Durante los días siguientes, Wells y Jane se alegraron de poder contar con Dodgson en lo que consideraron la mayor aventura de sus vidas. Les costaba imaginar qué habría sido de ellos al naufragar en aquel universo tan parecido y al mismo tiempo tan distinto al suyo sin la ayuda del joven matemático, que no solo les resultó de gran utilidad en la resolución de las cuestiones prácticas, tales como encontrar un modo de ganarse el pan o inventar una identidad con la que integrarse en la sociedad, sino también en otros asuntos no menos importantes, como la simple conservación de la cordura. Era evidente que solo alguien como Dodgson habría sido capaz de aceptar casi sin pestañear su delirante historia, pues el matemático veía el mundo con los ojos de un niño, y como todo el mundo sabe, los niños son la audiencia perfecta del disparate: solo ellos dejan que las cosas extrañas sigan siendo extrañas, rehusando aplicarles las reglas de ningún sistema conocido. Y lo cierto es que, empleando dicho método, Wells, Jane y el joven Dodgson encontraron muchas respuestas a sus preguntas.
La más importante de todas la descubrieron aquella primera noche, cuando, tras numerosas reflexiones que inevitablemente oscilaban entre la lucidez y el despropósito, consiguieron averiguar la principal diferencia entre sus dos universos, colocando así la piedra angular que sostendría sus futuras cavilaciones. Fue Dodgson quien, inspirado por su desmedido amor al teatro, encontró el afortunado símil que daría origen a la que acabarían llamando «Teoría de los Teatros».
Y la principal diferencia tenía forzosamente que estar relacionada con la obsesión de los Wells por la aleatoriedad. Tras profundas reflexiones llegaron a la conclusión de que lo único que podía determinar que un suceso fuera de una manera y no de otra era la observación. Si alguien lo observaba, las infinitas posibilidades de que ocurriese de alguna otra forma se colapsaban, se convertían en una única verdad: aquella que el observador había constatado. El universo de los Wells debía de ser, por tanto, como un teatro donde el drama de la vida se representaba ante un público que con su atenta observación colapsaba cualquier otra posible versión de la obra, de modo que solo la función que estaba viendo pasaba a existir con absoluta certeza. Eso explicaba por qué en aquel universo lejano no existía la aleatoriedad.
El universo del joven Dodgson, por el contrario, era un teatro sin público, los únicos espectadores de la obra eran los propios actores. Pero la observaban «desde dentro», mientras la representaban, y por lo tanto, sus puntos de vista eran limitados, sesgados, e incluso infinitos, pues dependían de las infinitas decisiones que cada actor tomara en cada momento. Era como si en aquel teatro de butacas vacías se estuvieran representando al mismo tiempo infinitas versiones de la misma obra, en infinitos escenarios paralelos, unos encima de otros, sin que ninguna de las infinitas compañías de teatro tuviera noticias de sus gemelas, por lo que se creerían únicas, aunque ningún espectador determinaría con su observación cuál lo era. Tal vez el universo del joven Dodgson no era más que eso: la suma de las infinitas probabilidades de cómo podría ser dicho universo, coexistiendo todas ellas de algún modo.
Se trataba de una idea demasiado bella para no ser cierta, decidieron los tres casi con lágrimas en los ojos. Por eso Wells y Jane tenían aquel problema con la aleatoriedad, por eso les asaltaba aquella sensación de atronadora disonancia ante cada pequeña decisión que debían tomar… El matrimonio había desliado toda su vida entre las cuatro paredes de un teatro donde el reverencial silencio del público no acunaba ni un solo eco aleatorio. Y cuando, gracias al agujero mágico del viejo Dodgson, habían cruzado la calle hasta el teatro de enfrente, se habían sentido abrumados por la terrible cacofonía proveniente de los infinitos escenarios, un runrún que solo ellos podían escuchar. Para los habitantes de aquel lado del agujero, las infinitas posibilidades del libre albedrío configuraban un murmullo imperceptible, puesto que se habían acostumbrado a él desde su nacimiento, pero para nuestros náufragos recién llegados resultaba ensordecedor.
