Mientras Jane y Wells sacaban al cochero de la mansión, Murray y Doyle se dirigieron a la escalera. Wells temió por la vida de ambos, no tanto por la del escocés, que siempre se le había antojado moderadamente indestructible, como por la del millonario, a quien la muerte, quizá molesta por la irreverente pantomima que había realizado en la cuarta dimensión, ya había empezado a tantear.
—¡Espera, Arthur! —exclamaba precisamente Murray en aquel instante—. ¿Por qué contentarnos con un par de espadas? —Se acercó a una de las paredes del vestíbulo, descolgó la enorme maza de hierro y se la tendió ceremoniosamente a Doyle—. Esta arma parecía estar esperándote. Además, tengo entendido que eres un gran bateador, ¿no?
Doyle se colgó la espada al cinto, tomó la maza con ambas manos y la sopesó con satisfacción.
—¡Es un arma fantástica, realmente digna de un honorable caballero! —declaró, y bateó el aire con un par de terribles mazazos—. ¿Y tú, Gilliam, cuál vas a coger?
Murray se dio la vuelta. En sus manos sujetaba la gran ballesta, cargada con una flecha desde que el escocés les ilustrara sobre su complicado mecanismo el día de la excursión.
—La verdad es que nunca me he considerado un hombre muy honorable —se disculpó, esbozando una media sonrisa.
Pese a la penumbra, el rastro de sangre era bastante visible sobre el blanco de los escalones. Doyle inició la subida, con el millonario pegado a sus talones, intentando prenderse al cinturón una segunda flecha. La había descolgado de la pared tras un momento de duda. Dos eran mejor que una, aunque al recordar las palabras de Doyle sobre lo complicado de su mecanismo, esperó sinceramente no tener que recargarla. En uno de los peldaños encontraron la aguja que había sujetado el cabello de Jane. Doyle se agachó y la tomó con cuidado por un extremo. Al reparar en que pesaba más de lo debido, poco a poco acercó un dedo al otro extremo, hasta que su yema encontró cierta resistencia en el aire. Notando cómo se le hundía en algo mullido y viscoso, compuso una mueca de asco.
—Dios mío, creo que su ojo está ensartado en la punta… Que me cuelguen si entiendo lo que está sucediendo.
Con un gesto de repugnancia, volvió a dejar la aguja en el suelo y reanudó la subida. Murray le siguió, intentando no pisar el alfiler.
—Pues si no lo entiendes tú, que eres el experto… ¡Oh, quizá podríamos preguntarle a ese médium tan auténtico que te has traído de África! —propuso, fingiendo un repentino entusiasmo—. ¿Cómo le has llamado hace un momento? Ah, sí… Woodie. No suena tan impresionante como Amonka, la verdad.
Doyle caminaba concentrado en el reguero de brillantes rubíes que parecían brotar en el suelo como flores malsanas. Escudriñaba cada escalón con suma atención, temiendo que el hombre invisible se hubiera desviado de repente, o incluso hubiera vuelto sigilosamente sobre sus pasos.
—No creo que sea el momento de hablar de eso, Gilliam —gruñó.
—Ya, pero tal vez no dispongamos de otro momento mejor, mi querido Arthur —dijo Murray, que subía pegado a su espalda, sin dejar de apuntar con la ballesta a cualquier pliegue de oscuridad que pareciera agitarse—. Y no quisiera morir sin saber de dónde sacaste a ese desgraciado y, sobre todo, cómo demonios conocía el apodo de Emma.
—Es mi secretario.
—¡¿Qué?!
—¡No levantes la voz! —le ordenó el escocés en un susurro—. Woodie es mi secretario. Y no existe ningún Gran Ankoma: George y yo nos inventamos al personaje y toda su historia… —Doyle continuó subiendo, sin volverse a contemplar la mueca de sorpresa del millonario—. Respecto al apodo de Emma… Verás, cuando estuvimos en tu casa, el día en que te hablé por primera vez del médium, George se ausentó durante unos minutos del salón. Imagino que, debido al lamentable estado en que te encontrabas, no lo recordarás, pero lo cierto es que aprovechó para registrar tu despacho en busca de cualquier cosa que pudiese servirnos. En un cajón de tu escritorio encontró tu correspondencia con Emma y robó algunas cartas. Ahí fue donde descubrió vuestros apodos…, señor Imposible.
