Una ventosa tarde de finales de febrero de 1900, cuando Wells se sintió lo suficientemente recuperado para caminar sin marearse, la pareja acudió a Arnold House con la intención de entregar el libro a sus gemelos de aquel mundo. Jane lo llevaba en un pequeño bolsito de seda bordada, que apretaba contra su pecho con una mano mientras con la otra se sujetaba la capa para que el viento no se la arrebatara. Plantados ante la gran verja de entrada, tocaron la campanita varias veces, pero nadie acudió a abrirles. Aplastándose el sombrero contra el cráneo, Wells lanzó una maldición. El viaje en carruaje hasta allí les había molido los huesos, ¿y todo para nada? ¿Dónde estaban sus gemelos? La nota que les habían enviado dejaba muy claro la hora de su visita. Estaban a punto de volverse por donde habían venido cuando vieron llegar el carruaje de la pareja.
—¡Profesor Lansbury, señora Lansbury, les ruego que disculpen nuestra tardanza! —exclamó el joven Wells al apearse del coche y descubrirlos en la entrada, sujetándose los sombreros y las capas.
Las dos parejas se saludaron efusivamente, pues llevaban sin verse desde que el joven matrimonio Wells se había mudado a Sandgate en busca de un aire más revitalizante para sus pulmones.
—Lamento muchísimo el retraso. La excursión a Dartmoor que teníamos fijada para hoy se ha alargado un poco más de lo previsto, pues de regreso hemos tenido un pequeño susto —explicó el gemelo de Wells—. Nuestro amigo, el millonario Gilmore, y su prometida han estado a punto de sufrir un accidente al salirse de la carretera el Mercedes en el que viajaban, uno de esos automóviles modernos… Por fortuna, Gilmore consiguió dominar ese cacharro del demonio.
—Cuánto me alegro —comentó un poco espantada Jane.
Le pidieron al cochero que los había llevado hasta allí que aguardara, con la vaga promesa de una taza de caldo, y los cuatro se internaron por el jardín que conducía hacia la casa. Durante el recorrido, Wells reparó en que su gemelo le estudiaba de soslayo, y recordó cuánto le había costado trabar amistad con él en sus tiempos de profesor, pues siempre que le dirigía la palabra, parecía encogerse sobre sí mismo, como si le hubiera asaltado un repentino dolor de estómago, y tras cruzar un par de frases para no mostrarse descortés, alegaba tener algún asunto urgente y acababa huyendo de su lado. Tal vez el pobre muchacho sufriera los efectos de hallarse ante sí mismo. Por suerte, con el tiempo, la inevitable afinidad que existía entre ambos había cristalizado en un afecto que había mitigado cualquier aprensión que sintiera el joven hacia su extravagante profesor. Y ahora aquel doble suyo le observaba a hurtadillas, tratando de disimular la piedad que le inspiraba su vacilante caminar. Era evidente que le asombraban los aparatosos estragos que los últimos seis años habían causado en su cuerpo. Pero qué quería. Él también envejecería. En su rostro florecerían exactamente aquellas arrugas que ahora miraba con lástima y su altanera espalda se encorvaría del mismo modo. Y como todos, cuando cayera el telón abandonaría el escenario, ya fuera entre abucheos o aplausos.
Tras entrar en la casa, la gemela de Jane se refugió en la cocina para preparar el té, y su marido les guió al saloncito. Allí les invitó a tomar asiento alrededor de la mesa mientras él encendía la chimenea. Cuando llegó con el té, Jane empezó a servirlo con unos movimientos diligentes que inundaron a la anciana de melancolía. ¿Cuánto hacía que ella no mostraba en sus quehaceres aquel brío tan familiar? De pronto, un golpe atronador interrumpió sus reflexiones. Todos dieron un respingo.
—Qué raro, ¿no habías arreglado la ventana del desván, Bertie? —preguntó Jane, observando con suspicacia el techo.
—Así es, querida. Ayer mismo. Pero se ve que soy más ducho escribiendo novelas que arreglando ventanas —bromeó, pero como nadie le rió la gracia, enseguida preguntó—: Eh… Y bien, profesor, ¿cuál es ese asunto tan urgente que les ha traído hasta aquí esta desapacible tarde?
