Para entonces, Murray y Doyle enfilaban Cromwell Road en dirección al Museo de Historia Natural. Habían atravesado un trastornado Kensington, donde las transparencias habían conquistado las calles. Doyle conducía el carruaje a duras penas, tratando de abrirse paso entre la aterrada multitud que corría en todas direcciones e intentando que las criaturas translúcidas que jalonaban el camino no le distrajesen. Murray no ayudaba mucho.
—¿Me creerías si te dijese que acabo de ver a un conejo blanco caminando sobre dos patas, vestido con chaqueta y consultando un reloj? —le dijo con la fascinación que no había dejado de mostrar desde que salieran de su mansión.
—En otras circunstancias, no. Pero en estas creeré cualquier cosa que me digas, Gilliam —gruñó Doyle.
Intentaba concentrarse en la carretera, esquivando los carruajes auténticos que avanzaban en dirección contraria y dejándose atravesar por los translúcidos, que le provocaban un escalofrío, mientras Murray enumeraba las delirantes visiones que les salían al paso como un chiquillo en un safari.
—¡Dios santo, Arthur! ¿Eso era un cíclope?
Doyle le ignoró. Si su intuición se cumplía y la troupe de seres fantásticos que estaba inventariando Murray dejaba de ser un montón de inofensivos espejismos para cobrar carnalidad, tendrían un serio problema. Debían llegar a la Cámara de las Maravillas antes de que eso sucediera, aunque no sabía lo que les esperaba allí. Si la trampa ideada por Clayton había funcionado, se encontrarían con el hombre invisible atrapado por aquel dispositivo encargado al profesor Crookes; también estarían Wells y Jane, y quizá entre todos pudieran hacer algo. Era posible que la criatura supiera cómo usar el libro para detener aquella locura —¿acaso no quería destruirlo precisamente para que nadie pudiera hacerlo?—, y tal vez la convencerían para que les revelara sus secretos. Él sabría cómo vencer sus reticencias si le dejaban un momento a solas con ella: solo necesitaba un pedrusco con el que aplastarle las manos. Y si aquel camino no conducía a ninguna parte, quizá darían con la solución por sí mismos, en una inspiración repentina y comunal. El ser humano daba lo mejor de sí mismo en los momentos más difíciles, y dudaba mucho que existiera un momento más difícil que aquel… Suspiró. ¿A quién quería engañar? Según les había dicho Clayton, los matemáticos más célebres del reino habían estudiado el libro sin lograr descifrar una sola página, así que sus posibilidades de éxito eran ínfimas. Lo más seguro era que murieran con el resto del universo…
A la altura de Marloes Road se encontraron la calle cortada por una barricada de escombros. Doyle detuvo el coche y observó con desánimo aquella barrera que tendrían que remontar a pie. El museo no quedaba demasiado lejos, pero sin duda aquello les retrasaría. Malhumorado, bajó del coche y comenzó a escalar el montículo, seguido por el millonario. Cuando llegaron a la pequeña cima, observaron que el resto de la calle mostraba la misma devastación. Una alfombra de cascotes y pedazos de edificio la cubría hasta donde alcanzaba la vista. Con pasos cautelosos, empezaron a recorrerla.
—Qué extraño —murmuró Doyle, reparando en que los edificios que flanqueaban la calle se hallaban intactos.
¿De dónde provenían entonces aquellos escombros? Daba la impresión de que alguien los hubiera acarreado hasta allí desde algún otro lugar con el único propósito de empedrar con ellos aquel tramo de Cromwell Road. Apenas habían avanzado unos metros cuando, desde la esquina con Gloucester Road, atisbaron el campanario del Big Ben tirado al fondo de la calle como la cabeza cortada de un pescado, aplastando varios edificios. Murray lo contempló con una expresión entre recelosa y nostálgica que al escocés no le pasó desapercibida. Continuaron avanzando entre las pilas de cascotes, y al pasar junto al esqueleto quebrado de una escalera que surgía de entre los escombros, la brisa arrastró hasta ellos una especie de repiqueteo metálico. Ambos se detuvieron y entornaron los ojos. Del humo negruzco que encapotaba el final de la calle vieron surgir unos extraños seres de hierro vagamente humanos, que caminaban hacia ellos con un siniestro bamboleo gracias a lo que parecía un pequeño motor de vapor adosado a su espalda. Cuatro de ellos portaban un trono sobre los hombros, donde descansaba hierático otro de aquellos autómatas, cuya testa de hierro remataba una corona.
