto frágil que les observaba dulcemente; a su lado, un tipo larguirucho de cara equina, con el aspecto de un erudito remilgado, y tras ellos, una imponente figura de casi dos metros de alto, envuelta en una larga capa negra y tocada con un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro. Intentando disimular un escalofrío, Wells posó su mirada en la anciana, que se apresuró a tranquilizarle con una sonrisa. Y de pronto recordó todo lo que le había contado el Villano y reconoció aquellos ojos desafiantes e inteligentes.
—Jane…
Ella asintió, y observó con melancolía el libro que Wells tenía en su poder.
—Al final ha llegado a tus manos —dijo con dulzura.
Wells asintió, sacando pecho en un patético intento de parecer digno de aquel tesoro. Después de todo, a él, el último Wells de aquella larga cadena de dobles, era a quien le había correspondido protegerlo con su vida, era él quien había tenido que evitar que el Villano de la historia lo destruyera.
—Es hora de entregarlo a «los que vienen del Otro Lado» —continuó la anciana señalando al caballero atildado, que asintió con gravedad.
Wells se lo entregó con más alivio que solemnidad. El hombre empezó a pasar páginas con dedos ágiles, asintiendo de tanto en tanto. Wells contempló entonces a aquella envejecida versión de Jane, que lo observaba a su vez con una sonrisa melancólica, y sintió un súbito brote de admiración: a pesar de cuanto había tenido que sufrir esa mujer desde que su marido muriese en manos del Villano, jamás se había rendido, y además había conseguido entregar el libro «a aquellos que vienen del Otro Lado».
—Estoy orgulloso de ti, Jane —le dijo devolviéndole la sonrisa—. Y creo que puedo hablar por todos los Wells del universo.
La sonrisa de la anciana se amplió un poco más. Entonces dio un paso hacia él y durante unos instantes estudió con afecto su rostro. Wells comprendió que no estaba sino contemplando al hombre que amaba, al que había visto morir de un tiro en el corazón hacía ya una eternidad. Entonces acercó su cara a la de él. El escritor entrecerró los ojos, creyendo que iba a besarlo, y se preparó para ser el depositario de aquel beso póstumo que, a través de los hilos invisibles que le unían al resto de los Wells, llegaría hasta los labios que le correspondían. Pero no recibió ningún beso. En cambio, sintió cómo la anciana acercaba la frente a la suya, la mantenía apoyada un momento —como si pudiese oír el enjambre de pensamientos que le bullían en la cabeza— y luego la retiraba. Tomó entonces a su gemela de las manos y realizó el mismo solemne gesto con ella. Durante varios segundos, las dos permanecieron en esa posición: una apoyada en la mujer en que se convertiría, la otra apoyada en la mujer que había sido.
En ese momento, el hombre que estudiaba el libro rompió el hechizo lanzando una exclamación de triunfo. Le enseñó una página al Ejecutor, quien asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Su mano tocó la empuñadura de su bastón y esta se iluminó al instante.
—Tenemos que irnos —anunció sin mover los labios—. Yo tengo un multiverso que salvar, y usted un libro que concluir con final feliz.
La anciana asintió, se despidió de ellos con una sonrisa y se colocó ante el Ejecutor, que la envolvió con su capa como un ilusionista. Se produjo una pequeña vibración en el aire, y Wells y Jane se encontraron solos ante el científico. Entonces, un fuerte crujido les hizo volverse hacia el interior de la cámara, a tiempo de ver cómo la columna a la que se agarraba el capitán Sinclair se partía en dos y sus amigos volaban hacia el agujero.
—¡Dios mío…! —exclamó la pareja al unísono.
Pero justo cuando el agente Clayton, que era quien iba a la cabeza de aquella desbandada, estaba a punto de atravesar el desgarrón, el agujero desapareció como si nunca hubiese estado allí, y con él, el vendaval que los arrastraba. Sin nada que los sostuviera en el aire, los cuatro hombres cayeron al suelo, acompañados por una lluvia de objetos. Desde la puerta de la cámara, Wells y Jane suspiraron aliviados. Sus amigos se levantaron entre gemidos de dolor y miraron a su alrededor con desconcierto, incluido Clayton, a quien el golpe parecía haber despabilado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a nadie en particular
Y Jane se volvió hacia su marido con una sonrisa de complicidad y le susurró:
—¿Quieres saber qué ha pasado, Bertie? Has salvado al universo usando tu imaginación.