Durante los días siguientes, la pareja se entregó a la gesta de diseñar un plan con el que salvar dos universos y, de paso, cambiar la nefasta opinión que los habitantes de su mundo tendrían de H. G. Wells. O viceversa. Comenzaron estudiando atentamente el botín de conocimientos e imágenes que el biólogo había expoliado de la mente del Ejecutor, al menos todo lo que este podía recordar o expresar en palabras. Al parecer, aquella siniestra matanza llevaba tiempo sucediendo —calcularon que el equivalente a unos diez años de su universo adoptivo—, y el hecho de que ellos hubieran tardado tanto en tropezarse con un Ejecutor ponía de manifiesto, lo quisieran o no, la inmensidad de ese universo, su naturaleza infinita. ¿Y cómo podrían los científicos del Otro Lado erradicar una epidemia que afectaba a infinitos mundos? No podían. Esa era la cuestión. A no ser que alguien les mostrara el camino hacia el contagio cero, de modo que pudieran segarla de raíz.
En su ojeada a la mente del Ejecutor, Wells había descubierto que aquellos asesinos podían saltar entre mundos gracias a los bastones que portaban, cuyas empuñaduras ostentaban la estrella del caos. Según parecía, dichos artilugios les permitían perseguir a los cronotémicos de escenario en escenario, excavando túneles en el hiperespacio que luego cerraban sin provocar ninguna cicatriz en el tejido universal. Pero lo más importante era que los bastones podían fijar su destino mediante un complicado cálculo de coordenadas a partir de las estelas moleculares que dejaban los cronotémicos. En otras palabras: los Ejecutores podían viajar a cualquier punto del universo, siempre que un infectado les dejara suficientes migas de pan en el camino. Y probablemente también podrían hacerlo si alguien les dibujaba un mapa de coordenadas matemáticas que sus bastones fueran capaces de interpretar.
—¡Un mapa que guiara a cualquiera de ellos, desde el mundo en el que se hallara, hasta el lugar y el momento del contagio cero! —exclamó Wells con entusiasmo—. O mejor aún, hasta un minuto antes… para evitarlo.
—¿Y quién sería capaz de dibujar ese mapa? —preguntó Jane cándidamente.
Conocía perfectamente bien la respuesta, pero ofreció a su marido el placer de pronunciarla. Wells sonrió por primera vez en mucho tiempo. Una sonrisa luminosa, esperanzadora. Quizá ingenua, pero qué importaba.
—Alguien con los conocimientos matemáticos suficientes —respondió ufano—. Alguien que todo lo viera y todo lo oyera, aunque no quisiera.
Así que, rebosando entusiasmo por todos sus poros, Wells desempolvó los viejos pasatiempos con los que Dodgson y él se habían entretenido en Oxford, y los extendió sobre la mesa. No obstante, le bastó echar un vistazo a aquellas páginas atestadas de fórmulas, ecuaciones y diagramas para que el alma se le cayera a los pies: aquellos garabatos pretenciosos no habían sido más que meros juegos intelectuales, unas filigranas tan brillantes como huecas, absolutamente teóricas, pensadas sin el menor sentido de la utilidad… Ahora, sin embargo, para descubrir si en su esencia había algo de verdad, se veía obligado a aplicarlas a un problema real y de una magnitud inimaginable. Tenía que dibujar un mapa, el mayor mapa de todos los tiempos y de todos los mundos, un mapa que resumiera el infinito en un simple cálculo de coordenadas, un mapa que redujera el universo entero a una sencilla ecuación… No sabía si tal empresa era posible. Y si lo era, tampoco estaba seguro de querer demostrar que la existencia era un espejismo trenzado con los etéreos mimbres de las matemáticas, una de las materias que más le aburrían. Pero no parecía que tuviese demasiadas alternativas, así que debía intentarlo.
