El profesor Lansbury se despertó en mitad de la noche con el corazón desbocado y bañado en sudor, agarró el brazo de su mujer como si se tratara del último asidero al que sujetarse antes de caer por el borde del mundo, y gritó la misma frase que en aquel instante estaba aullando su madre con idéntico terror en otros universos: «¡Me voy a morir!». Permítanme aclararles que, a pesar de sus atronadores lamentos, casi todas las Sarah Neal desperdigadas por los muchos mundos eran mujeres de temperamento, acostumbradas a enfrentar con resignado coraje los numerosos sinsabores de la vida, y para la mayoría de ellas aquel no era su primer hijo. Pese a todo, le tenían terror al parto. Los dolores del alumbramiento las horrorizaban y, como casi ninguna era un dechado de entereza —por decirlo de un modo suave—, cada vez que las temidas contracciones las atravesaban, sus proclamas de muerte despertaban a todo Bromley y al resto de los pueblos vecinos del habitualmente tranquilo condado de Kent. Y mientras las agonizantes señoras Wells se arqueaban en sus camas con los ojos desorbitados, el profesor Lansbury yacía ovillado en la suya, asegurando entre gimoteos que se moría, así como otras incoherencias aún más terribles que a su asustada esposa le costaba entender.
—Por Dios, Bertie… ¿Qué te ocurre? —sollozaba Jane—. ¿Dime qué puedo hacer?
—Jane… me ahogo —balbució su marido.
—¿Abro la ventana?
—No, agua… necesito agua —suplicó Wells en el mismo instante en que sus infinitas madres rompían aguas.
Jane corrió a la cocina y volvió con un vaso lleno hasta los bordes.
—Bebe, querido…
—¡No! —gritó Wells, arrebatándole el vaso y derramándose su contenido por la cara—. ¡Necesito agua para respirar! ¡Mis pulmones están secos, me duelen!
—Bertie…
El baño de agua pareció calmar a su marido, pero al poco volvió a aullar, sentándose en la cama y mirando despavorido a su alrededor:
—¡Las paredes! ¡Se acercan a mí, me aplastan! —Intentó detener su inexistente avance con los brazos extendidos, para caer a los pocos segundos rendido sobre la cama, casi inconsciente. Durante unos minutos, boqueó penosamente como un pez fuera del agua. Luego todo volvió a comenzar—: ¡Mi cabeza! —gritó, agarrándosela con ambas manos, en el mismo momento en que sus infinitas madres pujaban con las venas del cuello hinchadas y el rostro desencajado, agarrándose a los cabeceros de sus infinitas camas—. ¡Me están comprimiendo la cabeza! ¡Me va a reventar!
—Bertie, nadie te está…
—¿Por qué berreas, mujer?
—No estoy gritando, querido… —le aseguró Jane con los ojos inundados de lágrimas.
—Pues hay una mujer que grita. No, varias… muchas, todas gritan… ¡Haz que se callen! Por favor, Jane, te lo suplico, haz que se callen. No puedo respirar…
Aquello se alargó durante muchas, muchísimas horas, y si Jane no corrió en ningún momento a buscar un médico fue porque, tras el susto inicial, enseguida comprendió lo que le estaba ocurriendo a su marido. Al atardecer del día siguiente, cuando Wells al fin dejó de gritar y rompió a llorar entre hipidos de felicidad, sin ser capaz de expresar con palabras el inconmensurable alivio que se extendía por todo su cuerpo, relajándolo de tal forma que incluso parecía que los huesos se le habían desatornillado un poco, Jane permaneció a su lado, acariciándole el cabello sudoroso, hasta que se durmió.
—Querido mío, no te estabas muriendo… —le susurró con dulzura—. Lo que has hecho es nacer.
En realidad, si no lo hubiera arrasado aquel aniquilador tumulto de sensaciones, también Wells habría comprendido desde el primer momento lo que le estaba ocurriendo. No en vano llevaba varios meses teniendo extraños y hermosísimos sueños. Unos sueños rojizos donde flotaba en un líquido tibio y rosado. Feliz, se mecía placenteramente en aquella especie de elixir mágico que lo rodeaba, bebiendo de él de tanto en tanto, sintiendo cómo el fluido inundaba todos sus orificios. Lo arrullaba el latido atronador de un corazón que parecía retumbar en aquel lugar desde el principio de los tiempos, como un timbal ancestral que se imponía al resto de los sonidos misteriosos y sedantes que esponjaban el silencio. En aquel bendito lugar, acogedor y dulce, Wells se sentía a salvo de todo. Allí dentro no existía el frío, ni el dolor, ni la soledad, tampoco el miedo o la rabia… Lo embargaba una paz infinita, y una dicha tonta e incomprensible, y, sobre todo, el insobornable deseo de querer quedarse allí para siempre.