Subieron algunos escalones en silencio, mientras Murray trataba de seleccionar una pregunta entre las muchas que bullían en su cabeza.
—Pero ¿para qué demonios queríais celebrar una sesión de espiritismo falsa? —preguntó finalmente.
—Para evitar que te suicidaras —respondió Doyle—. George estaba desesperado… Se sentía culpable por la muerte de Emma. Él te había aconsejado que se lo contaras todo, ¿recuerdas? Y creía que su deber era conseguir a toda costa que terminaras tu confesión. Estaba convencido de que solo así encontraríais la paz.
—Qué considerado.
—Cuando me dijo que lo único que podía salvarte era hablar con Emma durante una sesión de espiritismo, pensé que se refería a una sesión auténtica, pero pronto me sacó de mi error. George quería que hablaras con ella, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Necesitaba tener todas las variables bajo control: el médium, las respuestas de Emma, su perdón… Todo. Pretendía que ella te ordenara seguir viviendo, que incluso te obligara a ser feliz, en la medida de tus posibilidades… —Doyle cabeceó, sonriendo ligeramente—. No sé cómo me convenció para participar en una de esas estafas espiritistas que tanto he condenado… Pero ¡qué demonios! ¡Al final casi acabé disfrutando! Has de reconocer que conseguimos construir una historia bastante verosímil: el médium desconocido, la mano del destino…
—¡Yo vi a Emma en el jardín! —le interrumpió Murray.
—Oh, eso… —dijo Doyle, deteniéndose a contemplar el rastro de sangre con el ceño fruncido, como un ama de llaves descontenta con el trabajo de las criadas—. La Emma del jardín también fue cosa nuestra… —confesó, reanudando la subida—. Era la señorita Leckie, que amablemente se prestó a echarnos una mano. Con la ayuda de tus criados, conseguimos uno de los vestidos de Emma y una de sus sombrillas… Fue lo único que se nos ocurrió. ¡Estábamos desesperados! Los días pasaban y no éramos capaces de convencerte para que asistieras a la sesión con el Gran Ankoma…
—Entonces, cuando me desafiaste a que me tirara por la ventana… —reflexionó Murray—. ¡Lo que querías era que viera a la señorita Leckie!
—Elemental, mi querido Gilliam.
—Santo cielo… ¿¡Y si no la hubiera visto y me hubiese tirado!?
—Era claramente visible —dijo el escocés encogiéndose de hombros—. Además, sabía que no te tirarías.
—Santo cielo… —repitió Murray, incapaz de añadir nada más.
Al llegar a la cima de la escalera, Doyle estudió el suelo con detenimiento.
—El rastro se dirige hacia el ala derecha de la casa —anunció, señalando con la barbilla el largo corredor que se hundía en la penumbra.
—Ese pasillo es un callejón sin salida… —murmuró Murray con aire ausente—. Todas las habitaciones están cerradas con llave, excepto la que se usa para guardar los sacos de yeso y las herramientas.
—Entonces será una cacería fácil —dijo Doyle—. Aunque no nos vendrá mal algo más de… vigor.
Sacó de su bolsillo una cajita de pastillas de cocaína, con el dibujo de dos niños jugando felices en su tapa, y le ofreció una a Murray, que no dudó en rehusarla.
—Gracias, Arthur, pero tengo suficiente con la furia que me invade.
—Como quieras. —Doyle se encogió de hombros. Tomó una pastilla, volvió a guardar la cajita y alzó su maza con bravura—. ¡Ahora vamos a por ese hijo de perra!
El millonario lo detuvo agarrándolo del brazo antes de que pudiera dar un paso.
—Espera un momento, Arthur… Comprendo que lo de ese monstruo invisible no es otra de vuestras simpáticas pantomimas. —Durante un momento, meditó sobre lo que acababa de decir—. No, claro que no. Ensartar al pobre Baskerville habría sido llegar demasiado lejos incluso para vosotros. Pero… —miró al escocés directamente a los ojos— ¿y lo del espejo?
