Capítulo 36

En ese mismo instante, el profesor Ramsey, la señora Lansbury y el Ejecutor 2087V salían a la calle, que se había transformado en un hervidero de gente corriendo en todas direcciones presa del pánico. Les bastó una mirada para comprender de qué huían. Al fondo de la avenida, la catedral de Saint Paul parecía enterrada bajo incontables velos de gasa. Ramsey supuso que sobre ella se estaban superponiendo otras catedrales de otros Londres paralelos. Cuanto había ocupado aquel espacio a lo largo de los siglos volvía a llenarlo en aquel instante, produciendo la ilusión de que una crisálida resplandeciente envolvía la catedral, que se había transformado en un edificio de contornos turbios, múltiples. Al profesor le pareció distinguir entre todas aquellas capas la antigua catedral medieval de estilo neoclásico que había sido pasto de las llamas en 1666, e incluso la pequeña iglesia de madera erigida en el año 604, que tenía el honor de haber sido la primera iglesia de Inglaterra. Aquel efecto empezó a contagiarse a los edificios colindantes, que desaparecían poco a poco bajo aquel crespón nebuloso. Entre la multitud que corría despavorida también distinguió a varias personas y carruajes translúcidos, fugados de otra realidad, que se cruzaban con sus dobles en aquella huida enloquecida. Ramsey lanzó un suspiro. No había tiempo que perder.

—Debemos dirigirnos lo antes posible a Great George Street —anunció mirando al Ejecutor—, donde se encuentran las oficinas de Scotland Yard.

—Pues me temo que tendremos que hacerlo al modo tradicional, profesor. Si nos transportamos a otro mundo, dudo que mi bastón pueda calcular correctamente las coordenadas de vuelta, con todos los universos colisionando.

—Comprendo —dijo Ramsey con resignación—, aunque te aseguro que aún nos resultará más difícil encontrar un carruaje libre en Londres, y más en estas circunstancias.

Decidieron echar a andar calle abajo, en dirección al Támesis, con la esperanza de dar con algún medio de transporte que les eximiera de la larga caminata. Ramsey le había ofrecido el brazo a la anciana y ambos caminaban muy juntos. El Ejecutor cerraba la comitiva, como un alto ciprés despuntando entre achaparrados riscos. En medio de aquel caos, nadie les prestaba atención. Al poco, en la siguiente calle, que se hallaba sorprendentemente desierta, distinguieron a un cochero que desde el pescante de su carruaje contemplaba hipnotizado una figura transparente que caminaba hacia él con pasos renqueantes.

—¡Eh, oiga, necesitamos un carruaje! —gritó Ramsey al verlo.

Su voz alertó al cochero, que apartó al fin la vista de la aparición para dedicarles una mirada inexpresiva.

—¿Podría llevarnos a Great George Street?

El hombre asintió silenciosamente, sin considerarlo siquiera unos segundos, como si supiera que continuar con su rutina era lo único capaz de evitar que el delirio que estaba presenciando resquebrajara su cordura. El Ejecutor disminuyó sus constantes vitales para no alterar a los caballos y subió al carruaje junto a la anciana. Ramsey, sin embargo, se demoró unos segundos para observar más de cerca la borrosa figura que estaba a punto de pasar junto a ellos. Por su aspecto, se diría que la criatura estaba hecha con piezas de cadáveres remendadas. Cuando estuvo a su altura, el profesor encaró la aterradora oscuridad de sus ojos, donde creyó distinguir la chispa de un relámpago. Luego estiró una mano hacia su rostro surcado de costurones, y vio cómo lo atravesaba y salía por su nuca. Se echó a un lado antes de que la figura pasara a través de él y la contempló mientras seguía su camino con andares bamboleantes.

—Fascinante… —susurró estudiándose la mano que había atravesado el cerebro del monstruo.

Subió al carruaje y le dio al cochero la orden de partir. El látigo restalló en el aire y pronto se encontraron bordeando el río por el Victoria Embankment. Durante el recorrido hacia su destino, vieron hileras de edificios revestidos de aquella costra translúcida, y riadas de espectros resplandecientes corriendo de un lado a otro. A la altura de la Aguja de Cleopatra, sobre las aguas del Támesis, Ramsey contempló una escena presumiblemente de la batalla de Lepanto, en la que una fragata de la Liga Santa era embestida por una galera turca. Un grupo de curiosos observaba embelesado aquella batalla sobre la que tanto habían leído en la Enciclopedia Británica.

Cuando el carruaje llegó a Great George Street, Ramsey tenía la sensación de haber atravesado la mente de un loco. Bajaron del coche y se dirigieron a las oficinas de Scotland Yard, donde descubrieron que reinaba el mismo caos que en las calles: los agentes deambulaban a la deriva y se gritaban órdenes contradictorias, como hormigas en un hormiguero que se inunda. En tales circunstancias, nadie prestó la más mínima atención al extraño trío formado por el profesor, la señora Lansbury y el Ejecutor 2087V.