Wells cruzó una significativa mirada con su mujer y luego se aclaró la garganta. Había llegado el momento de demoler la tranquila existencia de sus gemelos.
—Bueno, se trata de algo que desearíamos no tener que contaros, porque somos conscientes de que lo que vamos a revelaros cambiará vuestra vida para siempre. Y me temo que no para bien —anunció con voz grave—. Pero desgraciadamente no tenemos elección.
—He de reconocer que sabe cómo llamar la atención de su audiencia, profesor —comentó divertido el joven Wells—. Habría sido un gran novelista.
El anciano le agradeció el cumplido con una mueca de amargura, y a continuación le propinó un sorbo a su taza, tratando de ganar un poco de tiempo. Desde que decidieron realizar aquella visita, no había dejado de darle vueltas al mejor modo de empezar su historia, y había concluido que ante todo debía decirles quiénes eran, porque si no le creían, sería inútil continuar con las explicaciones. Así pues, se irguió al máximo en el asiento y les mostró su mejor perfil.
—Mírame, George, y tú también, Jane. Miradme detenidamente. Mirad debajo de todas estas arrugas y de mi barba. Mirad sobre todo mis ojos, leed en ellos. Y no descartéis ninguna posibilidad.
Sorprendidos ante aquella petición, la pareja se inclinó sobre la mesa y estudió el rostro del anciano con detenimiento, entornando exageradamente los ojos, como un orfebre que examina un diamante. Al cabo de varios segundos, el gemelo perdió la paciencia.
—¿Adónde quiere llegar, profesor? —inquirió con una sonrisa burlona.
Decepcionado ante las escasas dotes de observación de su doble, Wells sacudió la cabeza y se concentró en la muchacha.
—¿Qué ves, Jane? ¿Cómo me imaginarías con treinta y cuatro años? —le preguntó, aludiendo a la edad que su gemelo tenía en aquel momento.
La muchacha adoptó una expresión de seriedad y trató de llevar a cabo el ejercicio de imaginación que le pedía el anciano: cepilló de arrugas su rostro, le afeitó la barba, le tapizó con pelo las entradas de la frente y sustituyó su mirada cansada por la de un joven lleno de fe en la vida. El resultado le hizo fruncir el ceño. Al ver su expresión, el anciano sonrió con dulzura.
—Sí, Jane —le dijo—, no te resistas a escuchar lo que tu mente intenta decirte. Es justamente lo que estás pensando.
—¡Pero lo que estoy pensado es absurdo! —exclamó al borde de la hilaridad.
—No lo es, mi querida muchacha —la contradijo el profesor—. Es exactamente eso.
—Pero ¿qué es absurdo? ¿Y qué demonios has pensado, Jane? —preguntó su gemelo sin comprender.
—Henry Lansbury es un nombre falso —reveló entonces Wells, observando al joven con gravedad—. Mi verdadero nombre es Herbert George Wells. Y soy tú, aunque con algunos años más, como puedes ver. —Señaló a su esposa—. Y ella no es la señora Lansbury. Es Amy Catherine Robbins. Mi mujer, y la tuya. Porque somos vosotros.
La pareja intercambió una mirada de perplejidad y luego volvió a examinar a los ancianos que, cogidos de la mano, parecían posar para un retrato. Unos segundos después, la muchacha balbució:
—Dios santo… ¡Pero es imposible!
—No si creéis lo que voy a contaros —dijo Wells.
Y con voz tranquila, consciente del delirio que supondría a sus gemelos todo aquello, empezó a relatarles su historia, una historia que ustedes ya conocen de sobra. Les habló de su mundo de origen, el cual describió con breves pincelas, de la inevitable extinción del universo, de cómo habían llegado a aquel mundo en 1858 a través de un agujero mágico, de los años que habían pasado en Oxford junto a Dodgson, de la desaparición del perro y de la propagación del virus que había viajado en su sangre, de su don observador, del exterminio de los cronotémicos y del motivo por el que habían escrito El mapa del caos, el libro que contenía la clave de la salvación de aquel mundo y de todos los que pudieran imaginar. Los gemelos le escuchaban sin interrumpirle, oscilando entre la estupefacción y el pavor. Cuando Wells terminó, un silencio espeso se asentó en el saloncito. Al rato, tras carraspear ruidosamente, el joven Wells dijo:
—¡Santo Dios…! Los cronotémicos, los Ejecutores, los mundos paralelos… Parece una de mis novelas de fantasía.
