Y por fin ha llegado el momento de que el agente Cornelius Clayton recupere su protagonismo perdido. Volvemos a encontrarlo donde siempre, donde se esconde cuando no quiere ser encontrado, observando pensativo El mapa del caos, que reposa sobre su mesa junto a una tetera ya helada.
El agente acarició con los dedos la estrella que adornaba la tapa del libro, y después se recostó en la silla, dejando que su mirada vagara con melancolía sobre el botín de objetos mágicos que se almacenaban en la Cámara de las Maravillas, aquel sitio húmedo y polvoriento que con los años había llegado a considerar su refugio, y al que había acudido tan temprano que ni siquiera había visto salir el sol.
Suspiró y volvió a mirar el libro. Después de tantos años, aún seguía siendo un misterio para él. Un misterio que no hacía más que aumentar a medida que pasaba el tiempo, se dijo acordándose de Baskerville. Unos meses atrás, aquel extraño anciano se había presentado en su despacho y le había confesado que provenía de un mundo paralelo al suyo, un mundo donde cada persona tenía un gemelo, una variante potencial de sí mismo. Él, por ejemplo, era la copia del escritor H. G. Wells, aunque bastante más deteriorada que la de aquel mundo, como podía ver, y en la realidad de la que provenía había sido amigo de otro Clayton. Cualquier agente le habría echado de su despacho tachándolo de loco, pero el trabajo de Clayton consistía precisamente en escuchar a los locos, así que le había dicho que se sentara, había cerrado la puerta y en apenas diez minutos se había convencido de que aquel anciano decía la verdad. Cómo no hacerlo, si le había contado que su gemelo del otro mundo había perdido la mano en un feroz duelo con la mujer que amaba, cuyo retrato colgaba ahora en su sótano. Durante una hora había escuchado fascinado las aventuras del anciano, que acudía a él para pedirle ayuda, pues desde hacía dos años le perseguían unos extraños asesinos. Y al describírselos, un detalle hizo que Clayton se irguiese en su silla: aquellos cazadores lucían en sus armas la misma estrella que El mapa del caos ostentaba en su tapa. Emocionado, Clayton le había mostrado el libro al anciano, deseoso de que aportara luz a aquel misterio. Baskerville reconoció el símbolo y admitió que el libro y aquellos perseguidores debían de estar relacionados, pero ahí acabó el intercambio de información.
Después de que se marchara, Clayton había enviado una patrulla a peinar el páramo en busca de individuos que cuadraran con la descripción que el viejo le había ofrecido de sus perseguidores —hombres imposiblemente altos, pertrechados de largas capas, sombreros de ala ancha y extraños bastones—, y él mismo se había dedicado a vigilar durante varios meses a aquel supuesto Wells de otro mundo. El anciano trabajaba de cochero, como le había dicho, para el famoso millonario Montgomery Gilmore, que por aquel entonces se hallaba medio ahogado en un profundo pozo de dolor debido a la muerte de su prometida en un accidente de coche. Una trágica circunstancia que no solo había provocado que Clayton juzgara con un poco menos de severidad a aquel hombre al que no soportaba y al que había dejado de investigar en nombre de algo tan peregrino como el amor —todavía se sonrojaba cuando recordaba los argumentos con los que Wells le había convencido—, sino que también había vuelto su vigilancia de lo más aburrida. El millonario se pasaba los días bebiendo en su casa o en la de Wells hasta perder la conciencia, y eso obligaba a su cochero a permanecer de brazos cruzados en sus habitaciones la mayor parte del tiempo. Así que, tras varios meses de estéril vigilancia, Clayton decidió abandonar sus guardias; no podía continuar aplazando sus otras investigaciones por un caso que sus superiores hacía tiempo que habían archivado.
Y fue una verdadera lástima, pues si hubiera aguantado apenas unos días más, como muchos de sus gemelos en otros mundos, habría visto al famoso escritor Arthur Conan Doyle presentarse en la mansión de Murray casi de madrugada, acompañado de Wells y de su mujer, e intrigado por aquella intempestiva reunión habría vigilado a los dos escritores durante los días siguientes. Cada vez más extrañado, les habría visto visitar algunas tiendas de disfraces, comprar varias pizarras y realizar secretas excursiones a Brook Manor. Y finalmente les habría seguido el día de la falsa sesión de espiritismo con el Gran Ankoma en la que el hombre invisible había hecho su aparición, evitando con su intervención la muerte de Baskerville e imponiendo otro rumbo a los acontecimientos.
Pero por desgracia no les estoy contando la historia de ninguno de esos mundos, sino la de este, donde Clayton se rindió y los hechos sucedieron como todos ustedes ya saben. Por ello, fue una gran sorpresa para el agente que, a los pocos días de que abandonara su vigilancia, Wells y Doyle se presentaran en su despacho para informarle de la muerte de Baskerville: había sido atravesado por la espada medio oxidada que empuñaba un hombre invisible. Ni que decir tiene que Clayton había recibido la noticia como un mazazo. El anciano había muerto, y a pesar de que Doyle y Wells aseguraron que su asesino era un ser completamente invisible, era evidente que se trataba del Villano, quien, como la señora Lansbury le había asegurado doce años antes, había regresado a por el libro, creyendo que lo tenía Wells.
