Capítulo 27

La respuesta a sus sombrías cavilaciones les llegó unas semanas después, cuando Wells se infiltró en la mente de un gemelo que acababa de saltar por cuarta vez en apenas dos meses. El primer salto había interrumpido su tranquilo paseo por la metrópoli para abandonarlo en una llanura desolada en la que, temblando de miedo tras una roca, había reconocido el lejano retumbar de varios cuernos de caza y el atronador galope de cientos de caballos. Sin embargo, cuando se dispuso a levantar la cabeza para echar un vistazo, fue arrastrado de vuelta a Londres, apenas un par de años antes de su propio nacimiento. En aquel pasado, mucho menos inhóspito, había sobrevivido casi dos meses, hasta que fue extirpado de nuevo, esta vez mientras cruzaba Grosvenor Square, y transplantado a un tenebroso futuro en el que Londres habría quedado reducido a una escombrera de cascotes de los que emanaban hilachas de un vapor caliente. Creyó entonces que moriría devorado por las monstruosas criaturas parecidas a cangrejos gigantes que merodeaban entre las ruinas, pero otro salto lo devolvió de nuevo a Grosvenor Square, donde el Wells Observador contactó con él, en el preciso instante en que se preguntaba cuándo terminaría aquel desquiciado periplo a través del tiempo.

La plaza había sufrido muchos cambios —algunos de los edificios que rodeaban los jardines centrales habían sido remplazados por construcciones más funcionales—, pero al menos seguía en pie. Aunque en aquel momento se encontraba atestada de gente, en su mayoría jóvenes, que habían tomado la plaza y, sentados en corrillos sobre la hierba de los jardines o amontonados por los rincones, cantaban y tocaban la guitarra, enarbolando pancartas que rezaban «Haz el amor, no la guerra», y otras consignas cuyo significado a Wells se le escapaba. Las arengas de aquellos jóvenes iban dirigidas a un edificio de asombrosa fealdad ubicado en el lado occidental de la plaza, frente al cual se apostaba un ejército de policías, muchos de ellos a caballo, que observaban a los jóvenes con expresión amenazadora. Durante varios minutos, el gemelo de Wells se limitó a pasear medio aturdido entre la ruidosa multitud, observando con asombro las estridentes ropas de los jóvenes y las flores que parecían brotar de sus largas y desaliñadas cabelleras. Un tanto embriagado por el aroma dulzón de los cigarrillos que fumaban, tropezó con uno de aquellos jóvenes.

—¡Hey, mira por donde vas, Teddy boy! —le increpó el muchacho, que lucía un chaleco de piel y una melena hasta casi la cintura.

—Lo siento, lo siento —se apresuró a disculparse Wells, un tanto amedrentado.

El joven pareció calmarse y se lo quedó mirando en silencio, con una vaporosa sonrisa colgándole de los labios. Wells, aprovechando que accidentalmente había entablado conversación con un nativo de aquella época, le preguntó en qué año estaban. No obtuvo respuesta porque, antes de que el joven pudiera responderle, se oyeron varios gritos de angustia provenientes de uno de los extremos de la plaza, seguidos de un par de disparos. A lo lejos, la multitud empezó a levantarse apresuradamente, y Wells advirtió que, como una ola que avanza hacia la orilla, aquella marea de jóvenes asustados corría hacia él. La ola lo arrastró sin darle tiempo a reaccionar; apenas acertó a ver cómo una docena de policías a caballo se abría paso entre el gentío desde el fondo de la plaza, sin ningún cuidado. Se oyó entonces una atronadora explosión, que convirtió la marea humana en un océano embravecido. Un humo espeso empezó a cernirse sobre la asustada muchedumbre. Todo el mundo corría de un lado a otro en el caos más absoluto. La policía a caballo repartía golpes indiscriminadamente, mientras los jóvenes se defendían lanzándoles piedras, que al rebotar contra sus cascos producían un crujido siniestro. Temiendo quedar atrapado en medio de aquella repentina batalla campal cuyas razones ni conocía ni le importaban, Wells intentó alejarse de allí a través de un descosido entre la multitud. No sabía en qué dirección estaba corriendo, pero no le importaba mientras lograra huir del epicentro de la refriega. A su alrededor vio a muchos jóvenes con los rostros cubiertos de sangre y las miradas perdidas, llorando y pidiendo ayuda, pero no se detuvo.

