Capítulo 20

Tres días después de que el Gran Ankoma desembarcara en Inglaterra, Murray llamó a la puerta de Brook Manor cuando el atardecer empezaba a difuminar los contornos del mundo. Lo acompañaba Jane, que había estado velándolo durante la jornada. En la casa lo esperaban Wells y Doyle, quienes habían llegado por la mañana en un coche alquilado con el médium, para que este pudiera pasar las horas previas a la sesión en el escenario donde esta transcurriría, dejándose oler por las fuerzas espirituales que maceraban el lugar como quien se deja olisquear por un perro antes de acariciarlo.

—Aún no sé cómo me he dejado convencer para venir hasta aquí —le espetó el millonario a Wells cuando este acudió a abrirles la puerta.

Sin dejar de refunfuñar, se internó en el vestíbulo, mientras el escritor intercambiaba una mirada de complicidad con Jane. Tras un abrazo apresurado, Wells condujo a Murray hacia el comedor, donde se celebraría la sesión. Con un rápido vistazo, comprobó que al menos su amigo se había aseado un poco y se había puesto toda la ropa del derecho, un logro que sin duda se debía más a Jane que a él mismo.

—No te arrepentirás, Monty, te lo aseguro. Únicamente relájate todo lo que puedas para que las misteriosas fuerzas del más allá no sientan ningún rechazo por tu parte y…

—Basta, George, por favor —lo interrumpió Murray, agitando la mano con irritación—. He venido para ver a Emma, no para escuchar tu cháchara espiritista.

Wells asintió con un suspiro, al tiempo que, seguidos de Jane, él y Murray se aventuraban en el vasto salón que colindaba con el vestíbulo. Aquella estancia se hallaba más caldeada, debido al retal de crepúsculo que ardía en el interior de la chimenea. Colgadas de sus muros, las cabezas de ciervo continuaban desafiándose unas a otras, detenidas en un duelo que jamás se produciría. Doyle les esperaba al otro lado de la sala, firmemente plantado ante la puerta del comedor, como un centinela que custodiara el acceso al más allá.

—Buenas noches, Gilmore —lo saludó—. Me alegra que hayas venido. Estoy seguro que no solo no te arrepentirás de haber accedido, sino que además…

—Por favor, Doyle —lo cortó Murray con impaciencia—. Vamos al grano, si no te importa.

—Por supuesto, por supuesto. Enseguida iremos al grano —dijo el escocés, que no estaba dispuesto a dejar que las prisas del millonario le obligaran a saltarse ningún paso de la ceremonia—. Pero antes de que te presente al Gran Ankoma, que se halla concentrado en el comedor, permíteme recordarte que ha venido desde Sudáfrica solo para ayudarte, que nunca antes ha realizado ninguna sesión a nuestro modo y que no lo mueve ningún afán de lucro. Todo eso le honra, como comprenderás, por lo que espero que se lo reconozcas con una actitud debidamente respetuosa. —Miró a Murray a los ojos, esforzándose para no resultar amenazador, aunque paradójicamente consiguió el efecto contrario—. El Gran Ankoma solo habla el dialecto de los bakongo, pero yo me encargaré de traducir sus palabras. Durante mi estancia en el poblado llegué a entenderlo bastante bien. —Dicho esto, se volvió, tomó el picaporte de la puerta y la abrió ceremoniosamente, al tiempo que añadía—: Espero que estés preparado, Gilmore. Esta noche tu idea del mundo cambiará.

La amplia estancia, que carecía de ventanas, estaba iluminada aquí y allá por docenas de velas, que arrancaban destellos al mellado acero de los sables y volvían aún más fantasmagóricos los rostros de los antepasados de los Cabell, como si el pintor los hubiera retratado tras morir ahogados. Presidiendo la mesa, con la cabeza ligeramente inclinada, los brazos estirados y las palmas sobre el mantel de lino que la cubría, se distinguía una silueta medio en sombras. El mísero resplandor de la lámpara que descansaba en el centro apenas lograba descifrar la oscuridad que la rodeaba. Guiado por Doyle, el grupo avanzó unos pasos hasta el otro extremo de la mesa. El escocés se separó de ellos, se acercó al médium con movimientos reverentes y le susurró algo con la presunta intención de sacarlo de su trance. El médium agitó la cabeza con gran parsimonia, como despabilándose de un prolongado letargo o una memorable borrachera, y contempló a los presentes sin verlos.

El tal Ankoma era un hombrecillo flaco, cuya edad resultaba difícil de precisar a causa de la tupida y generosa barba que le emboscaba el rostro, ocultando también la mayor parte de sus facciones, y de la no menos frondosa cabellera. Únicamente unos ojillos de ratón, divertidos e intrigantes, relucían entre la cascada de guedejas blancuzcas que se le derramaba desde la frente. Vestía una especie de túnica holgada de color oscuro, y del cuello le colgaba un variopinto rebujo de collares y abalorios, entre los que Murray creyó atisbar el colmillo de alguna bestia ignota. Sin dirigirse a nadie en particular, el médium profirió una retahíla de ruiditos guturales, como si se hubiera atragantado con un hueso de pollo.

—Dice que los espíritus son fuertes aquí —tradujo servicialmente Doyle.

—Ya —bufó Murray, que no pensaba dejarse impresionar con tanta facilidad.

Doyle le reprobó su falta de educación con una mirada severa, y procedió a realizar las presentaciones. Cuando acabó, invitó a Murray a ocupar la silla que se encontraba al otro extremo de la mesa, para que quedara enfrentado al Gran Ankoma, mientras él se sentaba a su derecha y Wells y Jane a su izquierda. Una vez acomodados, retomó su papel de maestro de ceremonias.

—Bien. Ankoma está especializado en escritura automática —le explicó a Murray—. Esto es lo que hará: contactará con el espíritu de Emma, y si ella se muestra de acuerdo, le pedirá que se dirija a ti escribiendo en esta pizarra.

