Al ejecutor 2087V le hubiera gustado no padecer aquel sentimiento de culpa que lo incendiaba por dentro, o experimentarlo con mayor intensidad, la suficiente para obligarle a atentar contra su propia existencia. Si eso sucediera, si se atreviera a desconectarse, a abandonar la horrenda misión para la que había sido fabricado, podría descansar al fin en una calma eterna, sin culpas. Pero, desafortunadamente, la regulación de sus propios sentimientos no dependía de él, sino de quienes le habían implantado en la parte más inaccesible de su memoria profunda aquel código molecular diseñado ex profeso para conjurar la personalidad del perfecto asesino. Y el Ejecutor debía reconocer que los científicos habían hecho un trabajo excelente, también en los casos como el suyo: cuando algo fallaba, cuando la vida se abría paso entre la frondosidad de los circuitos y los sentimientos se desbordaban sin control, la sublime programación implantada en sus entrañas respondía debidamente, intentando compensar el error de algún modo. Así, contra el sentimiento de culpa que le acometía al matar inocentes, se erigía un sentimiento de culpa todavía mayor ante la idea de dejar de hacerlo, de faltar a su deber. Sí, aquellas mentes maquiavélicas que adoraban el Conocimiento Supremo habían hecho un gran trabajo con ellos, no había duda. Pero era un trabajo tan magistral como inútil.
El Ejecutor sonrió con tristeza, aunque tal vez sería más exacto decir que su boca se curvó sombríamente, como una cuerda de tender sobre la que se hubieran posado demasiados cuervos. Mantén el estado de calma, se dijo, nada importa ya, todo está a punto de terminar, todos vamos a morir… Sintió que había pensado una gran verdad, y sintió consuelo, y también algo de paz, y poco a poco atenuó sus constantes vitales, hasta tal punto que, al pasar como la sombra de una sombra por delante de un gato que dormitaba sobre un alféizar, el animal ni siquiera movió las orejas.
Aquel Ejecutor era bueno en eso. Sabía que cuando los animales los detectaban se ponían histéricos, y la única manera de evitarlo era alcanzar aquel estado lindante con la hibernación en el que sus movimientos se volvían imperceptibles, como el avance de las nubes en el cielo. Aquel era el estado emocional idóneo para el acecho. Después, cuando la cacería comenzara y llegara al fin el momento de la ejecución, habría que dejar paso a otros sentimientos: a la tensión, al anhelo, al odio, al placer, a la melancolía y a la culpa, sobre todo a la culpa… Para entonces, ya no importaría que todos los perros y gatos de los alrededores aullaran enloquecidos, anunciando su monstruosa presencia a la luna; cuando la víctima estuviera frente a él, mirándole a los ojos, sin comprender por qué tenía que morir, ya no tendría escapatoria.
Llegó a la casa y cruzó el pequeño jardín que la rodeaba. Si la oscuridad no fuera tan densa, y si él no se fundiera tan perfectamente con ella, podría describirles sus movimientos, pero solo puedo imaginarlos: una sinfonía de pasos suaves, casi felinos, seguidos del tremolar de una capa. Abrió sin dificultad una de las ventanas de la planta baja e irrumpió en el saloncito de la vivienda, que se hallaba en penumbra. Elevó su bastón y la estrella de ocho flechas que adornaba su empuñadura vibró débilmente, informándole de que en aquel momento la casa estaba vacía. Aun así, decidió inspeccionar sus habitaciones una a una, en parte por desconfianza hacia el lamentable estado de sus detectores, y en parte por la malsana necesidad que siempre le impulsaba a conocer las vidas que se disponía a segar. ¿Quién vivía allí? ¿Qué clase de persona era? ¿Qué tipo de felicidad, de melodramática existencia o de insulsa supervivencia se disponía a desbaratar? No lo sabía. Solo sabía que allí vivía alguien que había saltado alguna vez. Aquella tarde, mientras seguía el rastro de un destructor de grado 2, había creído detectar el aura residual de un latente en el corazón de aquella casa, y había anotado las coordenadas para regresar más tarde. Aunque no descartaba que sus detectores se hubieran vuelto definitivamente locos y acabara por matar no solo a un inocente —al fin y al cabo todos lo eran—, sino además a un inocente sano…
Para los Ejecutores, los latentes no resultaban capturas prioritarias, pues eran antiguos destructores cuya enfermedad, por alguna razón, había entrado en una fase de inactividad, aunque eso no significaba que no pudiera activarse de nuevo cualquier día. Sin embargo, los tiempos en los que las prioridades de la cacería estaban claras habían quedado atrás. Antes, los Ejecutores eran capaces de localizar infinidad de rastros en un solo día, gracias a que poseían detectores calibrados a la perfección, que trazaban con nitidez unas coordenadas fáciles de seguir y de clasificar. Pero ahora… Ahora hacían lo que podían, simplemente.