Cuando le contó a Jane aquellos sueños increíblemente vívidos que se repetían cada noche, ambos llegaron a la conclusión de que Wells estaba percibiendo las sensaciones que experimentaban sus gemelos, que se preparaban para nacer en los diferentes mundos, durmiendo un sueño sin sueños dentro del vientre de sus madres. Maravillados, repararon en que tal vez fuesen los únicos seres de la creación a los que se les había concedido vivir un milagro como aquel: regresar al vientre materno y experimentar de nuevo aquellas sensaciones, olvidadas para el resto de los mortales. Estaban recibiendo un retazo inesperado de Conocimiento Supremo. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, sus mentes se llenaron de inquietantes preguntas: si la conexión con sus gemelos de este universo iba a ser tan fuerte como insinuaban aquellos sueños, ¿qué pasaría cuando estos nacieran? ¿Se convertiría el difuso zumbido que trastornaba sus cerebros en algo aún peor? ¿Quizá en un ensordecedor estruendo de sensaciones y visiones tan intensas y nítidas que los despeñaría definitivamente en el abismo de la locura?
Sus oscuros presagios se cumplieron dos meses antes de lo previsto, pues varios de los gemelos de Wells decidieron adelantar su llegada a este mundo. Era evidente que los relojes de los diferentes escenarios no estaban sincronizados, sino que marchaban a ritmos distintos lo que provocaba que algunas obras se representaran más rápido que otras. Debido a ello, los meses siguientes supusieron una terrible tortura para Wells, ya que tuvo que continuar sufriendo aquellas espantosas apoplejías cada vez que se daba el milagro de la vida en otro universo.
Todo apuntaba a que sus gemelos carecían del más elemental sentido de la organización, pues lejos de ponerse de acuerdo para nacer todos a una, habían decidido hacerlo según su capricho, provocando una serie de nacimientos escalonados que amenazaban con destruir la salud mental de Wells. Según qué días, aquellos ataques eran muy débiles, debido probablemente a que nacían pocos gemelos, y Wells conseguía superarlos ovillándose en la cama con la habitación a oscuras, la mano de Jane entre las suyas y paños fríos de vinagre en la frente, como si enfrentara una vulgar migraña. Eso le hizo pensar en los puntuales dolores de cabeza que había padecido anteriormente, y dedujo que se debían a los dispersos nacimientos de sus gemelos en algunos de los mundos que marchaban más adelantados. También recordó las extrañas visiones que le habían acosado y que había considerado alucinaciones provocadas por la agotadora sensación de aleatoriedad, y comprendió, no sin cierto pavor, que no habían sido otra cosa que conexiones con gemelos ya nacidos.
Sin embargo, ahora parecía encontrarse en una franja del tiempo universal en la que múltiples mundos se hallaban alienados, y sus gemelos estaban irrumpiendo en la existencia como una horda gritona, multiplicando hasta el infinito todas aquellas sensaciones. Los días más habituales eran los que presentaban unos picos de nacimientos tan intensos que el profesor de biología solo conseguía soportar el dolor recurriendo al láudano, que Jane le administraba en dosis tan grandes que lo arrastraban a la inconsciencia.
El 21 de septiembre de 1866, la fecha de su propio nacimiento, fue el peor, como si, después de todo, la mayoría de sus gemelos hubiesen decidido respetar las pautas de su hermano mayor, y lo sucedido hasta entonces no hubiera sido más que un breve ensayo para la función principal. Ese día Jane creyó que la mente de su marido no soportaría aquel espanto, ni su organismo las brutales dosis de láudano, y que moriría o enloquecería sin que ella pudiera evitarlo. Pero Wells lo soportó, y aunque el suplicio continuó un par de meses más, mientras nacían los gemelos rezagados, su intensidad fue disminuyendo gradualmente, hasta que un día pareció que todo había terminado. Tras dos semanas sin sufrir ataques, el matrimonio concluyó, no sin cierta cautela, que casi todos los infinitos gemelos de Wells habían salido ya a sus respectivos escenarios. Sin embargo, el relativo alivio que eso les supuso no trajo consigo el descanso, pues cuando Wells consiguió librarse de las últimas y pegajosas telarañas con que el láudano había envuelto su mente, reparó con horror en que todo había cambiado inevitablemente, y para peor.