—Ojalá lo fuera. —Wells suspiró—. Pero cuanto te he contado es real, George, te lo aseguro.
El gemelo miró a su esposa, se mordió los labios y volvió a hablar:
—No se ofenda, profesor, pero nos está pidiendo que creamos en un montón de cosas imposibles basándose en la única prueba del… ligero parecido físico que existe entre nosotros.
Wells suspiró decepcionado, a pesar de que ya sabía que no iba a resultarle fácil convencerlos, en especial a su gemelo, quien, como no podía ser de otro modo, era tan testarudo como él. Estaba a punto de responder cuando una voz cargada de maldad sonó a sus espaldas:
—¿Y qué os parecería un auténtico cronotémico como prueba?
Alarmados, los cuatro se volvieron hacia la entrada del salón, de donde provenía la voz. Y lo que allí vieron les hizo levantarse de sus sillas de un salto. Junto a la puerta del saloncito, observándolos con una sonrisa maliciosa, había un hombre transparente. Vestía un sencillo traje oscuro y poseía una complexión atlética, pero lo más inquietante era que a través de la gasa de su carne apreciaban todo lo que había a su espalda: la puerta, el pasillo en penumbra, los cuadros de las paredes… Con una mueca burlona, el extraño se dejó admirar unos segundos, y luego caminó hacia ellos con los andares elásticos y arrogantes con que un depredador se acercaría a su presa. Wells y Jane lo reconocieron de inmediato y se tomaron inconscientemente de la mano. Cuando la aparición llegó hasta el grupo, todos repararon con pavor en la extraña pistola que empuñaba: el cuerpo era metálico y la culata de madera, y aunque el cañón se veía demasiado fino en comparación con el resto, no dejaba de ser un arma que despachaba muerte.
—¿Quién demonios es usted y qué hace en mi casa? —inquirió el joven Wells, procurando que no le temblara la voz.
La criatura chasqueó la lengua, manifestando su desilusión.
—Mi querido George, en cualquier otra ocasión, cansado de oír siempre el mismo saludo por tu parte, te habría dicho: «¿Tanto te cuesta recordarme? Me llamo Marcus Rhys, y he venido a matarte, como siempre» —le reprochó en tono de disgusto. El joven palideció—. Sin embargo, ahora comprendo por qué nunca me recuerdas. Ahora lo comprendo todo. —Sonrió con ferocidad a su sobrecogida audiencia. Luego, dirigiéndose al anciano, añadió—: Así que, si no le he entendido mal, profesor, no soy un Homo temporis, sino solo un desdichado, infectado por un virus que usted mismo diseñó en otro universo. Por lo tanto, sería más apropiado que dijera: «Me llamo Marcus Rhys, y he venido a matarte, como a muchos de tus gemelos en otros mundos», ¿no es cierto, profesor?
El Wells Observador no dijo nada. Era evidente que Rhys había escuchado toda la conversación oculto tras la puerta —recordó el ruido de la ventana y dedujo que debía de llevar un buen rato allí—, y ahora sabía cuanto había que saber sobre su propia naturaleza y la del universo. Con todo, no parecía que esa información hubiera cambiado lo más mínimo sus malvadas intenciones. La criatura se había colocado estratégicamente ante la mesa, arrinconándolos contra la pared del fondo, y mientras les apuntaba con aquella extraña pistola, paseó una mirada demente por el paralizado grupo, hasta detenerla en la gemela de Jane, que era quien desafortunadamente se encontraba más cerca de él.