Habían sido, en fin, unos días llenos de revelaciones, a cada cual más sorprendente. Sin embargo, solo habían servido para añadir más interrogantes a los que llevaba recolectando desde hacía doce años: ¿se refería la anciana a esos cazadores cuando le dijo que le entregara el libro a «aquellos que vienen del Otro Lado»? Y si era así, ¿cómo los encontraría? ¿Y si, como el Villano, querían destruir el libro? Después de todo, también eran asesinos. Por otra parte, si lo que Baskerville le había dicho era cierto y habitaban un universo múltiple, entonces tal vez había más de un Villano, como había más de un Wells y más de un Clayton… El agente suspiró. Los peligros que acechaban al libro se multiplicaban, y él seguía sin tener ninguna pista sobre a quiénes debía entregárselo.
Todas aquellas reflexiones le condujeron una vez más a Valerie de Bompard. ¿Cómo evitar pensar en ella? ¿Cómo evitar preguntarse si, en ese universo rebosante de mundos imposibles que ahora se dibuja ante él, existía más de una condesa de Bompard? ¿Sería la Valerie que él conoció una viajera de otro mundo? Debía reconocer que eso explicaría su extraña naturaleza, se dijo, y recordó lo que experimentó al verla por primera vez: aquella inquietante sensación de encontrarse ante algo insólito, ante una criatura tan fascinante que no podía pertenecer al vulgar universo que la rodeaba. El corazón se le llenó de espinas al imaginar el tormento de aquella niña náufraga, perdida en un mundo que debió de resultarle aterradoramente extraño, abandonada luego por el único hombre que de verdad la había comprendido. Y, para colmo, unos años más tarde se había enamorado de él, un agente de policía estúpido y arrogante que tan solo quería descifrarla porque —como ella misma le dijo— aquella era la forma de posesión más profunda que existía. Aun así, en aquel ramillete de mundos posibles había uno donde eran felices, un mundo donde Valerie seguía viva y no era ningún monstruo, sino parte de una realidad tan prodigiosa y sublime como su propia esencia, aunque él solo podía visitarlo durante sus sueños.
Unos golpes en la puerta un tanto desesperados lo trajeron de vuelta a la realidad. El agente lanzó un profundo suspiro y fue a abrir, sorteando los numerosos cachivaches que se amontonaban en la estancia y las extrañas columnas que, jalonadas de cables y bombillas, brotaban entre ellos como árboles de un bosque robótico. Cuando llegó junto a la puerta, tomó una profunda bocanada de aire y la abrió. Arqueó mucho las cejas al encontrarse con Wells y su mujer, ambos en pijama, como si acabaran de levantarse.
—Señor y señora Wells… ¿Qué demonios…?
—Agente Clayton —farfulló el escritor—, ¡cómo nos alegra encontrarle aquí! Necesitábamos verle, y como nos dijo que pasaba mucho tiempo en esta cámara, decidimos probar suerte antes de pasarnos por su despacho, dado lo temprano de la hora.
Clayton asintió con suspicacia.
—¿Y qué quieren? Debe de tratarse de algo muy urgente, ya que ni siquiera les ha permitido vestirse… —dedujo con ironía.
—Lo es, lo es. Verá… —empezó Wells un tanto azorado—, mi mujer y yo tenemos que hablarle de un asunto de suma importancia, relacionado con… hum… el libro.
—Oh, el libro —repitió el agente con recelo—. Bien, bien. Hablemos pues sobre el libro. Pasen, por favor, y síganme.
El agente los guió hasta su mesa a través de la marea de objetos que inundaba el sótano. De camino, Wells observó alguno de los prodigios junto a los que pasaban —un esqueleto de sirena, la cabeza del Minotauro, la piel de un inmenso licántropo…—, aunque no pudo prestarles demasiada atención, pues sus ojos volaban una y otra vez hacia el cuchillo que oscilaba tras la espalda de su mujer, con la punta casi acariciándole el principio de la columna.
—Les ofrecería té —dijo el agente cuando llegaron junto a su mesa—, pero me temo que se ha enfriado hace rato. Dudo que ahora sea bebible…
—Oh, no se preocupe, agente, ya hemos desayunado. Eh… ese libro de ahí —dijo Wells, señalando con timidez el que descansaba sobre la mesa—, ¿es El mapa del caos?
—Así es —corroboró Clayton.
Al instante, el escritor salió despedido hacia el agente, como si de repente le hubiesen entrado unas irreprimibles ganas de abrazarlo. Seguidamente, un cuchillo surgió de detrás de Jane y apoyó su afilada punta en el cuello de la mujer.
—Buenos días, agente Clayton —saludó una voz—. Volvemos a encontrarnos. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
Clayton, que acababa de zafarse de Wells, contempló aquel cuchillo que nadie sostenía con una mueca de odio, pero no dijo nada.
—Por favor, George, mientras el agente se repone de la sorpresa —continuó la voz—, ¿podrías aligerarlo de su pistola? ¡Y sin hacer tonterías, o dibujaré una hermosa sonrisa en el cuello de tu mujer!
Tensando la mandíbula, Clayton se abrió la chaqueta para que Wells pudiera despojarle de la pistola.
—Lo siento, lo siento —se disculpó el escritor—. No he tenido otra opción. Iba a hacerle daño a Jane.
Clayton le dedicó una mirada de desdén. El escritor agachó la cabeza y se volvió, pero apenas había dado un paso hacia la criatura cuando la voz lo detuvo.
—Oh, perdona, George, se me olvidaba… No querría abusar de tu amabilidad, pero ya que estás ahí, ¿serías tan amable de traerme también el libro? He venido a destruirlo, ¿recuerdas?