En su cerebro ya no resonaba aquel familiar e inofensivo ruido de fondo. Ahora, a todas horas, lo asaltaba un torbellino de visiones sorprendentemente nítidas, de sensaciones violentas que ya no podía considerar alucinaciones puntuales. De repente, al margen de lo que estuviera haciendo, lo invadía un hambre voraz, una sed insaciable o, por el contrario, un súbito hartazgo que le provocaba soñolencia o, en el peor de los casos, un irreprimible vómito. Sin venir a cuento, le inundaba las entrañas un miedo cerval, o le aplastaba contra el suelo una soledad atávica. A veces veía rostros que aparecían de la nada y se inclinaban hacia él exhibiendo grotescas sonrisas, o sentía una humillante humedad en las nalgas, o lo embargaba un sueño profundo, o un llanto desconsolado o una risa convulsa que terminaba contagiando a Jane… En cualquier momento y sin que pudiera impedirlo, Wells sentía y veía todo lo que un bebé sentiría y vería desde su cuna o desde los brazos de su madre, amplificado y repetido hasta el infinito. Era como si de repente lo hubiesen encerrado en una habitación atestada de murciélagos que revoloteaban y chillaban intentando salir. Aquello nada tenía que ver con la molesta sensación de desdoblamiento que habían sentido al naufragar en este mundo, ni con los placenteros sueños rojizos de meses atrás… Aquello era la locura mirándose en mil espejos enfrentados, si me perdonan la alambicada comparación.
Por suerte, su añorado amigo Dodgson, en una oportuna previsión que no habían descubierto hasta un mes después de su muerte, les había nombrado herederos de los derechos de su obra «en justa compensación por las brillantes ideas que me regalaron durante tantas inolvidables tardes doradas». El motivo que había llevado a Charles a tomar aquella decisión justo antes de viajar a Europa les dio mucho qué pensar, pero independientemente de sus razones, el dinero les permitió pasar aquella terrible prueba protegidos por una relativa seguridad económica.
Wells, reducido a un guiñapo balbuciente, inválido e increíblemente llorón, tuvo que abandonar el puesto de profesor que había conseguido en una academia de Bromley, su pueblo natal, y abandonarse por entero a los cuidados de su esposa. Y fue gracias a la herencia de Dodgson que pudieron seguir pagando el alquiler de la casita que habían alquilado en el cercano pueblecito de Sevenoaks. Durante aquel tiempo, Jane lo fue todo para su marido: fue su madre, su amiga, su esposa; en definitiva, la mano que lo aferraba con fuerza mientras él pendía del borde del abismo. Y ambos comprendieron que era una gran suerte que ella fuera seis años más joven que él, y que no tuviese que pasar por aquel tormento hasta más adelante. Gracias a aquella feliz circunstancia, cuando le llegó el tormento, fue la mano de Wells la que agarró la de Jane para evitar que cayera al abismo que él tan bien conocía. No quisieron ni imaginar qué habría sido de ellos si hubieran tenido que enfrentar aquel infierno al mismo tiempo.
Pero a pesar de tener el sustento asegurado y de contar el uno con el otro, al principio creyeron que no podrían soportarlo, que aquello era realmente el fin, el castigo que merecían por haber infringido las reglas del juego. Nadie podía desafiar el orden establecido sin sufrir las consecuencias. Habían huido de la casilla en la que les había colocado el Creador, sin esperar a que este tirase sus dados sobre el tablero. Bien, ahora había llegado el momento de pagar por ello. Aquella cualidad observadora de sus mentes que había convertido su universo de origen en un lugar único, indivisible y cierto, un templo de sabiduría, era ahora su mayor condena. Según parecía, en aquel nuevo teatro su don observador no actuaba del mismo modo: allí no colapsaba todas las realidades posibles, sino que les permitía ver todos y cada uno de los infinitos escenarios a través de las mentes de sus gemelos, con las que parecían estar íntimamente conectados. De repente, lo quisieran o no, todo lo veían y todo lo sabían. Y aquello les pareció una condena mayor que la que sufría su universo moribundo. Una condena sin escapatoria.