—¡Pero yo no quiero hablar con Emma a través de una estúpida pizarra! —protestó Murray—. ¡Quiero verla! ¡Quiero que aparezca frente a mí, como hizo en el jardín!

Doyle movió la cabeza, profundamente decepcionado ante la testaruda actitud del millonario.

—Verás, Gilmore… Cada médium tiene un método o un talento natural para comunicarse con los espíritus —le informó con paciencia—, no se les puede obligar a hacerlo de otra manera. Y lo importante es que puedas hablar con ella, ¿no te parece? Cómo lo hagas es lo de menos.

Murray dedicó una mirada desconfiada al pizarrín que descansaba sobre la mesa, junto a la lámpara de gas.

—¿Se comunicaba con los antepasados de los bantúes mediante pizarras? —inquirió con frialdad.

—Evidentemente, no —respondió Doyle, al que la insolencia del millonario empezaba a irritar—. Lo hacía con hojas de palma. Pero aquí estamos un poco más civilizados.

—Hojas de palma… —Murray suspiró—. En fin. Adelante, Amoka.

—Ankoma —lo corrigió Doyle.

—Ankoma, Ankoma… —repitió el millonario, extendiendo las manos para indicarle al médium que podía proceder.

Ankoma asintió casi con indiferencia, como si sus órdenes se las dictaran fuerzas superiores ajenas a los hombres, y desde luego a Murray. Su cuerpo pareció relajarse: perdió el envaramiento que había mostrado hasta entonces, los ojos se le cerraron y una especie de paz beatífica le suavizó exageradamente la expresión, hasta rayar en una mueca bobalicona. Luego inició un tímido balanceo que fue intensificando de manera progresiva, hasta que pronto dio la impresión de removerse en la silla, como si alguien hubiese forrado su asiento de ortigas. Al poco, comenzó a sufrir espasmos fugaces y a emitir ridículos gorgoteos, como el agua que hierve en una tetera. Doyle se tensó sobre su silla.

Todos comprendieron que algo importante estaba ocurriendo o estaba a punto de ocurrir. Y no se equivocaron, pues en ese instante, un escalofriante y prolongado sonido parecido a un rechinar de dientes rasgó el aire. Sobresaltados, todos escudriñaron las sombras a su alrededor, intentando descubrir de dónde provenía aquel chirrido, hasta que comprendieron que debían de producirlo los viejos goznes de una de las puertas. Las escrutaron a través de la espesa penumbra, pero ambas permanecían cerradas. Entonces el entarimado del suelo emitió unos crujidos leves e intermitentes, anunciando que alguien cruzaba la habitación hacia ellos. El millonario arqueó las cejas. Los pasos sonaban cada vez más cercanos. Luego parecieron alejarse un poco, como si la presencia estuviera merodeando con siniestra lentitud alrededor de la mesa, estudiándolos. Murray se volvió hacia Wells y Doyle, pero los escritores lo ignoraron, ocupados como estaban en intercambiar entre sí miradas de desconcierto.

El Gran Ankoma permanecía en silencio, observando sobrecogido la oscuridad que sumía el comedor. Tras varios segundos en los que unos y otros se limitaron a mirarse confundidos, Doyle llamó la atención del médium con un gesto imperceptible y a continuación señaló la pizarra, como si quisiera recordarle que aquel era el modo con el que acostumbraba a comunicarse con los espíritus. El Gran Ankoma tomó entonces la pizarrita con sus delgadas manos recorridas de venas, que zigzagueaban bajo la pálida piel como raíces cubiertas de nieve, y durante unos instantes se limitó a sostenerla, como si no supiera muy bien qué hacer con ella. En ese momento, Wells pinzó bruscamente el hombro de Murray para transmitirle ánimo. Aquel gesto distrajo al millonario, si bien alcanzó a ver con el rabillo del ojo cómo Ankoma realizaba un movimiento sospechoso por debajo de la mesa. Cuando le miró directamente, el médium levantó la pizarra con una mano, le dio la vuelta y procedió a frotarla contra una tiza que había dispuesta en la mesa. Mientras, su cuerpo se estremecía con breves sacudidas y de sus labios se derramaba una letanía ininteligible. Algunos estremecimientos después, volteó la pizarra con la misma naturalidad con que alguien daría la vuelta a una tortilla, y la acercó a Murray. La letra de su amada Emma surcaba la superficie, antes impoluta. «Hola, soy la señorita Pesadumbre», leyó atónito.

—Vaya, me temo que el Gran Ankoma ha contactado con otro espíritu —dijo Doyle con desilusión.

Wells y Jane también cabecearon decepcionados, aunque sin dejar de mirar a su alrededor con desconfianza.

—No, no —se apresuró a explicarles Murray—. Señorita Pesadumbre es el apodo con el que yo me dirigía a Emma en la intimidad.

Contempló el mensaje de la pizarra con una mueca perpleja. Habría jurado que el médium acababa de realizar algún truco, probablemente un intercambio de pizarras por debajo de la mesa, aunque eso no explicaba el sonido de la puerta ni el de los pasos que le había parecido oír a su alrededor. Y, sobre todo, no cambiaba el hecho de que nadie en el mundo conocía el apodo con el que se dirigía a Emma cuando estaban a solas. Nadie salvo ella.

—Entonces… ¡Santo Dios, ha contactado con Emma! —exclamó Wells, conmocionado.

—¡Así es, mi querido George! ¡Lo hemos conseguido! —bramó con entusiasmo el escocés. Se volvió hacia Murray y le espetó—: ¿Recuerdas lo que te dije, Gilmore? ¿Quién no creería en los espíritus si un ser querido fallecido se dirige a ti diciéndote algo que solo tú conoces?

Murray lo miró con recelo y asintió lentamente.