—¿Y quién es el espectador que asiste al teatro del Otro Lado, fundiendo en una sola obra los infinitos libretos? —preguntó Wells—. ¿Es Dios quien se sienta en el patio de butacas?
—¿Por qué iba Dios a elegir unos teatros y otros no? —dijo Dodgson—. Y si estuviese en todos, o en ninguno, no existirían las diferencias que hemos encontrado, pues todos los teatros serían idénticos. Creo que no deberíamos considerar a Dios como público, sino algo así como el director de la obra, el dramaturgo que la sigue entre bambalinas, o incluso el apuntador… Un espectador tan implicado en la obra que no fuese capaz de fusionar en uno solo los infinitos escenarios.
—Sin embargo, en el teatro del que venimos solo se representa una obra —apuntó Jane—, así que alguien debe de observarla. ¿Quién es? ¿Para quién interpretamos nuestra vida?
Se produjo un silencio meditabundo, hasta que Wells exclamó:
—¿Y si el poder de colapsar todas las posibilidades proviniera de los propios actores? —Jane y Dodgson le miraron sin comprender—. Imaginaos una compañía de actores con una cualidad observadora fuera de lo común, una capacidad extraordinaria que les permitiera ver al mismo tiempo la obra desde dentro y desde fuera, como si una parte de su mente permaneciera sentada en el patio de butacas mientras ellos declaman sus textos en el escenario. Los universos donde sus habitantes tuvieran esa prodigiosa cualidad observadora existirían entonces como una única y determinada realidad, no se desflecarían en infinitas posibilidades, como ocurre con este.
—¿Quieres decir que nosotros tenemos esa cualidad observadora…? —preguntó Jane, asombrada—. Pero entonces ¿por qué nunca nos dimos cuenta?
—Porque no teníais con qué compararos —respondió Dodgson tras un instante de reflexión—. ¿Acaso apreciaría un hombre su talento de ver a través de las paredes si viviera en un mundo donde los edificios fueran invernaderos de cristal?
A partir de entonces, el matemático bautizó a los habitantes del Otro Lado como «Observadores», y en adelante se refirió a ellos como «Dodgson Observador» o «reina Victoria Observadora», para diferenciarlos de los respectivos gemelos que vivían en el teatro de este lado de la calle. Y en los días que siguieron, la Teoría de los Teatros fue cobrando fuerza, pues enseguida descubrieron que aplicándola podían explicar cualquier duda que les surgiera. También se plegaba con docilidad a las comprobaciones matemáticas que Dodgson y Wells se aficionaron a realizar, más como pasatiempo que otra cosa, aunque para ello el primero debiera lidiar con las avanzadísimas matemáticas de los siglos venideros y el segundo, desempolvar sus conocimientos de una de las materias que más le habían aburrido en la universidad. Aun así, se entregaron con divertida seriedad a dibujar intrincados mapas matemáticos que pretendían mostrar, como el mapa de un país cualquiera, los distintos caminos, atajos y veredas que un viajero podría recorrer para ir de un mundo a otro, inventando fórmulas que permitiesen calcular las coordenadas de cualquier punto del universo desde el extremo contrario, como si el cosmos entero pudiera reducirse a una única e imponente ecuación.
