Capítulo 26

Sin embargo, durante un tiempo, no sucedió nada. El Wells mordido no empezó a saltar alegremente de mundo en mundo como si cruzara un río sobre una hilera de piedras. Se limitó a continuar con su vida, plagiando los insulsos pasos de la mayoría de sus gemelos, cuya existencia, por otro lado, desconocía. Como es evidente, tampoco sospechaba que la cicatriz que lucía en su mano izquierda le diferenciaba de los demás y le hacía único, ya que el perro que se la había causado también era único, y en ningún otro universo había surgido de unos matorrales para atacar a un muchacho como si siguiera un plan establecido.

Durante meses, Wells se dedicó a vigilar aquel gemelo por el que enseguida sintió un aprecio especial —dado que era casi tan único como él—, mientras hurgaba en su mente en busca de algún síntoma —no sabía qué: sueños extraños, sensaciones insólitas…— que delatara la presencia del virus en su organismo. Sin embargo, aparte del fuerte resfriado con altísimas fiebres que sufrió justo después del ataque de Newton, del que se había recuperado sin mayores consecuencias, no había encontrado nada significativo. Y tras dos años sin que nada especial le sucediera, Wells desechó que el catarro fuera un posible efecto del virus. Un virus que, según parecía, no se contagiaba de los animales a los hombres, y si lo hacía, no ponía en marcha ningún mecanismo oculto en el cerebro humano, por lo que el individuo que lo portara podía vivir su vida sin sospechar que por su sangre discurría plácidamente un microorganismo sintetizado en un universo lejano.

De todas formas, era lógico que no se activara, pensó Wells con cierto alivio, pues cuando se lo habían inyectado a Newton, el virus de la cronotemia todavía estaba en fase experimental. Con toda probabilidad, aún habría necesitado muchos ajustes para funcionar en seres humanos. Pese a todo, con el ánimo tenso y preocupado, la pareja continuó espiando al gemelo mordido, que desliaba su existencia en un universo cuyo reloj avanzaba más rápido que el de su mundo adoptivo, sin que su destino sufriera ninguna alteración relevante. Finalmente, tuvieron que admitir que, aparte de la curiosa cicatriz y de la fobia hacia los perros, la mordedura de Newton no le había ocasionado mayores consecuencias, ni a él ni a los muchos mundos que configuraban el universo donde habían naufragado.

Aliviados, Wells y Jane fueron poco a poco tranquilizándose y, como habían hecho antes de la aparición del malogrado Newton, recuperaron su costumbre de sentarse junto a la chimenea y espiar otros mundos solo por placer. Con la práctica, cada vez conseguían alejarse más de los universos colindantes, de las líneas más próximas y similares de aquel pentagrama infinito de mundos paralelos. Conectaron con gemelos muy lejanos que nada tenían que ver con ellos. Se infiltraron en la mente festoneada de carámbanos de un Wells que asesinaba prostitutas abriéndolas en canal, en el armónico cerebro de un Wells pianista, en el alma refulgente de una Jane religiosa, y cuanto más se alejaban de su universo adoptivo, más inconcebible les resultaba la personalidad de sus gemelos. Llenos de asombro, descubrieron que las líneas más remotas eran las que contenían las notas más prodigiosas de la melodía universal. Avistaron mundos tan maravillosos como extravagantes, donde la raza humana se hallaba fusionada con el resto de la naturaleza, dando como resultado hombres murciélago y mujeres lobas y muchachas lluvia; y mundos en los que los autómatas habían conquistado el planeta y casi habían exterminado a la humanidad, excepto a una pequeña resistencia que, liderada por el bravo Capitán Shackleton, luchaba con valentía; y otros mundos donde existían más colores de los habituales, o donde el hombre tenía un solo ojo en mitad de la frente, o donde se podía levitar y caminar sobre las aguas porque las leyes físicas que embridaban la naturaleza eran muy distintas a las que ellos conocían. Un brillante calidoscopio de mundos imposibles que Wells y Jane trataban de describir recurriendo a metáforas y a símiles que solo lograban devaluar los prodigios de los que eran testigos.