Comenzó a trabajar día y noche en aquel mapa que, si estaba en lo cierto, permitiría a cualquier Ejecutor viajar a las coordenadas exactas del contagio cero desde cualquier punto del multiverso. Decidió llamarlo El gran mapa matemático del inexorable caos. A Jane se le antojó un nombre algo pomposo, pero Wells se mostró inflexible: si aquella iba a ser su obra magna, con la que pasaría a la historia como el Salvador de la Humanidad, el título debía reflejar la grandeza de la misma.
La titánica empresa no tardó en absorberlo, y Jane tuvo que volver a cuidar de su esposo como en los peores tiempos: vigilar que comiera, que se aseara y que durmiera las horas necesarias, aparte de avivar su entusiasmo cada vez que este amenazaba con extinguirse. Tal dedicación les obligó a sacrificar también sus veladas frente a la chimenea. De hecho, no habrían podido mantenerlas aunque hubiesen querido, pues al caer la noche, Wells se hallaba tan agotado que empleaba sus últimas fuerzas en arrastrarse hasta la cama.
Y mientras él permanecía encerrado en su despacho, lidiando con fórmulas que se contradecían, realizando comprobaciones que anulaban los cálculos anteriores y maldiciendo la ausencia de Dodgson, Jane se fugaba al coqueto despachito que había acondicionado en una de las habitaciones de la casa, cuando sus labores se lo permitían. Allí, sentada frente a un escritorio donde nunca faltaba un jarrón de rosas recién cortadas, consumía algunas horas del día, intentando que la soledad se le hiciera más soportable. De mutuo acuerdo, habían decidido que ella ayudaría con las revisiones de cada capítulo, donde sería necesaria la visión clara de una mente que no hubiese sido contaminada por el tortuoso proceso del cálculo y la escritura. Entre capítulo y capítulo, se dedicaría a solucionar los no menos importantes aspectos domésticos de la vida diaria, para que Wells pudiera trabajar sin descanso en su obra.
Aquel reparto de tareas obligaba al matrimonio, por primera vez en muchos años, a permanecer tristemente separados varias horas al día. Aunque no sería del todo sincero si no les dijera que, durante esas horas de soledad, Jane también conocía la felicidad. Era cierto que echaba mucho de menos a su marido, pese a encontrarse separada de él tan solo por un tabique, pues la unión entre ambos se había ido estrechando de tal manera que habían acabado por convertirse en un solo ser. Jane sentía la falta de su marido en cada fibra de su ser como una desapacible molestia, como si se hubiera dejado el sombrero y la chaqueta en casa en un día especialmente ventoso. Pero al mismo tiempo, aquella desazón se convertía a veces en una embriagadora sensación de libertad, como si, una vez asumido el inevitable olvido, no le quedara más remedio que correr contra el viento, sintiendo cómo le helaba la cara y le revolvía el cabello.
Su marido, sin embargo, no parecía llevar igual de bien aquella separación forzosa. Desde que su mujer le había dicho que quería montarse un despacho en una de las habitaciones disponibles de la casa, había decidido emplear parte de su tiempo libre, tan escaso como valioso, en averiguar qué hacía ella allí dentro. Las preguntas directas no habían funcionado, pues Jane las respondía encogiéndose de hombros. Tampoco los chistes: «¿Te encierras ahí dentro para dibujar láminas de animales?», le había dicho una vez, sin que ella soltara la risita que siempre le provocaba aquella broma. Jane era una fortaleza inexpugnable, y como torturarla quedaba descartado, Wells había tenido que recurrir a las incursiones por sorpresa. Así había descubierto que se encerraba allí para escribir, lo cual no fue un gran descubrimiento, pues lo habría deducido sin necesidad de entrar. Encerrarse allí para criar conejos, invocar al diablo o bailar desnuda eran posibilidades más difíciles de considerar. Además, una vez ya le había amenazado medio en broma con hacerlo. Pero ahora tocaba descubrir qué escribía.