Al principio, el brutal cañoneo de visiones y sensaciones que les hostigaban a diario les dejaba doloridos y confusos, sin ánimo para reflexionar sobre lo que les ocurría ni para esbozar siquiera algún tipo de reacción. Tuvieron que recurrir de nuevo al láudano para conciliar el sueño, y los días se convirtieron en una larga sucesión de dolores indescriptibles. Era como vivir encerrados dentro de una Virgen de Nuremberg, sintiendo cómo las afiladas púas ensartaban sus cuerpos sin tocar los órganos vitales. «¡No puedo soportarlo más! ¡Córtame la cabeza!», se gritaban el uno al otro. Sin embargo, poco a poco, al igual que hicieron con la sensación de aleatoriedad, consiguieron embridar aquel alud de conocimientos múltiples que amenazaba con aniquilarlos. ¿Cómo?, se preguntarán. Bien, no resulta fácil explicarlo sin recurrir a las metáforas: imaginen que dentro de cada cráneo palpita un cosmos inmenso, en su mayor parte desconocido, y que Wells y Jane fueron capaces de crear un agujero mágico en sus conciencias, una especie de desagüe a través del cual enviar aquella descomunal carga de información a la parte más recóndita de sus mentes. Naturalmente, la información borboteaba sin descanso dentro de sus cabezas, como una bandada infinita de meteoritos precipitándose hacia un vórtice de oscuridad, pero, con mayor o menor fortuna según el día, consiguieron acostumbrarse a ella. Así que, diez años después, ambos estaban en condiciones de afirmar que habían logrado controlar aquel don del que nunca habrían tenido noticias si no hubiesen abandonado su mundo.
Y no solo consiguieron acostumbrarse a él, también lograron perfeccionar aquella técnica. Si se concentraban lo suficiente, eran capaces de cerrar un instante el agujero mágico que latía en el centro de sus mentes y apresar alguno de los infinitos mundos que se precipitaban hacia él. Y durante un breve tiempo, aquel mundo rescatado in extremis flotaba dulcemente en sus conciencias, reinando sobre cualquier otra percepción. Los observadores podían espiar entonces las vidas de los gemelos de aquel mundo como si las estuvieran viendo a través de sus propios ojos, antes de que la visión se desvaneciera. Y enseguida se dieron cuenta de que, paradójicamente, aquel curioso juego aliviaba la profunda concentración que debían mantener a todas horas, pues mientras el neblinoso mundo que habían atrapado ondeaba plácidamente dentro de sus cabezas, la atronadora cascada que provocaban los restantes desaparecía.
Tras aquel descubrimiento, la pareja adoptó la costumbre de rematar sus días, casi siempre agotadores, sentándose frente a la chimenea para intentar conectar con la mente de alguno de sus gemelos. Se servían una copa de licor, la bebían a pequeños sorbos, cerraban los ojos y, tras unos minutos de concentración, voilà, se descubrían en la cabeza de otro Wells u otra Jane, contemplando el mundo que habitaban a través de sus ojos, y macerados en sus más íntimos pensamientos. Era como anclar en el alma de otra persona, aunque esa persona eran ellos mismos, o una posibilidad de ellos mismos. Tras el truco de magia, cuando la visión de aquel mundo se desvanecía, volvían a abrir los ojos y cada uno narraba al otro las historias de aquellas vidas apenas entrevistas, como si improvisaran relatos al calor de la lumbre, hermosos cuentos para conjurar al sueño. Y a medida que los contaban, intentando fascinar a su pareja con alguna de las asombrosas permutaciones del libreto de sus vidas, iban descubriéndole al otro los universos secretos que sus gemelos ocultaban en su interior, ese feudo privado del ser humano donde nunca nadie puede entrar del todo. Así pues, aquellos cuentos, además de aportarles unos preciosísimos minutos de paz, lograron que Wells y Jane se conocieran como ninguna otra pareja lo había hecho nunca en ninguno de los mundos posibles.