—Adelante, Gilmore, la ventana está abierta —le apremió Doyle, exaltado—. Habla con Emma. Pregúntale lo que quieras. Por ejemplo, se me ocurre que podrías preguntarle si…

Con un gesto de la mano, Murray atajó el parloteo del escocés, que lo observó con una mezcla de desconcierto e indignación, y luego alzó el rostro hacia el techo.

—Emma, amor mío, ¿de verdad estás aquí? —preguntó con suspicacia, sin poder evitar que cierta esperanza impregnara sus palabras.

—Ya te ha dicho que está aquí, Monty —rezongó Wells—. ¿Por qué no le preguntas mejor si…?

Antes de que Wells pudiese acabar la frase, Murray dio un respingo en su silla y se tensó contra el respaldo. Todos lo miraron con extrañeza, sin comprender qué le ocurría. El millonario estaba pálido y permanecía envarado, con una mueca de estupefacción en el rostro y la respiración contenida.

—Dios mío… —gimió—, Dios mío…

Unos segundos después, dejó escapar el aire retenido con un profundo suspiro y, todavía inmóvil contra el respaldo, se llevó la mano izquierda al rostro y se acarició la mejilla lentamente, como si se la tocara por primera vez, mientras en sus labios iba cuajando una sonrisa de confusa dicha.

—¡Me ha acariciado! —anunció lleno de emoción, al tiempo que agarraba a Wells del brazo—. Todo es cierto, George. Emma está aquí. ¡Me ha acariciado, he sentido sus dedos en mi cara!

—Tranquilízate, Monty… —le pidió Wells, consultando a Doyle con la mirada.

—¿Tranquilizarme? ¿Pero no me has oído? ¡Emma está aquí! —Se levantó bruscamente de la silla y paseó una mirada ansiosa por la habitación, sin saber hacia dónde mirar. Finalmente, la posó en el médium, y le ordenó—: ¡Quiero verla!

Asustado, el Gran Ankoma emitió un ruidito que parecía expresar interrogación.

—¡Haga que se materialice, por favor! —le suplicó el millonario, invadido por una excitación casi infantil—. ¡Le daré lo que me pida!

Mientras rogaba al médium que invocara a Emma, aunque solo fuera en forma de vaporoso ectoplasma, Murray sintió que la sangre le batía las sienes con tanta fuerza que incluso experimentó un repentino mareo, o tal vez no fuera exactamente un mareo. aunque lo cierto era que la luz de la habitación, procedente de las velas, se le antojó de repente un poco más turbia.

—Eh… me temo que eso excede los poderes del buen Ankoma —se excusó Doyle—. Pero podrías preguntarle a Emma…

—¡No quiero hacerle ninguna pregunta, maldita sea! —rugió Murray, desesperado—. ¡Lo único que quiero es verla!

De repente, se quedó callado, con la vista fija en el inmenso espejo de la habitación. Los demás también clavaron los ojos en él, intentando averiguar por qué había enmudecido Murray. Tardaron unos segundos en descubrirlo, pues la escena que transcurría en el comedor aparecía correctamente replicada en el azogue. Todos se hallaban repartidos de idéntico modo alrededor de la mesa que presidía el Gran Ankoma: a la derecha del médium estaba Doyle, mirando hacia el espejo por encima de su hombro, e intentando descubrir qué anomalía encerraba; frente a él se encontraban Wells y Jane, exhibiendo el mismo desconcierto. Sin embargo, de pie frente al Gran Ankoma no estaba Murray: una muchacha vestida de negro había sustituido el reflejo del millonario. La joven se levantó de la mesa en el preciso instante en que el grupo reparaba en ella y la bordeó con pasos vacilantes. Todos observaron enmudecidos aquella imagen invasora que caminaba hacia ellos desde el otro lado del espejo. Un instante después, la proximidad permitió que el resplandor de las velas descifrara su rostro.

—¡Emma! —exclamó Murray.

El descubrimiento le conmocionó tanto que perdió el equilibrio. Tras unos momentos, logró enderezar su corpachón y avanzó también hacia el espejo donde, con las manos apoyadas en la luna, como asomada a una ventana, estaba su prometida. La muchacha escrutaba el mundo de este lado con una mueca de sorpresa, como si viera a Murray con la misma claridad con que él podía verla a ella.

—Querida, he sentido tu caricia… —gimió el millonario mientras se acercaba al espejo con el rostro desencajado.

Emma le contemplaba caminar hacia ella hechizada, mientras en sus ojos se relevaban, en un torbellino frenético, el horror, la perplejidad y la emoción. A medida que se acercaba, Murray estiró una mano con la intención de tocar el rostro de la muchacha, de sentir de nuevo el tacto de su piel y de su cabello, pero cuando la mano tropezó con la lisa superficie del cristal, comprendió que Emma seguía siendo inalcanzable, aunque la tuviera delante. Entretanto, el resto del grupo se había levantado de la mesa y se había situado a unos pasos por detrás de Murray para asistir al milagro que estaba sucediendo, de modo que aparecían duplicados en el reflejo, como un corro enmudecido que también escoltaba a la Emma del otro lado del espejo.

—¡Emma, amor mío! —exclamó el millonario, recorriendo con los dedos la gélida superficie del cristal, que le helaba las yemas con el frío de las cosas muertas.

La muchacha, una vez asimilado el extraño fenómeno, intentó entrelazar los dedos con los de Murray, sin encontrar más que el estorbo del azogue. Durante casi un minuto, ambos manotearon con impotencia a cada lado del espejo, tratando de escarbar en la superficie con unas manos que la desesperación convertía en garras, tratando de rasgar el aparentemente finísimo velo que los separaba, encerrándolos en prisiones gemelas. Hasta que la frustración desbordó a Murray, que empezó a golpear el espejo con las palmas abiertas. Desde el otro lado, Emma, cuya capacidad de comprensión —o quizá habría que decir de resignación— era mucho mayor, se limitaba a mirar a su prometido, susurrando su nombre con los ojos anegados de lágrimas. Había ladeado su hermoso rostro, conmovida por el inmenso amor cifrado en la desesperación con que Murray golpeaba el espejo, cada vez más rabioso pero al mismo tiempo contenido, consciente de que si rompía el cristal podría perder para siempre la imagen que atesoraba. Todos comprendieron que aunque los reflejos estaban equivocados, reflejaban un mismo dolor.

