Mientras el Villano visitaba a Clayton en la Cámara de las Maravillas, en un invernadero construido a imagen y semejanza del Taj Mahal, el famoso escritor Arthur Conan Doyle asistía a la peor defensa que había oído en toda su vida.
—Si de algo soy culpable, Arthur, es de hacerles soñar —estaba diciéndole el millonario—. Y los sueños son necesarios. ¡Son el reconstituyente de la humanidad!
—¿«Hacerles soñar»? ¿Así lo llamarías? —preguntó con incredulidad el escocés, dejando que su vozarrón retumbara en el espacio vacío del invernadero.
—Tú hiciste lo mismo con Sherlock Holmes —se defendió Murray—. Les diste a tus lectores el bálsamo que necesitaban para sobrellevar su miserable existencia. ¡Y luego se lo arrebataste!
—Holmes era un maldito personaje de ficción —protestó Doyle, cada vez más irritado—. En ningún momento lo presenté como un personaje real.
El millonario dejó escapar un bufido y probó a cambiar de táctica.
—Es cierto. Pero ¿y el Gran Ankoma? ¿Acaso George y tú no me lo presentasteis como un médium auténtico capaz de ponerme en contacto con Emma?
—El fin de esa mentira era salvarte la vida, por eso decidí participar en ella: pensábamos que si te tragabas aquella farsa, abandonarías la idea del suicidio. En cambio, el propósito de Viajes Temporales Murray era bien distinto. ¡Y yo te defendí, maldita sea! ¡Escribí docenas de artículos defendiéndote!
—¿Y no te lo agradecí en su momento? De todos modos, ¿qué culpa tengo yo de que creas en cualquier cosa?
—¡Yo no creo en cualquier cosa! —rugió Doyle, fuera de sí.
Murray alzó la cabeza, pero antes de que pudiera soltar la carcajada que ya le trepaba por la garganta, un punto en el cielo llamó su atención. Entrecerró los ojos para tratar de enfocarlo. Su boca se fue abriendo en un gesto de estupor a medida que la silueta tomaba forma. Cuando descubrió de qué se trataba, apenas pudo farfullar con voz estrangulada:
—¿Y si te dijera que en estos momentos un pterodáctilo va a pasar por encima de nuestras cabezas?
—¿Un pterodáctilo? ¡Por el amor de Dios, Gilliam! —exclamó indignado Doyle—. ¡Por quién me tomas! ¡Claro que no me lo creería!
Apenas había terminado de hablar cuando un sonido como de sábanas azotadas por un vendaval empezó a oírse cada vez más cerca. Un segundo después, el día se nubló de repente y una inmensa sombra pasó sobre ellos. Sorprendido, Doyle levantó la cabeza y, a través del techo del invernadero, contempló con el mismo pasmo que Murray cómo un enorme pterodáctilo cruzaba el cielo. Era idéntico a las reconstrucciones que había visto en los grabados: tenía el cráneo estrecho, una mandíbula picuda sembrada de dientes y las alas desplegadas, de un gris verdoso, debían de medir casi dos metros. Cuando el animal desapareció en el horizonte, Doyle preguntó con voz temblorosa:
—¿Cómo demonios has hecho eso?
Murray se encogió de hombros, lívido y demudado.
—¿Me creerías si te dijera que no tengo nada que ver?
Doyle perfeccionó aún más su pasmo. Entonces… ¿el bicho que acababa de cruzar el cielo era real? ¿Habían visto pasar sobre su cabeza a un reptil volador extinguido hacía millones de años? En aquel preciso instante, ambos repararon en un sonido que ni su acalorada discusión ni el posterior batir de las alas del animal les había permitido oír: el histérico tintineo de cientos de campanillas. Salieron a toda prisa del invernadero y se encontraron con Elmer, que acudía a buscarles a todo correr.
—¡Señor Gilmore! —gritó el mayordomo cuando llegó hasta ellos—. Los espejos… los criados… cosas imposibles… centauros… dragones.
—Mi fiel Elmer, ¿te importaría ordenar tus palabras en frases que tengan sentido? —le recomendó el millonario con paciencia—. De lo contrario, ni el señor Doyle ni yo podremos entenderte.
—Eh… Lo siento, señor —se disculpó el mayordomo, tratando de recuperar la fría flema propia de su gremio—. Intentaré ordenarlas, pero me temo que seguirán sin tener sentido. Verá, los criados acaban de informarme que los espejos han dejado de reflejar eh… la realidad.
