Capítulo 31

¡Y así, palabra a palabra, hemos llegado al tan temido día del Caos, damas y caballeros! ¡El día de la destrucción del mundo, del que ustedes conocen, pero también de todos los que puedan imaginar! ¿Y cómo narrarles un día tan especial, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los acontecimientos que he de relatarles sucederán al mismo tiempo? ¿Acaso existe un modo ordenado de describir el caos? Probablemente no, pero pese a mis escasas dotes narrativas, intentaré hacerlo. Dejen que atraviese la trampilla disimulada en el suelo de la cocina de la señora Lansbury y regrese a un escenario más familiar, al mundo donde murió el anciano Baskerville. Mi aparición tiene lugar exactamente el 23 de septiembre, algunos días después del incendio que asoló Brooke Manor. En este universo corre una fría brisa que ya anuncia el otoño, y el amanecer empieza a roer tímidamente la gastada oscuridad nocturna.

Bien, ese es nuestro nuevo escenario. Y mientras se ilumina, aprovecharé para decidir por cuál de los numerosos actores que van a participar en esta función empezaré mi relato. Aunque, de momento, no hay muchos entre los que escoger, pues solo tres de ellos están en pie. Wells se encuentra en la cocina de su casa colocando una tetera en el fuego. Unos segundos después, el agente especial Cornelius Clayton corre por el pasillo de su casa para retirar del hornillo la suya, que ha empezado a pitar enloquecida. Y un minuto después, el pitido de otra tetera resuena en la casa del capitán Sinclair, provocando que la buena de Marcia dé un respingo en la cama. Bien, ¿por cuál de estos tres madrugadores amantes del té me decido?

Escojo a Wells sin ningún motivo en particular, salvo el afecto que he desarrollado hacia él tras tanto tiempo compartiendo sus aventuras. Como les he adelantado, pese a que todavía no ha amanecido, nuestro escritor se encuentra en la cocina. Lo ha despertado un golpe brusco proveniente de algún lugar de la casa. «La ventana, la maldita ventana del desván», había mascullado tras recuperarse del susto, y medio sonámbulo, se había levantado a cerrarla antes de que el concierto de golpes despertara a su mujer; era demasiado temprano aún para que Jane le reprochara por enésima vez su insobornable pereza a la hora de solventar los pequeños problemas domésticos. Pero cuando llegó al desván, se encontró la ventana cerrada. Invirtió varios segundos en contemplarla tontamente. Entonces, como si hubiese algún tipo de relación entre ambas cosas, bajó a la cocina a colocar la tetera en el fuego.

Luego se dirigió al salón y, desde la puerta, estudió la habitación con detenimiento. Todo parecía en orden. Sin saber qué pensar, se acercó al ventanal desde el que se divisaba el jardín, que se insinuaba con timidez bajo la primera claridad del día. Tal vez había imaginado el ruido. Podía ser. Últimamente estaba más nervioso de lo habitual. No era para menos, teniendo en cuenta que hacía unos días un temblor sísmico había zarandeado bruscamente todo su mundo, se había encontrado con un gemelo suyo proveniente de un universo paralelo —en un sorprendente estado de decrepitud— y lo había visto morir a manos de un hombre invisible. Tales sucesos le obligaban a creer en más cosas de las que su cerebro estaba dispuesto a aceptar en tan corto período de tiempo.

El pitido de la tetera interrumpió sus pensamientos. Corrió a retirarla del fuego medio arrepentido de haberla puesto a calentar, rogando para que aquel nuevo escándalo no despertara a su mujer. De repente ya no le parecía tan urgente aquella infusión nocturna… Fue entonces cuando reparó en que sobre la mesa había tres tazas que él no había colocado allí. Las observó con expresión estúpida, preguntándose si, por alguna absurda razón, Jane las habría puesto antes de irse a dormir. Sin embargo, juraría que no estaban cuando entró a preparar la tetera. Y eran tres. Entonces el cajón de los cubiertos del aparador se abrió parsimoniosamente, y tres cucharillas flotaron hacia la mesa, aterrizando grácilmente junto a las tazas.

—¿Bertie? —La voz de su mujer le llegó desde el piso de arriba.

—¡Jane, no se te ocurra…!

Antes de que pudiera terminar la frase, un cuchillo se alzó desde el fregadero y voló hasta su garganta, dibujando en el aire el mismo arco que trazaría un salmón remontando la corriente. Eso ya no le sorprendió. Clayton se lo había advertido: tarde o temprano todos deberían reanudar su duelo con el hombre invisible.

—Oh, dejemos que tu adorable mujercita desayune con nosotros, George —dijo la voz que infectaba sus pesadillas desde hacía días—. ¿Por qué crees que he puesto tres tazas?

Con el cuchillo pegado al cuello y la espalda arqueada sobre la encimera de la cocina, Wells oyó los pasos de su esposa bajando la escalera. Entró en la cocina aún medio dormida, en camisón y con el cabello sobre la cara.