Y muy de tanto en tanto, volvían a vigilar al Wells de la cicatriz, al Wells que sentía un temor hacia los perros que no sentía en ninguna de sus otras vidas posibles. A pesar de todo, en su mundo todo transcurría con normalidad: aquel Wells acababa de publicar su primera novela, La máquina del tiempo, que le había permitido vivir de la escritura, aunque también le había enredado, como a muchos otros de sus gemelos, en una absurda enemistad con Gilliam Murray, apodado allí «el Dueño del Tiempo» porque había abierto una empresa de viajes temporales, y que estaba igual de gordo que el peligroso gemelo que les había obligado a saltar por el agujero mágico en su mundo de origen.

Mientras tanto, la vida también continuaba desplegándose, aunque con una cadencia mucho más lenta, en el universo en el que habían recalado. Allí corría el año 1887, y el gemelo de Wells ya no era alumno del profesor Lansbury. Con veintiún años recién cumplidos, se había licenciado en la Escuela Normal de Ciencias y daba clases en la Academia Holt, de Wrexham. Por suerte, el matrimonio seguía en contacto con él gracias a la amistad que el Wells Observador había conseguido fraguar con su joven copia, una amistad muy similar a la que había mantenido con el viejo Dodgson en su universo de origen, aunque había cambiado el papel de discípulo bisoño por el de profesor decrépito. ¿He dicho «decrépito»? Sí, pues a pesar de que el Wells Observador tenía cincuenta y nueve años, semejaba cada vez más un anciano ruinoso y desvencijado. Y por desgracia, Jane, seis años más joven, no le iba a la zaga. Ambos estaban envejeciendo a un ritmo acelerado, tal vez como consecuencia de su salto entre universos. Aun así, habían tardado en reparar en ello porque los síntomas de la vejez no se habían manifestado tan pronto ni tan escandalosamente como su don observador. Quizá su reloj de origen iba tan adelantado con respecto al de su mundo adoptivo que la inercia de aquella aceleración permanecía en sus organismos, abocándolos a aquel vertiginoso deterioro físico. De momento, no llamaban la atención de la gente de su entorno, puesto que solo ellos conocían su verdadera edad y, exceptuando a su gemelo, apenas se habían molestado en cultivar amistades en aquel Londres alternativo; preferían pasar las veladas a solas en su hogar, conversando frente a la chimenea sobre universos posibles e imposibles, antes que mezclarse con los nativos de aquel mundo, incapaces de ver más allá de su realidad. Por tanto, aquel deterioro no les preocupaba demasiado. Además, habían burlado tantas veces a la muerte que casi les parecía un gesto de cortesía permitirle que llegara más pronto.

Decidieron no malgastar el poco tiempo que les quedara en aquella cuestión contra la que nada podían hacer. De todos modos, antes de olvidar el asunto se permitieron algunos pensamientos tristes y melancólicos sobre su antiguo mundo, pues si el tiempo allí transcurría a un ritmo tan veloz, era probable que las estrellas ya hubieran comenzado a apagarse.

—¿Habrá entrado ya nuestro universo en la Era Oscura, Bertie? —le preguntó Jane una noche.

—Probablemente —respondió su marido con tristeza.

—¿Y crees que habrán conseguido encontrar un modo de escapar de su terrible destino?

—Quiero pensar que sí, querida. Las siguientes generaciones habrán continuado investigando, igual que lo hizo la nuestra, y tal vez hayan conseguido abrir otro túnel a alguna de las muchas realidades de este universo. ¿Por qué no? Quizá incluso ya haya tenido lugar el Gran Éxodo.

—Pero, de ser así, deberíamos haber tenido noticias a través de nuestros gemelos, ¿no crees? —repuso Jane, sorprendida—. Si una civilización entera hubiera invadido uno de estos mundos, dudo que nos hubiera pasado desapercibido.

—Probablemente existan muchos universos donde no tengamos gemelos, querida, y si nuestra antigua y moribunda civilización se hubiese trasladado a alguno de ellos, nosotros jamás lo sabríamos. Además, al igual que algunos universos discurren a un ritmo más rápido que este, otros lo hacen a una velocidad más lenta, por lo que habrá mundos que se hallen en las primeras escenas de la obra, justo cuando acaba de alzarse el telón y el hombre aún no ha salido al escenario. Cualquiera de ellos sería perfecto para que nuestra civilización resurgiera.