Sin necesidad de que ninguna luz iluminara sus pasos, el Ejecutor inspeccionó la planta baja hasta comprobar que, en efecto, se hallaba vacía; luego subió al piso superior. Allí entró en la primera habitación que encontró, un coqueto despachito que transpiraba una atmósfera indudablemente femenina. Se inclinó sobre el ramo de rosas que ocupaba una de las esquinas del pequeño escritorio y aspiró profundamente, dejando que su delicado olor le inundara las fosas nasales. Luego acarició con suavidad algunos de los objetos que había en la mesa, mientras pensaba en las veces que su dueña los habría cogido, ya fuera con amor, desidia, o cualquier otra emoción, insuflándoles poco a poco un alma. Él era idéntico a aquellos objetos. ¿Acaso no le transferían sus víctimas, antes de expirar, parte de su humanidad? Sí, mientras ellas agonizaban entre sus manos, él no podía evitar asomarse a sus ojos, y entonces descubría si sus vidas habían sido plenas o cruelmente insatisfactorias; si dejaban tras de sí un rosario de rencores y malentendidos, o si habían conocido el verdadero amor; si se iban de este mundo con rabia, miedo o una triste resignación. Y en ese instante de comunicación absoluta, como un objeto que se empapa del alma de su dueño, el Ejecutor era invadido por el éxtasis del Conocimiento Supremo, aunque también por la fuerza devastadora de la culpa.
La mano del Ejecutor tropezó con lo que parecían tres manuscritos. Los dos primeros se titulaban respectivamente El mapa del tiempo y El mapa del cielo, pero fue el tercero el que llamó su atención. Se titulaba El mapa del caos, y su autor había dibujado en la cubierta, con cuidadosos trazos de tinta, una estrella de ocho puntas. El ejecutor apoyó el bastón en la mesa, tomó entre sus manos aquel manuscrito y, allí de pie, en plena oscuridad, leyó con creciente avidez lo que parecía una novela cuya historia pronto comenzó a resultarle extrañamente familiar. Leyó de corrido hasta la página en la que se narraba cómo el matrimonio Wells, junto a su perro Newton, saltaba por un agujero de gusano —abierto en el laboratorio de su malogrado amigo, el profesor Charles Dodgson— hacia un destino incierto, dejando tras de sí al malvado Gilliam Murray y sus secuaces. Al llegar a ese punto, el Ejecutor hizo un alto en la lectura. Levantó la vista y, con las cuartillas todavía en sus manos, miró a lo lejos. Se mantenía tan inmóvil que la oscuridad se fue posando sobre él como un millar de mariposas negras, hasta que casi desapareció. Entonces arrastró la silla del escritorio, se sentó en ella, tomó el resto del manuscrito y dejó escapar una exhalación que tal vez fuera un suspiro. Al fin y al cabo, en algo tenía que ocupar su tiempo hasta que su víctima llegara.
Y ahora permítanme que les cuente lo que el Ejecutor leyó en aquellas páginas, como si todos ustedes estuvieran en aquella habitación oscura leyendo por encima de su hombro, o mejor, a través de aquellos ojos que creían haber visto cosas que ninguna de sus víctimas podría imaginar jamás; y sin embargo…
Una luz cegadora pareció envolver a la pareja al atravesar el agujero, como si un rayo circular girase vertiginosamente a su alrededor, mientras los golpeaba un pedrisco de sensaciones contradictorias: sintieron cómo se despeñaban en un vacío abismal, y cómo flotaban en una ingravidez absoluta, y cómo los aplastaba una presión monstruosa, laminándolos hasta que creyeron alcanzar el ridículo grosor de un cabello…
Todo cesó de repente, como si el río del tiempo se hubiera congelado. Wells abrió los ojos, que había cerrado por instinto al entrar en el túnel, y se encontró cayendo a través de una especie de pozo, aunque no experimentaba ninguna sensación de caída; quizá se debiera a que las paredes subían, o tal vez bajaban, y por tanto él caía hacia arriba. En cualquier caso, se movía —él respecto al pozo o el pozo respecto a él, eso daba igual—, como demostraba el hecho de que diversos objetos pasaran frente a sus narices. Wells vio algunas estanterías llenas de libros —incluso tuvo tiempo de coger uno, hojearlo y dejarlo más tarde en uno de los estantes siguientes—, su sillón preferido, algunas lámparas y relojes, el sarcófago de una momia, una baraja de cartas, la corona de la mismísima reina Victoria… Sin embargo, a través de aquel cardumen de cachivaches, no vio a Jane, lo cual habría podido inquietarle de no haber tenido tanto sueño: los ojos se le cerraban sin remedio y no podía parar de bostezar. Pensó que tal vez llevaba siglos o milenios cayendo por aquel pozo, aunque si así era, nada importaba entonces, y bien podía dormir un poco mientras seguía despeñándose. Pero de pronto, apenas había empezado a roncar, ¡cataplum!, chocó contra algo duro y frío. Y comprendió que aquella absurda e inacabable caída había concluido.
Wells permaneció con los ojos cerrados, vagamente consciente de hallarse tendido sobre un suelo sólido. Luchando contra las ganas de seguir durmiendo, intentó abrir los ojos, aunque temía descubrir algún horror sin nombre, o con nombre, o peor aún, no ver nada; tal vez la luz intensa le había dejado ciego, tal vez todo lo que había sucedido a continuación no había sido más que un absurdo sueño hilado en la inconsciencia.
