Como, al contrario que Wells, ustedes ya conocen la historia de Marcus Rhys, aprovecharé para revolotear sobre el tablero en busca de otra de las piezas de esta partida. ¿Qué les parece si adelantamos una hora el reloj y espiamos a Doyle, quien acaba de apearse de un carruaje ante la mansión de Murray? Pese a lo temprano de la hora, el escocés ya muestra el mismo aire de enérgica contención de siempre, como un café a punto de rebosar de la taza.
Tras respirar un par de veces vigorosamente, para que el aire helado de la mañana le higienizara los pulmones, Doyle traspasó la barroca verja de entrada. Había acudido a casa del millonario para descubrir la razón por la que no había asistido a la reunión con el agente Clayton ni contestado a ninguna de sus llamadas. Y lo descubrió nada más esbozar un par de pasos sobre la avenida. Desconcertado, se detuvo y observó el camino que conducía hacia la casa, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Sin embargo, sus ojos no le mentían: de las ramas de los árboles que flanqueaban la avenida colgaban cientos de espejos. Los había de todos los tamaños y formas, meciéndose en la brisa como frutos de una nueva especie, ensanchando los límites del mundo que reflejaban, creando perspectivas mareantes. Durante varios minutos, Doyle se limitó a sacudir la cabeza, sobrecogido ante aquel espectáculo; luego suspiró y continuó su avance. Así que aquel era el método mediante el cual Murray pensaba encontrar a la Emma que vivía en los espejos. Era evidente que desde que volvieran de Brook Manor, el millonario se había dedicado a recorrer todas las tiendas y anticuarios de Londres para reunir aquella variopinta colección de espejos, obligando a los habitantes de la metrópoli a afeitarse y maquillarse a ciegas. Y eso no era todo. También había ordenado a su ejército de criados que los vigilasen, dedujo Doyle al encontrarse repartidos a lo largo de la avenida a doncellas, mozos de caballeriza y demás personal de servicio, cada uno sentado en una silla ante el árbol asignado, con una campanita en la mano. Probablemente tenían orden de hacerla sonar si Emma Harlow, la malograda prometida de su señor, aparecía en alguno de ellos, trastornando las leyes de la física. No era extraño que las expresiones de los criados oscilaran entre la perplejidad, el aburrimiento e incluso el temor supersticioso. Sin saber si maravillarse o inquietarse ante aquel delirio, el escocés continuó su recorrido por la avenida, mientras su corpachón era reflejado desde todos los ángulos posibles.
Al llegar a la casa, comprobó que la fachada también se encontraba tapizada de espejos, que resplandecían al sol del amanecer como las escamas de un enorme dragón. La puerta de la mansión estaba abierta de par en par, así que entró sin llamar. El vestíbulo y el amplio salón principal, por el que deambuló llamando a Murray con su vozarrón de ogro, también estaban plagados de espejos. En una de las salas se tropezó con Buzz, el perro del millonario, que se hallaba sentado muy quieto ante un inmenso espejo apoyado en la pared, como si también él confiara en que su dueña aparecería allí tarde o temprano. Doyle bufó. Aquello era de locos. Acarició la cabeza del perro con resignación.
—¡Señor Doyle, no le esperábamos hoy! —exclamó una voz a sus espaldas.
El escocés se volvió y descubrió a Elmer, el mayordomo de Murray.
—A decir verdad, no esperábamos a nadie —añadió el joven encogiéndose de hombros, como disculpándose de que la casa se hubiera convertido en una barraca de feria sin que él pudiese evitarlo.
Elmer estaba acostumbrado a las excentricidades de su dueño, pero evidentemente aquella le superaba.
—Ya lo supongo, Elmer —se solidarizó Doyle—. ¿Dónde está?
—En el jardín frente al invernadero, señor.
Doyle abandonó el salón a paso casi marcial, decidido a poner fin a aquella locura. Los jardines que se abrían al lado derecho de la casa tampoco se habían librado de la invasión de espejos, que se desperdigaban por doquier. Apoyados en las pequeñas fuentes, amarrados a los setos e incluso flotando en los estanques, docenas de ellos reproducían el mundo, ampliándolo y dotándolo de recovecos. Las hojas de los árboles empezaban a exhibir los rojos encendidos del otoño, que el azogue multiplicaba, dando la impresión de que algún demente había prendido fuego al jardín. Sacudiendo la cabeza, Doyle se dirigió hacia el impresionante mausoleo de cristal que replicaba al Taj Mahal, ante el que distinguió a Murray en mangas de camisa. Estaba atareado en construir una especie de stonehenge de espejos alrededor de una butaca, desde la cual podría vigilar casi una veintena de reflejos con solo girar el cuello. En aquel momento, intentaba apuntalar un enorme espejo veneciano sobre la hierba, ayudándose de varias piedras.