—Tampoco —dijo Doyle—. Nos empeñamos en realizar la sesión en Brook Manor para preparar con calma el truco de las pizarras; en tu casa habría sido imposible, en casa de Wells pasabas demasiado tiempo, y en la mía… Digamos que nunca me habría perdonado que mis hijos o mi mujer me hubieran descubierto tramando un vulgar fraude espiritista. Pero lo del espejo… ¿Cómo podríamos haber hecho algo así? —bufó, manifestando también su desconcierto al recordarlo—. Lo que vimos en ese espejo fue algo realmente prodigioso, un misterio que sin duda deberemos estudiar con calma. Pero lo primero es salir de aquí, ¿no te parece?
Murray asintió, pero no se movió del sitio.
—¿Y qué es lo que vimos, Arthur? ¿Dónde estaba Emma?
—No lo sé, amigo mío —reconoció Doyle, sacudiendo la cabeza confuso.
—¿Era… ese más allá del que tanto hablas?
Doyle bajó el mazo, lo apoyó en el suelo y resopló agotado.
—No creo que fuera el más allá, Gilliam. Creo que lo que vimos en el espejo era… otro mundo.
—¿Otro mundo?
—Sí, otro mundo. Y ese espejo debe de ser una entrada, una especie de portal… —Doyle pareció reflexionar—. Me recordó al agujero que abrían en el aire los junquianos, ¿a ti no?
—Oh, sí, desde luego —convino Murray con aire experto.
—Si no recuerdo mal, aquel agujero mágico también era un portal, pero llevaba a la cuarta dimensión, una inmensa llanura rosada donde había múltiples puertas, que conducían a instantes de nuestro futuro o de nuestro pasado. Pero… ¿y si no fuera así? ¿Y si esa llanura no fuera la cuarta dimensión, sino una especie de vestíbulo que llevara a otros mundos? ¿Y si los espejos son atajos, portales que conducen directamente a otras realidades, sin pasar por ese gran vestíbulo?
—¿Otras realidades?
—Sí, algo que podía haber sucedido, pero que por algún motivo no llegó a suceder, o al revés. —Doyle hablaba despacio, como si estuviera deduciendo todo aquello sobre la marcha—. No sé si reparaste en que mi reflejo llevaba otro traje. —Murray negó lentamente con la cabeza—. Da igual. El hecho es que llevaba el traje que me puse esta mañana y que, al derramarme el café encima, me cambié por este. ¿Entiendes lo que eso significa? Yo diría que el espejo nos ha mostrado una realidad alternativa donde los hechos sucedieron de forma diferente: yo no me eché el café encima y Emma…
—¡Y Emma no murió! —terminó Murray con más desconcierto que euforia.
—Exacto, en esa realidad no fue ella quien murió en el accidente —corroboró el escocés mirándolo significativamente, y observando cómo la expresión desconcertada de Murray se convertía en una mueca de turbación a medida que iba comprendiendo lo que implicaba aquella frase. Sin embargo, a Doyle no le convenía que siguiera pensando: lo necesitaba a su lado con la cabeza despejada. Se levantó, empuñó la maza y escudriñó las tinieblas que palpitaban al fondo del corredor—. Pero olvidémonos de eso ahora, Gilliam. Tenemos que cazar un maldito fantasma.
—¿Y qué tiene que ver esa criatura invisible con todo esto? —murmuró Murray, sin mover un solo músculo.
—No lo sé.
—¿Viene de otra de esas realidades?
—¡Tampoco lo sé, maldita sea! —estalló el escocés. Durante unos segundos, contempló con ansiedad el pasillo por el que debían aventurarse, donde les aguardaba un horror inimaginable, y luego se volvió hacia Murray—. Pero te diré algo, Gilliam… —Respiró hondo, comprendiendo súbitamente que aquel era el momento que tanto había anhelado en sus sueños infantiles, el momento de comportarse como un auténtico caballero medieval: tenía el cabello despeinado, enarbolaba un ridículo mazo carcomido de óxido y del cinto le colgaba una espada mellada que amenazaba con mutilarle fatalmente al menor movimiento; pese a todo, sonrió como solo podían hacerlo los héroes de antaño—. Escúchame, Gilliam Murray, Dueño del Tiempo: yo, Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, te prometo que si conseguimos salir de aquí vivos, dedicaré el resto de mis días a desentrañar este misterio; y si existe algún camino que conduzca hacia tu dama, te aseguro que lo encontraré.