Durante los primeros años, cuando la mayor parte de sus gemelos eran todavía muy jóvenes, las historias que se narraban no dejaban de ser simpáticas anécdotas infantiles, como cuando Wells le contó a Jane que uno de sus gemelos solía robarle a su padre el bate de críquet para jugar a espadachines con sus hermanos, o que la mayoría de ellos habían decidido estrenarse en la escritura escribiendo sobre el cristal de la cocina la palabra «mantequilla». Sin embargo, los relojes de algunos escenarios marchaban algo más adelantados, y a medida que los gemelos crecían, se enamoraban de una de sus alumnas —invariablemente la misma delicada muchachita llamada Amy Catherine Robbins— y se casaban con ella, sus pensamientos y anhelos más secretos se convertían para la pareja en motivo de absurdas discusiones. A la Jane Observadora no le gustó demasiado descubrir que muchas de aquellas copias de su marido habían decidido conquistarla únicamente porque sus ideas progresistas y desinhibidas le sugerían que sería una entusiasta compañera de cama. Aquello la alteró tanto que Wells tuvo que recordarle que él no era responsable de los pensamientos ni de las acciones de sus gemelos. Aun así, Jane había permanecido casi dos días sin hablarle, sintiendo cómo sus entrañas ardían en un dulce fuego, algo que invariablemente le sucedía a toda enamorada despechada, pero que ella experimentaba por primera vez.
Y fue al intentar describir aquellas nuevas emociones con la mayor exactitud, cuando ocurrió el milagro: sin darse cuenta, estaban recorriendo a la inversa el camino que habían transitado en su mundo de origen. Así, a través del conocimiento profundo de las emociones, acabaron sintiéndolas. Se amaron de infinitas maneras distintas, según infinitas fórmulas distintas y con infinitos resultados distintos, para finalmente descubrir que solo existía una manera de amarse: aquella en la que dos corazones latían a la vez. Cuando eso sucedía, nada más importaba, acabó por admitir llena de perplejidad Jane, a quien le había sorprendido descubrir que muchas de sus gemelas aceptaban que sus respectivos Wells tuvieran amantes, siempre que las mujeres escogidas fueran de su agrado, es decir, no representaran una amenaza para su matrimonio. Lo único que su marido no debía hacer era enamorarse de ellas, exigencia que, en honor a la verdad, siempre cumplía. Luego, cuando las abandonaba, en algunos universos era la propia Jane quien se encargaba de escribirles largas cartas de consuelo.
En este universo, por supuesto, fue el Wells Observador quien tuvo que cargar con las culpas de aquellos gemelos disolutos.
—Pero, querida —había objetado con timidez, intentando que su mujer dejara de diezmar los rosales del jardín—, has de reconocer que al menos es un pacto intelectualmente brillante. ¡Y no digo que esté de acuerdo! Pero si lo piensas, en este mundo dominado por las pasiones, la monogamia no representa el estado natural del hombre desde ningún punto de vista lógico. En mi humilde opinión, creo que la postura que han adoptado algunos de nuestros gemelos resulta muy lúcida. Deberíamos enorgullecernos de su inteligencia. Al fin y al cabo, siempre que no estén comprometidos los sentimientos y haya aquiescencia por ambas partes, ¿qué daño puede hacer alguna que otra correría fuera del lecho conyugal?
—¿Te gustaría pasar de la teoría a la práctica y comprobarlo empíricamente, querido? —respondió Jane, dándose la vuelta con una sonrisa gélida, al tiempo que enarbolaba las tijeras de podar, que a Wells le parecieron más grandes y afiladas de lo habitual.
—Yo… Ya te he dicho que no estoy de acuerdo con esa postura, querida. Solo me limitaba a analizar… eh… la lógica de su planteamiento. —Pese a la peligrosa proximidad de las tijeras, Wells no pudo evitar rematar su disculpa con una puya—: Pero no te preocupes. Seguiré el ejemplo de aquellos de mis gemelos que han decidido sofocar sus instintos para pregonar con sus higiénicos actos un orden de virtud y honestidad en el que no creen.
—Creo que es la postura más lúcida que puedes tomar, querido, en mi humilde opinión —fue la respuesta de Jane.
A pesar de todo, aquellas peleas formaban parte de su nuevo modo de amarse, y ambos descubrieron que las reconciliaciones posteriores, envueltas siempre en un sofocante aroma a rosas recién cortadas, hacían que merecieran la pena.