—Y nosotros no lo veríamos porque todavía faltarían millones de años para que nacieran nuestros gemelos… —dedujo Jane—. Así que a lo mejor ya lo hemos conseguido, a lo mejor nuestro mundo ya se ha salvado.

Wells asintió con una sonrisa de ánimo. Con todo, ambos sabían que también era posible que no se hubiese salvado, que su maravillosa y brillante civilización agonizara en aquellos momentos sumida en la oscuridad eterna, presenciando impotente cómo expiraba su tiempo… Sin embargo, ninguno lo dijo. Como les he relatado, prefirieron no dilatar aquellas reflexiones más de lo necesario. Poco podían hacer por el mundo que habían dejado atrás. Por otro lado, a ellos tampoco les quedaba mucho tiempo, y ahora se debían el uno al otro. En contra de lo que muchos creen, el amor vuelve terriblemente egoístas e insensibles a las personas, y ellos se amaban, como ya hemos dejado claro, y cada vez con más precisión. Así que aquel problema al que habían dedicado su vida pronto empezó a antojárseles tan ajeno como remoto: ya nada tenía que ver con ellos.

Por desgracia, se equivocaban. Tuvo que transcurrir más de un lustro en su mundo adoptivo para que la pareja recibiera la primera señal de que el destino de su antiguo universo seguía irremediablemente ligado al suyo.

Sucedió una noche de marzo de 1894. Wells y Jane estaban todavía convalecientes de un fuerte resfriado que les había provocado altísimas fiebres y les había mantenido postrados en la cama durante las últimas semanas. Sospechaban que aquel constipado se lo habían contagiado sus gemelos durante la merienda que habían concertado para que el joven Wells les presentara a Amy Catherine Robbins, la adorable muchachita por la que había abandonado a su prima Isabel. Cuando la pareja llegó, se encontró a sus jóvenes copias con los ojos llorosos, la nariz roja y goteante, y el rostro incendiado por la fiebre, por lo que el encuentro fue bastante breve, aunque más que suficiente para que la señora Lansbury le confesara más tarde a su esposo que aquella Jane parecía tan inteligente y brillante como todas las demás, así que probablemente muy pronto se sentiría insatisfecha con la forma de amar de su bisoño marido. Al día siguiente, el matrimonio mostraba los mismos síntomas que sus gemelos, aunque debido al deterioro de su organismo tardaron un poco más en recuperarse.

Aquella noche de marzo era la primera que se habían atrevido a levantarse de la cama para disfrutar de su querida e íntima ceremonia frente a la chimenea. Apenas llevaban unos minutos abstraídos cuando ambos abrieron los ojos de golpe, se miraron aterrados y exclamaron al unísono:

—¡He visto saltar a un Wells!

—¡He visto saltar a una Jane!

Durante varios minutos, se ordenaron mutuamente calmarse, entre gritos y aspavientos, sin que ninguno diera muestras de escuchar al otro. Cuando al fin se serenaron, convinieron que debían rastrear otros mundos, tantos como pudieran, para comprobar si en el resto del universo estaba ocurriendo lo mismo. Se hacía necesario valorar en su justa medida la importancia de lo que acababan de ver, y si querían proceder con el máximo rigor científico, debían mantener la calma. Así pues, ambos se entregaron a una frenética búsqueda que duró varias horas y los dejó exhaustos y temblorosos. Por desgracia, los resultados obtenidos fueron tan reveladores como terroríficos. De los casi tres mil gemelos con los que Wells había podido conectar, durante brevísimos segundos, a lo largo de la noche, cinco se habían traspapelado a otro mundo en algún momento de las últimas semanas, y vagaban aterrorizados por aquella nueva realidad, sin entender qué demonios les había sucedido. Dos creían haber viajado en el tiempo, tres no sabían qué pensar, y el último parecía haber enloquecido. Jane había conectado también con miles de gemelas, y al igual que su marido, había encontrado a varias de sus copias extraviadas en un escenario diferente al que les correspondía, como si hubieran caído por una trampilla oculta en el suelo, de la que nadie les había advertido.