—Oh, algo sin importancia —respondía Jane, apresurándose a ocultar las cuartillas en el cajón de la mesa, cuya cerradura Wells había tratado de forzar inútilmente—. Ya te dejaré leerlo cuando esté terminado.
Cuándo esté terminado… Aquello era como no decir nada. ¿Y si nunca estaba terminado? ¿Y si por algún motivo decidía no terminarlo? ¿Y si el mundo se terminaba antes? Si eso sucedía, él jamás sabría en qué había ocupado Jane las dos o tres horas del día que pasaba encerrada en su despacho. ¿En un diario? ¿Un libro de recetas, tal vez? No. Si fuese un libro de recetas no se mostraría tan esquiva.
—Una de las cosas que menos me gustan de este mundo es que las parejas tengan secretos entre ellas —comentaba Wells con deliberado dramatismo.
—Pensé que lo que menos te gustaba era que nadie hubiera inventado todavía la navaja de afeitar eléctrica —bromeaba ella. Y sin dejar de hablar, lo tomaba del brazo y lo conducía hacia la puerta, con disimulo para que no notara que lo estaba echando—. Vamos, deja de refunfuñar. Qué más da lo que yo escriba. Es tu obra la que verdaderamente importa, Bertie, así que no pierdas el tiempo espiándome y ponte a escribir.
Y tras ejecutar un encogimiento de hombros para nadie, Wells bajaba a la planta baja y se escondía también en su despacho. Allí contemplaba el mazo de cuartillas que tenía delante, donde se había propuesto consignar todo lo que él sabía, dejar el fruto de todo cuanto había visto. Tomaba la pluma y continuaba su «gran obra», como la había llamado Jane, mientras por la ventana se filtraban los sonidos de la calle y del parque cercano, ruidos de un mundo que discurría envuelto en la plácida satisfacción de creerse único… y a salvo.
Tardó casi un año en terminar el libro que, tras sufrir varias podas que llegaron a alcanzar las altas ramas del título, acabó llamándose simplemente El mapa del caos. Cuando Jane repasó la última de sus páginas y dio el visto bueno a aquella hazaña matemática, en su mundo adoptivo corría el año 1899.
Habían pasado más de cuarenta años desde su llegada, y muchas eran las cosas que habían cambiado desde entonces. La pareja de duendes tenía el aspecto de dos ancianos casi centenarios —aunque Wells acababa de cumplir setenta y un años y Jane sesenta y cinco—, y así era como se sentían: extremadamente viejos y cansados. El último año había sido muy duro para ambos. Durante aquellos meses ni siquiera habían conectado con sus gemelos, pues habían invertido todas sus fuerzas y casi todas las horas del día en la colosal tarea de escribir El mapa del caos. Además, a ninguno de los dos le apetecía comprobar el curso de la epidemia y del cruel exterminio de infectados. ¿De qué les habría servido, más que para aumentar su nerviosismo? Si el fin del mundo llegaba antes de que lograran terminar el libro, ya se darían cuenta, pues dudaban que las explosiones cósmicas que provocaría la colisión entre los infinitos mundos les pasaran desapercibidas. A pesar de todo, lo habían terminado. Y el universo, al menos de momento, seguía intacto.
Wells decidió entonces que la conclusión de la obra que contenía las claves de la salvación del mundo —de aquel y de todos los que pudieran imaginar— merecía una celebración, y ellos un poco de descanso, así que encendieron la chimenea, se sirvieron dos copas —apenas un par de deditos, pues el licor ya no les sentaba tan bien como antes— y se derrumbaron en sus respectivos sillones entre suspiros de gozo y crujidos de huesos. Había llegado el momento de disfrutar de una de aquellas ceremonias mágicas y consoladoras junto al fuego que tanto echaban de menos. Con todo, antes de comenzar acordaron que esa noche solo contactarían con gemelos felices: nada de desdichados que hubieran desarrollado la enfermedad, o que huyeran de los marcianos, del hombre invisible o de cualquier otra amenaza igual de exótica. No, ya habían tenido suficientes aventuras y sobresaltos. Aquella noche vivirían por unas horas la vida anodina aunque apacible de aquellos gemelos suyos a quienes únicamente preocupaba su aburrida existencia, pues, afortunadamente, en un universo de mundos infinitos también existía la posibilidad de llevar una vida normal y corriente.