—Me alegro de haber traído conmigo la Walther semiautomática que conseguí en mi último viaje —declaró de pronto, alzando el arma con orgullo, y provocando que todos pegaran un respingo—. Es la pistola estándar que la Wehrmacht utilizó en la Segunda Guerra Mundial, un arma bastante rudimentaria en comparación con mi rifle de rayos calóricos, aunque ese lo perdí luchando contra un Tyrannosaurus rex. De todos modos, y a pesar de que nada me gusta más que arrebatarte la vida con mis propias manos, George, tendré que usarla, pues parece que esta tarde tengo más trabajo del habitual. Porque me temo que tendré que matarles a todos… —se disculpó con fingido apuro— después de destruir ese libro que usted ha escrito, profesor, y que puede arrebatarme mi don.
—Lo que usted tiene no es ningún don, señor Rhys. Solo es una terrible enfermedad —replicó el anciano, intentando que su voz sonara lo más persuasiva y calmada posible—. Y si no le ponemos remedio, acabará destruyéndole, como a todos los cronotémicos. Antes o después, sus moléculas se esparcirán en el vacío sin dejar rastro, si es que el universo no explota antes.
—Entiendo —dijo Rhys con un punto de melancolía. Dedicó unos instantes a reflexionar sobre el asunto, y luego añadió—: Pero ¿sabe una cosa, profesor? No le creo. ¿Destruirme? Al contrario… Tal vez a otros infelices les suceda eso, pero a mí no. A mí su virus me ha hecho inmortal… Me ha convertido en una especie de dios que está más allá de la existencia de cualquier universo. No me importa si soy una especie superior o un vulgar enfermo. Sea lo que sea, quiero seguir siéndolo. ¡Mi poder es maravilloso! Y ahora que lo comprendo plenamente, y que gracias a usted he descubierto que vivimos en un multiverso donde todo es posible, imagine las cosas que podría hacer. ¡Podría seducir a madame Bovary, beberme la pócima del doctor Jeckyll, hundir el arca de Noé con un misil…! Estoy seguro de que sería capaz de llegar a los mundos más lejanos y fantásticos… Tal vez incluso saltar a multiversos vecinos antes de que este estalle… Y muy pronto seré la criatura más poderosa de la Creación. ¡Seré la Muerte Invisible! ¡El dios del Caos! ¡Y no pienso permitir que ningún estúpido libro me lo impida! —concluyó con un alarido brutal, salvaje.
Durante unos segundos, el Villano permaneció jadeando ruidosamente, con la mirada perdida, tal vez extraviada en los tenebrosos pasadizos de su propia locura. De pronto, volvió a fijarla en el anciano.
—Deme el libro, profesor —le ordenó con sorprendente tranquilidad—, para que pueda arrojarlo a la chimenea como si nunca hubiese existido.
Wells negó con la cabeza, apretando con fuerza la mano de Jane. No pensaba entregarle el libro. Contenía la clave de la salvación del universo y además… era el trabajo de un año entero.
—¿No? —dijo Rhys, teatralmente decepcionado—. Estoy seguro de que puedo hacerle cambiar de opinión.
Y con un movimiento increíblemente rápido, tomó a la gemela de Jane por el cabello, le aplastó la cabeza contra la mesa y le colocó el cañón de la pistola en la sien. Su gemelo hizo amago de intervenir, pero la amenazadora sonrisa de la criatura lo disuadió, y el joven se limitó a contemplar la escena tan impotente como la pareja de ancianos.
—No hagas tonterías, George: los dos sabemos que no eres ningún héroe. Mejor ayúdame a convencer a tu viejo profesor. Dile que me entregue el maldito libro o la mataré.
El joven obedeció de inmediato. Se volvió hacia el anciano y le suplicó:
—¡Déselo, profesor, por el amor de Dios!
Wells lo miró con infinita lástima. Aquello no le salvaría la vida, ni a la muchacha ni a ninguno de ellos. Haciendo honor a su apodo, el Villano los mataría y luego quemaría el libro, o quemaría el libro y luego los mataría, el orden era lo de menos. Él lo sabía mejor que nadie.