La pareja se miró con profunda angustia. Wells fue el primero en expresar en palabras lo que ya sabían:

—Es el virus… —musitó.

—Es nuestro virus… —le corrigió Jane, mientras se masajeaba las sienes—. Newton se lo debió de inocular al Wells que mordió… Tu gemelo no desarrolló la enfermedad, pero se convirtió en portador y se lo contagió a otras personas… ¡en diferentes mundos! ¿Cómo es posible?

—Tal vez el virus mutó y ahora sea altamente contagioso —especuló Wells—. Quizá toda la población de Londres fuera portadora poco tiempo después del contagio cero, y bastó con que un infectado desarrollara la enfermedad y saltara a otro mundo para que el virus se extendiera también por esa realidad. Allí comenzaría de nuevo el ciclo, y así sucesivamente… Hasta convertirse en una epidemia global, que asola a todos los universos posibles —dijo sin poder disimular un estremecimiento.

Jane sacudió la cabeza y dejó escapar un gemido.

—Pero ¿cómo pudimos ser tan irresponsables, no, tan… estúpidos? Nos contentamos con vigilar a aquel Wells durante unos años, y al ver que no mostraba ningún síntoma, decidimos tranquilizarnos… Deseábamos tanto vivir sin preocupaciones que casi nos autoconvencimos de que no era portador. Y mientras tanto, una epidemia universal se desarrollaba delante de nuestras narices.

—¿Y cómo querías que lo advirtiéramos? —protestó Wells, que se resistía a cargar con la culpa de todo aquello—. Ten en cuenta que el primer saltador, o la primera saltadora, no tuvieron por qué ser gemelos nuestros. Y si no lo fueron, ¿cómo querías que los detectáramos? Solo podemos establecer contacto con nuestros dobles, ya lo sabes. —Hizo una breve pausa para pensar—. Supongo que ha debido de pasar un tiempo hasta que algunos de nuestros gemelos contagiados desarrollaran la enfermedad y comenzaran a saltar. Y como acabamos de comprobar, el porcentaje todavía es bastante bajo. En realidad, ha sido cuestión de suerte que hoy conectáramos justamente con dos de ellos. Podríamos habernos enterado antes, es cierto, pero también mucho después… No podemos culparnos por ello, Jane.

—¿Ah, no? ¿Y de quién es la culpa, entonces? —estalló ella—. ¡Somos científicos! Y aun así, no tuvimos en cuenta todas las variables. Esta epidemia es culpa nuestra —sentenció sin compasión—. Nosotros trajimos el virus, fue nuestro perro el que mordió al paciente cero. Cuanto pase a partir de ahora pesará sobre nuestras conciencias.

—Vamos, querida, no debemos ser pesimistas —intentó defenderse Wells—. ¿Qué puede pasar? ¿Que unos pobres diablos salten a otros mundos y tengan que rehacer su vida allí? ¿Y qué? Es cierto que es un trago terrible, pero puede superarse. Nosotros lo hicimos, ¿no?

—Sí, pero ¿y si no se trata solo de eso? ¿Y si la epidemia tiene consecuencias sobre el… tejido del universo? ¿Qué ocurriría si la población universal, incluidos nosotros, fuera portadora del virus y solo fuera cuestión de tiempo que todos comenzáramos a saltar sin control? Oh, por las barbas de Kepler… Si eso le sucediera a toda la población del universo al mismo tiempo… sería el caos.

—Pero no tiene por qué ser así, Jane… El paciente cero, por ejemplo, jamás ha desarrollado la enfermedad, y fue el primero. Eso podría significar que el porcentaje de activación del virus es muy bajo. Puede que se contagie con rapidez, lo admito, pero también puede que la mayoría de los infectados no desarrollen la enfermedad en toda su vida. Y quizá no estemos todos infectados. No hay modo de saberlo, así que no seas derrotista, querida…

—Sí lo estamos. No sé por qué, pero algo me dice que todos estamos infectados… —murmuró Jane casi para sí misma—. ¡Santo Dios! ¡El resfriado!

—¡¿Qué?! Todo el mundo se resfría varias veces en su vida. Eso no significa nada, Jane.