—Buenos días, Gilliam —saludó Doyle cuando llegó a su lado.
Murray levantó la cabeza y le dedicó una mirada distraída.
—Mira a quién tenemos aquí… —murmuró—. ¿Qué pasó con la vieja costumbre de anunciar las visitas?
—Me anuncié telepáticamente, ¿no me oíste? —bromeó Doyle.
Murray sonrió sin ganas.
—No. Se ve que mi mente solo está receptiva durante los incendios. De todos modos, Arthur, dado que debes de ser la única persona de Inglaterra que dispone de teléfono propio, aparte de mí, tendrías que usarlo más a menudo; no es tan complicado como parece.
—¡Te he llamado varias veces, Gilliam! Pero es evidente que tus criados están demasiado atareados para contestar.
Murray se encogió de hombros, como si las actividades del servicio no fueran con él. Comprobó que el espejo había quedado bien sujeto, se incorporó y estudió al escocés de arriba abajo, evaluando sus heridas.
—Vaya, diría que no estás en tu mejor momento… —gruñó mientras contemplaba su oreja y su mano vendadas, y su rostro moteado de pequeñas quemaduras—, aunque imagino que un soldado como tú estará orgulloso de sus cicatrices. ¿Y el Gran Ankoma, cómo se encuentra?
—Oh, Woodie se recuperó bastante bien de su conmoción, aunque está insoportable: después de lo sucedido en Brook Manor se cree un verdadero médium, y anda todo el día captando presencias misteriosas por la casa.
—¿Y por qué no le cuentas la verdad? —preguntó Murray sin demasiado interés.
—Lo haré cuando deje de divertirme —respondió Doyle con sorna. Luego examinó al millonario, también de arriba abajo—. Diría que tú tampoco estás en tu mejor momento, Gilliam. ¿Cuánto hace que no duermes?
—¿Dormir? ¡No tengo tiempo para eso, Arthur! Como ves, estoy muy ocupado.
—Sí, ya lo veo… —Doyle suspiró, observando el círculo de espejos—. ¿Y qué pretendes con todo esto?
Murray lo miró indignado.
—¿Que qué pretendo? Encontrarla, naturalmente. Encontrar a Emma.
—Ya. Pero Gilliam… —Murray se dio la vuelta de golpe y se dirigió hacia un montón de espejos que estaban apilados o apoyados unos contra otros de cualquier manera, cerca de la construcción. Doyle no tuvo más remedio que seguirlo—. ¿No te parece que todo esto es muy poco científico?
—¿Eso es lo que has venido a decirme, Arthur?
—No, no he venido a decirte esto —respondió Doyle en tono conciliador—. He venido a informarte de la entrevista que George y yo mantuvimos con el agente Clayton al volver del páramo, a la que, por cierto, no acudiste…
—El agente Clayton… Ah, sí, ya recuerdo. —Murray estudió el rimero de espejos y tomó uno cuyo marco parecía de oro macizo—. Es realmente pesado —sentenció con un resoplido, sin que Doyle supiera si se refería al agente o al espejo.
Con gran esfuerzo, optó por mantener un tono amigable, al menos de momento:
—Bien, puede que ese tal Clayton sea algo… impertinente, no lo negaré. Y comprendo que no quisieras verle… Wells me contó lo tozudo que se puso cuando investigó tu empresa de viajes temporales, y también que en una ocasión incluso llegó a acusarlo a él de orquestar una invasión marciana. Pero Baskerville nos lo dijo bien claro antes de morir: buscad al agente Clayton porque él tiene El mapa del caos. De cualquier forma, ¿a quién podíamos acudir, sino a él, para informar de la existencia de un asesino invisible, un viajero universal y un espejo que es un portal entre mundos? No teníamos otra opción, Gilliam. Y, pese a todo, deberías haber venido, pues la reunión resultó de lo más interesante —añadió en tono de misterio.
Murray le indicó con un movimiento de cabeza que cogiera el espejo por un extremo y le ayudara a acarrearlo. Doyle apretó los dientes y obedeció.
—Después de que le resumiéramos todo lo ocurrido en Brook Manor —continuó entre bufidos, mientras se acercaban al círculo de espejos con pasitos cortos—, Clayton reconoció que, efectivamente, tenía en su poder El mapa del caos, y nos contó que se había encontrado con la criatura en una falsa sesión de espiritismo en 1888.
—¿De verdad? —preguntó Murray, señalando con la barbilla el lugar donde debían acomodar el espejo.