Un par de enérgicos lametazos dieron al traste con sus temores, obligándole a abrir los ojos de golpe. El horror que descubrió no fue otro que el hocico húmedo y brillante de Newton, pendiendo sobre él. Cuando consiguió apartarlo de un débil manotazo, descubrió a Jane tirada a su lado, en un suelo de mármol cuyas baldosas negras y blancas imitaban un damero. Wells se incorporó como pudo, presa de un desagradable mareo, y sacudió el hombro de su mujer, quien, tras parpadear varias veces, lo miró algo desorientada; después paseó una mirada estremecida a su alrededor.
—Bertie… ¿Dónde estamos?
Wells no respondió. Observaba fijamente la baldosa situada bajo su mano derecha, y su expresión era tan extraña que a Jane la asustó más que todo lo ocurrido hasta entonces.
—¿Qué sucede, querido?
—Yo… —titubeó Wells—, no sé si la baldosa que está bajo mi mano… es negra o blanca.
Jane le observó en silencio durante unos segundos, sin comprender a qué se refería, y luego siguió la mirada alucinada de su marido hasta la baldosa que se hallaba bajo su palma.
—Es negra —le aseguró, pero al segundo siguiente parpadeó confusa—. No, espera… —Observó la baldosa con el ceño fruncido—. ¡Es blanca! No, no, es negra, pero… qué extraño, no puedo dejar de verla también blanca…
Bajo la atenta mirada de Jane, Wells levantó la mano y la volvió a bajar, colocándola con suma delicadeza sobre la misma baldosa.
—He puesto mi mano derecha sobre la baldosa negra. Lo he hecho así y no de otra manera. ¿No es cierto, Jane? —le preguntó lleno de ansiedad.
—Creo que sí —respondió ella con desazón—, aunque… Oh, Bertie, ¡por las barbas de Kepler!, no lo sé. Tal vez no. Después de todo, también habrías podido poner tu mano sobre la baldosa blanca. ¿Por qué has elegido la negra? Y… espera, ¿seguro que esa es tu mano derecha? También podrías estar apoyado en tu mano izquierda.
Wells la miró estupefacto, y elevó su mano izquierda hasta la altura de sus ojos, observándola como si la viera por primera vez.
—Esta es mi mano izquierda, y me estoy apoyando en el suelo con la mano derecha… Aunque, efectivamente, también podría ser al revés…
—O también podrías estar de pie…
—O inconsciente…
Una dulce voz interrumpió tan interesante debate:
—¿Quiénes sois vosotros?
Wells y Jane dejaron de estudiar la baldosa cuyo color no lograban determinar y alzaron sus respectivas cabezas, para descubrir a una adorable niñita a pocos metros de donde se hallaban arrodillados. Tendría unos seis años, vestía una túnica harapienta y estaba descalza. Enseguida les llamó la atención su espontánea belleza: su rostro, en forma de corazón, estaba enmarcado por una melenita castaña, cuyo flequillo se cernía sobre unos ojos ávidos e inquisitivos, y sus labios, fruncidos en un mohín de fastidio, prometían el regalo de una hermosa sonrisa a quien realmente se la mereciera. Newton corrió hacia ella moviendo la cola y se tumbó a sus pies ofreciéndole la panza, que la niña le acarició con su pie descalzo.
—¿Sois duendes? —quiso saber.
Mientras esperaba alguna respuesta, le dio un trago al vaso de limonada que sostenía entre sus manitas. Wells se incorporó, ayudando a Jane, e intentó no pensar en que la niña podría estar bebiendo leche, en vez de limonada, o desenrollando un yoyó o haciendo malabares con manzanas mientras aguardaba su respuesta.
—Eh… ¿por qué deberíamos ser duendes? —acertó a preguntarle.
—No tenéis ningún deber de ser duendes. Tan solo lo he sospechado por la forma en que habéis aparecido, aunque espero que mi pregunta no os haya ofendido. —Era evidente que la niña había recibido una educación esmerada, a pesar de ir vestida como una vagabunda—. Porque habéis aparecido de repente —explicó aleccionadora, en un tono teñido de ligera impaciencia, como una diminuta profesora dirigiéndose a dos alumnos ineptos—. De pronto se ha abierto un agujero en el aire y una luz muy, muuuy fuerte, tan fuerte que he tenido que cerrar los ojos, salió de él, y cuando volví a abrirlos ahí estabais vosotros, en el suelo, mirando una baldosa como si nunca hubieseis visto una. Sois unos duendes muy graciosos —sentenció con seriedad.
Wells y Jane intercambiaron una mirada. Así que aquel era el lugar al que les había conducido el agujero de Dodgson… Pero ¿dónde estaban? ¿Habían llegado a otro universo? Miraron a su alrededor con mayor atención y comprobaron que se encontraban en una habitación que les resultaba familiar, pese a su aspecto deteriorado y antiguo. El empapelado de girasoles, las cajas de música, los dibujos infantiles… De inmediato sospecharon dónde se hallaban. Sin embargo, a aquel cuadro le faltaban algunas pinceladas para que pudieran reconocerlo del todo. Por mucho que miraron, no vieron ninguna pantalla comunicadora, ni ningún calentador de alimentos, ni ningún otro cachivache tecnológico. Era como si hubiesen purgado aquella habitación de todo lo que el hombre había inventado a lo largo de los siglos, ratones tragapolvo incluidos. No habían verbalizado aún aquellos pensamientos, cuando una voz les llegó desde algún punto a sus espaldas:
—¡Alicia, ven! ¡Rápido! Ya está todo preparado para la fotografía… ¿Por qué tardas tanto?