Cuando Murray asumió que jamás podría abrir un túnel hasta los brazos de Emma, se apartó unos centímetros del espejo y contempló a su prometida con impotencia, reparando por primera vez en el ligerísimo aire marchito que empañaba su belleza: unas profundas ojeras ribeteaban sus ojos y su piel había perdido lustre, como si su alma llevase meses padeciendo una angustia que había empezado a agostar su lozanía. Con dedos temblorosos, Murray le acarició los labios sin poder tocarlos. En ese instante, a través de las lágrimas que habían empezado a brotar de sus ojos, notó que la luz de la habitación se aclaraba y perdía la extraña turbiedad que parecía haberla corrompido durante los últimos minutos, y entonces, tras un parpadeo, se descubrió acariciando su propio reflejo. Retrocedió un paso, entre sorprendido y contrariado.

—¡No, no! ¡Emma, no te vayas! ¡Vuelve! —bramó.

Pero el grito se fue extinguiendo poco a poco en su garganta, a medida que el despiadado transcurrir de los segundos amenazaba con convertir la imagen de Emma en una alucinación o un sueño. Finalmente quedó reducido a un gemido lastimero. Abatido y exhausto, Murray apoyó la frente en el espejo, y permaneció inmóvil, entregado a un sollozo cada vez más inaudible.

Por su cabeza volvieron a desfilar las imágenes del accidente, que no cesaban de acosarlo durante el sueño y la vigilia: sus manos empapadas de sudor aferradas al volante de la flamante máquina, el corazón latiéndole cada vez con más fuerza mientras buscaba el modo de iniciar su confesión, la sonrisa entre intrigada y divertida de Emma, aquella curva demasiado cerrada apareciendo de improviso, el coche saliéndose de la carretera y precipitándose por la empinada ladera, sus intentos por domeñar el artefacto, que había empezado a brincar sobre el terreno, el brutal tirón que lo arrancó del asiento lanzándolo por los aires, el mundo astillándose en un millar de fragmentos, y la voz de Emma, sonando cada vez más lejos, gritando su nombre mientras la oscuridad se cernía sobre él. Y luego, nunca supo cuánto tiempo después, el lento despertar, la bruma de la inconsciencia mostrando imágenes dantescas a través de sus descosidos: gente corriendo y gritando, rostros que lo miraban con preocupación, los talones de sus botas dibujando un surco en la tierra mientras lo arrastraban lejos de allí, y una voz destacándose con maldita nitidez entre aquella algarabía de órdenes lanzadas al aire, la voz ronca de un desconocido cuyo rostro nunca vería, resonando en su cráneo por encima del traqueteo del carruaje en el que lo llevaban al hospital, por encima de las preguntas de quienes lo acompañaban, por encima de cualquier otro sonido del mundo. Aquella frase que jamás lograría olvidar, aquella frase que le anunciaba el fin: «Habrá que serrar los hierros para sacar el cadáver».

—¿Qué demonios ha sucedido? —preguntó Doyle a su espalda.

Wells abrió la boca para responder. Ahora estaba seguro de que la experiencia que había sufrido frente al espejo durante el fatídico día de la excursión no había sido fruto de ningún efecto óptico. Mientras todos miraban a Emma y a Murray, él había aprovechado para examinar su propio reflejo, que también se había desentendido de los enamorados y le miraba directamente a él, con idéntica expresión de terror, pero sin la cicatriz que recorría su barbilla. Wells no sabía qué significaba todo aquello, aunque era obvio que ambos fenómenos estaban íntimamente relacionados. Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, escuchó la voz de Jane:

—Emma vestía de negro. Como si guardara luto.

—Es cierto —corroboró Doyle—. Y yo llevaba un traje distinto. Exactamente el que habría traído si esta mañana no me hubiese derramado el café encima.

—Y yo… —intentó continuar Wells.

Pero Murray no le dejó. Se volvió súbitamente y señaló al médium con un dedo.

—¡Hágalo otra vez! —exclamó—. ¡Tráigala de nuevo!

El Gran Ankoma retrocedió unos pasos, agitando las manos ante el pecho.

—Espera, Gilmore, deja que te explique —terció Doyle, apoyándole una mano en el hombro.

Murray se la sacudió con brusquedad, y avanzó hacia el médium.

—¡Makoma o como demonios te llames, vuelve a hacerla aparecer, o juro que te estrangularé con mis propias manos!

—¡No puedo! —se defendió el Gran Ankoma en un inglés perfecto, implorando la ayuda de Doyle.

El escocés intentó detener a Murray, esta vez tomándolo del brazo e inmovilizándolo con algo parecido a una llave.

—Escúchame, Gilmore: nada de lo que ha sucedido aquí tiene que ver con Ankoma.

—Es cierto, Monty —corroboró Wells, interponiéndose entre el millonario y el médium—. Me temo que Ankoma no tiene ningún poder.

Murray observó al médium, sin comprender.

—Es cierto, señor Gilmore —se disculpó el susodicho intentando recuperar la compostura—. Sé exactamente quiénes son mis padres, domino perfectamente la lengua inglesa, como puede apreciar, y nunca he estado en ningún poblado bakongo levantando sus cuencos sin tocarlos, sencillamente porque carezco del poder de elevar objetos… Mi único talento, según el respetable criterio del señor Doyle, es una caligrafía más hermosa y legible que la suya. Al menos eso me dice cada vez que me pide que escriba unas líneas por él. Y, para serle sincero, no creo que merezca ser estrangulado por ello.