Tras apoyarlo en el suelo, Doyle le explicó entre jadeos que el hombre invisible había intentado robarle el libro a una ancianita que asistía a la sesión, pero Clayton había conseguido evitarlo, aunque no pudo apresar a la criatura porque esta desapareció sin dejar rastro, como había hecho en Brook Manor cuando él le atravesó con la ballesta. La anciana también había desaparecido del mismo modo. Por fortuna, antes había tenido tiempo de entregarle el libro a Clayton, aunque solo había podido decirle que contenía la clave para la salvación del mundo, de aquel y de todos los que pudiera imaginar, y que debía protegerlo con su vida, pues estaba segura de que la criatura regresaría para destruirlo.
—¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Gilliam? Durante todo este tiempo, el libro ha estado en poder del agente Clayton, pero el monstruo, por alguna razón, cree que lo tiene Wells…
—Sí —asintió Murray con expresión sagaz.
Eso animó al escocés.
—Bien, bien… Entonces, si como dijo la anciana ese libro contiene la clave para la salvación de todos los mundos, y la criatura lo encuentra, o si encuentra a Wells…
—Sí —volvió a asentir Murray, dirigiendo su mirada hacia el círculo de espejos—. Creo que no ha quedado ningún resquicio de este mundo sin reflejar, y eso es lo más importante, porque ella podría estar en cualquier parte.
—¡No me estás escuchando, maldita sea! —exclamó Doyle—. ¡Lo que estoy intentando decirte es que no solo tu querido amigo George está en grave peligro, sino quizá el universo entero!
Murray le miró inexpresivamente.
—Vamos al invernadero —dijo tras unos segundos, dirigiéndose hacia allí.
Una vez más, Doyle se vio obligado a seguirlo. Cuando entraron en el recinto, le sorprendió encontrarlo vacío.
—Emma solía pasar mucho tiempo aquí cuidando sus flores —le explicó el millonario—. Así que lo he vaciado para llenarlo de espejos. Esta tarde recibiré otro cargamento que Elmer compró en Bristol.
—Qué bien —dijo Doyle con expresión huraña—. Mira, Murray, comprendo tu obsesi… eh… tu interés por encontrar a Emma, pero lo que te estoy contando debería interesarte por igual. Si como vaticinó esa anciana hace doce años, el fin del mundo está a punto de llegar, difícilmente podrás encontrar a Emma, ¿no crees? Hay que solucionar este galimatías cuanto antes, porque no sabemos el tiempo que nos queda. Así que escúchame con atención: creo que la clave está en la historia que Baskerville le contó a Clayton…
—¿Baskerville? —preguntó Murray mirándole con sorpresa.
—Sí, Baskerville, Baskerville —contestó Doyle, tratando de no perder la paciencia—. Resulta que tu cochero fue a ver al agente Clayton hace seis o siete meses. Al parecer, el viejo había conocido en otro mundo a un gemelo de Clayton, junto al que intentó sofocar una… invasión marciana. Por eso, cuando los cazadores empezaron a perseguirlo, pensó en recurrir al Clayton de este mundo con la esperanza de que le ayudara, como había hecho su gemelo en el otro universo. Sin embargo, durante un tiempo se resistió a acudir a él. Después de todo, llevaba dos años esquivando con bastante éxito a los cazadores, y en los últimos meses creía haberles dado esquinazo definitivamente. Entonces vio al vigilante del páramo, y comprendió que habían vuelto a localizarle, y demasiado agotado para continuar con aquello en solitario, se decidió a recurrir a Clayton, rogando para que el agente le creyera y, sobre todo, para que tuviera alguna solución… Nuestro Clayton le creyó, pero no sabía nada sobre esos asesinos. De todos modos, reconoció el símbolo que lucían en sus bastones cuando tu cochero se lo describió. ¡Era la misma estrella de ocho puntas que adornaba la tapa de El mapa del caos! El agente mostró el libro a Baskerville con la esperanza de que le diera alguna pista sobre su contenido, pero el viejo no sabía nada de ese libro… Sea como sea, está claro que todo está conectado: los cazadores, el libro, la criatura invisible y los viajes entre mundos… ¡Solo tenemos que averiguar cómo!
Murray asintió, mientras miraba meditabundo a su alrededor.
—Hum… ¿Cuántos espejos calculas que cabrán aquí, Arthur?
Doyle ya no pudo más.
—Pero ¿qué demonios te pasa, Gilliam? —estalló—. ¿Tan poco te importa lo que les pase a George y a Jane? ¡Son tus amigos, por el amor de Dios! ¿Y el universo? ¿Tampoco te importa el fin del mundo?
Murray lo miró con expresión resentida.