Wells y Jane se volvieron, al mismo tiempo que un joven entraba en la habitación acunando en sus manos una especie de cilindro oscuro, cuyo extremo frotaba cuidadosamente con un paño. Al ver a los dos desconocidos, y al perro que le ladraba en pleno ataque de histeria, el hombre echó raíces junto a la puerta. Alicia dejó el vaso de limonada sobre una mesa y corrió hacia él, pasando como una exhalación entre los intrusos.
—¡Charles, Charles, son dos duendes que han llegado de repente a través de un agujero en el aire! —le anunció entusiasmada.
Con gesto posesivo, la niña se abrazó a una de las piernas del joven, quien inmediatamente posó una mano protectora sobre uno de sus hombros, mientras examinaba con inquietud a la supuesta pareja de duendes que se había materializado en sus dependencias, como si se preguntara si el saludo humano sería también interpretado por la raza feérica como gesto de bienvenida. Por su parte, el presunto matrimonio duende contemplaba al recién llegado con los ojos desencajados, resistiéndose a aceptar que fuera quien parecía ser…
¿Y cuál era el aspecto del joven?, se preguntarán. Bien, se trataba de un hombre de unos veinticinco años, alto y delgado como un insecto palo, que poseía uno de esos rostros cuyas facciones parecen divertirse contradiciéndose entre sí: si la frente abombada y la barbilla huidiza le otorgaban cierto aspecto bovino, ahí estaban para desmentirlo los ojos, rebosantes de inteligencia, y las aristocráticas proporciones del cráneo; y si sus cejas, dos caballitos de mar recostados sobre unos párpados soñolientos, le conferían el aspecto de un ser carcomido por la melancolía, ahí estaba el rictus socarrón de sus labios para proclamar tanto su agudo sentido del humor como su espíritu soñador. En cuanto a su vestimenta, llevaba una elegante chaqueta de terciopelo, unos pantalones demasiado estrechos, un sombrero con el ala doblada y un deslumbrante lazo blanco ciñéndole el cuello, aunque a pesar de tan extravagante atuendo, todo él desprendía un aura de extremada pulcritud, tan intensa como el denso perfume que lo envolvía. El joven abrió la boca, pero durante unos instantes ningún sonido salió de ella. Luego las palabras surgieron en tromba, tropezando unas con otras, revelando un tartamudeo que al matrimonio Wells le resultó tan familiar como la habitación. Entonces no tuvieron más remedio que aceptar lo imposible.
—D-d-d-disculpen, pero ¿q-q-quiénes son ustedes, y q-q-q-qué hacen en mi c-casa?
—Es él… —le susurró Wells a Jane, que asintió vehementemente, mientras tomaba a Newton en brazos para intentar calmarlo—. Maldita sea, es él. Aunque mucho más joven…
—Pero ¿cómo puede ser? ¿Hemos viajado al… pasado?
—Es imposible viajar en el tiempo, Jane. Está totalmente demostrado… ¡Y por Dios, coge al perro en brazos para que se calle!
—¡Ya lo he cogido!
—Entonces déjalo en el suelo.
—¿Cómo quieres que lo deje en el suelo si ya está en el suelo?
—D-d-disculpen… —intervino tímidamente el joven.
—Oh, no… —gimió Jane, sin atender al joven y mirando a Newton desconcertada—. ¡Si lo tengo en los brazos!… ¡Por el Códice Atlántico! ¿Nos estamos volviendo locos? ¿Es esta una consecuencia del viaje temporal?
—¡Te digo que no hemos viajado en el tiempo, Jane!
—¡Pero es él, Bertie, es él! —protestó ella, señalando al joven. Ambos le miraron, mientras Newton redoblaba sus ladridos—. Y no debe de tener ni treinta años… Sin embargo, cuando saltamos al agujero, tenía sesenta y seis. Además de que estaba…
Jane no pudo terminar la frase. Para ocultar su llanto, enterró su rostro en el cuerpo del cachorro, quien inmediatamente dejó de ladrar, sorprendido por su nueva función de almohada.
—P-p-perdonen… —volvió a probar el joven.
—¡Un momento! —le interrumpió Wells con cierta irritación. El joven levantó la mano en son de paz. Wells se dirigió entonces a su mujer, procurando que su voz sonara lo más tranquila posible—: Jane, te lo ruego, regresa al estado de calma. No comprenderemos nada si nos dejamos llevar por nuestras emociones. Necesitamos serenar nuestras mentes para que en ellas arraigue el conocimiento.
Jane asintió y sus sollozos fueron amainando poco a poco. Wells se masajeó el puente de la nariz, e intentando que su gesto resultara lo más amable e inofensivo posible, se dio la vuelta para encarar al joven.
—Le ruego que disculpe el imperdonable modo de presentarnos en su hogar mi mujer y yo. Le aseguro que existen razones de fuerza mayor que lo justifican, y nos encantaría explicárselas. Pero, para ello, debo primero suplicarle que me conteste a un par de preguntas. A ser posible… —hizo un gesto imperceptible hacia la pequeña— a solas. Tiene mi palabra de que es totalmente necesario y de que después responderemos a las suyas con mucho gusto, señor… Dodgson. Porque usted es Charles Lutwidge Dodgson…
El joven les estudió con curiosidad.