—Dios mío… No puede ser —balbució Murray—. ¡Es Salomón!
Doyle no dijo nada. Estaba demasiado asombrado para poder hablar. Entonces Murray avanzó hacia el cortejo con los brazos abiertos, como si quisiera darles la bienvenida.
—¡No puedo creerlo! —gritaba—. ¡No puedo creerlo!
Al ver a aquel humano dirigirse hacia ellos, la comitiva detuvo su avance. El autómata que encabezaba el desfile se adelantó un paso y desplegó las compuertas de su pecho, del que surgió una especie de cañón minúsculo; acto seguido, abrió fuego sobre Murray. El disparo le rozó el hombro, arrancándole un grito de dolor. Sorprendido de que las transparencias hubiesen dejado de resultar inofensivas, contempló cómo el autómata se preparaba para efectuar un segundo disparo. Paralizado, solo acertó a esgrimir una sonrisa de desconcierto, antes de que Doyle cayera sobre él arrojándolo al suelo. El disparo del autómata hendió el aire allí donde un segundo antes había estado su cabeza.
—¡Me han herido, Arthur! —gruñó Murray, más indignado que dolorido.
Todavía tumbado sobre él, el escocés echó una mirada valorativa a la herida del hombro.
—Apenas te ha rozado, Gilliam, no te preocupes —dictaminó.
Luego clavó los ojos en la comitiva. Dos de los autómatas, el que había disparado y uno de sus compañeros, caminaban hacia ellos lentamente, con aquel inquietante bamboleo de niños ebrios, mientras les apuntaban con las armas que salían de su pecho.
—¡Van a ejecutarnos! —maldijo Doyle, que ya había calculado que no dispondrían de tiempo para levantarse y emprender la huida.
Apretó los dientes y dedicó una mirada de desprecio a sus verdugos, mientras Murray componía una mueca de terror. Aún no habían disparado los autómatas cuando una sombra saltó por encima de sus cabezas. Desde su ángulo, casi a ras del suelo, Doyle y Murray vieron dos botas negras con sujeciones de bronce clavándose en la tierra. La silueta se había interpuesto entre ellos y sus verdugos, por lo que la veían de espaldas, pero aun así resultaba una figura imponente. Fuera quien fuese, estaba envainado con una intrincada armadura jalonada de remaches y rematada en un complicado yelmo que solo dejaba al descubierto su poderoso mentón. Con un elegante movimiento, el desconocido desenvainó la espada que llevaba colgada del cinto. Se oyó un silbido metálico y a continuación la cabeza de uno de los autómatas rodó por la tierra. Doyle aprovechó para erguirse y ayudar a levantarse a Murray, que se cubría la herida del hombro con una mano mientras observaba los mandobles con los que su salvador arremetía contra el otro autómata.
—¡Es el bravo capitán Shackleton! —Rió nerviosamente—. Pero… ¿cómo es posible?
—¡Ahora es real! ¡Todos son reales! ¡Sus armas son reales! —exclamó Doyle agarrando del brazo al millonario—. ¡Tenemos que escondernos!