De pronto, una de aquellas explosiones sonó peligrosamente cerca y Wells cayó al suelo, enredado en un amasijo de cuerpos nada decoroso. Durante unos segundos, creyó que se había quedado sordo, pues el mundo parecía encerrado en una acolchada crisálida de silencio. Se incorporó como pudo y miró a su alrededor: a través de la bruma del humo vio cómo los jóvenes se ayudaban entre ellos a levantarse y echaban a correr sin rumbo. Sintió un inmenso alivio al notar que empezaba a embargarlo el familiar vértigo que anunciaba los saltos. En cuestión de segundos, cruzaría el universo hacia otra época que, por muy inhóspita que fuera, no podía ser peor que aquella.

Sin embargo, antes de que el mareo se intensificara, vio una inmensa silueta envuelta en una capa negra caminando hacia él a través del humo. Avanzaba a resueltas zancadas, sin que el alboroto que sucedía a su alrededor lograra perturbarla. Con la gruesa capa ondeando a su espalda, un bastón de refulgente empuñadura enarbolado en su mano, y el sombrero ocultándole el rostro, la figura parecía embozada de irrealidad. Aun así, a Wells le pareció más real que cualquier otra cosa que le rodeara. ¿Era la muerte, que venía a por él?, se preguntó, petrificado en mitad del tumulto. Cuando la figura llegó junto al escritor, lo tomó de un brazo y tiró de él con una fuerza que solo podría calificarse de sobrehumana. Sobrecogida ante la siniestra aparición, la marea de jóvenes se abría a su paso como el mar ante Moisés, y los caballos pifiaban y se encabritaban pregonando su pavor. Alcanzaron entonces la intimidad de un callejón cercano, y el extraño lo aplastó contra una de sus paredes. Wells apenas tuvo tiempo de frotarse el dolorido brazo, que parecía haber sido apresado por las tenazas de un herrero, cuando la figura le rodeó el cuello con una de sus enguantadas manos, inmovilizándolo. Comprendiendo con horror que ni la fuerza de una docena de bueyes de tiro conseguiría liberarlo de aquella poderosa garra, no hizo ningún esfuerzo por zafarse. Se limitó a enfrentar su rostro, semioculto por el enorme sombrero de ala ancha. Repujado de sombras, apenas iluminado por la luz azulada y onírica que supuraba el extraño bastón, las pálidas facciones del desconocido se le antojaron tan hermosas y temibles como las de un dios. Entonces, sus labios parecieron vibrar levemente, y Wells pudo escuchar su voz, lejana y metálica, como si surgiera de una larga tubería:

—Soy el Ejecutor 2087V y he venido a matarte. Siento pena por ti, pero nada puedo hacer para evitar tu destino. Y si deseas saber por qué has de morir, encontrarás la respuesta en el fondo de mis ojos. —Medio aturdido, Wells buscó la mirada del extraño casi en un acto reflejo—. ¡Míralos! Y no dejes de hacerlo aunque sientas miedo o desesperación. Aunque desees rendirte. No lo hagas. Continúa mirándome, hasta consumir tu último instante de vida en este mundo.