Pero Wells hizo trampas. No pudo evitarlo. La tentación de echar un vistazo a la vida del paciente cero era demasiado grande. Quería saber cómo había transcurrido su existencia desde que dejara de espiarlo, aunque lo que pudiera encontrar le daba tanto miedo como que Jane le descubriera llevando a cabo aquella pequeña rebeldía. Al principio le costó un poco localizar a su gemelo, pues después de un año sin utilizar su don había perdido algo de práctica, pero finalmente dio con él: aquel Wells era ya un anciano. A continuación pasó hacia atrás las páginas de su memoria y descubrió todo lo que le había sucedido desde la última vez que se había aventurado en su cerebro. Le alegró comprobar que al final de su azarosa vida había alcanzado una relativa calma. Tras unas emocionantes aventuras en la Antártida, donde había perdido dos dedos de la mano derecha, había saltado al universo en el que ahora se encontraba. Allí su enfermedad había entrado en fase latente, lo que le había permitido rehacer hasta cierto punto su maltrecha existencia. Sin embargo, cuando ya creía que los últimos días de su vida consistirían en una sosegada preparación para la muerte, un Ejecutor había encontrado su rastro, y tuvo que pasarse varios meses escondiéndose de él; incluso logró escabullirse en varias ocasiones, gracias a la suerte más que a otra cosa, como aquella vez frente al Royal Opera House. Más adelante cambió de casa, se hizo llamar Baskerville, se buscó otra profesión… Wells no consiguió reprimir una sonrisa al descubrir que había acabado como cochero de Gilliam Murray, quien en aquel universo se hacía llamar Montgomery Gilmore.
En el preciso momento en que se había infiltrado en su mente, el Wells de la cicatriz conversaba con el Wells original de aquel mundo.
—Así que no tiene ninguna cicatriz en su muñeca izquierda… —le estaba diciendo Baskerville—. Sin embargo, tiene una en su barbilla, y yo no.
—Me caí por unas escaleras a los quince años —repuso el otro Wells.
—Ya. En cambio, yo siempre fui muy cuidadoso con las escaleras.
—Me alegro mucho por usted —resopló su joven gemelo.
El Wells Observador rió en silencio desde su sillón frente a la chimenea, todavía con los ojos cerrados. Se sintió inmensamente orgulloso de Baskerville, aquel Wells único como él, no solo porque había conseguido abortar sin ayuda una invasión marciana, sino porque parecía haber llegado a comprender, también sin la ayuda de nadie, la auténtica naturaleza del universo y de su enfermedad… Satisfecho, se despidió de él sin palabras y dejó que aquel mundo desapareciera perezosamente en el agujero mágico del centro de su mente. Entonces abrió los ojos.
Jane permanecía con los ojos cerrados, así que esperó a que despertara observándola con ternura. No sabía qué estaba viendo su mujer, pero debía de resultarle de lo más agradable, a juzgar por la dulce sonrisa que asomaba a sus labios. Unos diez minutos después, Jane abrió los ojos. Wells la recibió con una sonrisa intrigada.
—¿Dónde has estado, querida? Sonreías como una niña subida a un carrusel.