Solventadas esas pequeñas diferencias, volvieron los tiempos felices. Wells descubrió con alegría que muchos de sus gemelos se convertían en escritores de éxito gracias a las mismas historias que él había quemado en su universo de origen. Además, le supuso una gran liberación poder compartir al fin con Jane aquel antiguo secreto. Aunque todavía le sorprendió más descubrir que ella ya lo conocía: un día había entrado en su despacho para averiguar por qué se encerraba allí todas las noches, y no había podido evitar leerlas.
—Me parecieron tan maravillosas, Bertie…, que sentí enormemente que las quemaras —le confesó—. ¿Por qué no vuelves a escribir historias como esas? En este mundo podrías hacerlo sin esconderte…
—No lo sé, Jane… —dudó él—. Antes era tan… desgraciado. No me daba cuenta, pero lo era. Y supongo que aquellas historias me supusieron un escape, una especie de liberación… —Tomó la mano de su mujer y la besó con ternura—. Pero si quieres que te diga la verdad, ya no siento la necesidad de escribir.
—Pero «somos lo que imaginamos» —dijo ella, recordándole las palabras que el Dodgson de su mundo le había dicho una vez.
—No, querida —la corrigió Wells, sonriéndole con intención—. Somos lo que amamos.
Ella le devolvió la sonrisa, y durante varios segundos ambos se limitaron a seducirse con la mirada, como últimamente habían aprendido a hacer. De pronto, Jane preguntó:
—¿Y si lo hiciera yo?
Wells la miró sorprendido.
—¿Escribir? ¿Tú? Bueno… —titubeó—, si es lo que quieres… Pero ¿por qué? ¿Y qué escribirías?
—Oh, no lo sé. Y tal vez no lo haga —respondió ella con un mohín despreocupado—. Solo hablaba por hablar… Además, si lo hiciera, no te lo diría, igual que tú hiciste conmigo. He estado pensando y, conociendo las «pulsiones» de tus gemelos tan bien como las conozco, he llegado a la conclusión de que debo mantenerte entretenido, y la única forma de conseguirlo es evitando que me conozcas del todo. De lo contrario, me temo que te aburrirías y buscarías otros… misterios.
—Querida mía… —dijo Wells con la voz enfangada de deseo, al tiempo que se inclinaba sobre la boca de su mujer, que se entreabrió sensualmente para recibirlo—, puedo jurarte que en ninguno de los infinitos mundos en los que existes se te puede considerar una mujer aburrida.
Y no lo decía por decir. Jane lo sabía, pues, para su consuelo, había podido comprobar que sus gemelas habían conseguido, de un modo u otro, escapar del anodino destino que aquel universo reservaba a las mujeres. Todas eran muchachitas brillantes que habían sorteado el tedio entregándose a febriles actividades intelectuales o a disciplinas artísticas de lo más variadas, y aunque aquello las convertía en miembros muy poco apreciados de la sociedad, a ninguna parecía importarle. Aquel infinito ejército de Janes disfrutaba formando parte de los círculos culturales y políticos de sus maridos, pero no como simples acompañantes, sino como valiosas y admiradas colegas. Ninguna de ellas cumplía con el papel que se esperaba de la mujer en sus respectivos mundos, y eso llenaba de orgullo a la Jane Observadora, tanto como si las hubiera aleccionado una a una.
Sin embargo, le entristecía comprobar que todas ellas tenían la misma queja: sus maridos no sabían amarlas. Sus gemelas pensaban, mientras podaban rabiosas sus rosales y llenaban sus respectivas casas de reproches que olían a rosas recién cortadas, que sus esposos jamás alcanzarían a comprenderlas ni a vislumbrar lo lejos que estaban de hacerlas felices. Pero se equivocaban. Todas se equivocaban. A la Jane Observadora le habría gustado contarles lo que solo ella sabía, lo que su Wells le había descrito con tanto detalle, lo que sus maridos escondían en lo más hondo de sí mismos, a salvo de cualquier indagación: cuánto las admiraban y respetaban, cuán grande y profundo era su amor hacia ellas y cuán terrible la impotencia que sentían por no saber cómo demostrárselo. Tal vez Wells no fuera un hombre capacitado para las grandes gestas románticas en ninguno de los universos posibles, pero la Jane Observadora sabía que aquella capacidad anidaba en su interior, y solo era cuestión de tiempo que lograra eclosionar en algún mundo, que algún Wells demostrara a su Jane de lo que era capaz por amor. Sin ir más lejos, el Wells Observador —sin duda amedrentado por la colección de Janes descontentas que poblaban el universo— había desarrollado un inesperado talante romántico que habría hecho palidecer de envidia al mismísimo Casanova. Y si un Wells podía hacerlo… Aunque aquel no era un Wells cualquiera, pensaba Jane con orgullo, sino un Wells único. Un Wells diferente a todos. Y era suyo.