Murray asintió, entre conmovido e intimidado por el tono épico de Doyle.
—¿A qué esperamos entonces, Arthur? —exclamó de repente, anegado por una excitación casi infantil—. ¡Vayamos a por ese hombre invisible!
No habían dado un paso cuando les sobresaltó un rumor subterráneo. Ambos clavaron la mirada en el suelo, que había comenzado a trepidar cada vez con mayor intensidad, como tiemblan las vías cuando se acerca un tren, y antes de que pudieran comprender lo que estaba sucediendo, el piso se hundió. El estrépito fue ensordecedor. Sin suelo bajo sus pies, el millonario palmoteó en el vacío. Milagrosamente consiguió agarrarse a la baranda de la balconada con una mano, mientras con la otra sujetaba la pesada ballesta para no perderla. Un terrible calambre le recorrió el brazo izquierdo, al tiempo que un vendaval ardiente le abrasaba el rostro. Murray gimió, sintiendo cómo el dolor lo envolvía como alambre de espinos. Cuando remitió un poco, descubrió que en su caída había arrancado parte de la baranda y ahora colgaba del aire, con el estómago apretado contra el dentado borde de un enorme agujero del que brotaba, como del cráter de un volcán, una humareda negruzca y un calor insoportable. Comprobó con alivio que entre el orificio y la baranda sobrevivía una quebradiza franja de suelo, estrecha como un pasillo. Colocó la ballesta lo más alejada posible del borde y, con un esfuerzo supremo, empezó a trepar por el repecho, usando a modo de escala la parte de la baranda que su propio peso había desclavado. Cada vez que ejercía presión con las rodillas o los codos, la pequeña rampa se desmigajaba, y pedazos del piso caían a las llamas como un presagio funesto. Temió despeñarse, pero con un último y titánico impulso, consiguió alcanzar la cornisa. Se tumbó sobre ella jadeante, con los brazos y las piernas llenos de cortes. Había perdido la espada, pero no la flecha, que seguía colgada de su cinto. Hubiese preferido que fuera al revés, pero estaba claro que su opinión no contaba mucho allí. Al menos, estaba momentáneamente a salvo, aunque no podía permitirse el lujo de tomarse un descanso. Recuperó la ballesta, se irguió como pudo sobre aquel saliente de poco más de medio metro e intentó distinguir algo a través del humo. La mayor parte del suelo de la galería era ahora un gran agujero, aunque por suerte, el borde sobre el que se hallaba era bastante largo y le permitiría alcanzar la escalera, si no se derrumbaba bajo su peso a mitad de camino.
Su situación no era muy halagüeña, pero lo peor de todo era que no había rastro de Doyle. Murray lo había visto caer a plomo con una expresión atónita en su severo rostro. Se preguntó si se lo habría tragado el agujero y habría desapareciendo entre las voraces llamas, o habría logrado también agarrarse a algo. El humo no le permitía ver nada. Aun así, se negaba a aceptar que el padre de Sherlock Holmes hubiera encontrado semejante muerte. Con cuidado, se asomó a la abertura, justo en el momento en que una gran llamarada se elevaba desde el piso inferior, obligándole a apartarse rápidamente del borde. Descartó volver a intentarlo.
—¡Arthur! —gritó entre toses—. ¡Arthur!
Siguió gritando su nombre hasta que se sintió al borde de la asfixia. Manoteó en el bolsillo de su chaqueta, sacó un pañuelo y se cubrió la boca y la nariz con él, mientras luchaba contra el desfallecimiento y las náuseas. Varios sollozos convulsos le treparon por la garganta. No podía ser, Doyle no podía estar muerto… Con sus últimas fuerzas, volvió a aullar su nombre, sintiendo cómo los pulmones se le carbonizaban, desintegrándose en un millar de partículas resecas y ardientes. Nadie le contestó. Lo único que oía era el ávido e insaciable rugir del fuego, aquel fragor hambriento y animal, aquel espantoso e inacabable crujido, como si el planeta entero estuviera siendo triturado por las mandíbulas de un ser monstruoso. De pronto, una risita familiar sonó a pocos metros de donde se hallaba, en algún punto indefinido de la cornisa, entre él y la escalera.