—O tal vez significa todo. —Su marido la miró con un nudo en la garganta—. Haz memoria, Bertie: todos los gemelos con los que hemos contactado después del contagio cero estaban aquejados de ese extraño resfriado que acabamos de pasar tú y yo, o lo habían estado poco antes, o tenían a un familiar que lo estaba… Y mostraban exactamente los mismos síntomas extraños: brusca aparición de la enfermedad, fiebres altas, rapidísima y completa recuperación… En tu escuela, durante el trimestre pasado, todos los profesores cayeron presa de ese extraño resfriado… ¡Y nuestros gemelos de este mundo estaban resfriados cuando fuimos a verles el mes pasado!

—Pero es invierno, Jane… ¡Mucha gente se resfría!

—¿Mucha gente se resfría justo después de que le muerda un perro de otro mundo? —inquirió ella con ironía.

—¡No sabemos si aquel resfriado fue provocado por la infección del virus, maldita sea! —gritó Wells, levantándose del sillón como si le acabara de impulsar un resorte.

Se acercó a la chimenea, se acodó en la repisa y enterró su rostro entre las manos dando la espalda a su mujer. Pero Jane no estaba dispuesta a otorgarle ni un segundo de tregua.

—Por cierto, has dicho que el paciente cero no ha desarrollado la enfermedad… ¿Cómo lo sabes? —le preguntó con falsa dulzura—. ¿Has contactado con él esta noche?

—No, Jane —farfulló Wells con cansancio a través de los dedos—, esta noche no he conectado con él porque… La verdad, no lo sé.

Jane sonrió tristemente. Se levantó con cuidado y abrazó a su marido por la cintura, apoyando su cabeza en aquella espalda tan amada que ya había comenzado a encorvarse.

—No lo has hecho porque, en el fondo, tienes tanto miedo como yo, ¿no es cierto? —le preguntó con ternura—. Él es el paciente cero, y si ha desarrollado ya la enfermedad, si ha comenzado a saltar… De ser así, las esperanzas de controlar mínimamente esta epidemia serían casi nulas. Y tú lo sabes, ¿verdad? Tú lo sabes… —repitió en un susurro casi inaudible.

Wells permaneció inmóvil, sintiendo el tibio cuerpo de su mujer apretado contra el suyo. Al cabo de unos segundos se dio la vuelta y, muy despacio, aproximó su frente a la de ella hasta juntarlas. Ambos se abandonaron agradecidos, honrando la mente del otro mediante aquel antiguo gesto procedente de su viejo mundo. Sus manos se entrelazaron, y obedeciendo a los impulsos que habían desarrollado en este universo, subieron por los brazos y se derramaron en caricias por la espalda, dibujando con pulso tembloroso el cuerpo amado. Wells tomó el rostro de su esposa y con repentina pasión besó sus labios, aquellos labios que seguían pareciéndole un milagro de la genética, y que ahora sabían salados por las lágrimas.

—¿Qué hemos hecho, Jane? —preguntó Wells al rato, enterrando su rostro en la acogedora curva del cuello de su esposa, como un niño asustado—. ¿Qué hemos hecho? ¿Y qué vamos a hacer? Queríamos salvar un mundo y vamos a destruirlos todos…

Jane le acarició el ralo cabello durante varios minutos. Después, se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas, y apartó a su marido con dulce determinación.

—Busca al paciente cero —le ordenó con renovada energía—. Hazlo, Bertie. Búscalo y conecta con su mente. Quiero saber qué está haciendo ahora…

Wells suspiró. Aquella mujer era inagotable. Volvió a sentarse en su sillón y cerró los ojos, mientras Jane le miraba atentamente desde la chimenea, frotándose las manos con impaciencia. Después de cinco larguísimos minutos, su marido abrió los ojos.

—¿Le has encontrado? —le preguntó Jane—. ¿Ha saltado?

—Eh… no, no ha saltado. Sigue en su universo…

—¡Bien, eso es una buena noticia! Pero… ¿por qué pones esa cara?

—Yo… Estoy desconcertado.

—¿Por qué? —Jane desesperaba—. ¿Qué está haciendo ahora tu gemelo?