Por desgracia, la primera comprobación empírica de la Teoría de los Teatros se produjo gracias a un acontecimiento que causó una gran consternación en Jane. Sucedió cinco meses después de su llegada. Wells, Jane y el joven Dodgson habían ido de excursión a las praderas de Godstow con las hijas del decano del college, las pequeñas hermanas Liddell, como solían hacer muchas tardes desde que comenzara el buen tiempo. Aquella, en concreto, era una hermosa tarde dorada de finales de primavera. El sol calentaba con fuerza, el fluir del río arrancaba una melodía de xilofón a los juncos de la orilla, y las tres niñas jugaban al escondite mientras los adultos disponían la merienda sobre un mantel extendido sobre la hierba, charlando de esto y aquello. Newton, por su parte, se dedicaba a perseguir mariposas. Cuando se aburrió, el perro se entregó a rondar las cestas, intentando sisarles alguna vianda, hasta que Jane, medio en serio medio en broma, le gritó: «¡Vamos, desaparece de aquí, glotón!». Y como si aspirase al título de perro más obediente del mundo, Newton desapareció. Literalmente. De repente estaba ahí, con sus patitas hundidas en una de las esquinas del mantel, y de repente ya no estaba. Lo único que quedó de él fueron sus cuatro huellas hendiendo la tela. Jane se sintió como si hubiera realizado un truco de magia. Luego lanzó un grito. Al estupor general le siguió una absurda y desesperada búsqueda por los alrededores, hasta que se vieron obligados a aceptar lo que al principio se habían resistido a creer: el perro, en efecto, había desaparecido ante sus ojos. Tras consolar a Jane como pudieron e inventar una excusa verosímil para las niñas, regresaron a Christ Church con la intención de recapacitar sobre lo sucedido. Y ayudados por varias teteras bien cargadas, llegaron a la única conclusión posible: acababan de descubrir que el virus de la cronotemia funcionaba. Y aunque para Jane eso apenas supuso un triste consuelo, Wells sintió que lo inundaba una oleada de satisfacción.
No habían estado tan equivocados en sus investigaciones, después de todo. Con la desaparición de Newton había quedado demostrado que los infectados por el virus sí podían saltar aunque solo entre escenarios de un mismo teatro. Al parecer, usando el símil de Dodgson, no podían cruzar la calle hacia el teatro de enfrente. Por eso el perro no había saltado cuando le inocularon el suero en el Otro Lado, porque en su teatro no había otro escenario al que saltar. Tal vez el virus solo posibilitaba el trasvase entre los escenarios o mundos paralelos que formaban, con su suma, una única realidad, un único teatro, reflexionó Wells. ¡Por las barbas de Kepler, de haberlo sabido, no se habría tomado como un fracaso la falta de resultados en el Otro Lado! Habría continuado investigando, habría hecho los ajustes necesarios en el suero para lograr el trasvase entre teatros, habría… Pero qué importaba. Ya no valía la pena pensar en eso. Nada podría hacer desde aquel mundo primitivo que apenas acababa de descubrir el fuego. Su momento había pasado. Él había hecho lo que había podido, al igual que el viejo Dodgson, y acababa de descubrir que ambos habían tenido parte de razón… Pero su mundo debería arreglárselas sin ellos, se dijo. De todos modos, haber descubierto que las dos investigaciones iban bien encaminadas le hacía albergar esperanzas, pues existía la posibilidad de que en el futuro sus sucesores consiguieran llevar alguna de aquellas teorías a buen puerto.
Y así, entre descubrimientos asombrosos y tardes doradas, el matrimonio fue adaptándose poco a poco a su nueva vida. Sin duda lo que más les costó fue aprender a convivir con la cacofonía que producía la arbitrariedad, aquel perpetuo y molesto ruido que reverberaba en sus cerebros siempre que debían tomar una decisión, es decir, cada segundo de su existencia. Pero con el tiempo lograron idear unos cuantos trucos y técnicas mentales para hacer más soportable aquel zumbido continuo, y cuando alguno de ellos se sentía desfallecer, siempre podía contar con el apoyo del otro, o del propio Dodgson, que no dejaba de velarlos. Afortunadamente, a medida que se sucedían los días les resultaba más fácil ignorar aquella angustiosa sensación. Para su sorpresa, una de las actividades que más les ayudó a controlarla fue la práctica de la fotografía. Aquel proceso largo y laborioso, que con su antigua alquimia les impregnaba el espíritu de olores misteriosos, se convirtió en un inesperado bálsamo para sus agotados cerebros. Por las tardes, después de las clases, no era extraño que los alumnos y los profesores del college, al doblar cualquier esquina, se tropezaran con el profesor Dodgson y sus nuevos amigos, acarreando de un lado a otro el pesado equipo de fotografía, o los vieran plantados frente a la espigada catedral o la tiendecita de caramelos cercana al Christ Church, manipulando la lustrosa cámara y tirando de sus articulaciones y goznes, como cazadores disponiendo una extravagante trampa con la que capturar algún efímero retazo de belleza antes de que se desvaneciera.