—Oh, he contactado con una gemela joven que estaba empezando a enamorarse de su profesor de biología. —Sonrió evocadoramente al recordarlo—. Como en otros muchos mundos, también en este tenían la costumbre de caminar juntos hasta la estación de Charing Cross para tomar sus respectivos trenes. Pero si la mayoría de tus gemelos aprovechaban el trayecto para conquistar a las mías con su brillante charla, este Wells ha resultado ser mucho más… atrevido. Al pasar junto a un parque cerrado, nos hemos colado dentro y allí, ocultos tras unos setos y bajo la luz de la luna… Oh, Bertie, ha sido maravilloso… —Reparó en que su marido la contemplaba lleno de estupefacción, y decidió que era mejor no recrearse en el episodio—. ¿Y qué has hecho tú, querido?
—Eh… Bueno, me temo que el Wells con el que yo he contactado no ha sido capaz de semejantes hazañas.
Pero por más que hubieran concluido El mapa del caos su trabajo no había terminado. Todo lo contrario, aún les quedaba la parte más difícil: lograr que el libro llegara a las manos de algún Ejecutor. Pero ¿cómo? Aquellos despiadados asesinos no solían pasear por las calles de Londres, oliendo las flores de sus parques o viajando en sus tranvías, ni dejaban ninguna tarjeta de visita con sus señas tras aniquilar a los cronotémicos. Wells y Jane solo podían verlos a través de la mente de aquellos gemelos que estaban siendo perseguidos, y aun así no era posible comunicarse con ellos. Tampoco cabía la posibilidad de que alguno de aquellos asesinos los buscara para matarlos, ya que ellos no eran saltadores; quizá desarrollaran la enfermedad en el futuro, pero también podían no hacerlo. Sin embargo, estaban convencidos de una cosa: en el escenario en el que se encontraban debía de haber como mínimo un Ejecutor inmerso en la persecución de algún infectado, o lo habría en algún momento. Y a cualquier Ejecutor le llamaría forzosamente la atención un libro titulado El mapa del caos, sobre todo si mostraba en su cubierta la misma estrella de ocho flechas que adornaba la empuñadura de su bastón. Solo tenían que conseguir, por tanto, que aquel libro se hiciera lo suficientemente famoso como para aparecer en todos los escaparates y periódicos de Inglaterra durante el mayor tiempo posible. Sí, tenían que conseguir que se hiciera tan popular como la Alicia en el País de las Maravillas de Dodgson o como las novelas de su propio doble, o mejor aún, como las aventuras de aquel detective sabelotodo llamado Sherlock Holmes.
Pero ningún editor quería publicar El mapa del caos, aquel intrincado tratado matemático imposible de comprender, por mucho que contuviera la clave de la salvación del mundo. Tras dos semanas pateándose todas las editoriales de Londres, se dieron por vencidos. Wells tuvo que conformarse con encuadernar su despreciado manuscrito en una lujosa pasta de piel y con estampar en su cubierta una estrella del caos plateada. Había invertido un año de su vida en la absurda tarea de escribir un libro indescifrable, un mapa que solo tendría sentido si unos ojos no humanos se posaban en sus páginas, lo cual parecía harto improbable.
Una vez en casa, colocaron la única copia de El mapa del caos sobre la mesa y se sentaron en sus sillones para intentar encontrar juntos otro modo de hacerla llegar a un Ejecutor. Pero el problema parecía irresoluble.
—Quizá deberíamos cambiar la dirección de la búsqueda —sugirió Jane tras unos instantes de reflexión.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su marido.
—Que en vez de buscar a un Ejecutor para darle el libro, deberíamos dejar que fueran ellos los que lo encontraran. Podríamos buscar a un gemelo nuestro, uno que se hubiera convertido en destructor, y entregarle el libro a él, a la espera de que un Ejecutor lo encontrara.
Wells la miró con sorpresa.
—¿Te refieres a… encomendarle nuestra misión a un gemelo infectado?
Jane asintió, aunque tampoco parecía muy convencida.