Ramsey se tomó unos momentos para evaluar la situación, e iba a ordenarle al Ejecutor que detuviera a alguno de los policías que pasaban a su lado, cuando de repente un agente pálido y escuchimizado se dirigió hacia él caminando con diligencia, hasta que su barbilla chocó contra el pecho del Ejecutor, que no pareció acusar el golpe. El joven lo miró desconcertado, frotándose la barbilla dolorida con la mano.

—Eh… me temo que nuestro amigo no es ninguna aparición, agente —dijo Ramsey.

El joven observó con curiosidad al profesor y a la anciana, y a continuación alzó la cabeza hacia el Ejecutor, tratando de distinguir su rostro, que el ala del sombrero mantenía en sombras.

—¿Y qué es? —inquirió con suspicacia.

—Es… extranjero —respondió Ramsey.

—Ya —dijo el agente sin disimular su recelo, y se dirigió a Ramsey, cuyo aspecto era mucho menos inquietante—: ¿Y a qué han venido? ¿Qué extraño prodigio han visto? Les aseguro que ya hemos recibido toda clase de avisos. —Para demostrarlo, agitó los papeles que llevaba en la mano—. Todo el mundo está tropezándose con los personajes de las novelas, los mitos o los cuentos infantiles. —Consultó rápidamente sus notas—. Alguien ha visto el Nautilus del capitán Nemo emergiendo del Támesis, y una señora dice que en el patio de su casa hay un león con cara de hombre y cola de escorpión. Que yo sepa, ¡eso es una mantícora! También hay un puñado de criaturas que no logramos identificar. ¿Conocen alguna historia sobre un gorila gigante? Nos han avisado de que hay uno encaramado al Big Ben…

En ese momento, una copia fantasmal del agente pasó junto a ellos agitando también un mazo de papeles, y atravesó a su doble sin inmutarse. El agente elevó los ojos al cielo, desesperado.

—Otra vez… ¡Es imposible trabajar así!

—Joven, por favor —le interrumpió la vocecita dulce de la anciana antes de que reanudara su discurso—, hemos venido a buscar al agente especial Cornelius Clayton. ¿Podría indicarnos dónde está?

El agente la observó con sorpresa.

—¡Eso quisiera saber yo, señora! —exclamó—. ¡El agente Clayton se ha pasado media vida persiguiendo criaturas mágicas, y justo el día en que todas esas cosas deciden organizar una fiesta, parece que se lo hubiera tragado la tierra!

—¡Agente Garrett! —lo llamó alguien desde el otro lado de la gran sala.

—¡Enseguida voy! —respondió el joven. Y volviéndose hacia la anciana, añadió—: Lo siento, pero no sé dónde está Clayton, ni siquiera el capitán Sinclair. En realidad, no queda nadie de la maldita División Especial. ¡Todos han desaparecido! Ahora, si me disculpan… —Acudió junto al policía que lo había reclamado.

—Me temo que va a ser difícil encontrarlo —dijo la anciana con desolación.

—Mmm… Quizá haya un modo —reflexionó Ramsey—. Busquemos un poco de intimidad.

Abrió una puerta cercana, vieron que daba a un despacho vacío, y allí se refugiaron. Tras atrancar la puerta con una silla para que no les molestara nadie, al menos nadie de aquel mundo, Ramsey se dirigió al Ejecutor:

—El agente especial Cornelius Clayton es un saltador mental —le dijo.

Si eso fue una revelación para el Ejecutor o una simple constatación, nadie habría podido distinguirlo.

—¿Qué es un saltador mental, profesor? —preguntó la anciana.

—Un sujeto infectado por el virus que, por alguna razón que desconocemos, no es capaz de completar el salto físicamente, sino solo con la mente —le explicó Ramsey—. Hasta el momento, el Clayton de este mundo es el único saltador mental que hemos localizado. No hemos detectado ningún otro caso como el suyo, ni siquiera sus gemelos. La mayor parte de los Clayton, incluidos aquellos a quienes mordió la criatura de la que tuvo la desdicha de enamorarse, tan solo padecen la enfermedad de la narcolepsia, pero ese mal no guarda ninguna relación con el incidente en el que perdieron la mano. A algunos la enfermedad se les desarrolla antes que a otros, y otros mueren sin que jamás se les presente… Sin embargo, en el Clayton de nuestro mundo, la eclosión de la enfermedad coincidió justo con el ataque de la saltadora natural. Y por causas que todavía no comprendemos, tal vez el poderío de sus sentimientos, o quizá alguna otra singularidad de este sujeto en concreto, su mente utiliza la enfermedad para volar hacia su amada. Como le he dicho, se ha convertido en un saltador mental. Cada vez que viaja, su cuerpo se queda aquí, tirado en cualquier parte como una cáscara vacía, pero su mente corre hasta ella. Y se da la circunstancia de que su rastro es el más luminoso de todos. Nuestros Ejecutores nunca le han perseguido porque resulta inofensivo, ya que no produce ninguna alteración en el tejido del multiverso, pero conocen su rastro perfectamente. Es como un relámpago dorado y brillante… —Adoptó una expresión soñadora—. Son las moléculas de la imaginación, de la capacidad de soñar…, esas cualidades que hacen tan especial este multiverso, y que tal vez sean su única esperanza de salvación. ¡Al fin y al cabo, fue gracias a la sangre de este saltador mental que conseguimos sintetizar una vacuna efectiva! Y su don, señora Lansbury, podría servirnos ahora para localizarlo, y encontrar así el libro de su marido. ¿Crees que eso sería posible, 2087V?

