Quince minutos antes, el doctor Ramsey se había levantado de la cama, ignorando que aquel era el último día del universo. Le gustaba inaugurar su jornada con un ritual de aseo que, entre otras cosas, incluía un peligroso afeitado con la rudimentaria navaja de aquel mundo. Al contrario que sus colegas, que habían incorporado la navaja eléctrica en el ajuar de microscopios y demás cachivaches tecnológicos traídos del Otro Lado, Ramsey sentía una romántica predilección por aquella antigualla. Pensaba que el ritmo pausado y medido que le exigía aquel afeitado le permitía acomodarse al moroso compás de aquel mundo mejor que cualquier otra cosa. Cuando culminó su artesanal afeitado sin degollarse, bajó al comedor, sin reparar en que a su espalda el espejo del baño empezaba a mostrar un intrincado laberinto en cuyo centro se aburría un minotauro. Con la puntualidad de siempre, su criada acababa de servirle su peculiar desayuno: una taza de café casi enterrada en cubitos de hielo, varias clases de fruta repartidas sobre un grueso lecho de hielo picado, y helado de diferentes sabores. Tras dedicarle una sombría mirada al soleado día de otoño que se vislumbraba por la ventana, el científico se sentó a la mesa dejando escapar un ligero suspiro, crujió los dedos de sus manos, abrió el periódico y, mientras daba un largo y distraído sorbo a su gélido café, comenzó a leer los titulares de aquel anodino 23 de septiembre de 1900, sin sospechar todavía, como ya les he dicho, que esa era la fecha, al menos en el mundo en el que se encontraba, del temido día del Caos.
Con gesto aburrido, fue pasando las páginas del diario, sin encontrar novedades que le llamaran la atención, pues la mayoría de los artículos todavía hablaban del gran huracán que el 8 de septiembre había arrasado por completo la ciudad de Gaveston, en Texas, dejando alrededor de ocho mil víctimas mortales. Ramsey observó con vaga curiosidad algunas fotografías que mostraban docenas de carros rebosantes de cadáveres e interminables filas de piras funerarias a lo largo de la playa, donde se quemaban los cuerpos terriblemente hinchados que el océano regurgitaba sin descanso en la arena. El profesor dibujó una mueca irónica y siguió pasando las hojas con indiferencia. Después de tantos años, aún le sorprendían los aspavientos y melindres que el ser humano de este lado realizaba cada vez que la naturaleza exhibía su poder, como si ignorase la segunda ley de la termodinámica. «El Caos es inexorable», se dijo. Aquella ley también había sido enunciada en la mayoría de los mundos de aquel multiverso, y sin embargo, sus habitantes parecían esforzarse en olvidarla. Tornados, terremotos, meteoritos, eras glaciales… Cualquiera de esos fenómenos les asustaba y sorprendía a partes iguales, pese a no ser más que unas cuantas picaduras de mosquito que únicamente afectaban a su diminuto planeta, una molestia ridícula en comparación con la Era Oscura, el gélido, tenebroso e irremediable fin que aguardaba a cualquier universo… y que él había visto con sus propios ojos.
Apartó a un lado el periódico con gesto hastiado, echó otro par de cubitos en el café y, recostándose en la silla, perdió su mirada más allá de las paredes que le rodeaban, más allá del universo en el que se encontraba, más allá de los mundos que coexistían en aquella habitación, mientras rememoraba con tristeza la historia de la larga lucha que su civilización había decidido entablar contra el Caos, y que aún no había terminado.