—¿Y qué podría hacer yo por el universo que no estéis haciendo ya las mentes más preclaras de este mundo? —preguntó con ironía—. Arthur Conan Doyle, el agente Clayton, H. G. Wells y su inteligente esposa… Todos estáis intentando resolver ese asunto, así que el universo está en buenas manos y yo puedo dormir tranquilo. Sin embargo… ¡nadie se ocupa de buscar a Emma! ¡Nadie! —rugió de pronto, señalando al escocés con un dedo acusador. Doyle lo contempló estupefacto—. ¡Y tú me prometiste que me ayudarías! En Brooke Manor, antes de enfrentarnos a esa criatura invisible, me prometiste que si salíamos de allí con vida, dedicarías el resto de tus días a desentrañar aquel misterio. ¡Me dijiste que si existía algún camino que condujera hasta Emma, lo encontrarías! Y yo te creí. ¡Creí en tu palabra! ¡Creí en tu maldito discurso de caballero andante!
Doyle aguardó unos segundos a que se calmara, observándolo con disgusto.
—Y te lo prometí de verdad, Gilliam. ¿Qué crees que estoy haciendo, si no? ¿O acaso piensas en serio que ese método tuyo va a funcionar? —exclamó un tanto irritado, señalando los espejos—. Estoy absolutamente convencido de que tan solo si comprendemos lo que está pasando encontraremos el camino hacia tu amada. Ya te lo he dicho antes. Todo está conectado. Todo. Si resuelvo el caso de ese misterioso libro, no solo salvaré a Wells y tal vez el universo entero; también averiguaré su verdadera configuración… ¿Te lo imaginas, Gilliam? Antes barruntaba la idea de escribir un libro sobre espiritismo, pero ¿qué es eso en comparación con una teoría que explique todo lo que somos y todo lo que nos rodea? La llamaré la Teoría de los Muchos Mundos. Y cuando la realidad no tenga misterios para mí, tampoco los tendrán los viajes entre mundos y, por lo tanto, podré mostrarte el camino hasta la Emma del espejo, tal y como te prometí.
Murray contempló a su amigo con cierto recelo, sin decidirse aún a mostrar su entusiasmo. Todavía se sentía enfadado, pero debía reconocer que lo que decía Doyle tenía cierta lógica.
—Bien… —rezongó—, ¿y en qué puedo ayudaros?
—Oh, en muchas cosas, en muchas. Hay un plan que aún tengo que explicarte…, pero de momento necesito que me cuentes todo lo que averiguaste de la cuarta dimensión cuando la recorriste en tu Cronotilus, pues a la vista de lo que ahora sabemos, resulta cada vez más evidente que esa llanura rosada es un vestíbulo entre mundos. Y estoy seguro de que contiene muchas respuestas, incluido el modo de llegar hasta Emma.
Murray lo miró lleno de incredulidad; luego sonrió con amargura.
—¿Ese es tu plan para encontrar a Emma? —dijo con visible desilusión—. Entonces me temo que nunca la encontraremos.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Doyle, asombrado—. Estoy convencido de que en esa llanura rosada hay una puerta que conduce hasta ella, seguramente muy parecida al agujero por el que creías aparecer en el año 2000, y mucho más fácil de atravesar que un espejo.
Murray suspiró.
—¿Quieres saber toda la verdad sobre la cuarta dimensión?
—Por supuesto que quiero —afirmó Doyle, entusiasmado.
—Bien… —El millonario volvió a suspirar—. Entonces escucha, creo que la verdad va a sorprenderte más de lo que crees.
¡Un momento! Murray y Doyle están distraídos con su charla, ajenos a lo que sucede a su alrededor, pero yo todo lo veo aunque no quiera, y acabo de reparar en que los cientos de espejos con que el millonario ha decorado su mansión han dejado de reflejar lo que tienen delante. Ahora las doncellas y los mozos de caballeriza, en vez de contemplar sus aburridas expresiones en el azogue que Murray les había encargado vigilar, estaban viendo una realidad muy distinta, mundos extraños que su imaginación jamás podría inventar. Un espejo mostraba un valle de sedosa hierba, por el que cabalgaba una manada de centauros; otro descubría un océano de agua verdosa, donde bogaba una inmensa bestia anfibia en cuyo lomo se erigía una ciudad de chapiteles de cristal; otro dejaba ver un baldío ceniciento martilleado por una lluvia espesa y cegado por relámpagos atronadores, donde unos enormes escarabajos metálicos se afanaban por sobrevivir; otro exhibía un mundo de setas grandes como árboles, sobre las que departían orugas con levita y chistera; otro desvelaba una bandada de castillos flotantes que cruzaban entre nubes malvas, con cataratas derramándose por sus bordes como flecos de espuma; y otro enseñaba la cúpula de Saint Paul, que un majestuoso pterodáctilo sobrevolaba en ese momento.
Ninguno de ellos lo sabía, por supuesto, pero aquellas imágenes correspondían a los infinitos escenarios del teatro, que al desplomarse y caer unos sobre otros, barajaban entre sí las realidades. El fin del mundo había comenzado, damas y caballeros. Pero en vez de trompetas, lo anunciaba el histérico tintineo de docenas de campanillas.