—Así que tu amigo ha muerto… —dijo la voz, impregnada de una jubilosa rabia—. Entonces solo quedamos tú y yo. Y tú no puedes verme… ¿Quién es ahora el cazador y quién la víctima? —Sonó de nuevo aquella risa desquiciada, y el millonario pensó que si seguía oyéndola mucho tiempo más, lograría contagiarle su locura—. ¡Soy la Muerte Invisible, estúpido! Os lo avisé: todos vais a morir…
—¡Maldito seas! —gritó Murray, apuntando con su ballesta en la dirección desde la que provenían las carcajadas, sin atreverse todavía a disparar. Sabía que si fallaba no tendría tiempo de cargar la segunda flecha.
La risa enmudeció tan repentinamente como había brotado. Murray vaciló, apuntando en varias direcciones con movimientos nerviosos. Aguzó el oído, intentando no toser y parpadeando furioso mientras las lágrimas caían por sus mejillas y se evaporaban casi al instante con un ligero siseo. No podía saber si el hombre invisible continuaba de pie o se había agachado, ni si se había alejado o, por el contrario, se había acercado a él, incluso tanto que podría tocarlo si alargaba un brazo. Tampoco sabía si seguía sangrando, pues el suelo estaba manchado de su propia sangre y cubierto de cenizas y hollín, lo que hacía imposible identificar cualquier rastro. Pensó que lo mejor sería apuntar hacia el lugar donde debían de estar sus piernas, pero entonces se le ocurrió que a lo mejor el engendro se había colgado por fuera de la baranda, con el cuerpo asomando al hueco del vestíbulo, y quizá se le estaba acercando sigilosamente, colocando sus invisibles pies entre cada barrote. Cuando llegara a su altura, aquella cosa solo tendría que empujarlo para hacerlo caer en el agujero, agarrado a su estúpida ballesta.
Murray encajó apresuradamente uno de sus pies entre dos barrotes de la baranda y comenzó a barrer furiosamente el aire con el arma. Comprendió que era cuestión de tiempo que las fuerzas le fallaran y el temido empujón se produjera. Entonces sus pies se separarían del suelo, sentiría un súbito vértigo en el estómago y su cuerpo iría directo a las llamas. Lo recorrió un escalofrío de pavor. Él no quería morir, no ahora que sabía que Emma estaba viva en algún doble fondo de la realidad y que solo tenía que encontrar el modo de llegar hasta ella.
—¿Dónde estás, cobarde? —lo insultó mientras removía el aire con la ballesta—. ¡Vamos, sigue hablando! ¡Déjame escuchar tu asquerosa voz!
Murray miró con atención a su alrededor, pero por desgracia no logró ver nada. Si el humo inhalado por la criatura estaba esbozando en alguna parte su aparato respiratorio, como sucedía en la novela de Wells, pasaba desapercibido en la espesa humareda que lo enturbiaba todo. ¿Qué podía delatar entonces su presencia? ¿Las cenizas y el hollín posándose sobre su piel? No. Aunque aquel bastardo estuviera cubierto de pies a cabeza con alguna de esas sustancias, no sería más que otra sombra entre las miles que las llamas repartían por la galería. Para distinguirlo con claridad, era necesario que lo cubriera algo más refulgente, como la nieve o el agua…
Con un breve ramalazo de esperanza, Murray recordó los sacos de yeso almacenados en la primera habitación del corredor. Sí, aquello era lo que necesitaba. Si pudiera llegar hasta los sacos de yeso… Pero, por desgracia, era necesario que lo cubriera, estaban fuera de su alcance, pues en cuanto diera un paso y bajara la guardia, no tardaría en recibir el empujón que lo arrojaría por el agujero. Entonces sucedió algo muy extraño: una palabra se formó en su mente, o más bien se inmiscuyó en ella, procedente de un sitio ajeno a su propia consciencia: Reichenbach.