—Siento esperanza —murmuró el Ejecutor sin mover los labios—. Su estela es muy nítida y poderosa. Es posible que, a pesar del Caos, pudiera seguirla hasta el mundo al que vuela, y después, antes de que desapareciera, regresar sobre ella, hasta donde se encontrara tirado el cuerpo del agente.

—Bien, entonces solo necesitamos que Clayton sufra uno de sus frecuentes desmayos, aunque no tenemos ninguna garantía de que eso vaya a suceder antes de que el universo…

—Perdone, profesor Ramsey —intervino la anciana con el rostro iluminado de entusiasmo—. ¿He oído bien? ¿Ha dicho que habían encontrado una vacuna efectiva?

—Así es. Aunque ahora ya no nos hará falta: gracias al mapa de su marido, podríamos llegar un minuto antes del contagio cero, y simplemente evitarlo…

—¡Y utilizar la vacuna con Newton! —le interrumpió la anciana con expresión suplicante—. Así no será preciso sacrificarlo, ¿no es cierto?

Ramsey sonrió con indulgencia.

—Podría intentarse… —respondió cauteloso—. Es cierto que el suero es efectivo, pero debe comprender, señora Lansbury, que ante el más mínimo indicio de la presencia del virus en el organismo del animal… En fin, no podríamos arriesgarnos a que todo volviera a comenzar.

—Oh, por supuesto, me hago cargo… pero sería un final tan bonito para mi libro —dijo la anciana, y luego se dirigió al Ejecutor—: Y usted podría dejarme junto a mi querido Newton en algún mundo apacible donde pudiera terminarlo con calma. —El Ejecutor asintió imperceptiblemente—. Bien, ¿a qué esperamos? Tenemos que localizar al agente del corazón roto.

Ramsey le pidió al Ejecutor que procediera. Este se colocó en el centro del pequeño despacho, esperó a que el profesor bajara la persiana de la ventana y enarboló el bastón por encima de su cabeza, con la gravedad con la que un rey mostraría su cetro ante sus súbditos. Instantes después, un ligero chisporroteo de luz azulada recorrió el bastón de un extremo a otro, cada vez más intenso, hasta que aquel resplandor añil empezó a conquistar la oscuridad que lo rodeaba, extendiéndose por la habitación palmo a palmo, como un papel que se desdobla, atrapando a todos en su interior. A continuación, cuando había ocupado casi la totalidad del despacho, unas líneas rojizas despuntaron en su superficie y se propagaron como un entramado de venas, dibujando la geografía del multiverso. Antes del día del Caos, aquellos trazos carmesíes, que representaban cada uno de los infinitos mundos que existían, habían estado dispuestos paralelamente, como las cuerdas de un arpa. En cambio, ahora ondulaban y se inclinaban hacia los trazos vecinos, tocándose en algunos puntos, o incluso se enroscaban o fusionaban con ellos, provocando continuos estallidos y desgarrones violáceos en la lisa superficie azulada que semejaba el tejido universal. Aquel caótico enredo de líneas ilustraba fielmente lo que estaba ocurriendo fuera, era un esquema de la devastación, un cáncer de bellas tonalidades. Con todo, entre la madeja de trazos se distinguían docenas de estelas verdosas que saltaban de una línea a otra y luego a otra, uniéndolas como los cordones de un corsé. Eran los cronotémicos, que brincaban despavoridos entre mundos, creyendo que así podrían huir de aquel caos salvaje y repentino. Pero el Caos era inexorable. No se podía escapar de él. Y lo único que los cronotémicos conseguían con sus alocados brincos era perforar aún más el castigado tapiz de la existencia.

—Este es el auténtico mapa del caos —susurró la anciana.

Ramsey asintió casi con reverencia.

—Y si el agente Clayton se durmiera ahora mismo, en alguna parte de él aparecería una estela dorada —le explicó, señalando con la mano aquella hermosa bruma de luces y colores que sin embargo reflejaba el mayor cataclismo que el universo presenciaría jamás.

—Entonces solo nos queda esperar —dijo la señora Lansbury—. Ojalá se duerma pronto…