Wells obedeció y, mientras el caos rugía fuera del callejón, se sumergió en las pupilas de su verdugo, donde dos estrellas de ocho flechas brillaban cada vez con más fuerza, hasta que aquella luz cegadora estalló y lo traspasó y se expandió hasta el infinito, desflecándose en los millares de galaxias de un universo. Wells vio la muerte de todas aquellas estrellas, y también vio cómo la oscuridad más absoluta se derramaba sobre el mundo, y vio a una civilización agonizante ovillada junto a los fríos rescoldos de un agujero negro, intentando huir de su fatal destino; y vio también el rostro del Caos, y comprendió entonces por qué su muerte era justa y necesaria; y descubrió que el Ejecutor sentía culpa, e intentó decirle que le perdonaba, y aunque no fue capaz de articular palabra, supo que su asesino le había oído; y en ese instante de comunicación absoluta se pertenecieron el uno al otro, y a ambos les invadió el éxtasis del Conocimiento Supremo; y a pesar de la intensidad de aquel postrer pensamiento, el escritor consiguió mantener los ojos abiertos, clavados en los del Ejecutor, hasta que consumió su último instante de vida en este mundo.

En el mismo momento en que su gemelo moría, el Wells Observador abrió los ojos y aspiró con ansia una profunda bocanada de aire. El corazón le golpeaba en el pecho con tanta fuerza que temió que se lo perforara, y sentía la espalda bañada de un sudor helado. Al mirar a su alrededor con ojos desencajados, descubrió a Jane arrodillada a su lado con expresión preocupada.

—Lo consiguieron, querida. —Su voz era una hebra temblorosa. Ella lo miró sin entender—. Están aquí, ya están aquí…

—¿Quiénes?

Wells se dejó caer bruscamente contra el respaldo del sillón.

—El gemelo con el que he conectado esta noche… ha encontrado a alguien de nuestro mundo.

—¿Hay alguien más de nuestro mundo aquí? —exclamó Jane.

—Bueno, en realidad, no es alguien, sino algo… No es humano, quiero decir, aunque tampoco es un autómata. Y… ha asesinado a mi gemelo.

Jane le miró horrorizada.

—Dios mío, Bertie. Pero… ¿por qué?

—Porque ese es su trabajo. —Wells suspiró—. Porque para eso fue creado por los científicos del Otro Lado, para exterminar hasta el último de los infectados. Hay cientos como él repartidos por los mundos paralelos. Se hacen llamar Ejecutores y su cometido es detectar los rastros moleculares de los cronotémicos y perseguirlos hasta darles muerte.

Jane se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. Wells esperó a que asimilara aquella información.

—Clasifican a los cronotémicos según la virulencia de su infección —prosiguió al cabo—, y los llaman destructores… Destructor grado 1, grado 2… ¡Destructores, Jane! ¿Entiendes lo que significa eso? ¡Los cronotémicos están destruyendo este universo!

Jane asintió, cada vez más pálida. Su marido se pasó por el rostro una mano temblorosa, mientras intentaba poner orden en la barahúnda de imágenes que le había transmitido el Ejecutor a través de su gemelo moribundo. No obstante, no resultaba fácil expresar en palabras los pensamientos de un ser que no era humano. ¿Por dónde debía comenzar el relato de aquella locura? Empieza por el principio, luego sigue hasta el final y ahí te paras, se dijo, recordando las palabras que hacía mucho tiempo le había dicho su viejo amigo Dodgson. Así que empezó por el principio…

Después de la misteriosa desaparición del matrimonio Wells, los científicos de su generación y de las siguientes habían continuado investigando. Por desgracia, transcurrieron muchos siglos hasta que consiguieron resultados efectivos. Quizá demasiados. Como la pareja siempre había sospechado, su antiguo mundo discurría a mayor velocidad que su mundo adoptivo, de modo que en el Otro Lado las estrellas habían comenzado a apagarse, inaugurando la Era Oscura. El tiempo se les acababa, y en el remoto futuro en el que ahora se encontraba su mundo de origen, el caos era inminente. Por eso, cuando los científicos consiguieron abrir y estabilizar un agujero mágico, comprendieron que era la última de sus esperanzas: habían gastado sus postreros y escasos recursos energéticos en aquella proeza, estaban agotados, agonizaban, y no disponían de la energía necesaria para abrir otro agujero. Así que les llenó de alivio y alborozo comprobar que el túnel les conducía directamente a un mundo joven, en plena era estelífera, un mundo formado por infinitos mundos, la mayoría preparados para recibir a una civilización sin hogar. Un multiverso, un teatro de infinitos escenarios. Sin embargo, cuando los científicos comenzaron a estudiarlo con el propósito de organizar el Gran Éxodo, descubrieron con horror que aquel multiverso estaba terriblemente enfermo.