—¿De veras? ¿Y qué reflejan ahora? —inquirió Murray.
—Bueno…, no sabría decirle, señor. Los criados no se ponen de acuerdo. Billy, el chico de las caballerizas, asegura que su espejo está reflejando a un caballero que lucha contra un dragón; la señora Fisher, la cocinera, dice haber visto a un grupo de niños con patas de cabra tocando la flauta; Ned, mi ayudante, a un hombre con cabeza de halcón; la señora Donner, el ama de llaves, dice que ha visto un campo nevado por donde se desplazaba un siniestro vehículo de hierro que vomitaba fuego por un enorme tubo…
Murray y Doyle intercambiaron una mirada y luego se precipitaron hacia el círculo de espejos. Una vez allí, comprobaron que lo que contaban los criados era cierto. Ninguno de los espejos reflejaba la prosaica realidad que tenían delante. Todos parecían soñar con otros mundos, a cada cual más increíble.
—Dios mío… —susurró Murray. Se volvió hacia su mayordomo y le ordenó—: Elmer, regresa a la casa e intenta tranquilizar a los criados.
—¿Que tranquilice a los criados? ¡Claro…! Descuide, señor… —ironizó el mayordomo, y partió a cumplir con su sencillo cometido.
Murray y Doyle estudiaron entonces con mayor detenimiento la colección de prodigios que mostraban los espejos, y pronto vieron que aquel delirio no se limitaba a los azogues. Fuera del círculo, unos árboles translúcidos se habían materializado sobre la hierba, a unos metros de donde se encontraban. Emitían un ligero resplandor, como si la luz los atravesara.
—¿Qué demonios está pasando, Arthur? —exclamó Murray—. Yo mandé talar esos árboles cuando compré la casa.
—Pues en algún otro mundo decidiste dejarlos ahí —reflexionó el escocés. Luego miró atónito hacia el horizonte, donde gravitaban un par de lunas rojizas—. Dios santo… da la impresión de que los infinitos mundos del universo están acercándose, incluso superponiéndose… ¿Será este el fin del mundo que anunció la anciana?
—¿Qué anciana? —preguntó con curiosidad el millonario.
—¿Cómo que qué anciana? —se desesperó Doyle—. ¡La anciana que le entregó el libro al agente Clayton! ¡Maldita sea, Gilliam, no te has enterado de nada de lo que te he contado! Cuando fuimos a verle, Clayton nos dijo que…
Pero Murray ya no le escuchaba. Uno de los espejos había llamado su atención. Su cristal se había empañado de repente, convirtiéndose en una especie de niebla plateada y brillante que enseguida desapareció y desveló el dormitorio de una casa, donde una mujer llenaba apresuradamente una maleta mientras un hombre miraba con espanto por el ventanal. Murray se acercó a al espejo con cautela y se inclinó sobre él.
—Conozco a esas personas —balbució un tanto sorprendido—. Son el señor y la señora Harlow, los padres de Emma.
Doyle observó la imagen por encima de su hombro. A juzgar por el rostro espantado del individuo que miraba por la ventana, el fin del mundo, o lo que demonios fuese, también había comenzado allí. Sus voces le llegaban distorsionadas pero audibles.
—¿Qué está ocurriendo, querido? —preguntó la mujer mientras cogía más ropa del armario.
El hombre tardó en responder, como si le costara darle un sentido a lo que estaba viendo.
—Creo que… están atacando Nueva York —respondió al fin con voz sombría.
—Dios mío… Pero ¿quiénes?
—No lo sé, Catherine —dudó el hombre—. Los edificios se están… emborronando. Y nuestro jardín… Oh, Dios, es como si alguien estuviese dibujando otro jardín encima.
La mujer lo miró tratando de comprender sus palabras, y gritó:
—¡Emma, si ya has terminado con tu equipaje, ven a ayudarme!
Doyle advirtió que el millonario se encogía, al tiempo que Emma entraba en la habitación.
—Dios mío… —susurró Murray.
La muchacha empezó a ayudar a su madre a meter en la maleta toda la ropa que estaba expoliando del armario, y de tanto en tanto lanzaba miradas preocupadas a su padre, que continuaba hipnotizado ante el espectáculo que se ofrecía tras la ventana. Emma vestía de negro, como la primera vez que la habían visto, y su rostro seguía mostrando los estragos del dolor.