—¿L-les c-conozco?
Wells no supo qué contestar. Si todas las teorías estaban equivocadas y en efecto acababan de viajar al pasado, entonces aquel Charles de veintitantos años todavía no les conocía, ya que ninguno de ellos había ni siquiera nacido… Sin embargo, era imposible viajar en el tiempo. Wells observó al joven con detenimiento, estudiando sus ropas, su peinado, el cilindro que tenía en sus manos… Entonces, en un golpe de intuición, se le ocurrió la que quizá fuera la respuesta correcta. Al joven iba a resultarle sin duda una respuesta extraña, pero si conocía a ese Charles tanto como al otro —y rogó que así fuera—, estaba seguro de que la aceptaría, porque aparte de extraña también era bella.
—No en este mundo, señor Dodgson. No obstante, en el mundo del que venimos, otro Dodgson idéntico a usted me enseñó cómo disfrutar de una tarde dorada.
Jane observó a su marido con los ojos muy abiertos; un brillo de comprensión iluminaba su mirada. Wells le sonrió con ternura, orgulloso de su rápida inteligencia, de tenerla como compañera en el largo viaje hacia el Conocimiento Supremo. Dodgson carraspeó.
—L-l-les ruego que me-me-me disculpen un momento, s-s-s-si son tan ama-amables, ¿eh…, señores duendes? —Se dirigió a Alicia y la desató de su pierna con dulzura—. Mi querida niña, me temo que ahora debes reunirte con tu institutriz y tus hermanas en el jardín y, eh… pedirles que te lleven a casa. Hoy no podremos realizar la fotografía, pues, como ves, tengo invitados inesperados, y debo atenderlos. —Le hablaba en voz baja, no como se les suele hablar a los niños sino con modales distinguidos propios de una conversación entre adultos y, sorprendentemente, sin apenas tartamudear—. ¿Te parece bien?
—No, no me parece bien —protestó la niña un tanto enfurruñada—. Mira… ¡ya estoy disfrazada de mendiga! Incluso he estado ensayando la pose que me dijiste. —Corrió hacia una de las paredes, se apoyó en ella elevando una de sus piernas, extendió una mano en forma de cuenco y miró desafiante al joven—. Tal vez mañana no la recuerde bien —lo amenazó, no sin cierta dulzura.
—Estoy seguro de que mañana la recordarás a la perfección —le respondió el joven mientras la tomaba por los hombros y la conducía suavemente hacia la puerta—. Aunque para mayor seguridad, quizá deberías dormir en esa postura toda la noche.
—Pero… pero… ¡Me habías prometido que iría contigo a la cámara oscura para revelar las placas!
—Promesa que seguirá vigente por la mañana. A no ser que esta noche lluevan estrellas de mar. Entonces, sintiéndolo mucho, tendré que romper mi promesa, pues como todo el mundo sabe…
—¡Pero yo quiero quedarme a hablar con los duendes! Son tan graciosos…
—Oh, no creo que eso sea buena idea… —El joven miró a la pareja con nerviosismo y bajó la voz—. Los duendes son seres muy quisquillosos, Alicia, y creo que muy pocas cosas les enfadan más que una niña desobediente. Bueno, tal vez la visión de unos pies humanos descalzos… ¡Oh, sí, ahora recuerdo que eso les horroriza! Les causa insomnio, sordera y espantosos problemas intestinales. Ah, y también odian la mermelada de naranja, porque les produce una terrible urticaria con solo olerla de lejos… ¡Es una suerte que ninguno de los dos haya desayunado hoy mermelada de naranja, y que tú no seas una niña desobediente!
—Pero Charles… —susurró la pequeña—, ¡yo estoy descalza!
—¡Santo cielo! ¡Alicia Pleasance Liddell!, ¿por qué no me lo has dicho antes? —se horrorizó el joven, mirando con espanto los pequeños pies de la niña—. ¡Rápido, rápido! —La empujó fuera de la habitación—. Corre a casa y pídele a tu madre que te unte urgentemente las plantas de los pies con mermelada de naranja… ¡Es cuestión de vida o muerte! Te prometo que mañana iré a buscarte… —Y cerrando la puerta de golpe, se dio la vuelta y apoyó todo el cuerpo contra ella, como si temiera que la niña pudiera echarla abajo de un momento a otro.
La extraña pareja intentó tranquilizarle ofreciéndole sendas sonrisas, que por lo impostado del gesto, al joven se le antojaron más propias de asesinos desquiciados.
—¿Q-q-q-quieren una taza de té? —logró preguntar—. ¿Limonada? ¿Tal vez un poco de f-f-f…?
—Cualquier cosa nos irá bien, gracias —le cortó Wells, impaciente, sin esperar a descubrir qué empezaba por «f»—. Hemos hecho un largo viaje hasta llegar aquí.
—Eh… Bien, s-s-s-siéntense, por favor —les invitó el joven, señalando con la mano la exquisita mesa de madera tallada que ocupaba el centro de la habitación, custodiada por cuatro sillas chippendale—. Pondré la tetera en el fuego —añadió, y antes de salir, dejó en una esquina de la mesa el cilindro y el trapo que todavía llevaba en las manos.