Desde la época victoriana, muchísimo antes de que él naciera, los habitantes del Otro Lado habían intentado encontrar el modo de huir de su universo condenado. Lo habían intentado durante milenios, sin éxito, mientras las estrellas se iban apagando gradualmente y, noche tras noche, el firmamento se hacía más oscuro. Y pronto tuvieron que enfrentar otro problema más acuciante, de índole casi doméstica: la extinción de su propio Sol, que con el tiempo había crecido hasta convertirse en una estrella gigante roja que ocupaba el cielo de un extremo al otro del horizonte, obligando a los habitantes de la Tierra a refugiarse en el interior de los mares. Allí abajo habían creado prodigiosas ciudades subacuáticas donde la Iglesia del Conocimiento seguía conduciendo las mentes y los corazones de sus feligreses hacia el Conocimiento Supremo. A Ramsey no le costaba imaginar a los calamares gigantes que habitaban la fosa abisal más profunda del océano, en la que habían enclavado el nuevo Palacio del Saber, bostezando aburridos ante los incontables debates que fueron necesarios para decidir cuál debía ser su siguiente paso, mientras sobre sus cabezas los océanos comenzaban a hervir y las montañas a fundirse. Por suerte, fueron capaces de tomar una decisión a tiempo: atrapando una serie de asteroides en la órbita de la Tierra, provocaron que el planeta se alejara gradualmente de la voraz bola de fuego que ya se había tragado a Mercurio y a Venus, hasta situarlo a una distancia segura. Aquella ingeniosa solución les concedió algo más de tiempo para seguir trabajando en la única solución aparentemente definitiva: el Gran Éxodo a otro universo a través de un agujero de gusano. Sin embargo, los intentos de estabilizar aquellas aberturas fracasaban generación tras generación.
El Sol ardió durante algunos milenios más como una gigante roja, hasta que agotó su combustible nuclear y se enfrió, comprimiéndose hasta convertirse en una enana blanca, apenas un débil punto rojizo en el espacio que los vientos cósmicos acabaron apagando, como un dios que soplara una cerilla. Para entonces, el universo mostraba un aspecto desolador: la mayoría de las estrellas habían agotado su energía y los planetas que orbitaban alrededor de ellas se habían congelado. Las únicas fuentes de luz y calor que habían sobrevivido eran las enanas rojas, pequeñas estrellas que quemaban muy lentamente su combustible nuclear, ofreciendo a cambio una luz débil y enfermiza.
La prodigiosa civilización QIII encontró la manera de recolocar la órbita de la Tierra alrededor de una de aquellas luciérnagas moribundas, la Proxima Centauri, situada a solo 4,3 años luz de distancia, y bajo su exiguo resplandor, el hombre continuó investigando, inasequible al desaliento. Pese a todo, muchos empezaron a perder la esperanza. Creían que jamás lo conseguirían, que nunca escaparían de aquel sótano frío y lóbrego en el que habían sido encerrados antes de que el Creador tapara la última rendija de luz, hundiéndoles en la oscuridad eterna. Pero lo consiguieron. Cuando apenas quedaba combustible en la debilitada Proxima Centauri, casi todas las enanas rojas del universo habían expirado y el hombre había remodelado su cuerpo con mutaciones genéticas y sustituido la mayoría de sus órganos por piezas robóticas para hacer frente a las gélidas temperaturas, lo consiguieron. Lograron abrir un agujero de gusano estable y bidireccional, perfectamente apto para el envío de grandes cantidades de información compleja, un pasadizo que podían abrir y cerrar a su antojo, y que conducía a un universo joven, en plena era estelífera, repleto de estrellas, de trillones y trillones de brillantes luces que resplandecían e iluminaban el cielo de uno a otro confín. Y cuando descubrieron que se trataba de un universo múltiple, formado por infinitos universos paralelos, su alborozo fue aún mayor, pues era como si el Creador, en un inesperado gesto de cortesía, les hubiera regalado la posibilidad de elegir, entre infinitas realidades, aquella que se les antojara más idónea para renacer… Las celebraciones duraron días y días. La Iglesia del Conocimiento decretó fiestas y repartió gloria y honores. Hasta que descubrieron que aquel multiverso estaba enfermo, que el agujero los había conducido a un paraíso envenenado.