—¿Crees que es necesario que nos llevemos todo esto, madre? ¿Y adónde demonios se supone que vamos? —la oyeron quejarse.
—A las alcantarillas, como están haciendo los Britton —respondió su padre sin mirarla—. Allí estaremos a salvo.
Murray tomó aire, se aclaró la garganta y la llamó:
—¡Emma!
Y su voz debió de llegar hasta ella, pues la muchacha alzó la cabeza de inmediato, se volvió muy despacio —al parecer, hacia el espejo de la habitación— y se quedó boquiabierta. Sus padres miraron hacia el mismo punto, llenos de perplejidad. Nadie dijo ni hizo nada. Al cabo de unos segundos, la muchacha caminó lentamente hacia el azogue. Murray la observó acercarse a él con pasos temblorosos y el rostro recorrido por una confusa oleada de sentimientos. Cuando al fin llegó hasta él, ambos se miraron a los ojos.
—Monty… —susurró ella con voz nebulosa—. Sabía que volverías, lo sabía…
—Sí —respondió Murray entre el llanto y la risa—. Siempre vuelvo, ya lo sabes, aunque a veces llegue tarde.
—¡Y ahora puedo oírte! —dijo Emma con el entusiasmo de una niña.
—Pues escucha esto: te amo y nunca dejaré de hacerlo.
Ella sonrió feliz conteniendo las lágrimas, mientras apoyaba las manos en la superficie del espejo. Murray la imitó, pero tampoco esta vez pudieron tocar la piel del otro. Una mueca de resignación contrajo el rostro de ambos. Estaban tan cerca que podrían abrazarse, y sin embargo volvían a estar encerrados en prisiones gemelas.
—Siento lo que pasó —le dijo ella con la voz estrangulada por el llanto—. Si no hubiese insistido en conducir, como una niña caprichosa…, ahora estarías vivo.
Murray negó con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. ¿En serio pensaba eso Emma? ¿Que él era el espíritu de un muerto al que le encantaba aparecérsele en los espejos? Durante un instante barajó la posibilidad de sacarla de su error, de explicarle que estaba vivo, aunque era un Gilliam diferente, que había visto morir a una Emma diferente. Pero desechó la idea. Probablemente aquello la desconcertaría demasiado, y no había tiempo para largas explicaciones. Si no te hubiera dejado conducir, pensó mientras le sonreía con dulzura, serías tú quien habría muerto.
—¿Dónde estás? —oyó preguntar entonces a Emma.
El millonario dejó escapar un suspiro.
—A mundos de distancia —respondió—. Pero iré a por ti, te lo prometo. Encontraré el modo de llegar hasta tu mundo.
—El mundo entero se reduce a la distancia exacta que nos separa —susurró ella.
El padre de Emma se acercó al espejo.
—¿Qué está pasando, Montgomery? ¿Puedes ayudarnos?
Antes de que Murray pudiera responder, la visión comenzó a desvanecerse. Las figuras de Emma y de su padre se diluyeron poco a poco, y otra imagen fue conquistando el espejo. Parecía la sala del trono de un castillo, y estaba ardiendo. Murray y Doyle vieron dos tronos vacíos sobre una tarima, que se consumían envueltos en llamas al tiempo que la muchacha se volvía borrosa.
—¡Emma!
—¡Ven a buscarme! —gritó ella, antes de que su figura se desvaneciera por completo.
—¡Lo haré, Emma! ¡Te lo prometo! —gritó Murray—. ¡Para mí no hay nada imposible!
Pero sus palabras apenas se oyeron por encima del crepitar del fuego que asolaba el castillo. Murray lanzó una maldición y cerró los puños, dispuesto a golpear el espejo que ahora se burlaba de él mostrándole un estúpido castillo en llamas, pero Doyle posó una mano en su hombro.
—Tenemos que irnos, Gilliam.
—¿Irnos? ¿Adónde? —preguntó confuso el millonario.
—Escúchame bien. —El escocés se puso frente a él y le miró directamente a los ojos—. Si quieres volver a ver a Emma, tendrás que confiar en mí. ¡Hay que salvar el mundo! Y sé dónde se esconde la clave para hacerlo…
—¿La clave? Pero ¿de qué demonios…?