Cuando su gemelo se marchó a Londres para estudiar en la Escuela Normal de Ciencias, el biólogo decidió que ya era hora de retomar su antiguo plan e intentar formar parte de la vida de aquel Wells y de su futura esposa. Curiosamente, sus mentes eran las únicas que el matrimonio observador no podía colonizar: por mucho que se concentraran, no lograban acceder a ellas. Aunque aquello tenía cierta lógica, después de todo: el escenario en el que se encontraban debía de ser una suerte de mirador desde el que poder contemplar el resto de los escenarios del teatro, y tal vez por eso les resultaba más difícil observar el suyo. Por ello, para conocer la vida de aquel Wells y de aquella Jane había tenido que espiarles a la manera tradicional, vigilando de lejos unos pasos que, a decir verdad, se parecían bastante a los de sus otros gemelos. Y, de momento, nada en la tranquila existencia de aquella pareja parecía justificar la creciente necesidad que había espoleado a Wells y a Jane a mudarse a Sevenoaks, aunque tal vez la cosa cambiara ahora que su doble había arribado a la metrópoli más grande del mundo. Con la intención de vigilarlo lo más de cerca posible, el Wells Observador pidió referencias a su antiguo decano de Oxford y consiguió un puesto de profesor en la Escuela Normal de Ciencias. Era la segunda mudanza que la pareja realizaba desde que cayera a través de una madriguera de conejo en la habitación de Dodgson, frente a los asombrados ojos de la pequeña Alicia, por lo que se preguntaron si aquel cambio, como el anterior, inauguraría un nuevo tiempo de oscuridad. Ahora que habían encontrado de nuevo la felicidad, que habían convertido su vida en una prolongación de aquellas tardes doradas, que habían aprendido a amarse con absoluta precisión, no querían que aquello terminara. El destino no podía ser tan cruel.
Pero lo era. Lo descubrieron una semana después de instalarse en Londres. Como era su costumbre, la pareja se encontraba sentada frente a la chimenea tras un día que a Wells le había resultado en extremo agotador. Había enfrentado su primera jornada en la escuela como profesor, y aunque había llegado a casa bastante satisfecho tras la experiencia, también se hallaba exhausto. Después de casi veinte años sin dar clase ni relacionarse prácticamente con nadie aparte de Jane, había tenido que hacer un esfuerzo titánico para dominar su don y no mostrarse como un demente frente a sus alumnos. Tal vez por eso llevaba tanto rato con los ojos cerrados, la copa olvidada —su mano la sostenía tan lánguidamente que amenazaba con derramarse sobre la alfombra— y una sonrisa cansada en los labios. Tan derrotado parecía que Jane decidió no importunarle. Esa noche no habría ninguna historia, se dijo con resignación, al tiempo que se levantaba para buscar algún libro con el que entretenerse.
De repente, su marido profirió un grito, abrió los ojos y se agarró la mano izquierda, derramando al final la mitad de la copa. Su expresión era de auténtico desconcierto.
—¿Qué sucede, Bertie? —le preguntó Jane, alarmada.
Wells dejó que la realidad se fuera asentando a su alrededor, antes de balbucir:
—Acabo de ver a Newton… Y me ha mordido.
—¿Nuestro perro?
—Claro, querida. No iba a referirme al científico.
Jane ignoró su comentario.
—¿Qué quieres decir con que te ha mordido?
—Bueno… No me ha mordido a mí, por supuesto, sino al gemelo con el que había conectado —le explicó, mientras se masajeaba distraídamente la mano izquierda—. Era un Wells casi niño, y estaba paseando por el campo un día hermoso y soleado, cuando de repente Newton salió de entre unos matorrales. Parecía muy nervioso y asustado. Quizá porque reconocía mi olor en aquel joven Wells pero al mismo tiempo percibía que no era yo. Supongo que eso le confundiría… El caso es que se abalanzó sobre mi gemelo y le mordió en una mano.