Wells dibujó una mueca de perplejidad.

—Está huyendo de una invasión marciana.

Aquella increíble historia consiguió distraerles durante un tiempo de la amenaza que suponía la epidemia que ellos mismos habían provocado. Al fin y al cabo, era igual de extraordinaria, o quizá más. En el mundo del Wells de la cicatriz, los marcianos estaban destruyendo Londres sin que las rudimentarias armas del Imperio pudieran impedirlo, tal y como el propio escritor y otros muchos de sus gemelos habían descrito en una de sus novelas. Así pues, durante varias noches, en vez de vigilar el resto de los universos para cuantificar los avances de la epidemia, siguieron maravillados las aventuras de aquel Wells que, además de ser el paciente cero, en aquel momento se veía obligado a hacer frente a la aterradora fábula que él mismo había escrito en La guerra de los mundos. Hasta que sucedió lo que más temían: un día, mientras huía de los marcianos por las alcantarillas de Londres acompañado de un variopinto grupo de supervivientes, su gemelo saltó a un universo vecino.* Aquel salto, además de privarles del final de la escalofriante obra, les arrebató las escasas esperanzas que albergaban de que las consecuencias de la epidemia no fueran tan catastróficas como se temían. Al parecer, todo infectado terminaba saltando, tarde o temprano.

Se obligaron entonces a buscar y a vigilar a otros gemelos que también hubieran desarrollado la enfermedad, para medir los posibles efectos de sus saltos sobre el tejido del universo. En consecuencia, cada noche se convertían en testigos de docenas de fantásticas aventuras. Pero como todo el mundo sabe, toda aventura que se precie ha de tener su villano. Así fue cómo descubrieron a Marcus Rhys.

El nombre quizá les suene a algunos, pues apareció brevemente al final de la primera historia que les conté. Se trataba de un despiadado asesino que había desarrollado la enfermedad de la cronotemia casi desde el mismo instante en que el virus irrumpió en su organismo, como si su malvada sangre estuviera ávida de poder. Y a diferencia de otros enfermos, había aprendido a controlar el destino de sus saltos con bastante precisión, gracias a su talento natural, tan incomparable como tenebroso. Por supuesto, Rhys ignoraba la verdadera naturaleza de su enfermedad. En su mundo de origen, que se encontraba en un futuro bastante avanzado, los gobiernos habían descubierto la epidemia, pero al igual que en otros muchos universos similares, la habían confundido con una misteriosa mutación que creaba saltadores temporales. Para luchar contra el indiscutible peligro que suponía tal mutación, habían prohibido de inmediato los saltos en el tiempo y perseguían a quienes incumplieran la ley.

Naturalmente, Rhys fue uno de los que la infringió. Se consideraba el más poderoso espécimen de Homo temporis —la especie del eslabón evolutivo destinada a dominar el mundo—, pero en vez de poner su maravilloso talento al servicio del Bien, lo había empleado en vagabundear por los siglos como un turista travieso: acribilló vikingos con ametralladoras, desvalijó las tumbas de los faraones, apareció disfrazado de diablo en los juicios de Salem, yació con María Antonieta… Y cuando se aburrió de trastocar la Historia a su capricho, se dedicó a robar novelas todavía inéditas de sus escritores preferidos, a quienes luego asesinaba, para hacerse con una biblioteca única, formada por obras de autores célebres de la literatura en cuyas páginas solo él podría sumergirse, pues para el resto del mundo jamás existirían.

Los Wells Observadores detectaron a Rhys precisamente cuando intentaba robarles el manuscrito de El hombre invisible, pero por suerte, aquel gemelo consiguió escapar saltando a otro universo, pues también había desarrollado la enfermedad. Comenzó entonces una trepidante persecución a través de los mundos, una cacería salvaje que la pareja observadora presenció conteniendo la respiración, y aplaudiendo como niños cada vez que un gemelo lograba burlar a su malvado perseguidor…* Aunque quizá no lo burlara, pues se trataba de una persecución múltiple: decenas de Rhys perseguían a decenas de Wells a través de decenas de mundos, y todos ellos se creían únicos, todos ellos creían que viajaban en el tiempo, que atravesaban los siglos; y tantas veces se habían cruzado e intercambiado los perseguidores y los perseguidos, sin llegar nunca a saberlo, que incluso la pareja observadora empezó a dudar de quién era el primer Wells, quién había inaugurado aquella carrera de relevos infernal.