Ramsey suspiró, dejó la taza de café sobre la mesa y se crujió parsimoniosamente los dedos de las manos. Aquel terrible descubrimiento había tenido lugar solo tres generaciones antes de la suya. Su propio bisabuelo, el célebre científico Timothy Ramsey, había sido uno de los que habían identificado la epidemia de la cronotemia al conseguir aislar el virus en la sangre de uno de los infectados que los Ejecutores habían capturado y enviado al Otro Lado para su estudio. Naturalmente, aquellos desdichados habían muerto enloquecidos a las pocas horas de llegar a su mundo, un mundo de pesadilla, coronado por un cielo absolutamente negro, y en cuyo horizonte solo se apreciaba un inmenso y aterrador vórtice aún más oscuro que la oscuridad, que giraba lenta y tenebrosamente. Allí todo parecía congelado, incluso el tiempo, y habían muerto de frío y de terror, sin comprender por qué morían o dónde estaban. No obstante, su cálida sangre había dado algunas respuestas, aunque de lo más desalentadoras para aquella civilización QIII ya absolutamente agotada.
Al apagarse la Proxima Centauri, los habitantes del Otro Lado habían consumido las escasas fuerzas que les quedaban en trasladar de nuevo la órbita de la Tierra a los confines de un agujero negro, cuya lenta evaporación constituía una de las últimas y endebles fuentes de energía del universo. Había sido una jugada tan ingeniosa como la anterior, pero todos sabían que ya no les quedaba ninguna otra carta que jugar. Cuando aquella fuente se extinguiera para siempre, las temperaturas alcanzarían el cero absoluto, los átomos se detendrían, los protones se descompondrían y la vida inteligente moriría inevitablemente. En tales circunstancias, la noticia de la epidemia resultó devastadora. Ya no les quedaba tiempo ni fuerzas para abrir otro agujero mágico a otro universo. Comprendieron entonces que solo les quedaba una alternativa: intentar sanar el multiverso que habían encontrado, aunque las esperanzas de conseguirlo fuesen mínimas.
El profesor Ramsey se levantó, se acercó a la ventana y contempló la calle. Qué eterna y hermosa parecía cualquier escena observada desde detrás de un cristal, advirtió con melancolía: la brillante cúpula de Saint Paul se recortaba a lo lejos, contra un cielo intensamente azul, dos caballeros charlaban bajo su ventana, un matrimonio bajaba de un carruaje, un par de pilluelos corrían por la acera, como si acabaran de robar algo, y la florista atusaba las flores de su puesto con el mismo cuidado de cada mañana, ignorando todos ellos que habitaban un mundo enfermo que pronto llegaría a su fin. ¿Seguirían paseando tan tranquilamente bajo aquel sol de otoño si de pronto un inmenso barco apareciera en mitad de la calle haciendo rugir sus cañones, o si la tierra vomitara una plaga de hormigas gigantes? Cuando los muchos mundos colisionaran entre sí, sin duda se verían delirios como esos, antes de que sobreviniera la Gran Aniquilación. Los universos se mezclarían, las realidades se barajarían, y los habitantes de los infinitos mundos, apretados en un mismo cubilete, serían sacudidos por la mano de un Dios ebrio y lanzados a un mismo tablero. Y ninguno de ellos comprendería lo que estaba sucediendo. Solo él y un puñado de afortunados, si es que podían considerarse así, lo sabrían. El profesor sonrió casi con ternura. «Huracanes, qué minucia», bufó, mirando de soslayo el periódico que seguía abierto sobre la mesa. Él sí que podía hablar de auténticos desastres naturales. En el Otro Lado, donde las bajas temperaturas provocaban pensamientos increíblemente lentos y profundos, que surcaban las mentes como gigantescos icebergs, todo sucedía frente a los ojos del hombre a una velocidad descomunal, y debido a ello, Ramsey había sido testigo involuntario de la muerte de cientos de estrellas, del nacimiento de inmensos agujeros negros, de la implosión de fantásticas galaxias. Si los habitantes de este mundo hubiesen visto los mismos fenómenos que él, si hubieran presenciado aquel espectáculo de majestuosa destrucción, no armarían tanto escándalo por un poco de viento.