—Muchas gracias —contestó Jane, tomando asiento.
Wells se derrumbó en la silla vecina, y ambos se sumieron en un compacto silencio, intentando no pensar en los infinitos lugares en los que el joven podría haber dejado el cilindro y el trapo.
—Permítame que nos presentemos —dijo el biólogo cuando el joven regresó—: mi nombre es Herbert George Wells y mi esposa se llama Catherine. Como le he dicho, para que nuestro relato sea lo más veraz posible, primero sería necesario que se aviniera a resolver algunas de las dudas que nos asolan. Aunque le advierto que muchas de nuestras preguntas quizá le sorprendan, y nuestras explicaciones quizá le resulten un tanto… increíbles.
—No se preoccupen —dijo Dodgson, sentándose en una de las dos sillas que quedaban frente al matrimonio—. A veces consigo creer hasta en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Wells dibujó una sonrisa vacilante.
—¡Oh…! Veo que se ha sentado usted en la silla de la derecha. Sí, estoy casi seguro de ello… Aunque también podría haberse sentado en la de la izquierda, ¿no crees, Jane? —La mujer cabeceó confusa—. Bueno, dejemos eso… ¿Por dónde empiezo?
—Lo más f-f-frecuente es utilizar el principio —le animó Dodgson—, entonces puede usted seguir hasta el final. Allí se para.
—Sin embargo —replicó Wells, pensativo—, un final también podría usarse como principio…
—¿En qué año estamos? ¿Y dónde? —preguntó bruscamente Jane, abortando los circunloquios por los que su marido amenazaba con extraviarse.
Dodgson la miró un tanto perplejo.
—Estamos en el año de gracia de 1858, en Oxford, Inglaterra, bajo el reinado de S-s-su Graciosa Majestad la reina Victoria.
—¿Y cuál es su fecha de nacimiento? —volvió a preguntar Jane.
—El 27 de enero de 1832.
—¿Y su profesión?
—Me dedico a la ingrata t-tarea de enseñar a hombres mal dispuestos que no saben apreciar el conocimiento. Dicho de otra manera, soy p-profesor de ma-matemáticas aquí, en la Christ Church College de Oxford.
—¿Su último estudio matemático?
—E-estoy trabajando en un Compendio d-de Geometría Algebraica Plana.
—Creo que ya es suficiente, querida… —intervino Wells.
—¿Escribe usted poesía y cuentos infantiles? —preguntó Jane, ignorando el comentario de su esposo.
—S-sí, he publicado en varias revistas.
—¿Utiliza algún seudónimo?
—Mis últimos poemas en The Train han sido p-publicados con el seudónimo de Lewis Carroll…
Jane miró significativamente a Wells, mientras Newton, que acababa de decidir que aquel hombre no solo era inofensivo, sino también mortalmente aburrido, saltaba del regazo de su dueña y se entregaba a explorar la habitación.
—Es increíble —le susurró Wells a su mujer—. Este universo es casi igual al nuestro… Dodgson tiene aquí un gemelo, y también la mismísima reina Victoria… Supongo que todos los habitantes de nuestro mundo tienen una réplica en este lado. ¡Oh, y también nosotros, por supuesto! Pero como hemos llegado en el año 1858, nuestros gemelos todavía no han nacido. Sin embargo, este 1858 está científicamente mucho más atrasado que el de nuestro mundo: esta habitación, los estudios matemáticos de este Charles… ¿Y has visto esa lente? —Señaló el cilindro que Dodgson había dejado en una esquina de la mesa.
Jane asintió.
—Es prehistórica —sentenció.
—¿P-p-prehistórica? —preguntó su dueño, lleno de asombro—. Pertenece a una cámara Sanderson último modelo…
—No se ofenda, señor Dodgson —lo tranquilizó Wells—. Me temo que mi mujer ha sido algo exagerada al calificarla así, aunque debo admitir que en nuestro mundo este método de fotografía es totalmente arcaico. Porque mi mujer y yo venimos… de otro mundo. Cuando partimos de allí, corría el año 1898. Le confesaré que no tengo ni idea de por qué hemos caído aquí cuarenta años antes, aunque pienso reflexionar sobre ello en cuanto pueda. De todos modos, aunque no sea un experto en historia, estoy en condiciones de asegurarle que nuestros fotógrafos de 1858 llevaban ya mucho tiempo sin utilizar placas, ni el colodión húmedo, ni precisaban de trabajosas exposiciones ni laboriosos revelados… Nosotros llevamos más de un siglo captando imágenes de la realidad mediante una matriz formada por miles de diminutos elementos fotosensibles que convierten la luz en una señal eléctrica y la almacenan en forma numérica para… —Wells se interrumpió al ver el rostro atónito del joven—. Es igual, ya se lo explicaré con más calma en otro momento. Lo que quiero decirle es que su mundo es muy similar al nuestro…
—… tanto que casi es como estar en casa —apostilló Jane—: la ropa, los muebles, usted con la misma edad y aspecto que nuestro Dodgson tendría en 1858… Por un momento hemos llegado a creer que habíamos viajado al pasado…
—Pero los viajes en el tiempo no son posibles. Y al ver esa lente, que usted no trata como una reliquia, sino como si fuera un objeto de uso corriente…
—Y al reparar en que en esta estancia no hay ni un solo sirviente doméstico…
—Y que maneja conceptos matemáticos totalmente obsoletos para nosotros desde hace mucho más que cuarenta años. Desde hace siglos, de hecho…
—Todo eso, en fin, nos ha hecho comprender… que no estamos en nuestro pasado, sino que… hemos viajado a otro universo, un mundo muy parecido al nuestro, pero con algunas diferencias.