Sin embargo, no tenían ninguna duda con respecto a cuál de aquellos Marcus Rhys merecía el título de «el Villano». «Por su maldad le reconocerás», decía Wells cada vez que lo perdían en el caos del multiverso. «Y por su habilidad», apuntaba Jane sin conseguir disimular el miedo que aquella conjunción de rasgos le provocaba. No era para menos: el Villano fue el único de todos sus malvados gemelos que jamás abandonó la persecución; estaba tan obsesionado por encontrar a aquel escritorzuelo que se había escurrido de entre sus dedos, que se había prometido a sí mismo no descansar hasta atraparlo. Lo buscó infatigablemente, y cada vez que descubría a uno de los gemelos de Wells, lo asesinaba de un modo brutal, convencido de que había matado al único Wells que existía. Pero cuando —según su errónea creencia— regresaba al pasado o al futuro de su realidad, deseoso de contemplar al fin el fruto de su venganza y de disfrutar de un mundo donde el único rastro del irritante escritor H. G. Wells fuera una tumba olvidada, volvía a encontrárselo con vida. Y sin llegar a comprender cómo era posible aquel prodigio, volvía a asesinarlo. De ese modo, incontables Wells murieron en incontables mundos a manos del Villano, cada vez más furioso, más enloquecido… y más transparente.

Así pues, la pareja de observadores, atenta a las evoluciones de aquel demente a través de los desdichados Wells que morían en sus manos, descubrió que otra de las consecuencias de los saltos entre universos era la pérdida molecular: Marcus Rhys se estaba volviendo translúcido; había iniciado lo que quizá fuera un viaje sin retorno hacia la invisibilidad. Y eso solo podía significar que con cada salto, el cronotémico derramaba parte de sus moléculas en el hiperespacio, provocando una reorganización de su materia que poco a poco le iba otorgando aquella extraordinaria cualidad translúcida. La pérdida molecular causada por un solo salto era insignificante, por lo que aquellos infectados que no sufrían más que dos o tres saltos a lo largo de su vida, apenas la notaban. Los cronotémicos más graves, en cambio, aquellos en cuyo organismo la enfermedad había fermentado con inusitada virulencia, abocándolos a una interminable sucesión de saltos, observaban aterrados cómo su piel, sus músculos, sus órganos y su sangre se iban volviendo cada vez más transparentes, hasta que la luz atravesaba sus cuerpos como una lanza. Por fortuna, para entonces la mayoría de ellos ya habían perdido la razón y no recordaban quiénes eran ni de dónde venían.

El Villano, sin embargo, no olvidaba nunca quién era ni a quién perseguía. Y si se daba cuenta de las terribles consecuencias que acarreaba su organismo a causa de su ávida búsqueda de venganza, no parecía importarle lo más mínimo. Más bien abrazaba su progresiva invisibilidad como un regalo inesperado que le hacía sentirse aún más poderoso y temible. Cuando alcanzara la invisibilidad completa, para el maldito Wells no existiría escondite adonde ir, ni truco al que recurrir para huir de él. Cuando él fuera la Muerte Invisible, Wells no tendría escapatoria.

Los innumerables peligros que de pronto acechaban a sus gemelos enturbiaron las hermosas historias que la pareja se contaba junto a la chimenea, confiriéndoles un aire cada vez más siniestro. Ambos sentían escalofríos al pensar en los efectos todavía desconocidos de la epidemia sobre el tejido universal, o simplemente al contemplar las desventuras de aquellos enfermos que debían rehacer su vida en otros mundos, sin comprender qué les había sucedido. Si bien estos últimos podían considerarse afortunados, comparados con aquellos a los que el virus impelía sin descanso de universo en universo, desdichados a los que se les iba deshaciendo el cuerpo y la cordura hasta, en los casos más avanzados, disolverse como un recuerdo borroso en la conciencia universal.