Los Wells tomaron varias fotografías de los alrededores, «alcanzando una notable destreza» con la cámara, en palabras de Dodgson, que contemplaba maravillado cómo sobre las placas sensibilizadas con nitrato de plata surgían los rebaños de ciervos de las praderas del Grove, los rectilíneos patios de los colleges, el ilustre silencio de sus bibliotecas o el hermoso paseo arbolado que bordeaba el río Cherwell, siempre invadido por bandadas de estudiantes ociosos. Al matemático le causaba un placer inagotable intentar reconocer su vulgar realidad diaria desde aquellos ángulos novedosos que le conferían una atmósfera mágica. Sin embargo, más que el mundo que le rodeaba, prefería fotografiar a las adorables hijas del decano: la encantadora Lorina, la pequeña Edith, y Alicia, la más bonita e inteligente, su favorita, con quien acabaría casándose en el mundo del que sus amigos provenían. Las sesiones de fotografía con las niñas eran siempre una fiesta. Dodgson abría su baúl de disfraces, y las fotografiaba vestidas de chinos, indios, príncipes o mendigos, recostadas en divanes o protagonizando alambicadas escenas mitológicas, consciente de que estaba atrapando para siempre un instante fugaz, un momento irrepetible de sus vidas, el recuerdo al que siempre volverían cuando fueran mujeres.
Enseguida constataron los Wells que el profesor de matemáticas no cultivaba demasiadas amistades adultas, a excepción de ellos mismos, quizá porque a causa de su timidez, su tartamudeo o su talante soñador, no terminaba de sentirse cómodo con ellas, y solo con las niñas parecía sentirse a gusto. Los niños le atemorizaban, pues solían burlarse de él, y jamás consiguió entenderse con ellos, pero con las niñas era otra cosa. Las niñas eran dulces y consideradas, poseían una fragilidad que invitaba al llanto y despertaban en él sentimientos de cariño y protección. Y, sobre todo, sabía en qué tono dirigirse a ellas. Lo veía con tanta claridad que le asombraba que nadie más lo advirtiera, que el resto de los adultos, ya fueran sus padres o sus profesores, se dirigieran a ellas de igual modo que a los niños, como si ambos pertenecieran a una misma raza, la raza de los pequeños, cuando en absoluto era así. Las niñas demandaban un trato muy diferente, y si algún adulto se lo ofrecía, ellas no dudaban en entregarles su corazón, entre asombradas y agradecidas por haber logrado la complicidad de un miembro de las edades superiores.
Así pues, Dodgson nunca les parecía tan feliz a los Wells como cuando estaba rodeado por las hermanas Liddell. Con ellas podía charlar durante horas de mil tonterías sin sentido. Una tarde, por ejemplo, durante una excursión por el río, oyeron cómo les explicaba que no podían rematar una carta con un «Recibe millones de abrazos» porque, a razón de veinte abrazos por minuto, y en el caso de que, siendo benévolos, se fijara tan imprecisa cantidad en solo dos millones, serían necesarias veintitrés semanas de duro trabajo para cumplir su palabra. Al igual que el Charles de su universo, aquel Dodgson también parecía alérgico a las exageraciones, comentaron divertidos Wells y Jane.
Siempre que podían, los Wells se sumaban encantados a aquellas excursiones, en las que Dodgson se revelaba como el compañero de juegos más delicioso que se pudiera imaginar: compartía con las niñas sus sencillos e ingenuos goces, se contagiaba irremediablemente de sus pequeñas tristezas, y sobre todo les narraba cuentos improvisados que flotaban en la brisa del verano como brillantes pompas de jabón. Los relataba con tanta gracia y pasión que, cuando terminaba, las niñas, indiferentes a su agotamiento, siempre exclamaban: «¡Cuéntanos otro!». Para el matrimonio Wells, por su parte, aquellas tardes repletas de risas y de juegos se convirtieron en otro método infalible con el que acallar el ensordecedor enjambre de sus mentes.