Sin dejarle acabar, Doyle le tomó del brazo, lo arrastró fuera del círculo y le ordenó que corriera hacia la mansión, al mismo tiempo que él emprendía la carrera. Murray lanzó un bufido y lo siguió a través de los jardines, donde las docenas de espejos que Murray había repartido allí comenzaron a estallar uno tras otro. Como apedreados por proyectiles invisibles, saltaban hechos añicos sembrando el aire de cristales. Doyle y Murray se protegieron la cabeza con los brazos apenas un segundo antes de ser rociados por una lluvia de afiladas esquirlas. Cuando cesó, el escocés echó un vistazo a su alrededor, intentando encontrar una vía de escape libre de espejos, pero Murray no había dejado un solo rincón sin cubrir. Tendrían que arriesgarse a huir por cualquier camino. Tiró del millonario hacia un pasadizo de arbustos, y empezaron a cruzarlo a la carrera mientras los espejos que había a ambos lados y los que colgaban de las ramas sobre su cabeza estallaban aleatoriamente.
—Maldita sea, maldita sea… —protestaba airado Murray mientras seguía a Doyle dando trompicones.
—Vamos, Gilliam, deja de quejarte. ¿Qué son unos cuantos cristales comparado con una casa en llamas? —lo animó Doyle.
Lograron salir de la trampa mortal en la que de repente se habían convertido los jardines, relativamente ilesos. Pese a haberse protegido con los brazos, ambos tenían la cara llena de pequeños cortes, como si se la hubiesen frotado con un puercoespín. Al alcanzar la fachada lateral de la casa, forrada ahora de espejos rotos, vieron a los criados subir en desbandada desde la avenida y desperdigarse por los jardines laterales, asustados por los estallidos de los espejos y las extrañas imágenes que habían visto en ellos. En ese instante, un Elmer manifiestamente superado por las circunstancias, salió de la mansión y se dirigió al escocés.
—¡Señor Doyle, menos mal que le encuentro! Hemos recibido una llamada telefónica de su secretario. Al parecer, el teléfono llevaba sonando bastante tiempo, pero con todo este escándalo nadie le prestaba demasiada atención. Le ofrezco mis más sinceras disculpas, señor, y lamento…
—¡Sáltese las disculpas y vaya al grano, Elmer! —lo interrumpió Doyle—. ¿Qué quería mi secretario? ¿También están estallando los espejos de Undershaw?
—Eh… sí, señor… Pero quería que supiera que a pesar de todo, su mujer, sus hijos y su personal de servicio se hallan a salvo. Desconcertados pero a salvo.
—Gracias a Dios… —Doyle suspiró.
—Una cosa más, señor. Al parecer, la tetera que guarda en su despacho empezó a pitar al poco de irse usted, y desde entonces no ha dejado de hacerlo. Su secretario no sabe cómo pararla. Quería pedirle permiso para silenciarla con el martillo, señor.
—¡Maldita sea, maldita sea! —exclamó Doyle visiblemente afectado—. La tetera… ¿Es que todo ha de suceder el mismo día? ¡Quién ha escrito este desquiciado libreto!
Prefiero no darme por aludido y seguir con la narración: Murray lo miró con expresión de sorpresa.
—Pero ¡qué demonios importa una maldita tetera con lo que está sucediendo! —le reprochó.
—¡Elmer, llame a la señorita Leckie! —ordenó Doyle, ignorando al millonario—. ¡Dígale que no salga de casa, y que no tenga miedo, que yo solucionaré esto! —Una vez más, tomó del brazo a Murray y tiró de él hacia la avenida—. ¡Vamos, tengo mi carruaje en la entrada! Puede que aún lleguemos a tiempo…
—Eh… limpia todo este desastre, Elmer —dijo el millonario mientras echaba a correr tras el escocés.
—Descuide, señor —respondió el mayordomo con su proverbial flema.