—¿Qué haces, querido? ¿Por qué no subes? —preguntó antes de reparar en la extraña postura de su marido, en la palidez de su rostro y en el cuchillo que apuntaba a la garganta y que nadie parecía sostener. —Oh, Bertie… —balbució—. Está aquí…

—Buenos días, señora Wells —dijo el cuchillo, separándose del cuello de su marido y flotando hacia ella—. Es un auténtico placer volver a verla.

Jane tragó saliva, sin dejar de mirar el revoloteo de la hoja.

—Y ha tenido el detalle de bajar sin sus agujas para el pelo…, no sabe cuánto me alegro. —Una silla se separó de la mesa—. Siéntese aquí, señora Wells, tenga la bondad.

Jane obedeció, y una vez se sentó, Wells observó cómo una mano invisible le recogía el cabello a la espalda, dejando a la vista su hermoso cuello, donde al segundo siguiente se posó el cuchillo. El filo de la hoja provocó en su mujer un escalofrío.

—¡No le hagas daño, maldito hijo de…! —gritó Wells, a punto para correr hacia ella.

—¡Quieto! —ordenó la voz—. No me obligues a volver a mataros, George. Ya lo he hecho demasiadas veces y, la verdad, comienza a resultarme de lo más aburrido.

Wells observó con angustia el rostro de su mujer que, con los labios apretados, mostraba esa expresión de forzada firmeza de quien trata de controlar desesperadamente el pánico. El escritor intentó hablar con serenidad, aunque la voz que surgió de su garganta se pareció más a un gemido lastimero:

—Por favor…, te lo suplico. Estás cometiendo un terrible error. No tenemos lo que buscas.

—¿Un terrible error? —Una risa viscosa como un goterón de tinta se diluyó en el aire, oscureciéndolo—. No, George, sé que tienes escondido el libro en alguna parte. La anciana te lo entregó. De eso no tengo ninguna duda. Un H. G. Wells escribió El mapa del caos. Cuando le asesiné, su mujer me lo arrebató, y después se lo volvió a entregar a otro H. G. Wells, completando el círculo de una manera magistral; al menos eso debo reconocérselo.

—¿Qué? —parpadeó Wells, confuso.

—No me hagas perder la paciencia, George —le reprobó la voz—. Te advierto que ya no me queda demasiada.

—¡No sé de qué demonios hablas! —aulló Wells, rojo de ira.

—Mientes —susurró el Villano—. Y no sabes cuánto lo lamento.

La punta del cuchillo pinchó la piel de Jane, arrancándole un gemido. Una brillante gota de sangre resbaló por su cuello, zigzagueando como un riachuelo por una ladera.

—Por favor, no, por favor… —suplicó Wells—. Te juro que no tengo ese maldito libro…

—¿De verdad? —La punta del cuchillo reptó por el cuello y la mejilla de su mujer, y empezó a bordear amenazadoramente su ojo derecho—. Muy bien. Llevo mucho tiempo esperando este momento. Quiero que tu mujercita experimente el terrible dolor que se siente cuando te sacan un ojo.

—¡Para, para! —aulló Wells—. ¡De acuerdo, tú ganas! ¡Te diré dónde está el libro!

—¡No, Bertie…! —farfulló Jane con un hilo de voz—. Nos matará igualmente…

—Eres una mujer tan inteligente como bella, querida —siseó el hombre invisible en su oído—. Tal vez os mate de todos modos, sí. Pero, Jane, déjame decirte que hay muchas formas de morir…

Wells dio un paso hacia delante, con las manos extendidas en un ademán de rendición.

—¡El libro está en la Cámara de las Maravillas!

El cuchillo se detuvo.

—¿Y qué demonios es eso? —gruñó la voz.

—Te llevaré allí… —dijo Wells—, cuando me cuentes quién eres y por qué es tan importante ese libro.

Detrás de la cabeza de Jane, el silencio titubeó durante unos instantes.

—¿No te lo explicó la anciana cuando te lo entregó? —preguntó el Villano con suspicacia—. Me cuesta creerlo, George…

Wells dedicó una mueca de infinito cansancio al vacío que palpitaba detrás de su mujer. Luego se encogió de hombros.

—Ninguna anciana me entregó ningún libro… ¿Por qué iba a seguir mintiéndote? Pero sé dónde está. Eso es lo único que sé, aparte de que cuando consigas el libro nos matarás. Así que no voy a suplicarte por nuestra vida. Solo te pido dos cosas: que no nos hagas sufrir, y que nos otorgues el derecho de saber por qué morimos…

El cuchillo pareció reflexionar.

—De acuerdo, George —ronroneó la voz—. Pero si lo que pretendes es ganar tiempo, te advierto que no va a servirte de nada. ¡Tengo todo el tiempo de todos los mundos en mi poder! —De repente, el cuchillo rasgó el aire, separándose del rostro de Jane como si la criatura hubiese abierto los brazos en un ademán teatral—. ¿Quieres saber quién soy? —gritó con voz estentórea—. ¿De verdad quieres saberlo? ¡Soy el ser más poderoso de toda la Creación! ¡Soy el epílogo del Hombre! Cuando el universo llegue a su fin, tan solo yo permaneceré… reinando sobre vuestras malditas tumbas. ¡Mi nombre es Marcus Rhys y soy el dios del Caos!

Y empezó a contarles su historia.