—¿Estás seguro de que era nuestro Newton? —preguntó Jane, resistiéndose todavía a creerlo.
Wells asintió con pesadumbre.
—Era él, querida, estoy seguro. Tenía esa mancha blanca en forma de corazón en el centro de la frente.
—Oh, Dios… ¿Y qué hizo tu gemelo?
—Eh… le propinó una patada.
—¡Bertie, cómo pudiste…!
—¡No era yo, Jane! —se defendió Wells. Luego carraspeó y añadió—: Newton escapó lloriqueando y… bueno…
—¿Y qué? Por el amor de Dios, Bertie, qué le…
Wells la tomó de las manos con una mueca abatida.
—Lo siento mucho, querida, pero un carruaje cruzaba en aquellos momentos por la carretera y Newton…
—¡No! —exclamó Jane, enterrando el rostro en las manos y abandonándose a un ruidoso llanto.
—No llores, querida —intentó consolarla Wells—. Al menos tuvo una vida feliz.
—Eso no puedes saberlo —farfulló Jane.
—Sí que puedo —la corrigió él—. Después de eh… la tragedia, una mujer se acercó corriendo a Newton y lo tomó entre sus brazos.
—¿Una mujer?
—Su dueña. Según le explicó a mi gemelo, el perro se le había escapado mientras lo paseaba. Cuando reparó en la mano ensangrentada del muchacho se horrorizó. Le dijo que no entendía qué podía haber pasado, que Bobbie era un perro dócil y cariñoso que jamás, en todos los años que llevaba con su familia desde que lo encontraron perdido en la campiña de Oxford, había hecho algo así. —Wells acarició el cabello de su esposa con ternura—. Querida, esa mujer quería de verdad a Newton. Yo mismo vi cómo lloraba desconsoladamente y lo abrazaba como si quisiera devolverlo a la vida con el calor de su cuerpo… Nuestro cachorro encontró enseguida un buen hogar, y ha sido muy feliz durante todo este tiempo.
Sin embargo, sus palabras no consolaban a su mujer, así que Wells guardó silencio y dejó que se desahogara. Jane no había dejado de pensar en Newton ni un solo día; deseaba que se encontrara sano y salvo allí donde estuviera. Pero constatar que así había sido no calmaba el espantoso dolor que sentía por la horrible forma en que había muerto: bajo las ruedas de un carro y tras recibir una patada de quien quizá acababa de reconocer como su antiguo dueño. Cuando levantó su rostro arrasado por las lágrimas, le enfureció ver a su marido con la mirada perdida en el infinito, sin que sus ojos mostraran el menor rastro de humedad.
—¡Herbert George Wells, cómo puedes ser tan insensible! —le reprochó—. ¿Acaso no te importa lo que le ha sucedido a Newton? ¡Todo ha sido por nuestra culpa…, por tu culpa, en realidad! ¡Tú le inyectaste ese maldito virus! ¡Tú le…!
—Regresa al estado de calma, querida.
Jane interrumpió su llanto en el acto y observó a su marido con sorpresa al oír aquella antigua fórmula, pronunciada en un tono ya olvidado para ambos.
—Escúchame, Jane —continuó Wells, antes de que ella le interrumpiera—, siento terriblemente el dolor que te asola, y ojalá pudiera hacer algo para evitártelo, por dos razones: porque no me gusta que sufras, y porque el dolor enturbia tu mente. Necesito tu inteligencia, Jane, y la necesito ahora. Piensa, querida, piensa… Como bien has dicho, yo inyecté el virus al perro. Un virus que al llegar aquí descubrimos que funcionaba… ¿Qué crees que pasaría si Newton se lo hubiese transmitido a mi gemelo? Tal vez ahora el virus sea más contagioso, y puede que incluso haya mutado y sea activo en los humanos…
—Pero… ¡Oh, por las barbas de Kepler…! —Jane abrió los ojos perpleja cuando el conocimiento iluminó su mente—. Si el virus empieza a propagarse entre los humanos, y los infectados comienzan a saltar de un mundo a otro… ¿qué pasará entonces, Bertie?
Wells la contempló con gravedad.
—No lo sé, querida… Pero me temo que seré culpable de algo más que de la triste muerte de un perro.