Murray y Doyle enfilaron la avenida soltando unos jadeos hondos y prolongados que venían a certificar que ninguno de los dos era ya un jovencito. También allí los espejos habían estallado, alfombrando la hojarasca con una crujiente costra de cristales. No había un solo criado en su puesto, evidentemente; solo una hilera de sillas vacías, algunas volcadas. Tras recorrer algo más de la mitad del camino, vieron materializarse al fondo un ejército de jinetes. Se detuvieron en seco y observaron hipnotizados el avance de aquella caballería erizada de estandartes que se dirigía hacia ellos al galope. Cuando estuvieron más cerca, apreciaron que los flancos de los caballos iban protegidos con armaduras repujadas, y las cabezas cubiertas con siniestros yelmos que les otorgaban un aspecto monstruoso. Los jinetes eran unos humanoides extraños de rostro alargado y anguloso, orejas picudas y melena albina, y también iban envainados en armaduras plateadas, cuyas hombreras estaban sembradas de púas. La mayoría enarbolaban espadas y lanzas, y tres o cuatro portaban estandartes que lucían extraños símbolos. Cuando logró sobreponerse al hipnótico espectáculo, el escocés se volvió y echó a correr hacia la casa.
—¡Corre, Gilliam, por lo que más quieras, o nos pasarán por encima!
El vozarrón del escocés despabiló a Murray, que rompió su parálisis y corrió tras él. Apretó los dientes; cada vez oía más cerca los rabiosos gritos de batalla de los jinetes, el tintineo de las corazas, el pifiar de los caballos y el fragor de sus cascos sobre la arena. Y enseguida comprendió que, por mucho que corrieran, no había escapatoria: la casa estaba demasiado lejos. En cuestión de segundos serían arrollados. Morirían de aquel modo absurdo, pisoteados por un feroz ejército que ni siquiera les prestaría la más mínima atención mientras les pasaba por encima. Resignado, Murray se preparó para recibir el golpe del primero de los jinetes, caer al suelo y ser pisoteado indolentemente por el resto.
—Lo siento, Emma —susurró mientras oía bufar a uno de los caballos a pocos centímetros de su nunca.
Sin embargo, el esperado impacto no llegaba. Atónito, vio cómo el jinete y su montura atravesaban su cuerpo, como si fuese de humo. Contempló primero las patas delanteras del caballo, que surgieron de su estómago, convirtiéndolo fugazmente en un centauro; luego el cuerpo del animal con su respectivo jinete, y después los cuartos traseros. En ningún momento sintió dolor alguno, solo un ligero escalofrío. Después ocurrió lo mismo con el siguiente jinete, y con el que seguía a este. Lo atravesaban uno tras otro, pero no por ello dejó de correr, comprobando de soslayo que Doyle tampoco lo hacía. Ambos continuaron corriendo mientras los jinetes pasaban a través de ellos, sin poder creer que ninguno de los dos cayera bajo aquella poderosa horda. Cuando el ejército los rebasó, Murray se detuvo y sus labios forjaron una dichosa aunque desconcertada sonrisa. Para su asombro, seguía entero. A su lado, Doyle le contemplaba con la misma expresión de radiante alivio.
—¡No puedo creerlo, nos han atravesado! —exclamó Murray—. ¡Son como espejismos!
Doyle asintió, todavía jadeante, y ambos observaron cómo se alejaba aquel extraño ejército, dibujando a su espalda una polvareda translúcida.
—Pero ¿quiénes eran? —inquirió Murray.
—Un ejército de otro mundo, sin duda. Un mundo que en estos momentos debe de estar superponiéndose al nuestro —reflexionó Doyle—. Y me temo que esto solo es el principio.
—¿El principio?
Doyle asintió con pesadumbre.
—En Brook Manor vimos otro mundo a través del espejo. Estaba cerca, aunque no lo bastante, ya que nuestras voces no llegaban hasta él.
—Pero hoy he podido hablar con Emma…
—Eso significa que ahora los mundos se están rozando. Y es de suponer que si esto continúa así, esas transparencias que ahora resultan inofensivas… acabarán cobrando realidad.
—Dios santo… —susurró Murray, aterrado.
—No podemos perder más tiempo, Gilliam —dijo el escocés, echando a andar de nuevo hacia la entrada con aire resolutivo—. Debemos llegar a Londres cuanto antes. Me temo que el universo entero, todo lo que conocemos y todo lo que imaginamos, va a estallar. Y solo el agente Clayton puede impedirlo.
—¿Clayton? —Murray alzó las cejas—. ¿Por qué él?
—He intentado decírtelo desde que llegué. El mapa del caos es la clave para salvar el mundo y lo tiene él… —Doyle se acordó entonces de la maldita tetera que pitaba en su despacho—. O eso espero, que aún lo tenga.