Ah, fueron tiempos felices, quién podría negarlo, pese a las numerosas dificultades que la pareja debía afrontar en su día a día, especialmente Jane, que tropezó con un escollo añadido en su adaptación a aquel nuevo mundo: el triste papel al que la mujer quedaba relegada en la sociedad. Al principio le costó dar crédito a lo que Dodgson le contaba, e incluso a lo que sus propios ojos veían, pues jamás habría podido imaginar semejante humillación.
En el Otro Lado, desde hacía siglos, los observadores no hacían diferencias entre la mente femenina y la masculina. Cada género comprendía la realidad de forma distinta, naturalmente, pero eso no implicaba superioridad o inferioridad. En el lado donde se encontraba, en cambio, lo único que se esperaba de Jane era que fuera la dulce esposa del nuevo profesor de biología, que invitara de tanto en tanto a las otras esposas a tomar el té en sus habitaciones del Merton College o, como mucho, que organizara algún club femenino de lectura. Como no les resultará difícil de comprender, al principio Jane intentó revelarse contra aquel destino de mera comparsa, convencida de que jamás podría acatarlo. Incluso fue a hablar con los decanos de varios colleges para intentar que la aceptaran en algún departamento de ciencias, aunque fuera como simple ayudante. Sin embargo, tras el pasmo inicial que les provocaba su sorprendente petición, todos la despedían con alguna excusa amable. Uno de ellos, mientras la acompañaba a la puerta con paternal solicitud, incluso le espetó: «Mi querida niña, comprendo que tal vez se sienta sola, a muchas mujeres les ocurre, pero ya que le gusta tanto la ciencia, ¿no le gustaría dibujar láminas de animales?». Y esa frase, que una indignada Jane repitió más tarde a su marido y al joven Dodgson, se convirtió en una chanza recurrente entre ellos. Así, cada vez que Jane discutía o argumentaba en contra de una hipótesis de Dodgson o de Wells en el transcurso de una tarde dorada, estos le contestaban con una sonrisa burlona: «Querida, ¿no querrías ir a dibujar algunas láminas de animales?». No obstante, aquellas eran bromas sin maldad, que Jane siempre aceptaba entre risas. Y es que de risas entrelazadas parecían estar hechos aquellos tiempos. Aunque, al igual que el verano está destinado a morir bajo el yugo del otoño, aquella luminosa felicidad estaba condenada a perecer.
Tres años después de la llegada de los Wells a su mundo, Dodgson fue ordenado diácono. El matemático había hecho lo imposible por retrasar aquel primer paso hacia su inexorable destino, que no era otro que convertirse en sacerdote al año siguiente, pues la ordenación eclesiástica superior era condición obligatoria para cualquier profesor de la Christ Church, y Dodgson se consideraba laico hasta lo más profundo de su corazón. Por supuesto, creía en Dios, incluso acudía a la iglesia dos veces los domingos, aunque dudaba que su Dios fuera la misma divinidad silenciosa que habitaba en la fría y oscura catedral, cuya temible cólera había que apaciguar mediante aburridas, quejumbrosas y larguísimas ceremonias. Sus discrepancias en este punto con el decano Liddell aumentaron las reservas de la señora Liddell, que dejó de ver con buenos ojos la creciente intimidad de sus tres hijas con aquel extraño profesor y el extravagante matrimonio de misterioso pasado que siempre lo acompañaba. Sus excusas para sabotear las excursiones por el río, que se habían convertido en una especie de tradición, se fueron volviendo más frecuentes y menos disimuladas, y Dodgson, rabiando de impotencia, veía cómo cada vez le resultaba más difícil mantener su amistad con las niñas, especialmente con Alicia. Aun así, se resistía a creer que aquello fuera el principio del fin. Sin embargo, lo era. Las tardes doradas llegaban a su fin, y aquel verano de 1862 supuso el bello canto de cisne de los tiempos felices.