Chasqueó la lengua y regresó a la mesa con la intención de servirse otra taza de café helado antes de comenzar su jornada de trabajo, que se le presentaba especialmente agotadora. Por suerte, se dijo, los esfuerzos de tantas generaciones iban a dar sus frutos, o eso parecía. Durante los últimos doce años, varios científicos habían estado trabajando con la muestra de sangre que el doctor Higgins había extraído al agente Cornelius Clayton, y tras infinitos sueros experimentales, habían logrado sintetizar una vacuna efectiva. Había sido una suerte obtener una muestra de sangre de aquel sujeto tan especial, se dijo Ramsey. Estudiadas hasta la saciedad por los microscopios más avanzados de este y del Otro Lado, las células CoCla —bautizadas así en honor a su dueño— pronto habían demostrado que eran capaces de aislar el virus y, con el tiempo, destruirlo. Por lo visto, se había producido una combinación milagrosa: una saltadora natural había inoculado su ponzoña en el receptor apropiado, provocando una mutación en la que parecía residir la definitiva cura de la enfermedad.
Ramsey se entristeció al pensar en Armand de Bompard, el principal defensor de aquella teoría, pues no había alcanzado a ver los resultados de la línea de investigación que él mismo inaugurara. Bompard siempre había defendido que la clave para combatir la epidemia de saltadores cronotémicos residía en la naturaleza de los saltadores naturales, cuya existencia los científicos del Otro Lado habían descubierto al estudiar aquel multiverso con mayor profundidad. Se trataba de sujetos que, quizá succionados por ciertos puntos de hiperproximidad, se habían traspapelado de un mundo a otro de forma natural, sin la intervención de ningún virus. Los primeros trasvases detectados databan de mucho antes de la aparición de aquella maldita epidemia, por lo que no era aventurado suponer que quizá se habían dado siempre. Fuera como fuese, a diferencia de los cronotémicos, que surcaban el multiverso como malignas células cancerígenas, creciendo y destruyendo el tejido sano sin darle tiempo ni espacio para regenerarse, los saltadores naturales no dañaban el tejido universal, por lo que quizá encontraran algunas respuestas estudiándolos. Convencido de que su teoría era cierta, Armand de Bompard había sido uno de los primeros en presentarse voluntario para los trabajos de campo en este lado. Más adelante, tras varios años infructuosos, había estado a punto de abandonar aquella línea de investigación, según había oído Ramsey, y lo habría hecho de no ser porque una mañana se había encontrado a una hermosa niña perdida en un bosque.
Bompard no pudo resistirse a acogerla bajo su tutela, sospechando casi desde el principio que aquella niñita no era de este mundo. Le realizó los análisis pertinentes, pero, para su sorpresa, en su sangre no había el menor rastro del virus de la cronotemia. Comprendió entonces que tenía viviendo en su castillo a una saltadora natural, y no a una cualquiera, como pronto descubrió con horror, sino a una que provenía de un mundo muy lejano.