—Ese libro es lo más valioso que existe ahora en este mundo. ¿De verdad me cree tan idiota como para llevarlo encima? —improvisó, dirigiéndose a la criatura.
—Pues lléveme hasta donde demonios se encuentre, antes de que pierda la paciencia. Quizá a todos nos venga bien tomar un poco el aire —masculló el Villano, siseando como una serpiente a punto de morder a su presa.
Wells miró a la gemela de Jane, que permanecía con el rostro brutalmente aplastado contra la mesa bajo la mano translúcida de la criatura, e intentó ganar tiempo:
—Señor Rhys, escúcheme, podemos llegar a un acuerdo. Si deja que el universo se salve, le prometo que hallaré el modo de que el virus permanezca en su organismo. Después de todo, fui yo quien lo sintetizó. De ese modo, usted sería la única persona del multiverso con el poder de…
El Villano estiró su brazo armado en dirección al joven Wells, que sin saber cómo se encontró frente al cañón de la pistola, y apretó el gatillo sin ni siquiera mirarlo. El gemelo se desplomó sobre el suelo con la cabeza destrozada. Rhys sonrió y liberó entonces a la muchacha, quien, medio aturdida por lo que acababa de suceder, se arrodilló y tomó el desmadejado cadáver de su amado entre sus brazos. Por suerte, la pareja anciana no pudo ver la trágica estampa que compusieron. Desde donde ellos estaban, solo atisbaban la nuca de la muchacha, que empezó a temblar al compás de sus sollozos. Allí fue donde el Villano apuntó su pistola.
—¿Me toma por idiota, profesor? —dijo con apatía, como si todo aquello empezara a aburrirle—. Esta vez la mataré a ella a menos que me diga dónde está el libro.
Wells apretó la mano de Jane con fuerza, mientras balbucía para sí:
—Lo siento, lo siento…
El Villano sacudió la cabeza, visiblemente descontento ante su tozudez, y apretó el gatillo. El ánima de la pistola escupió un destello azulado. No vieron dónde impactó la bala, pero los sollozos de la muchacha se interrumpieron de repente. Rhys contempló los frutos de su maldad sin demasiado interés, y sonrió a la pareja de ancianos.
—Cada vez quedamos menos.
—Maldito hijo de perra —farfulló Wells, sintiendo cómo la rabia le incendiaba la garganta—, espero que pagues por todos tus crímenes.
—Lo dudo mucho, profesor. —La criatura sonrió—. Bien, ha llegado el momento de pinchar donde duele —anunció, y apuntó a la anciana con el arma.
Ver amenazada a Jane bastó para que Wells perdiera todo su aplomo y dejaran de importarle la destrucción del libro y la del propio multiverso. Se dispuso a tomar el bolso de su mujer, pero ella lo apretó contra su pecho. El Villano comprendió.
—Ah, así que es ahí donde lo lleva. Entonces usted ya no me sirve, profesor. —La pistola barrió el aire hasta apuntar a Wells—. Esto es entre su adorable esposa y yo.
Wells observó el arma que lo encañonaba y después miró a Jane. Se le partió el alma al ver cómo el miedo desencajaba su rostro y las lágrimas le humedecían las mejillas. Le ofreció una sonrisa de ternura que los labios de Jane enseguida reflejaron. No necesitaban palabras. Durante los años compartidos habían aprendido a hablarse con los ojos, así que Wells dejó que todo lo que sentía por ella le desbordara las pupilas. Había sido una vida extraña, una aventura digna de ser contada, y le había gustado vivirla junto a ella, la mejor compañera que habría podido tener en el camino hacia el Conocimiento Supremo. «Te amo, te amo de todas las maneras posibles e imposibles de imaginar», le dijo en silencio; y ella le respondió lo mismo… aunque Wells sintió que lo decía desde muy lejos. Observó con atención aquel rostro tan amado, y le pareció que ya no estaba allí, frente a él, sino que era un recuerdo. Reparó entonces en las pupilas de su mujer, veladas por una especie de mareo, y comprendió lo que estaba a punto de pasarle, pues conocía de sobra aquellos síntomas. Al ver la expresión de Jane supo que ella también había comprendido, y con una última sonrisa henchida de orgullo y de ánimo se despidió de ella, deseándole toda la suerte del mundo. Entonces se volvió hacia el Villano, que en ese preciso instante —solo un segundo después de que Wells se volviera hacia su mujer, pues solo un segundo habían necesitado para decirse todo lo que acabo de contarles— apretaba el gatillo. Wells recibió la bala en pleno corazón, allí donde guardaba su amor a Jane, que empezó a derramarse mientras el mundo se oscurecía.