La tarde del 4 de julio, una barca de remos tripulada por un clérigo, un matrimonio y tres niñas, bogaba sobre un afluente del Támesis rumbo a la villa de Godstow. El azul del cielo era tan resplandeciente que parecía teñir el mundo entero, la barca se deslizaba suavemente sobre el trémulo espejo del río y el paisaje parecía adormecido, sumido en una ardiente quietud alterada solo por el chapoteo de los remos y las tres voces infantiles que suplicaban, cada vez más imperiosas: «Charles, por favor, cuéntanos un cuento». Dodgson, que se había fingido dormido para hacerlas rabiar, abrió los ojos cuando lo consideró oportuno y, tras desperezarse largamente, decidió complacerlas. Acompañado por el sedante zumbido de los insectos, empezó a narrarles la historia de una niña llamada Alicia que caía a través de una madriguera de conejo y que iba a parar a un mundo maravilloso que parecía regirse por una única regla: si puedes imaginarlo, puede ser real.
—¿Es una de tus historias inventadas, Charles? —le preguntó con una sonrisa burlona Wells, que remaba en la proa.
—P-por supuesto, George. La estoy i-improvisando mientras n-navegamos —contestó Dodgson guiñándole un ojo.
Y a lo largo de todo el día, durante la travesía por el río y en el prado donde almorzaron a la sombra de unos dorados montones de heno, el profesor mantuvo embrujados con su historia tanto a las niñas como a la pareja, que se sonreía mutuamente cada vez que reconocía una de sus aventuras, tamizada por la fantasía de Dodgson, incluida aquella merienda de locos que protagonizaron la tarde de su llegada. Para Wells aquella era la mejor demostración de que el hombre era capaz de imaginar por sí mismo, sin necesidad de inhalar ningún polvo de hada. Sí, era capaz de imaginar sin más ayuda que una luz dorada y unas niñas atentas. Por la tarde, cuando regresaron para dejar a las pequeñas en la residencia del decano, Alicia, la de carne y hueso, la niña de diez años para la que el matemático había inventado aquella historia, le tomó una mano entre las suyas y, mirándole a los ojos con inusitada gravedad, le dijo, a modo de despedida: «Quisiera que me escribieses las aventuras de Alicia, Charles».
Así pues, Charles consumió la noche hilvanando en el papel las extravagantes imágenes con las que aquella tarde había tratado de fascinar a Alicia como si quisiera retener su atención para siempre, porque si existía en el mundo un hombre incapaz de negarse al ruego de una niña, ese era Charles Dodgson. Unos días más tarde, fue a entregarle el fruto de aquella noche en vela, un fajo de cuartillas recorridas por su letra estirada y curvilínea, y salpicadas de ilustraciones hechas por él mismo, pero la señora Liddell se lo impidió. Es más, extremó tanto sus prohibiciones que a partir de entonces los encuentros con las niñas pasaron a ser tan fugaces como urgentes, y tan teñidos de culpabilidad que, cuando terminaban, Dodgson quedaba sumido invariablemente en una sombría desesperación. Wells y Jane intentaron consolarlo diciéndole que Alicia crecería, y si la conocían tan bien como creían, las opiniones de sus padres no tendrían entonces ninguna importancia para ella. Solo tenía que quedarse en Christ Church, cerca de la niña, y esperar a que creciera, a que se convirtiera en la mujer de corazón sencillo y entusiasta en la que se acabaría convirtiendo. Esperar, sí. Esperar para poder casarse con ella.
Sin embargo, a Dodgson le quemaba por dentro el suplicio de no poder verla más que unos instantes fugaces al día, y tras un año lidiando con aquel dolor secreto, las Navidades de 1863 se le antojaron la excusa perfecta para regalarle al fin el manuscrito que había escrito para ella, provisionalmente titulado Aventuras subterráneas de Alicia. Ante la insistencia de las niñas, sobre todo de Alicia, que amenazó con dejar de comer hasta que cumpliera cien años si no le permitían aceptar aquel regalo, los Liddell se vieron obligados a recibir al joven profesor, si bien nada les impedía dispensarle el trato más frío inimaginable. Pero Dodgson no se dejó desanimar por un comienzo tan poco alentador. Había franqueado el hogar de los Liddell con un propósito firme, y pensaba llevarlo a cabo. Así que, en cierto momento de la tarde, entre patéticos tartamudeos y nerviosas divagaciones, formuló la siguiente pregunta al estirado señor Liddell y a la horrorizada señora Liddell:
—¿Habría alguna p-posibilidad en un f-futuro, dentro de siete u ocho años, cuando Alicia ya sea una mujer, y siempre que sus s-sentimientos correspondieran a los m-míos, de que consideraran… eh… una u-unión entre nosotros?