—¿No puede elevar objetos? ¿Y cómo explica eso? —dijo Murray, señalando hacia la pizarrita que, separándose de la mesa, había empezado a flotar en el aire.

Boquiabiertos, todos contemplaron cómo se mecía en el vacío. Apenas habían logrado salir de su asombro cuando la tiza también emprendió el vuelo y se acercó a la pizarra para escribir algo en ella. Acabada su tarea, volvió a posarse en la mesa como un insecto extraño. Acto seguido, la pizarra se acercó flotando al grupo y se detuvo ante el millonario.

—«¿Quieres que vuelva a acariciarte otra vez, amor mío?» —leyó Murray—. Oh, Emma —balbució, mirando con infinito agradecimiento el aire por encima de la pizarra, donde supuestamente debía hallarse el rostro de su amada—. Claro que sí, mi amor, necesito tanto sentir tus manos…

Un violento manotazo borró el mensaje de la pizarra, que regresó a la mesa para que la tiza volviera a escribir sobre ella; luego flotó de nuevo hacia Murray.

—«Creo que será mucho más divertido mataros a todos» —leyó el millonario.

En ese momento, la pizarra cayó al suelo bruscamente, como si el que la sostenía la hubiera arrojado con desprecio, y la estremecedora carcajada de un hombre hendió el aire. Todos se miraron entre el espanto y el desconcierto.

—¿Qué demonios…? —exclamó Murray. Al comprender que no se trataba del espíritu de Emma, dibujó indignado una mueca de asco y se limpió la mejilla con la manga de la chaqueta. Luego, dirigiéndose hacia el lugar donde había caído la pizarra, rugió—: ¡Quién eres, maldito hijo de perra!

Las carcajadas arreciaron, cada vez más desquiciadas.

—Déjame a mí, Gilmore. Yo tengo más experiencia con los espíritus —dijo Doyle, apartando al millonario y dirigiéndose a un punto inconcreto del comedor—. ¡Quién eres, maldito hijo de perra!

Una voz afilada como un escalpelo cortó el aire.

—¿Quiere saber quién soy, señor Doyle? ¡Soy el Mal en estado puro! ¡El mayor villano que se pueda imaginar! Le aseguro que, de conocerlos, el horror que le inspirarían mis crímenes se diluiría en admiración ante mi destreza.

Doyle compuso una mueca de perplejidad, mientras en su mente aleteaban aquellas familiares palabras.

—Es fácil escribir sobre la maldad —prosiguió la voz—, pero no es tan divertido enfrentarse a ella cuando se escapa de sus páginas, ¿verdad, señor Doyle?

—¿Escaparse de mis páginas…? ¿Qué demonios quiere decir…? —Entonces recordó aquellas palabras que él mismo había escrito en La solución final—. Oh, santo cielo… no puede ser, no puede… ¿Eres… Moriarty?

—Oh, no —respondió el desconocido con una risita perversa—, aunque mi nombre también empieza por «m». Quizá George quiera probar suerte.

Wells arqueó las cejas al oír a la criatura referirse a él. La voz enmudeció por unos instantes, y cuando volvió a sonar, el escritor la sintió justo delante de él, incluso le pareció recibir la agria vaharada de su aliento.

—Adelante, George, ¿quién soy?

Unos dedos invisibles pellizcaron la nariz del escritor. Sobresaltado, Wells retrocedió un paso, arrastrando a Jane, que se había abrazado a él. A continuación, contemplando temeroso el vacío, se atrevió a formular la absurda y aterradora pregunta que había ido tomando forma en su mente desde que la criatura empezara a hablar:

—¿Eres… el hombre invisible?

—Eso no empieza por «m», George —apuntó Doyle, que se había situado a su lado.

—No, pero la Muerte Invisible sí. Y así es como mi personaje firmaba la carta dirigida a su amigo Kemp.

—Pero ¿qué os pasa a los escritores? ¿Hasta dónde llega vuestra vanidad? —exclamó burlona la voz—. ¡Moriarty! ¡El hombre invisible! Yo solo soy alguien que ha venido a buscar lo que le pertenece, lo que la anciana le robó. Dámelo, George. Sé que lo tienes tú.

—¿La anciana? ¿De qué demonios hablas?

—No, no, George. No finjas conmigo. —La voz había empezado a orbitar alrededor del grupo con tanto sigilo que parecía que hablara la propia oscuridad—. ¡Hablo del libro! ¡El mapa del caos! ¡Entrégamelo, o te juro que todos moriréis!

—¡Pero yo no tengo ese libro! —se defendió Wells.

Enseguida lamentó haber subido el tono de su voz, pues la criatura le respondió con un furioso alarido.

—¡Tú lo has querido, George!

A continuación, se oyó una algarabía de risas y pisadas que parecían provenir de todas direcciones, como si el espíritu hubiese empezado a trotar alocadamente por el comedor. Las llamas de las velas fluctuaban por turnos, señalando el errático itinerario de la criatura.

—El millonario enamorado, la adorable jovencita, el Gran Ankoma, el escocés vehemente… ¿A quién quieres ver morir primero, George?

Doyle avanzó unos pasos.

—¡Empieza por mí, criatura del demonio, si eres lo bastante hombre!

Apenas terminó de proferir su desafío, se oyó un agudo silbido, y todos giraron la cabeza en la dirección de la que provenía, incluido Doyle, quien apenas logró atisbar un fugaz destello plateado antes de sentir una ardiente punzada en la oreja derecha. Soltó una maldición y se llevó la mano a la zona afectada, que parecía haber estallado en llamas, mientras a su espalda se oía un golpe sordo. Las desconcertadas miradas del grupo confluyeron en la pared, justo detrás de él, donde había ahora una espada, clavada en la frente de un atildado caballero con gorguera y hundida hasta casi un cuarto de su hoja, todavía temblorosa. Doyle retrocedió, repentinamente lívido al comprender que su cabeza había sido el blanco de aquella espada.