Bompard ya había oído hablar de especímenes de su clase, aunque nunca había tenido uno delante, y mucho menos había podido estudiarlos. Muy pocos seres conseguían saltar entre realidades tan lejanas y distintas entre sí, y cuando lo hacían, las peculiaridades de su naturaleza los convertían inevitablemente en monstruos ante los ojos aterrados de sus nuevos vecinos. Bompard comprendió que aquella niñita, a la que bautizó como Valerie, debía de provenir de alguno de los sectores más lejanos de aquel multiverso, donde, según los informes, existían mundos en los que los seres vegetales, animales y humanos se hallaban fusionados en un mismo ser. Allí las existencias racionales e irracionales convivían en armonía, como un solo y milagroso ente de vida; la naturaleza era una sola especie que fluía entre diversos estados, dando lugar a mujeres lobas, hombres murciélago, niños flores, ancianos niebla o muchachas brisa. E inevitablemente, cuando alguno de aquellos seres se traspapelaba a otro mundo regido por diferentes leyes físicas, su naturaleza sufría aberrantes mutaciones en su intento de adaptarse a un medio extraño. Muchos de ellos se convertían en criaturas atormentadas o enloquecidas, sedientas de sangre, con sus instintos más salvajes exacerbados por el miedo y el afán de supervivencia. Así, vagaban como monstruos entre los humanos, alimentando las pesadillas del hombre que, sin comprender su verdadera esencia, había inventado mil nombres para aquel horror: licántropos, vampiros, duendes…
Pero Armand sí había comprendido su esencia. Más allá del monstruo en el que Valerie se convertía bajo el influjo de su mitad animal, el científico no había podido evitar ver a la niña temblorosa que se había agarrado con fuerza a su cuello cuando él la subió a su caballo. Como tampoco había podido evitar enamorarse de ella. Y a juicio de Ramsey y de muchos otros de sus colegas, aquel había sido su error: intentar luchar contra el instinto asesino de la joven, tratar de apartarla de la carne humana, sin sospechar que la ponzoña en la que se habían convertido sus fluidos tenía que infiltrarse en la sangre de un receptor para crear la inmunidad que todos buscaban con desesperación. Persuadido por la Iglesia del Conocimiento, que le sugirió que continuara sus estudios en otro mundo, Bompard se vio obligado a abandonar a la muchacha, a quien había convertido en su esposa, y a pesar de que cumplió con su deber en el nuevo destino, nunca consiguió olvidarla. Su carácter se agrió, se tornó taciturno y melancólico, incluso arrogante, empezó a beber más de la cuenta, desobedeció órdenes, y cuando empezaba a rumorearse que el Otro Lado no tardaría en ordenar a algún Ejecutor que se hiciera cargo de él, Bompard evitó aquella molestia. Se quitó la vida apenas una semana después de que Higgins consiguiera la sangre de Clayton, el mismo día que, como tantos otros científicos desperdigados por el multiverso, recibió un envío con las instrucciones de que diera prioridad al estudio de la muestra que contenía: un preparado de células CoCla, las míticas células que habían nacido del sacrificio de su amada por otro hombre.
Bompard se había suicidado por amor, sentenció Ramsey en la soledad de su salón. Y aunque aquel acto de rebeldía daba la razón a la Iglesia del Conocimiento, en cuanto a la toxicidad de cualquier sentimiento demasiado intenso, también era cierto que el multiverso estaba a punto de salvarse gracias a que un policía enamorado y una mujer atormentada sí se habían rendido a sus sentimientos. Más aún: si aquel multiverso merecía ser salvado, no era para que una civilización rancia y moribunda encontrara un nuevo hogar. No, desde luego que no, se dijo Ramsey, mirando a su alrededor con cautela, como si temiera que alguien pudiera leer sus impíos pensamientos. Aquel mundo merecía ser salvado por los sentimientos que atesoraba, sentimientos que todavía no se habían sacrificado como ofrenda a ningún Conocimiento Supremo. En este lado todo era erróneo, desacertado y alejado de la verdad, admitió, pero precisamente por eso la imaginación era tan fértil, el arte tan embriagador, los sentimientos tan enloquecedores…
Sí, Ramsey comprendía perfectamente que Bompard hubiera estado a punto de traicionar a su mundo por amor. ¿Acaso él mismo no había estado tentado de hacerlo por un simple sentimiento de amistad? Sonrió con tristeza al acordarse de Crookes, aquel hombre apasionado y entusiasta, tan brillante como ingenuo, por quien había sentido un profundo afecto y al que, sin embargo, tanto daño había hecho. Cuando su amigo se enamoró perdidamente de aquella desdichada cronotémica llamada Katie King, que se creía la difunta hija de un pirata, Ramsey había considerado seriamente la posibilidad de contarle toda la verdad, de mostrarle el Conocimiento Supremo y compartirlo con él. ¿Acaso no merecería su amigo aquella muestra de confianza? ¿No era eso la amistad, o lo había entendido mal? No obstante, Ramsey no había hecho nada de eso. Todo lo contrario: cuando la comunidad científica se burló de las investigaciones de Crookes, Ramsey también lo hizo, renegando públicamente de su humillado amigo. Y no contento con eso, había dado parte a los Ejecutores para que cazaran a aquella destructora. Luego se consoló diciéndose que había cumplido con su deber. Al fin y al cabo, estaba en juego el destino de dos universos. Pero aquel pensamiento no le había consolado, como tampoco habría consolado a Bompard, y a pesar de los años que habían pasado desde entonces, siempre que se acordaba de Crookes o tenía noticias de él —recientemente había oído rumores de que el científico había instalado en su jardín unas misteriosas columnas que por la noche brillaban y relampagueaban, sembrando el terror en sus vecinos—, Ramsey sentía un fogonazo en el pecho, como si alguien hubiera acercado una cerilla a su corazón.