Pese a la buena intención de Dodgson y a la honestidad de sus sentimientos, el resultado fue el mismo que habría obtenido si hubiera recolectado boñigas de vaca en una carretilla y se las hubiera echado por encima. Pues los Liddell, que soñaban con matrimonios aristocráticos —e incluso regios— para sus hermosas hijas, contestaron sin ni siquiera consultarse:
—Jamás. —Y era evidente que nunca habían estado más de acuerdo en algo.
Todos coincidieron en que, de todas las torpezas que Dodgson había cometido a lo largo de su vida, aquella fue sin duda la más memorable. Tras su delirante petición de mano, la señora Liddell prohibió tajantemente las excursiones en común por el río y, en general, cualquier encuentro al margen de su estricta vigilancia. Aun así, durante los siguientes meses Dodgson mantuvo la esperanza de que las aguas volvieran a su cauce. Con la ingenuidad propia de los niños, confiaba en que las tardes doradas regresarían, en que el verano sobreviviría al yugo del gélido otoño, y aferrado a tales ideas, continuó cumpliendo con sus clases como pudo, cada vez más envenenado de amargura e indolencia. Y si tres años atrás los Wells se habían preguntado qué habría sido de ellos sin la ayuda del joven matemático, ahora era Dodgson quien se preguntaba qué habría sido de él sin la pareja del Otro Lado.
Wells y Jane se aplicaron a velarlo, dándole ánimos y recordándole que en el mundo del que ellos provenían su amor a Alicia había triunfado frente a dificultades mucho mayores que aquellas. Pero Dodgson les escuchaba con una sonrisa triste y luego les decía:
—Mis queridos amigos duendes, me temo que en este teatro la obra terminará para mí de forma muy diferente.
Por suerte, la corrección del manuscrito de las aventuras de Alicia y la búsqueda de un editor le mantuvieron entretenido durante algún tiempo. Finalmente, el 4 de julio de 1865, fecha en que se cumplía el tercer aniversario de la tarde dorada en que fue inventada, Macmillan publicó Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, firmada con el seudónimo de Lewis Carroll. Ese mismo día, Alicia Liddell recibió su ejemplar. Y Dodgson esperó con ansia una nota de agradecimiento que nunca llegó.
En cualquier caso, apenas tuvo tiempo de lamentarse, pues el fulgurante éxito del libro lo arrastró a una espiral de eventos literarios y reconocimientos públicos que lo mantuvo de nuevo entretenido. También les permitió a los Wells meditar sobre el asunto al que llevaban dándole vueltas las últimas semanas, y que habían preferido omitir por temor a enturbiar aún más el ánimo de Dodgson: si el libreto de la obra que se estaba representando en aquel escenario coincidía en ese punto con el del Otro Lado, el año siguiente, concretamente el 21 de septiembre de 1866, nacería en Bromley un niño que se llamaría Herbert George Wells, y seis años después, nacería una niña que se llamaría Catherine Robbins, alumna del primero y más tarde su mujer.
Por alguna razón que todavía no alcanzaban a comprender, los Wells sentían que su deber era estar lo más cerca posible de aquellos gemelos suyos que pronto saldrían a escena. No encontraban ninguna explicación lógica para justificar una certeza tan profunda, a no ser que aquella cualidad observadora que de momento solo les había servido para arrastrarlos casi hasta la locura, les estuviera avisando de algo que su conciencia no era capaz de comprender.