—¡Dios mío, Arthur! —exclamó Jane, al ver cómo la sangre empapaba los dedos del escocés—. ¿Estás bien?

—Sí, es solo un rasguño —dijo Doyle, escrutando el amplio comedor con una mirada valorativa—. Pero es evidente que esa cosa aspiraba a mucho más.

Estremecido ante aquel claro intento de asesinato, el grupo permaneció arracimado en el centro de la habitación.

—¿Dónde demonios está? —preguntó Murray, mirando en todas direcciones.

—¡Allí, mirad! —exclamó aterrado el Gran Ankoma, señalando un escudo. La espesa barba se le había despegado y le colgaba de una parte del rostro.

Ante la mirada atónita de todos, una de las espadas se desprendió del escudo y levitó morosamente rotando sobre sí misma. Las velas más cercanas sembraban su hoja de malignos guiños, como si la criatura se hubiese detenido a admirar su filo antes de usarla contra ellos. De pronto, el arma cortó el aire con un par de mandobles. La contemplaron estremecidos. Había una amenaza perversa implícita en aquellos gestos preparatorios, pero también servían para indicarles dónde estaba la criatura. Doyle y Murray lo comprendieron en el acto. El millonario cogió una silla y, levantándola sobre su cabeza, la lanzó hacia el arma. Se oyó entonces un gruñido de dolor, al tiempo que la espada caía al suelo. Un rugido de furia erizó el aire. Entretanto, con un poderoso tirón, Doyle había extraído la espada clavada en el retrato, y avanzaba hacia donde supuestamente se hallaba la criatura, lanzando al aire furiosos mandobles, mientras gritaba:

—¡George, pon a Jane a salvo! ¡Woodie, Gilmore, coged un arma! ¡Rodead la mesa y…!

Doyle se dobló por la mitad profiriendo un gemido agónico, sin poder acabar la frase. Un segundo después, se irguió violentamente con el rostro hacia el techo, como si hubiese recibido un gancho brutal en la mandíbula, trastabilló unos instantes y cayó al suelo. Casi de inmediato, el Gran Ankoma sintió que una fuerza poderosa lo empujaba, arrojándolo contra la mesa del comedor. Como arrastrado por un huracán, el secretario aterrizó sobre el tablero, produciendo un escalofriante crujido de huesos y madera, mientras la lámpara rodaba por el suelo, arrebatándoles gran parte de la luz que iluminaba la habitación. Jane lanzó un grito de terror, que la maligna risa de la criatura enseguida ensombreció.

—¡Dime dónde está el libro, George! —insistió—. ¡Entrégame El mapa del caos y todo esto terminará!

El ser comenzó a proferir aullidos de una rabia casi animal, al tiempo que varios retratos de las paredes se precipitaban al suelo.

—¡Coged todas las armas que podáis y defendeos! —farfulló Doyle mientras se incorporaba, intentando hacerse oír por encima de los escalofriantes alaridos de la criatura.

Murray obedeció. Tomó un sable del muro más cercano y se lo lanzó a Wells, quien, paralizado como estaba por el dantesco espectáculo que se ofrecía ante sus ojos, no atinó a cogerlo. La empuñadura le golpeó en la cabeza, y eso pareció despabilarlo un poco. Con movimientos atolondrados, recogió el arma del suelo y miró a Murray, visiblemente desorientado.

—¡Saca a Jane de aquí! —le ordenó el millonario mientras tomaba otro sable.

Wells asintió, pero permaneció en su sitio. Jane lo tomó del brazo y lo arrastró hacia una de las puertas del comedor. El millonario buscó entonces a Doyle con la mirada. El escocés avanzaba hacia la mesa del comedor, donde yacía desmadejado su secretario, describiendo amplios círculos con su espada. Murray lo siguió, lanzando regulares estocadas a su alrededor. Los gritos de la criatura habían cesado, de modo que era imposible localizarla; ahora podía estar en cualquier parte. Cuando llegó junto al médium, Doyle le tomó el pulso.

—¿Está vivo? —preguntó Murray, que se había colocado a su espalda, sin dejar de hendir el aire con su arma.

—Sí, solo ha perdido el conocimiento, pero tenemos que sacarlo de aquí, Gilmore. Ayúdame a…

—¡Las puertas están cerradas con llave! —gritó Wells desde un extremo del comedor, después de que él y Jane comprobaran ambas salidas—. ¡Estamos encerrados!

—¡¿Qué?! —exclamó Murray—. ¿Y las llaves?

—¡Demonios, las dejé puestas en una de las cerraduras! —respondió Doyle—. ¿Seguro que no están en ninguna, George?

—¡Si lo estuvieran no habría gritado que estamos encerrados, Arthur! —aulló irritado Wells, que había colocado a Jane entre la pared y él, y blandía su arma con más empeño que destreza, dispuesto a protegerla contra lo que se le echara encima.

—¿No llevas una copia de la llave encima, Gilmore? —le susurró Doyle al millonario, atento a cualquier ruido que pudiera revelar la posición de la criatura.

—No… Pero hay un juego de llaves en el vestíbulo, están colgadas de un gancho junto a la puerta de entrada —respondió Murray en otro susurro, mirándolo por encima del hombro con la espada extendida frente a él—. Podríamos intentar gritar todos juntos para avisar a Baskerville, aunque dudo que el viejo nos oiga desde fuera… Pero ¿qué demonios…? —gritó alarmado.

Doyle se dio la vuelta y, al tiempo que recibía una bofetada de calor en el rostro, vio lo que había asustado a Murray: la llama de una vela caída debía de haber prendido el aceite de la lámpara, y un reguero de fuego se extendía por uno de los desteñidos tapices que colgaban de la pared.