Pero no era el momento de pensar en ese tipo de cosas, se reprochó, ni de cuestionarse si en su mundo estaban o no equivocados. No cuando era preciso un último esfuerzo. Higgins acababa de regresar del Otro Lado, y ese mismo día, tras el período de hibernación necesario para recuperarse de las extremas condiciones a las que había estado expuesto, acudiría a su casa con el último suero aprobado por la Iglesia, el más prodigioso de los prototipos sintetizados. Así pues, tenían que ponerse a trabajar en él de inmediato pues, aunque su esencia era inmejorable, todavía existía el problema de su administración. De momento, la vacuna debía inocularse directamente en la sangre del sujeto, y durante los meses siguientes debían suministrarse al menos tres dosis de refuerzo para que alcanzara toda su efectividad. Naturalmente, administrar aquel tratamiento a toda la población multiversal individuo a individuo era inviable, por lo que había que buscar otra manera de hacerlo.
Ojalá supieran cuándo y dónde había tenido lugar el contagio cero, se dijo Ramsey, pues así podrían administrar el antídoto al primer agente portador. Si lo hacían, la onda expansiva de causalidad inversa neutralizaría la epidemia, razonó, aunque no estaba del todo seguro. De todos modos, no habían localizado el contagio cero, así que la única opción era intentar cambiar la vía de administración del suero. Quizá si lograban que se transmitiera por el aire, que se filtrara en la población a través del aparato respiratorio… Entonces bastaría con esparcirlo por el hiperespacio como un fino rocío que polinizara las infinitas atmósferas del multiverso y todos lo inhalarían sin saberlo. ¡Había una esperanza, aunque fuese mínima, de que pudiera salir bien!, se dijo Ramsey, levantándose de la mesa con energía. Y tal vez llegaran a tiempo…
Fue entonces cuando sintió una vibración en el bolsillo. Sacó el reloj, abrió la tapa en cuyo reverso había grabada una estrella del caos, y la dirigió hacia la pared. La brillante esfera proyectó un haz de luz, que dibujó en el aire el rostro parpadeante del doctor Higgins.
—¿Qué sucede, Higgins? —preguntó Ramsey—. ¿Todavía estás en tu casa?
Higgins le contestó con otra pregunta:
—¿Has mirado por la ventana?
Durante unos segundos, Ramsey observó con desconcierto el rostro de su colega, que se tironeaba de la negra perilla con violencia.
—Sí, hace un rato. ¿Por qué?
—¿Y no has visto nada… extraño? —inquirió el otro con angustia.
Ramsey negó con la cabeza.
—Entonces vuelve a mirar —casi le ordenó.
El profesor dejó caer la mano que sujetaba el reloj y se dirigió hacia la ventana con paso tembloroso, arrastrando el rostro de su colega por el suelo como si fuera un trapo sucio. No tenía la menor idea de qué iba a encontrarse, pero sabía lo que significaría. Con el corazón en un puño, se asomó a la ventana y repasó la calle de punta a punta: los dos caballeros que había visto antes continuaban charlando tranquilamente, un par de policías a caballo cruzaban en aquel momento bajo su ventana, una niñera con un cochecito compraba rosas a la florista… Era una mañana como otra cualquiera, la misma estampa cotidiana de todos los días. ¿Qué quería Higgins que viera? Entonces, cuando estaba a punto de volverse, una especie de graznido atronador rasgó el aire como un serrucho. Al igual que todas las personas que había en la calle, Ramsey levantó la cabeza hacia el cielo. Y, asombrado, contempló la silueta de un inmenso pterodáctilo, con sus membranosas alas majestuosamente extendidas, recortándose contra la cúpula de Saint Paul.