—Sí, podríamos hacerlo… —contestó Wells meditabundo—. Pero tendría que ser un cronotémico lo suficientemente activo para atraer a los Ejecutores, uno que no hubiese comenzado todavía su deterioro mental y molecular y que, además, fuera lo bastante joven y sano como para que, así, cuando comenzaran los primeros síntomas de degeneración, pudiera legar su misión a otro gemelo. En resumen: tendríamos que buscar al Gemelo Perfecto. Solo a él o a ella podríamos entregarle el libro sin miedo.
El Gemelo Perfecto. De acuerdo, pero ¿cómo encontrarlo? Podían localizarlo mentalmente en otros universos sin moverse del sillón, claro, pero eso de nada iba a servirles porque no podrían comunicarse con él. Y si, por un casual, ese gemelo saltaba al mundo donde ellos se hallaban, le perderían el rastro nada más llegar, pues no podían infiltrarse en la mente de ningún doble que pisara el mismo escenario que ellos. Así que tendrían que buscarlo por todo Londres, pues dudaban que el pobre infeliz esperara sin moverse en el sitio donde hubiera aparecido hasta que ellos llegaran. Y eso suponiendo que cayera en el mismo lugar del que había partido, pues siempre cabía la posibilidad de que fuera succionado por alguna Coordenada Maelstrom y regurgitado en el Himalaya, el desierto del Sahara o cualquier punto del planeta igual de remoto…
—¡Las Coordenadas Maelstrom! —exclamaron al unísono, cuando ambos recibieron al mismo tiempo la luz del Conocimiento Supremo.
¿Cómo no se les había ocurrido antes? No tenían que dedicar sus días a deambular a ciegas por la ciudad. Bastaba con esperar frente a uno de aquellos remolinos hasta que un gemelo cronotémico fuera arrojado a su mundo, y con cruzar los dedos para que se tratara del Gemelo Perfecto. Entonces le entregarían el libro, explicándole que allí se encontraba la clave de su salvación y la del universo entero. Esperaban convencerlo sin demasiados problemas. Después de todo, se suponía que a nadie conocían mejor que a sus propios dobles. Sería como convencerse a sí mismos, o al menos confiaban en que así fuera. De todos modos, ya se preocuparían de eso luego. Lo primero era traer a uno de sus gemelos del más allá.
—Me temo, querida mía, que tendremos que convertirnos en adeptos al espiritismo —dijo Wells.
Y ambos sonrieron, recordando la piedad con la que habían mirado a quienes acudían a las sesiones espiritistas para hablar con sus familiares muertos.
Durante el año siguiente, Wells y Jane visitaron a todos los médiums que en aquel momento ejercían en Inglaterra o incluían la isla en sus giras europeas. Asistieron a las sesiones de C. H. Foster, de Madame d’Esperance, de William Eglinton o del reverendo Stanton Moses, entre otros muchos, y en gabinetes sumidos en una penumbra rojiza, juntaron los dedos con los de su vecino de mesa mientras el médium de turno levitaba sobre sus cabezas, sujeto por ganchos disimulados bajo la túnica, o invocaba a algún ectoplasma confeccionado con un velo de gasa pintado. También visitaron la rectoría de Borley, el palacio de Hampton Court, el número 50 de Berkeley Square y otros muchos lugares supuestamente encantados de Inglaterra. A pesar de sus esfuerzos, el saldo que arrojó aquella fatigosa búsqueda resultó de lo más desalentador. Entre tanto farsante les resultó difícil dar con médiums auténticos que guardaran en su interior las Coordenadas Maelstrom, y las pocas veces que localizaron uno, tampoco coincidieron con gemelos suyos, pues los cronotémicos que surgían de sus costados solían ser pobres desdichados medio translúcidos que, perdida por completo la razón, se limitaban a recitar con patetismo lo que el médium previamente les había ordenado. Solo una vez creyeron reconocer a un posible gemelo de Wells en los rasgos inquietantemente espectrales de un niño de seis o siete años que se materializó en mitad de una sesión, gritándoles que quería volver con su madre. Se les antojó tristemente perdido y mugriento, como un Oliver Twist del multiverso. En la rectoría de Borley también se encontraron con una gemela de Jane, desquiciada y octogenaria, cuyas apariciones habían sido la causa de que las hijas del rector tacharan su hogar de maldito.