—¡Maldita sea! ¡Hay que apagarlo! —exclamó Doyle mientras le arrojaba su espada a Murray—. ¡Cúbreme!

El millonario se situó a su espalda, blandiendo ambos sables con fiereza, mientras el escocés se quitaba la chaqueta y golpeaba con ella el tapiz, provocando remolinos de chispas con cada sacudida. Sin embargo, todo resultó inútil. Las llamas, apenas sofocadas a pesar de sus esfuerzos, enseguida se propagaron por el lienzo vecino, y de ahí brincaron al siguiente, devorando con avidez las viejas telas y los marcos resecos. Con un gesto de derrota, Doyle abandonó sus intentos de extinguir el incendio. Como un inmenso ectoplasma, un humo negruzco comenzó a materializarse en la habitación con extraordinaria rapidez, extendiendo sus tentáculos hacia el techo. Tanto Doyle como Murray empezaron a toser. Desde el otro lado del comedor, Wells y Jane seguían el avance del fuego con expresión de pavor.

—¡Estamos atrapados aquí dentro con esa cosa! —maldijo el escritor, definitivamente superado por las circunstancias.

En ese momento, sintió una ráfaga de aire junto a él y recibió un golpe fuerte en la mano. Perdió la espada y la vio rodar por el suelo, desconcertado. Al instante, Jane fue arrancada de su lado, con la brutalidad con que un puñetazo haría saltar una muela de la encía.

—¡Jane! —gritó dando un paso hacia ella.

—¡Quieto o la mato, George! —le ordenó la voz, que ahora brotaba desde detrás de Jane. Y, dirigiéndose a Murray y a Doyle, añadió—: ¡Y vosotros dos no os mováis ni un centímetro o partiré este frágil cuello antes de que podáis hacer nada!

Wells se detuvo con un gemido de desesperación. Murray y Doyle también se quedaron inmóviles, y durante un momento eterno, los tres hombres observaron impotentes a la mujer que, de puntillas, permanecía casi colgada del aire, con el rostro cada vez más congestionado. Un tapiz envuelto en llamas resbaló de la pared, produciendo un crepitar sordo, como de lluvia sobre el mar.

—Bien, así me gusta. Ahora dame el libro, George, o tu mujercita morirá —dijo la voz.

—¡No le hagas daño, por favor! —le suplicó el escritor. Tragó saliva y, aparentando una calma que estaba lejos de sentir, añadió—: Escúchame: no tengo ningún libro llamado El mapa del caos, pero te daré lo que quieras, de verdad. Cualquier cosa que me pidas. Cualquier cosa que…

La criatura se impacientó.

—¡No quiero nada de ti, más que el libro!

—Por favor, suéltala, no puede respirar, por favor… ¡Te digo que no puede respirar! —gritó Wells con la voz quebrada—. ¡Maldito seas! —añadió abandonándose a un aullido irracional—. ¡No le hagas daño o…!

—¿O qué? —lo desafió la voz riendo.

Wells sacudió la cabeza, con los ojos empañados de lágrimas, derrotado por el sinsentido de todo aquello. El fuego había comenzado a extenderse por el techo, y desde las alturas llovían pequeñas astillas incandescentes, decenas de llameantes luminarias que bajaban meciéndose dulcemente hasta apagarse y morir en el suelo, como si alguien estuviese disparando sobre una bandada de hadas. Comprendiendo la impotencia de su amigo, Murray hizo amago de rodear la mesa, pero la voz de la criatura lo detuvo:

—¡Quieto! ¡He dicho que nadie se mueva o juro que la mataré!

Y para corroborar su amenaza, alzó a Jane unos centímetros más. Ahora sus pies no tocaban el suelo. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, Wells contempló cómo las manos de su mujer se aferraban a su cuello y el rostro empezaba a teñírsele de púrpura. La vio elevar un brazo y manotear desesperadamente en el aire, como si quisiera arañar algo que había detrás de su pelo, pero lo único que consiguió fue deshacerse el recogido del cabello.

Mientras Wells observaba debatirse a su esposa lleno de rabia, Doyle, con el cuello y el hombro empapados de sangre, permanecía atento a otro detalle: sin que nadie se hubiera percatado de ello, el picaporte de la puerta que daba al vestíbulo había empezado a moverse lentamente. El cochero de Gilmore llegaba al rescate, tal vez alertado por el griterío. No obstante, aquel era un pobre consuelo, no solo por la escasa disposición física del anciano, sino porque cuando abriera la puerta y mirara al interior, no podría ver a ningún enemigo, ni comprender lo que estaba pasando, y si él trataba de alertarlo, la criatura, con toda seguridad, mataría a Jane. Luchando contra el mareo que le provocaba el humo, Doyle intentó pensar, pero no tuvo tiempo. Enseguida vio abrirse la puerta y asomar la cabeza de Baskerville.

—¡Santo cielo! —exclamó al reparar en las llamas.

Y eso bastó. Al instante, Jane se volvió como una marioneta, delatando que la criatura también había oído al cochero. Pero entonces sucedió algo con lo que nadie contaba: la mujer lanzó hacia atrás, por encima de su cabeza, una de sus manos —que parecía empuñar algo— y la criatura profirió un terrible alarido de dolor, al tiempo que la dejaba caer al suelo.

—¡Mi ojo! —aulló la voz, mientras una de las largas agujas con las que Jane se sujetaba el cabello flotaba en el aire, sacudiéndose convulsamente de un lado a otro, clavada en la nada—. ¡Mi ojo!

Wells corrió hacia su mujer, quien, de rodillas, luchaba por recuperar la respiración entre jadeos y arcadas. La aguja continuaba agitándose en el vacío a unos metros de ellos y de repente descendió hacia el suelo y luego volvió a ascender, flotando junto a la espada que Wells había perdido. Ambas se apresuraban hacia la salida de la habitación.