Con el cuerpo en tensión, Murray clavó la mirada en el oscuro corredor que se vislumbraba más allá del abismo llameante y al cabo de unos instantes distinguió una borrosa silueta que se acercaba a la carrera, con lo que parecía un enorme bulto sobre los hombros. El millonario abrió la boca, sorprendido. En un primer momento no alcanzó a comprender de quién podía tratarse, pero cuando la figura llegó al borde del agujero, entre el asombro y la euforia reconoció al escocés, que aprovechó la inercia de la carrera para dar un par de vueltas sobre sí mismo elevando el bulto por encima de los hombros, como los lanzadores de martillo escoceses, y arrojarlo por los aires soltando un rugido atronador. Murray advirtió que se trataba de un saco de yeso. Antes de que las intenciones de Doyle cristalizaran por completo en su mente, sus brazos alzaron la ballesta y disparó contra el saco. Y mientras el escocés se tambaleaba al borde del precipicio, moviendo de un modo ridículo los brazos en un intento desesperado por recuperar el equilibrio, la flecha lanzada por Murray atravesaba limpiamente el saco de yeso y una silenciosa explosión blanca se extendía en todas direcciones. Doyle se precipitó al vacío, aunque en el último momento consiguió agarrarse con las manos al borde del agujero.
—¡Arthur! —exclamó el millonario.
—¡Búscala, Gilliam! ¡Busca a la criatura! —le ordenó el escocés, mientras sus piernas pataleaban en el aire, intentando trepar por el borde.
Murray miró a su alrededor con los ojos entornados. Y entonces la vio. El yeso, que descendía del cielo como una nevada parsimoniosa, había comenzado a posarse sobre la criatura, perfilando su cabeza y parte de sus hombros contra el aire sucio y revelando un contorno todavía difuso pero claramente humano… No le sorprendió descubrir que el espíritu, o lo que fuera aquello, estaba a escasos metros de él, agarrado a la parte exterior de la baranda. Comprendió que durante todo aquel tiempo había permanecido aferrado a los barrotes, guardando la distancia suficiente para que los mandobles de su ballesta no le arrojaran por el hueco del vestíbulo, mientras esperaba a que él se agotara para empujarlo al vacío.
Sin embargo, ahora aquella rata se había vuelto visible, y huía como la rata que era, recorriendo la barandilla en sentido contrario. Murray calculó que no tardaría demasiado en alcanzar el comienzo de la escalera y escapar por ella, sin que nadie pudiera impedirlo. Contempló entonces la ballesta, que todavía acunaba en sus manos. Desde allí disponía de una visión privilegiada de la escalera y de casi la totalidad del vestíbulo. Buscó a Doyle a través de la espesa humareda, y comprobó que aún trataba de trepar por el borde del agujero. Confiando en que no le fallaran las fuerzas, Murray comenzó a tensar la cuerda. El escocés les había asegurado que, una vez cargada la ballesta, la flecha adquiría una potencia incomparable, superior a la de cualquier arco, y que era prácticamente imposible errar el tiro. Eso le animó. Metió el pie en el estribo de hierro y, empleando todas sus fuerzas, tiró de la cuerda, que se desplazó sobre el tablero con exasperante lentitud. Echó otra ojeada a los avances de la criatura, que en aquel momento salvaba la pequeña grieta que se abría entre la cornisa y los primeros escalones, y comenzaba a descender por la escalera. Ahora que era visible, prefería huir, así que no le quedaba demasiado tiempo.
Entonces, para sorpresa de Murray, la criatura se detuvo y durante unos instantes estudió a Doyle, que seguía colgado patéticamente del agujero; tras unos segundos, en vez de continuar su huida, volvió sobre sus pasos y caminó despacio hacia el escocés. Murray la contempló aterrado, comprendiendo que el engendro, espoleado por la rabia y la maldad que lo habitaban, había decidido, antes de huir para continuar extendiendo por el mundo su régimen de terror, llevarse la vida de Doyle.
El millonario soltó una maldición. No conseguiría llegar hasta su amigo antes que la criatura. No tenía más remedio que terminar de cargar la ballesta lo más rápido posible y disparar de una maldita vez. Con un gruñido gutural, tiró fuerte hacia arriba, enseñando los dientes en una mueca feroz y sintiendo cómo se le hinchaba el cuello. Un dolor agudo le recorrió la espalda, desde la base hasta la nuca, como si su médula espinal fuera otra cuerda tensada hasta el límite de la rotura. Unas luces diminutas comenzaron a danzar ante sus ojos, pero no flaqueó. La cuerda avanzó unos centímetros, luego otros más. Apenas faltaban un par de pulgadas para que encajara en la muesca del disparador.