Aquellos encuentros estériles eran cuanto habían logrado obtener con su desesperado plan. No resulta extraño, pues, que con el transcurso de los meses empezara a cristalizar en el interior de la pareja la certeza de que aquella estrategia tampoco daría fruto, si bien ninguno de los dos se atrevía a verbalizarlo, para no abatir definitivamente al otro. Sin embargo, una tarde los acontecimientos se precipitaron.
Regresaban a casa tras una sesión con un médium que finalmente se había revelado falso, y durante el camino, Wells no había dejado de despotricar contra aquella pandilla de escamoteadores que mediante trucos baratos se aprovechaban de las desgracias ajenas.
—¡Y a nosotros nos están haciendo perder un tiempo precioso! —rugió lleno de rabia—. ¡Por no mencionar que están esquilmando nuestra cuenta bancaria!
Jane sentía la misma furia, pero cuando se internaron en la estación de Charing Cross, le pidió a su marido que dejara de vociferar.
—Regresa al estado de calma, Bertie, si no quieres que te llamen la atención por alborotador.
Pero eso solo logró soliviantar más a Wells, que continuó con su cantinela de viejo cascarrabias mientras bajaba las escaleras del recinto. De pronto, se detuvo en mitad de la bajada, pálido y envarado como un muñeco de nieve. Tras unos segundos en los que pugnó desesperadamente por respirar, se llevó al pecho una mano repentinamente crispada y se desplomó sobre los peldaños, en el lugar exacto donde docenas de gemelos suyos de otros mundos se habían derrumbado a causa de la tuberculosis. Pero su diagnóstico era muy diferente: la desesperación, los nervios y la rabia que le causaba aquella frustrante búsqueda habían cuajado en una bola de angustia que le había obstruido los engranajes del corazón.
De haber dispuesto de los medicamentos de su universo de origen, Wells se habría recuperado enseguida, pero allí la medicina se encontraba en pañales y solo le recetaron un preparado de digitalina, una ridícula planta herbácea que brotaba en los acantilados de Asia, y varias semanas de reposo. Postrado en la cama de su habitación, humillado por aquella ciencia rudimentaria, Wells se sentía más impotente que nunca. ¿Qué más podían hacer? Habían encontrado la solución al problema, pero la solución no bastaba para expiar sus pecados.
Jane, por su parte, se había olvidado momentáneamente del destino del universo; le preocupaba más el rumbo que había tomado el de su marido. Al verlo derrumbarse en plena calle, se había temido lo peor, y luego se había entregado a velarlo con el mismo cariño de siempre, infinitamente agradecida de que su marido hubiese resistido aquella primera arremetida de la muerte. Le colocaba paños de vinagre sobre la frente, y algunas tardes, sentada a su lado en una butaca, le leía novelas de aventuras escritas por autores de su universo adoptivo, como Stevenson, Swift o Verne, que en aquel mundo inventaba artilugios solo con palabras. Y cuando él se dormía, ella se abandonaba al fin a un llanto silencioso. Sabía que aquella primera acometida había sido un mero tanteo, que su esposo muy pronto recibiría otra estocada, quizá mortal. Y aunque muchas veces había pensado en la muerte, nunca se le había ocurrido que su marido y ella pudieran morir por separado. Todo lo habían hecho siempre juntos y de común acuerdo, ¿por qué cambiar las cosas a esas alturas? Sin embargo, parecía que Bertie planeaba adelantársele en aquella última tarea, y a ella le resultaba inconcebible, incluso vergonzoso, seguir viva en un mundo donde él ya no estuviera. El dolor, pero sobre todo la estupefacción de dejar de ser dos, se le antojaban devastadores. Novios desde siempre, no creía que pudiera vivir con aquella mutilación en el alma. Pero si eso ocurría, tendría que hacerlo, porque entonces sería ella, la esposa frágil y rota, lo único que se interpondría entre el universo y su destrucción.