Tiró de Murray hacia un peñasco enorme donde resguardarse. Consiguieron llegar a él justo en el instante en que, a una orden de su capitán, cuatro soldados surgían de debajo de los escombros, cercando a los desconcertados autómatas, y abrían fuego al unísono. Parapetados tras el pedrusco, Doyle y Murray observaban atónitos cómo se desarrollaba la refriega, cuando de repente, unos metros más allá, el aire pareció desgarrarse como un lienzo que recibe una cuchillada. El tajo vino acompañado de un crujido ensordecedor que les agujereó los tímpanos. Sobrecogidos ante aquella especie de bramido monstruoso, los autómatas y Shackleton detuvieron el combate. Entonces, emitiendo un silbido de huracán igual de atronador, el agujero empezó a absorber cuanto lo rodeaba. La realidad circundante se contrajo como un mantel que se arruga. Los pesados autómatas vibraron unos segundos, hasta que una fuerza succionadora los desclavó del suelo y los arrastró hacia el desgarrón; luego aspiró al capitán. Boquiabiertos, Doyle y Murray los vieron desaparecer en su interior, donde latía una negrura absoluta, ancestral. Desde su escondite, creyeron estar contemplando la oscuridad primera, o más exactamente, lo que existía antes de la creación de la oscuridad, antes de que ningún Dios hubiese salido aún al escenario para adornar el mundo. En el interior del agujero les aguardaba la nada, la no existencia, aquello que había antes del principio y para lo que nadie había inventado un nombre. Entonces el trono de Salomón fue arrancado del suelo de un brusco tirón, y lo vieron atravesar el orificio. A continuación, los pedazos de escombros que se hallaban entre ellos y el agujero empezaron a ser absorbidos a medida que se expandía su radio de acción, como una ola extendiéndose por la orilla. El aire, y la realidad pintada en él, se crispaba en infinitos pliegues alrededor de la abertura. Poco después, el enorme peñasco tras el que se ocultaban comenzó a vibrar.
—¡Dios mío! —exclamó Doyle—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Echaron a correr en dirección contraria, justo por donde habían venido, pero enseguida sintieron que la fuerza de absorción del agujero tiraba de ellos y combaba la realidad a su espalda, como si quisiera formar un cartucho con ella. Doyle lanzó un bufido de desesperación. Correr era como subir una cuesta demasiado empinada o como nadar en un océano embravecido. Cada zancada les costaba un esfuerzo titánico y tenían la sensación de avanzar cada vez menos.
—¡No lo lograremos! —maldijo Murray con voz ahogada.
Avanzaba con las mandíbulas bien apretadas, el rostro colorado y el cuerpo inclinado hacia delante. Doyle comprendió que tenía razón. La ávida boca que era el agujero no tardaría en engullirlos. En cuestión de segundos serían arrancados de aquel suelo cada vez más cóncavo para seguir al capitán y a los autómatas al interior del orificio, donde les esperaba aquella negrura que les aniquilaría la razón y les quemaría el alma. Con un gran esfuerzo, el escocés giró el cuello hacia su derecha y descubrió que se hallaban a escasos metros del cruce con Gloucester Road.
—¡Sígueme, Gilliam! —le gritó al millonario, cambiando de rumbo.
Murray obedeció; también él había comprendido que si conseguían desviarse hacia la calle lateral, quizá se libraran de aquella fuerza que convertía cada uno de sus movimientos en un doloroso suplicio. Caminando como si estuvieran enterrados hasta la cintura en arenas movedizas, y rezando para que no les golpearan los pequeños cascotes que la terrible fuerza de absorción transformaba en letales proyectiles, acortaron metros dolorosamente, hasta que alcanzaron la bifurcación. Una vez allí, notaron que podían moverse con mayor libertad, pues ya no daba la impresión de que caminaran enfundados en una armadura de plomo. En cuanto lograron salir del radio de absorción, se derrumbaron agotados.
Desde la relativa seguridad de Gloucester Road, observaron cómo el gigantesco peñasco que les había servido de escudo era arrancado del suelo y volaba hacia el agujero, por donde el mundo parecía estar cayendo en remolino. El edificio que se hallaba en la esquina entre aquella calle y Cromwell Road empezó a curvarse poco a poco, delatando que la extraña brecha no solo estaba absorbiendo la realidad que tenía delante, sino que su poder se extendía formando un semicírculo donde el mundo se volvía un tapiz ondulante de bultos y hondonadas. Pronto aquella calle tampoco sería segura.
—¿Qué demonios está pasando? —exclamó el millonario cuando logró recuperar el resuello.
Doyle dejó escapar un suspiro desolado y respondió:
—Supongo que estamos asistiendo al principio del fin.