El joven matemático boqueó un par de veces, antes de poder articular una pregunta:
—¿Y q-quién me dice a mí que ustedes n-n-no están absolutamente l-l-locos?
—Señor Dodgson… —Jane le miró con extrema dulzura—, ¿le suena a usted un poema llamado «La caza del Snark»?
El profesor palideció.
—Yo… ¡Santo cielo! Es una idea que me ronda por la cabeza para un po-poema, pero n-no se lo había contado a nadie todavía… ¿Cómo puede usted…?
—Lo escribirá —afirmó Jane—. Escribirá ese poema, dentro de varios años, y será una auténtica maravilla. Siempre ha sido mi favorito. Nuestro Charles me confesó una vez que la idea se le había ocurrido siendo muy joven…
Dodgson se levantó bruscamente y tuvo que agarrarse al respaldo de la silla. Se pasó una mano trémula por su aristocrática frente. Su palidez había adquirido un leve tono verdoso.
—¿Debo e-entender entonces que ustedes vienen de… o-otro universo? —recapituló—. ¿Un mundo que es igual a este, al m-menos estéticamente, aunque mucho más… eh… evolucionado?
Wells y Jane asintieron.
—¿Y c-cómo han llegado aquí?
—Bueno, es difícil de explicar, señor… Charles. ¿Le importa que le llame Charles? —preguntó Wells—. Estoy más acostumbrado. —El joven asintió—. Oh, gracias… Bien, tal vez te ayude imaginarte una especie de… madriguera de conejo que atraviesa el hiperespacio, conectando dos universos distintos.
—¿Y dónde está ese túnel ahora? —inquirió Dodgson, señalando a su alrededor.
—Debió de colapsarse cuando lo atravesamos —respondió Wells, recordando el atronador zumbido que había oído justo después del salto—. Me temo que ha sido un viaje solo de ida.
Le dedicó a Jane una mueca consternada. Ella le apretó la mano. Tras un breve silencio, Dodgson se atrevió a preguntar:
—¿Y al Otro Lado de esa madriguera de conejo vive alguien idéntico a mí, con m-mi mismo nombre y una vida p-paralela a la mía?
—Así es, Charles —dijo Wells con orgullo—. Fue mi profesor. Un científico brillante. Él fue quien fabricó el agujero por el que hemos llegado hasta aquí.
—¿Y por qué no ha venido con ustedes?
Wells y Jane se miraron, esta vez con profundo pesar.
—Bueno, verás… —Wells no encontraba las palabras adecuadas.
—Porque lo mataron —lo interrumpió Jane.
A continuación le resumió brevemente lo que había ocurrido en su laboratorio del Otro Lado antes de que ellos consiguieran saltar. Cuando terminó, Dodgson la miraba con espanto. En ese instante, el silbido de la tetera les llegó desde la habitación vecina. Tras una cortés inclinación de cabeza, el joven salió de la estancia con el caminar vacilante de un borracho, moviendo los labios y sacudiendo la cabeza, como si hablara consigo mismo. Durante su ausencia, la pareja mantuvo en voz baja el siguiente y apremiante diálogo:
—¿Por qué le has contado lo de su muerte, Jane? —preguntó Wells—. ¿Crees que ha sido buena idea?
—¿Y qué puede importarle? —Jane se sorprendió—. Al fin y al cabo, no es su propia muerte, sino la de su otro yo…
—Sí, pero si estos dos Charles han nacido el mismo día, y comparten tantas coincidencias… a lo mejor también comparten la fecha de su muerte. ¿Y quién querría saber cuándo morirá?
—Puede que tengas razón… Sin embargo, como has visto, no son tan iguales. Nuestro Charles jamás sintió afición por la fotografía, que yo recuerde, ni creo que en su juventud se dedicara a hacer amistad con niñas tan pequeñas como esa… ¡Espera un momento! —Jane pinzó el antebrazo de su marido—. ¿Cómo ha llamado Charles a esa niña?
—Alicia… —contestó Wells—. No recuerdo qué más…
—Liddell —apostilló su mujer con un brillo febril en la mirada—. Alicia Pleasance Liddell. ¿Y cómo se llama la mujer de nuestro Charles?
—Lo sabes perfectamente, querida, era amiga tuya: Pleasance Dodgson…
—Sí, sí. —Jane cabeceó con impaciencia—. Pero su apellido de soltera ¡es Liddell! ¿Y adivinas cuál es su segundo nombre?
Wells no contestó. Se había quedado de una pieza.