Por suerte, Wells parecía recuperarse a medida que pasaban los días. Cada vez tosía menos e incluso las mejillas habían recuperado un poco el color. Aunque con alfileres, seguía prendido a la vida. Una tarde, ya más recuperado, llamó a Jane. Su mujer entró en aquel cuarto que olía a vejez, medicinas y muerte aplazada, y se sentó junto a él en la butaca. Wells intentó hablar, pero empezó a toser escalonadamente, como si entonara la escala musical. Jane le cogió una mano y esperó a que acabara el ataque, contemplándole con aquel cariño que el tiempo había redondeado, como hacen los arroyos con los guijarros de su lecho. No soportaba su aspecto vulnerable, ver tan expuesto a la muerte a aquel hombre con el que había compartido su vida, que la había amado a la manera racional que imponía la Iglesia del Conocimiento y a la manera desquiciada que le imponían las pasiones del corazón, y que había sido el encargado de ofrecerle la felicidad que el mundo había reservado para ella.
—He estado pensando, querida —le oyó decir cuando se repuso, con una vocecita aflautada, casi de niño—, y creo que deberíamos dejar de acudir a las sesiones de espiritismo. No van a conducirnos a ninguna parte.
Aquello asombró a Jane. Había imaginado que cuando su marido se recuperase continuarían con su búsqueda, por mucho que les disgustara a ambos, incapaces de sustraerse a aquella responsabilidad que habían asumido.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —le preguntó, sabiendo que rendirse no era una opción.
Wells tomó aire antes de responder:
—Creo que lo único que nos queda por hacer es entregarles el libro… a ellos.
—¿A ellos? Pero Bertie, habíamos decidido no involucrarles en esto, dejarles vivir su vida, ¿recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, querida. Pero me temo que no tenemos elección. Míranos, no nos queda mucho tiempo. Tú y yo… —dudó sobre qué palabra emplear— desapareceremos pronto, y si para entonces no hemos entregado el libro a un Ejecutor, o al menos hemos encomendado a alguien esa misión, lo habremos escrito para nada. Y el universo entero morirá sin ni siquiera saber que tenía una mínima posibilidad de salvarse.
—Aun así, Bertie, no creo que debamos depositar esa terrible carga sobre sus hombros. —Jane titubeó—. Son jóvenes, arruinaremos su…
—¿Su vida? —la interrumpió Wells con tristeza—. ¿Qué vida? Si no hacemos nada, ningún muchacho de este multiverso llegará a ser un anciano decrépito como yo.
Jane asintió, y se sonrieron con amargura. Entonces apoyó la cabeza en el pecho de su marido y se dejó acunar por los latidos de su corazón, lentos y voluntariosos. Era la música de un tambor cansado, y ella no quería seguir bailando si alguna vez cesaba. Un rato después, oyó la voz de Wells:
—¿Nunca te has preguntado el motivo de esa sensación tan acuciante que nos impulsó a mudarnos desde Oxford para estar cerca de ellos cuando nacieran, de esa inexplicable certeza que nos susurraba que debíamos formar parte de su vida?
—Todos los días —admitió ella.
—¿Y a qué conclusión has llegado?
Jane suspiró.
—Creo que nuestro instinto observador quería avisarnos de que tarde o temprano ellos serían quienes heredarían nuestra misión —respondió con resignación.
—Es la misma conclusión a la que yo he llegado, querida.
No añadieron nada más. Se limitaron a permanecer en silencio, abrazados con las que —sabían— eran sus últimas fuerzas, sintiéndose más náufragos que nunca, mientras el cielo se oscurecía tras los ventanales.