—¡Baskerville, apártate de la puerta! —gritó el millonario al comprender lo que estaba sucediendo.

De un salto, se encaramó a la mesa, lanzándole una de las espadas al escocés. Doyle la cogió al vuelo, al tiempo que saltaba también sobre la mesa. Ambos la cruzaron en un par de zancadas con las espadas enarboladas, jaleándose a sí mismos con exclamaciones que se enredaron entre sí, volviéndose ininteligibles. Pero el ser invisible llegó antes que ellos a la puerta, donde se hallaba el desconcertado anciano que, paralizado por la incredulidad, contemplaba la espada que avanzaba hacia él flotando en el aire. La hoja se hundió en su estómago sin la menor resistencia, como un cuchillo en un bizcocho esponjoso. El cochero abrió mucho los ojos al sentir cómo el arma le excavaba un túnel de hielo en las entrañas, pero no emitió un solo gemido. Entonces su cuerpo, con la espada todavía ensartada en él, fue arrojado violentamente contra Doyle y Murray, que se acercaban a la carrera. Los tres cayeron en un rebujo de carne y acero.

Doyle se levantó a toda prisa y se precipitó hacia el vestíbulo, mientras Murray cogía a Baskerville en brazos. Aguzando la vista, el escocés distinguió la aguja de Jane, que subía flotando las escaleras, y en cierto momento era arrojada violentamente al suelo, como si el hombre invisible se la hubiera arrancado de un zarpazo desesperado. Doyle volvió al interior del comedor, donde el calor era ya insoportable.

—¡Está subiendo a la planta superior! —anunció, cubriéndose la boca con la manga para protegerse del humo—. ¡Allí arriba no tiene ninguna escapatoria! ¡Gilmore, vamos tras él! —Y mirando a Wells, que estaba ayudando a Jane a levantarse, ordenó—: ¡Vosotros, sacad a los heridos y metedlos en el carruaje! ¡Luego llevadlos al hospital y avisad a la policía!

—¿Te has vuelto loco, Arthur? —protestó Wells—. ¡Olvídate de esa criatura! ¡Hay que salir de aquí cuanto antes!

—Sí, el fuego está fuera de control… —apuntó Murray.

El escocés estudió el avance del fuego, que se había propagado desde el foco inicial a lo largo de toda la pared y reptaba por el techo, enroscándose en las vigas que lo sostenían.

—¡Ya lo sé, maldita sea! —rugió, intentando hacerse oír por encima del ensimismado crepitar de las llamas—. Pero escuchadme: ese monstruo no se detendrá ante nada. ¿No os dais cuenta? Si quisiera huir, podría haber salido por la puerta y desaparecido en el páramo. Pero se ha quedado en la casa, para tratar de asesinarnos antes de que podemos escapar. Si no lo atrapamos ahora que está en desventaja, ninguno de nosotros volverá a dormir tranquilo el resto de su vida, especialmente tú, George…

—¡Pero esa cosa es invisible, por si no lo has notado! —estalló Wells, desquiciado—. ¿Cómo demonios vas a encontrarlo?

—¡Lo encontraremos! —intervino Murray adelantándose a Doyle—. ¡Mirad, él mismo nos ha señalado el camino!

En el suelo, frente a sus atónitos ojos, un reguero de sangre surgía de la nada, dibujándose sobre la madera como por arte de magia. La estela rojiza cruzó entre las piernas de Doyle, salió al vestíbulo y subió por las escaleras.

—¡Está dejando un rastro de sangre! —exclamó el escocés, fascinado ante aquel golpe de suerte—. ¡Hay que actuar con rapidez!

Se dirigió a grandes zancadas hacia el cuerpo de su secretario, que seguía derrumbado sobre la mesa, lo cogió por las axilas y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta. Contagiados por el repentino brío de Doyle, los demás tomaron al cochero, que gemía quedamente, como si no quisiera molestarles con su sufrimiento. Cuando lo depositaron en el suelo del vestíbulo, el anciano clavó una mirada febril en Jane.

—¿Estás bien, querida mía? —balbució, empleando las escasas fuerzas que le quedaban en forjar una sonrisa para ella—. No soportaría que te hubiera pasado algo…

Conmovida por las palabras de aquel anciano al que apenas conocía, la muchacha le aseguró que estaba perfectamente.

—Pobre, delira… —dijo Wells, un tanto receloso por la excesiva preocupación que el cochero mostraba hacia su mujer.

Doyle tendió a Wood junto al cuerpo de Baskerville, que había extraviado la mirada en el techo y boqueaba como un pez fuera del agua. Un hilillo de sangre había comenzado a brotarle mansamente de la comisura de la boca. Tras estudiar su herida con gesto profesional, el escocés le dedicó una mirada de infinita piedad, y todos comprendieron que no había ninguna esperanza para él.

—George, llévalo al carruaje. E intenta detener la hemorragia con… Bueno, estoy seguro de que encontrarás con qué hacerlo… —Suspiró con impotencia, y luego miró a Wells a los ojos—. Ahora escúchame bien: Gilmore y yo vamos a subir a por esa cosa. —Lanzó una vaga mirada hacia las escaleras—. Si no hemos salido en quince minutos, id en busca de ayuda. ¡Quince minutos, ni uno más!

Wells asintió con resignación. La cacería que el escocés pretendía llevar a cabo le parecía una locura, pero no se sentía con ánimos para discutir. Doyle le había ordenado evacuar a los heridos, una misión increíblemente sencilla en comparación con la que se había adjudicado, así que lo mejor era obedecerle. El escocés miró entonces a Murray.

—¿Estás conmigo, Gilmore?

—Por supuesto —contestó sonriendo el millonario—. Pero si vamos a morir juntos, Arthur, creo que, aunque solo fuera por esta noche, podrías llamarme Gilliam.