Antes de que eso sucediera, aquellos desdichados solían ser prisioneros de un fenómeno relacionado con la naturaleza de los mundos paralelos que Wells había bautizado como Coordenadas Maelstrom. En varios universos, el biólogo había descubierto determinados puntos que, como gigantescos desagües de un océano, absorbían hacia el centro de sus poderosos vórtices cualquier elemento extraño que cayera allí proveniente de otro mundo. Así, cuando un cronotémico saltaba, con frecuencia era arrastrado por uno de aquellos remolinos cósmicos y, en vez de aparecer en el mismo lugar del que había partido o en sus coordenadas equivalentes, aparecía en un sitio diferente. Aquellas coordenadas podían estar situadas en un lugar concreto, como una casa, un páramo o una gruta, o bien en el interior de ciertas personas. De ese modo, un cronotémico podía saltar desde las cumbres nevadas del Himalaya o las inflamadas dunas del desierto del Sahara, e irrumpir en el Londres de otro mundo a través de una casa encantada o del cuerpo de un médium que estuviera celebrando una sesión de mesas movedizas.

A Wells se le escapó una sonrisa al descubrir que aquella epidemia de saltadores era la responsable de la moda del espiritismo y de la horda de médiums que asolaba tantos mundos de aquel universo múltiple. Aquellos mundos, a años luz del Conocimiento Supremo, intentaban explicar de algún modo aquella extraña plaga, ya fuera concediendo a los infectados el rango de Homo temporis, como en el mundo de Rhys, o confundiéndolos con las almas de los muertos, con espíritus que erraban perdidos por lugares malditos y que se comunicaban con los vivos a través de los médiums, hasta que conseguían resolver sus asuntos pendientes. Sin embargo, aquellos lugares llenos de fantasmas y aquellas personas especiales con un supuesto don para hablar con los muertos no eran sino las Coordenadas Maelstrom de cada universo, que absorbían a los cronotémicos en pleno salto para regurgitarlos luego como apariciones aterradoras, ya fuera una dama vestida de negro que de repente se materializaba en la torre de una casa abandonada o un nebuloso ectoplasma que surgía del costado de un médium en trance.

La pareja también descubrió que, cuando un Maelstrom succionaba un cronotémico, dejaba en él su propia marca, condenándolo a regresar a aquel universo una y otra vez, y siempre por el mismo portal. Por ello, algunos infectados permanecían atrapados en un circuito demencial formado por unos pocos mundos, obligados a aparecer invariablemente en la misma casa encantada o a través del mismo médium, y a perder moléculas y recuerdos con cada salto. Muchos terminaban dominados por la voluntad de los médiums, convertidos prácticamente en sus esclavos, en tristes marionetas que creían ciegamente cuanto les decían: que estaban muertos y que los nebulosos recuerdos de su existencia no eran más que visiones del más allá, el lugar al que ahora pertenecían y que debía de ser una copia exacta del mundo de los vivos. Hasta que un día cualquiera, en uno de aquellos saltos, su debilitada estructura molecular estallaba en un millar de quimeras dispersas. Entonces la casa encantada quedaba libre de su maldición, al menos hasta que otro cronotémico ocupara la vacante de fantasma, o el médium perdía el contacto con el espíritu que tenía esclavizado, creyendo que este finalmente había encontrado el camino hacia la luz.

Durante cuatro largos años, los Wells vigilaron los avances de la epidemia, sufriendo por el terrible destino de los gemelos que habían desarrollado la enfermedad y preguntándose con angustia cómo terminaría todo aquello. A veces, decididos a cultivar la semilla de la esperanza entre tanta locura, se decían que se arreglaría solo: tal vez llegara un día en el que todos los infectados activos se desintegraran, incluido el malvado Villano, y solo quedaran los inofensivos portadores; estos desarrollarían entonces una especie de inmunidad que transmitirían a sus descendientes, y de esa manera tan sabia, el universo se sanaría a sí mismo. En cambio, cuando la culpabilidad los aplastaba, lo único que se les ocurría decirse el uno al otro era que quizá el Caos, siempre inexorable, llegaría a aquel universo tal y como estaba escrito, aunque con millones de milenios de antelación, gracias a H. G. Wells y a su bellísima y brillante esposa.