—¿Lo estás viendo, Ramsey? —oyó preguntar a Higgins con voz histérica—. ¡Ha empezado! ¡Y tenemos que huir de este multiverso cuanto antes! He llamado a un Ejecutor, y también a Melford… Nos largamos al Otro Lado. Al menos allí podremos disfrutar de una muerte dulce… Este multiverso va a estallar… Ramsey, ¿me estás oyendo?
Ramsey dejó que su reloj resbalara entre sus dedos y cayera al suelo. Luego lo pisó con el zapato, haciendo crujir sus engranajes. El rostro perplejo del doctor Higgins desapareció en el acto. Ramsey se apoyó en el marco de la ventana, mientras miraba a través de las lágrimas que arrasaban sus ojos cómo los caballos emprendían el galope, la niñera gritaba, los caballeros hacían aspavientos señalando hacia el cielo… «Ya ha llegado —se dijo—. El día del Caos al fin ha llegado. Como estaba escrito.» Y no habían podido evitarlo. Todos aquellos mundos desaparecerían en la Gran Aniquilación, y el Otro Lado se congelaría. De nada había servido tanto sacrificio, de nada había servido alcanzar el Conocimiento Supremo, ni la espantosa matanza de inocentes que había ordenado su sabia civilización. Todos ellos desaparecerían, los ignorantes y los sabios, los que habían amado y los que no, víctimas y verdugos, y el único legado que dejaría su existencia serían sus átomos, que flotarían en el eterno vacío, dibujando por siempre y para nadie el símbolo de la barbarie…
—El Caos es inexorable —murmuró con tristeza.
—El Caos es inexorable —respondió a sus espaldas una voz metálica.
Ramsey se dio la vuelta, sabiendo lo que iba a encontrar. Allí, en medio del salón, había un Ejecutor, oscuro y brillante como una llamarada de penumbra. El científico lo reconoció de inmediato.
—¿A qué has venido, 2087V? —le preguntó con brusquedad—. ¿Te ha enviado Higgins? Dile que no quiero irme. Partid sin mí. ¡Fuera! Estoy cansado. De todas formas… —sacudió la cabeza con desesperación—, ¿qué más da morir en un mundo que en otro? ¿Qué más da…?
Ramsey interrumpió de pronto su lastimera letanía. El Ejecutor había empezado a abrir lentamente los brazos, separando las dos mitades de su capa como si se tratara de un cortinaje, y de su interior surgió una figurita frágil y vacilante. Cuando la claridad que se filtraba por la ventana la iluminó, descubrió que se trataba de una anciana, tan decrépita y temblorosa que parecía hecha de lágrimas fosilizadas. La mujer dio un paso hacia delante, frotándose las manos con nerviosismo, y dirigió al científico una mirada solemne.
—Buenos días, profesor Ramsey. ¿Se acuerda de mí? —Sonrió ante el desconcierto del científico—. Ya veo que no… Nos conocimos hace mucho tiempo en casa de Lady Ámbar.
Ramsey entornó los ojos.
—¿Señora Lansbury…?
Jane asintió.
—Así nos presentaron, pero mi verdadero nombre es Catherine Wells. Soy la viuda de H. G. Wells, el célebre biólogo del Otro Lado que sintetizó el virus de la cronotemia.
Ramsey abrió la boca, entre fascinado y estupefacto. Asintió como pudo. Entonces Jane respiró hondo. «Bertie, querido —se dijo—, allá voy.»
—Debo confesarle con inmensa vergüenza que fuimos nosotros quienes originamos esta epidemia. Nosotros trajimos el virus a este mundo, condenándolo a la destrucción. Pero, por suerte, antes de morir… mi marido dejó escrita la forma de salvarlo.