—Se llama Pleasance Alicia Liddell… —explicó Jane—. ¿Te das cuenta? ¡Nuestra Pleasance es esa niña! Aunque aquí parece que sus padres le han puesto los nombres al revés. ¡Hágase Newton! Ahora comprendo tantas cosas… Nuestro Charles era veinte años mayor que su mujer, ¿lo recuerdas?, y a ninguno de los dos le gustaba demasiado hablar de cómo y dónde se conocieron. Se rumoreaba que en los preparativos de su boda hubo más investigaciones de lo habitual, que Charles tuvo que realizar innumerables visitas a su guía de relaciones personales y repetir varias veces sus informes prematrimoniales…
—¡Por las barbas de Kepler! Si la Iglesia descubrió que Charles había dedicado su vida a esperar a que esa niña creciera para casarse con ella, entonces debió de resultarle muy difícil convencer al sacerdote de que un amor tan desmesurado no iba a desviarle del camino hacia el cono…
Un tímido carraspeo hizo que el matrimonio alzara la cabeza. Habían estado tan absortos en su conversación que no habían oído llegar a Dodgson, quien permanecía junto a la mesa, sosteniendo la bandeja del té. La expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas de que había escuchado sus últimas palabras.
—Incluso cuando viajamos entre universos, los ingleses nos las arreglamos para llegar a la hora del té —bromeó Wells.
Pero esa gracia no distrajo al joven Dodgson.
—En vuestro mundo —murmuró, mientras un súbito rubor encendía sus mejillas—, mi gemelo se casó con su Alicia… —Dejó bruscamente la bandeja sobre la mesa y se sentó, como si lo hubiera embargado un repentino mareo. Consumió unos segundos en sobreponerse—. Contadme —pidió al cabo—, ¿c-cómo será Alicia de mayor? ¿En qué clase de m-mujer se convertirá?
—Ahora te has sentado en la silla de la izquierda… —señaló Wells, dubitativo.
—¿Por qué no te has sentado en la misma silla que antes? —preguntó Jane.
—Eh… si lo preferís, p-puedo cambiarme —ofreció Dodgson, solícito, trasladándose a la otra silla con una energía que no había mostrado hasta el momento—. Bien, y ahora c-contadme toda vuestra historia —les instó una vez acomodado—, y la del o-otro Charles…
—Por supuesto, por supuesto… Veamos… nuestro mundo… —comenzó Wells, aunque enseguida se interrumpió—. Disculpa, Charles, ¿te has cambiado realmente de silla, o solo has tenido la intención de hacerlo?
—¡Por todos los santos! —estalló el joven—. ¿Qué os sucede con las sillas? P-parece como si tuvierais una extraña obsesión c-c-con la a-aleatoriedad…
La pareja le contempló atónita.
—¿Por qué íbamos a tener algún problema con un concepto que es absolutamente teórico e irreal…? —balbució Wells.
En aquella competición improvisada de expresiones de pasmo, le tocó el turno a Dodgson, y debo decir que obtuvo un excelente resultado.
—¿Queréis d-decir que en vuestro mundo t-todo está determinado?
—¿Determinado? ¿Qué demonios significa eso? —respondió Wells con irritación—. En nuestro mundo todo sucede de la única manera que podría suceder. Jamás se me habría ocurrido que pudiera ser de otra… Sin embargo, en este mundo, los objetos parecen poseer la enojosa propiedad de no estarse quietos… Es como si uno quisiera alcanzar algo que hay en un estante, y al acercar la mano para cogerlo, esa cosa estuviera de pronto en el estante de arriba, y así continuamente… Y cada decisión es tan…
—… imposible, tan incierta… —musitó Jane.
—Es una sensación extraña y desquiciante… —añadió Wells, abatido.
—Podríamos d-decir entonces que t-todo es impocierto al tiempo que extriciante* —apuntó Dodgson, sonriendo con aire soñador.
La pareja le miró sin comprender, mientras Dodgson les observaba a su vez, aparentemente sumido en profundas reflexiones.
—Propongo una cosa —les dijo con repentino entusiasmo, o mejor dicho, con repensiasmo—: cada vez que os asalte una d-duda sobre en qué silla estoy s-sentado, gritáis: «¡Cambio de silla!», y los tres nos correremos un sitio, ¿de acuerdo? Me imagino que ese movimiento c-c-circular aliviará un poco vuestra desazón, al menos lo suficiente para que podamos mantener una charla tranquila…
Wells y Jane intercambiaron una mirada, y gritaron:
—¡Cambio de silla!
—Oh… d-de acuerdo. —Los tres se levantaron y se sentaron en la silla de su derecha. Luego, sonriendo educadamente, Dodgson dijo—: Bien, ahora que todo está en su sitio… de momento, George, Catherine, ¿tendríais la amabilidad de contarme todas esas cosas increíbles en las que debería creer, si es que aún os queda alguna, antes del desayuno de mañana?
Y así fue como empezó aquella merienda de locos que señalaría el comienzo de su amistad. Si alguien los hubiera espiado desde la ventana, jamás habría podido sospechar que, aunque lo que estaba viendo se parecía mucho a un juego infantil donde faltaban los niños, en aquella habitación estaba sucediendo un milagro, pues entre discusiones, teorías e hipótesis febriles, mientras las tazas sucias de té se acumulaban en la mesa, tres mentes excepcionales empezaban a comprender lo que nadie había comprendido hasta entonces: la auténtica naturaleza del universo.