Jane reprimió un gemido cuando el hombre que amaba se derrumbó a sus pies. Agradeció que el vértigo que la embargaba le enturbiara la vista lo suficiente para no ver la expresión de su rostro. No quería que ninguna imagen sustituyera la última mirada que su Bertie le había dedicado, aquella mirada cuyo recuerdo necesitaría para afrontar el oscuro destino que se cernía sobre ella. Alzó la cabeza y enfrentó la pistola del Villano. Con todas sus fuerzas, apretó el bolso contra su pecho para no perderlo durante el salto. El gesto pareció divertir a Rhys: estaba convencido de que no le supondría ningún esfuerzo arrancarlo de sus manitas muertas.
—Adiós, Marcus —se despidió la anciana.
—Adiós, señora Lansbury. —El Villano sonrió cortésmente.
Y apretó el gatillo. Pero la bala nunca alcanzó a Jane. Sin nada que la frenara, atravesó el aire y se estrelló contra el cristal de una de las fotografías que colgaban de la pared, justo la que se encontraba a la altura del corazón de la anciana. Al recibir el impacto de la bala, el cristal se resquebrajó, y ya no resultó tan fácil ver a Wells y a su esposa subidos a aquella barquita, él remando sonriente y ella sentada a su espalda, mirándole con infinito afecto, como si el mundo no fuera más que lo que podían ver y tocar, y tuvieran toda la vida para disfrutarlo juntos, siempre juntos.
El Ejecutor 2087V acabó de leer y dejó los papeles sobre la mesa. Permaneció inmóvil, y su hierática figura, que había sido modelada con la primera oscuridad que envolvió el mundo, se hizo una con las sombras.
Al poco, oyó cómo una llave hurgaba con torpeza en la cerradura de la puerta de entrada, pero no se movió. Se limitó a seguir los movimientos de su víctima con sus sensores auditivos: la oyó abrir la puerta, encender el candil que estaba junto a la entrada, dirigirse despacio hacia la cocina, abrir la despensa y guardar su exigua compra, y finalmente le llegó el canturreo de sus débiles pasos subiendo la escalera que conducía a la planta superior, donde se encontraba el dormitorio y el pequeño gabinete, con la muerte dentro. Después de remontar la escalera, los pasos se dirigieron hacia el dormitorio, pero de repente se detuvieron. El Ejecutor comprendió que el latente acababa de reparar en la puerta entornada del gabinete. Hubo unos segundos de silencio, en los que el despiadado asesino percibió en sus circuitos el miedo de su víctima. ¿Había cerrado la puerta de su despacho o la había dejado así?, estaría pensando, paralizada en mitad del pasillo. Entonces oyó de nuevo sus pasos, más lentos si cabe, acercándose con cautela hacia donde él se hallaba, disuelto en la negrura. Una línea de claridad se filtró en el gabinete cuando su víctima se detuvo ante la entrada. Pese a que fue un sonido casi inaudible, el Ejecutor oyó que apoyaba una mano en la puerta y la empujaba despacio, permitiendo que el resplandor del candil esculpiera uno a uno, casi por orden alfabético, los muebles del gabinete, incluida la enorme silueta que la esperaba sentada en la silla. El Ejecutor se levantó entonces, alto y oscuro como un arcángel de la muerte, y víctima y verdugo se miraron durante unos segundos, reconociéndose. El Ejecutor acarició su bastón casi imperceptiblemente, cuando la señora Lansbury dijo:
—Ya que ha entrado en mi casa de esta forma, espero que al menos tenga la amabilidad de tomar una taza de té conmigo antes de matarme.