—La epidemia de cronotemia… —musitó Jane.

Wells asintió con gesto lúgubre.

—Así es, querida. La epidemia de la cronotemia… Aun así, no se rindieron. Estudiaron la extraña epidemia para intentar comprender sus causas, pero descubrieron algo peor: sus consecuencias. Tenías razón, querida. Siempre la tienes. Esta enfermedad va a destruir el multiverso. La estela molecular que los cronotémicos dejan con cada salto provoca cicatrices en el hiperespacio, lo encogen, le restan elasticidad, por lo que los mundos paralelos que conforman este multiverso están cada vez más cerca entre sí. Si esa aproximación continúa, pronto acabarán colisionando, y se producirá una hecatombe apocalíptica de explosiones en cadena… Los escenarios caerán unos sobre otros, arderán en una gran bola de fuego cósmico y el teatro se desintegrará.

—¡Santo Dios! —exclamó Jane. Luego, tras unos segundos de silencio, añadió con gesto de incredulidad—: ¿Y exterminar a todos los cronotémicos es la solución que han encontrado? Me cuesta creerlo. No son tan crueles, Bertie.

Su marido se encogió de hombros, abatido.

—Quizá quieren ganar tiempo, querida. Supongo que la muerte de unos cuantos inocentes les ha parecido un precio relativamente bajo comparado con la salvación de dos universos. Porque no se trata solo de este universo, Jane. Si no logran sanarlo a tiempo para el Gran Éxodo…

—… el Otro Lado también perecerá —concluyó su esposa con un susurro horrorizado.

Ambos permanecieron en silencio. Durante varios minutos, en el saloncito solo se oía el atareado crepitar del fuego y las desvencijadas respiraciones de los dos ancianos.

—¿Recuerdas el día del Gran Debate, Jane? —preguntó de pronto Wells, con la voz estrangulada por la angustia—. ¡Cómo me admiraba la gente! Gritaban mi nombre con adoración. Si cierro los ojos todavía puedo oírlos. Confiaban en mí, se pusieron en mis manos. Creían que yo poseía la verdad, y yo también lo creía, pero… ¡Oh, Jane! —Lanzó un suspiro y buscó los ojos de su mujer—. ¡Te mentí! ¡Lo hice por vanidad! Y tú lo sabías, ¿verdad? Soñaba con que mi nombre pasara a la historia como el del Salvador de la Humanidad. Y ahora sin embargo… ¿Te imaginas lo que deben de pensar de mí en nuestro mundo? ¿Te imaginas la sorpresa que se llevaron nuestros colegas científicos cuando al fin llegaron a la tierra prometida y descubrieron que estaba condenada por culpa de un estúpido experimento fallido de su época victoriana? ¿Cuando vieron destruidas sus esperanzas a causa de un diminuto virus sintetizado por H. G. Wells, el mayor fiasco de la historia de la Iglesia del Conocimiento, el mil veces maldito, el Destructor de Universos…?

Jane se levantó de golpe y se apoyó en el borde de la chimenea. Wells quedó en el sillón, náufrago sin ella, sollozando con la cabeza hundida entre los hombros, aplastado por la inmensa pena que sentía hacia sí mismo. Al rato, el silencio de su mujer le obligó a alzar tímidamente los ojos. Fue como recibir la luz de un faro. Ella contemplaba su llanto, con aquella mirada de fiera determinación que él tan bien conocía.

—Bueno, Bertie, si eso es lo que piensan de ti… —sonrió—, entonces tendremos que hacerles cambiar de opinión.