La silueta del hombre invisible se iba dibujando con mayor detalle a medida que el yeso se asentaba sobre ella. Entre la desesperación y la impotencia, Murray advirtió que se detenía ante Doyle y movía de un lado a otro su harinosa cabeza, buscando algo en el suelo. Aterrado, lo vio agacharse, tomar en sus incorpóreas manos una enorme piedra y levantarla sobre su cabeza. A continuación, la dejó caer con furia sobre la mano izquierda del escocés, que profirió un espantoso alarido, al tiempo que su mano se soltaba del borde. La criatura cogió una nueva piedra, dispuesta a aplastarle la otra mano, mientras reía como un demente. La sombra de su boca simulaba un desgarrón en la sábana blanca y lisa que parecía cubrirle la cabeza. Murray lanzó un gemido de dolor, y en ese instante, la cuerda encajó en la muesca. El millonario alzó la ballesta, apuntó a la silueta incompleta y lechosa de la criatura, y antes de que arrojara la segunda piedra sobre Doyle, disparó.
La flecha surcó el espacio a una velocidad que ningún arco podría superar, y se hundió en el hombro de la criatura, proyectándola varios metros hacia atrás, hasta impactar contra la pared del fondo. Allí quedó ensartada, moviendo espasmódicamente los brazos, como una gigantesca mariposa blanca clavada en un tapiz. Al ver que había dado en el blanco, Murray expulsó el aire que había estado reteniendo. ¡Lo había conseguido! ¡Había cazado al hombre invisible! Aun así, no tenía tiempo de recrearse en su hazaña, pues el escocés apenas podía mantenerse agarrado al borde del agujero con su mano sana.
Murray se deshizo de la ballesta, convertida de pronto en un trasto inútil, tomó una honda bocanada de aire como si fuera a sumergirse en un lago y echó a correr por la cornisa a toda velocidad, sintiendo cómo el suelo iba resquebrajándose como una capa de hojaldre a cada paso que daba. Cuando llegó al extremo del angosto repecho, saltó la grieta que lo separaba del otro lado de la habitación sin pensarlo, aprovechando la inercia de la carrera, y alcanzó la otra orilla. Le sorprendió haber salido airoso de la prueba, pero volvió a aplazar aquella celebración para cuando todo terminara y estuviera sentado en el cómodo sillón de algún club, rodeado de la dócil realidad de siempre. Sin perder un segundo, corrió hacia Doyle jadeando ruidosamente, se arrojó al suelo y logró agarrarlo de la mano en el instante en que los dedos del escocés resbalaban fatalmente del borde, apuradas ya sus últimas fuerzas.
—¡Arthur, te tengo!
—¡Gilliam, demonios, no me sueltes!
—Tranquilo, no lo haré… —bufó Murray, empezando a tirar hacia arriba del corpachón del escocés.
Fue una tarea ardua, pero nada comparable con cargar una ballesta. Con la ayuda de Murray, y tras hercúleos esfuerzos, el escocés consiguió trepar al borde del agujero, y ambos quedaron postrados en el suelo durante unos segundos, absolutamente extenuados, al límite mismo de la inconsciencia. Sin embargo, todavía no disponían de tiempo para descansar, y ambos lo sabían. Se levantaron trabajosamente, ayudándose el uno al otro. Doyle tosió un par de veces, se miró la mano ensangrentada con la serenidad del soldado que acepta sus heridas y contempló el boceto humano que había ensartado en la pared.
—Tenemos que llevárnoslo con nosotros —dijo.
—¿¡Qué?! —exclamó lleno de asombro Murray.
—Se trata de un ser excepcional. La ciencia debe estudiarlo.
De improviso, la cabeza de la criatura, que hasta aquel momento colgaba exangüe sobre su pecho, se elevó y, aunque carecía de ojos, se las arregló para mirarlos con aterradora fijeza, como si fuera el mismísimo rostro del odio o de la locura. Al instante siguiente, desapareció. Sencillamente dejó de estar allí. Y solo quedó la flecha clavada en la pared, que no ensartaba más que el aire; de su astil de madera empezó a chorrear un reguero de sangre roja.
—¡No! ¡Maldita sea! —gritó Doyle.
Hizo amago de acercarse, pero Murray le detuvo.