Aprovechando que la mismísima reina Victoria había enviado una nota de felicitación a Dodgson por su maravilloso libro, lo cual lo había animado un poco, los Wells decidieron hablarle de sus planes, un tanto temerosos de que no se tomara demasiado bien aquella deserción. Pero su amigo les sorprendió una vez más. Les animó a que se mudaran a Londres lo antes posible, e incluso les anunció que tal vez él se mudara con ellos.
—Sí, ¿por q-qué no? —dijo con un brillo de exaltación en la mirada—. ¡Ya estoy harto de todo esto!: de enseñar m-matemáticas a un hatajo de jovenzuelos irrespetuosos, de aguantar las p-presiones de Liddell… ¡Ahora soy el famoso Lewis Carroll! Puedo dedicarme solo a escribir. Y tú, George, podrías intentar e-encontrar trabajo en la Escuela Normal de Ciencias donde t-tu joven gemelo estudiará si sigue tus mismos pasos… ¿Te imaginas? Ser su profesor, ser testigo, ¡incluso artífice!, de su despertar intelectual… Londres, la gran metrópoli, lejos de los campos y de las tardes doradas… Sí, c-creo que eso será lo mejor…
Los Wells también lo creían, aunque ellos lo creían de verdad.
Así las cosas, los tres decidieron que cuando Dodgson regresara de un viaje por Europa y Rusia, al que ya se había comprometido con su amigo el reverendo Henry Liddon, organizarían sin demora su traslado a Londres.
Pero Dodgson nunca regresó.
Una ventosa tarde de noviembre, once meses antes de que el pequeño Wells viniera al mundo, el profesor Dodgson le dijo a Liddon, con quien acababa de cenar en el lujoso comedor del barco que les llevaba de vuelta a Inglaterra, que necesitaba tomar un poco el aire antes de retirarse a su camarote. El reverendo le advirtió que tal vez no fuera una buena idea, pues hacía demasiada marejada.
—Oh, tengo fundadas razones para sospechar que mi muerte no se producirá hasta dentro de treinta y dos años, amigo mío —repuso Dodgson, sonriendo misteriosamente, y se dispuso a abandonar el comedor.
—No es por ahí, sino por allí —lo avisó Liddon.
Dodgson miró ambas salidas, y volvió a posar sus ojos azules en el reverendo.
—Cuando no sabes adónde vas, cualquier camino sirve —le dijo con amargura, antes de abandonar el comedor, olvidando sobre la mesa el cuaderno de notas que lo había acompañado durante el viaje.
Sacudiendo la cabeza, Liddon tomó el cuaderno para hojearlo mientras se acababa el café. Allí estaban descritas, con la mirada maravillada de un niño, las fachadas de los palacios, museos, teatros, iglesias y sinagogas que habían visto durante los dos últimos meses, y al leer aquellas palabras, el reverendo tuvo la sensación de haber realizado todo el viaje con una venda en los ojos.
Se guardó el cuaderno en el bolsillo de la levita, con la intención de devolvérselo a su amigo al día siguiente, pero Dodgson no se presentó a desayunar. Y tras un minucioso registro del barco, se llegó a la conclusión de que debía de haberse caído por la borda. Desde la cubierta, el reverendo Liddon observó largamente las grises aguas del océano, imaginándose a Dodgson en el fondo del mar, contándoles cuentos a los peces y enamorando a las sirenas con sus silogismos.
Cuando llegó a Oxford la noticia de que Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll, había desaparecido tragado por el océano, la universidad entera lloró su muerte, y también Inglaterra y el resto del mundo: ¡nadie podía siquiera imaginar las grandes obras literarias de las que la humanidad se vería privada como consecuencia de aquella temprana tragedia! Pero seguramente nadie sufrió tanto por aquella pérdida como los Wells, quienes acababan de perder a su amigo por segunda vez en la vida. La corona de flores que ambos dejaron sobre su tumba el día de su multitudinario entierro fue ampliamente comentada por los asistentes, pues ninguno entendió lo que había escrito en la banda de raso: «Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898-1866). Querido amigo, te lloramos en más de un mundo. George y Catherine Lansbury».