—¿Dónde demonios crees que vas? La casa está a punto de derrumbarse —le advirtió, señalando hacia la escalera.
El escocés se volvió, y descubrió que el fuego había comenzado a trepar por los peldaños. Desde distintas partes de la casa les llegaban estampidos y golpes, delatando que comenzaba a desplomarse.
—El vestíbulo también está en llamas… —informó Doyle sin necesidad.
—Va a resultar difícil atravesarlo —añadió Murray.
—Pero no imposible —gruñó el escocés, sin dejarse desanimar por la situación—. Tenemos que cubrirnos con alguna tela gruesa y resistente, y cruzar corriendo entre las llamas. Es nuestra única alternativa.
Ambos se miraron.
—¡Los sacos de yeso! —exclamaron al unísono.
Corrieron a la habitación que servía de almacén y Murray empezó a desgarrar un par de sacos y a vaciar su contenido en el suelo. Lo invadía una moderada euforia. Quizá lograran salir vivos de allí, después de todo. Doyle, que había escapado de mil refriegas, estaba convencido de que así sería.
—¡Maldita sea, Arthur, creí que habías muerto! —exclamó el millonario casi con júbilo, mientras ayudaba al escocés a protegerse con uno de los sacos, cubriéndole la cabeza como si fuera la capucha de un monje medieval.
—Lo cierto es que no recuerdo muy bien qué me ocurrió —dijo Doyle, sujetándose la mano destrozada contra el pecho, para facilitar la labor de Murray—. Creo que logré agarrarme a algo cuando el suelo se desplomó, pero luego debí de golpearme la cabeza y perder el conocimiento. Me despertaron tus gritos. Iba a responder a tu llamada cuando oí hablar a la criatura. Entonces comprendí que me creía muerto y preferí no sacarla de su error, al menos por el momento. Luego, mientras pensaba en cómo ayudarte… —Doyle miró al millonario con gravedad—. Creo que… oí tus pensamientos.
—¿Mis pensamientos?
—Sí, los oí con tanta nitidez que parecía que estuvieras susurrándomelos al oído en una cita romántica: «Si pudiera llegar hasta los sacos de yeso…». Por eso fui a buscar uno, Gilliam.
Murray le miró lleno de sorpresa, pero no dijo nada. Aprovechó que tenía que cubrirse con el saco que le correspondía para apartar su mirada del escocés.
—Pensaste eso, ¿verdad? —le oyó preguntar, mientras se cubría con la tela la cabeza y parte de su cuerpo.
—Sí, pensé eso —admitió, y tras un momento de duda, añadió—: Y creo que a mí me pasó algo parecido. Creo que… también te oí.
Doyle compuso una mueca de perplejidad.
—¿Qué oíste? —preguntó, sin poder contener la emoción.
—Bueno, yo… —El millonario vaciló.
—¡Por Dios, Gilliam, qué demonios oíste!
—«Reichenbach.» Oí «Reichenbach» —respondió al fin, avergonzado por no haber captado un pensamiento más relevante, en vez de aquella palabra extranjera.
Doyle estalló entonces en carcajadas.
—¡Dios mío, ha funcionado! ¡Ha funcionado! —Se calmó un poco y miró al millonario, todavía anegado de incredulidad—. Eso es exactamente lo que yo pensé, Gilliam. Pensé en que no había caído al abismo, que me había salvado, como tú querías que salvara a Holmes de su tumba de Reichenbach. ¡Y me oíste! ¡Dios mío! ¿Sabes qué significa eso? ¡Hemos tenido un episodio de auténtica comunicación telepática!
Murray resopló y ajustó la tela de Doyle, que sus aspavientos habían desplazado. Cuando le pareció que ambos estaban todo lo preparados que podían estar, es decir, nada, palmeó el hombro del escocés.
—Mi querido Arthur, una vez te reté a que consiguieras hacerme creer en todo aquello en lo que no creía —le dijo mientras se daba la vuelta y se dirigía a la puerta—. Pues bien, te prometo que no volveré a retarte a nada durante el resto de mi vida.
—Bueno, Gilliam, tal vez estaría bien un último reto… —Doyle sonrió—. ¿Qué te parece? ¿Crees que es posible que escapemos vivos de una casa en llamas?