A la mañana siguiente, al romper el alba, Wells y Doyle acudieron a la mansión de Murray, impacientes por comunicarle la buena noticia. Estaban convencidos de que su propuesta tendría un efecto inmediato sobre el desolado millonario. Le sacudiría la telaraña de las penas de un solo manotazo, o al menos le inyectaría la dosis mínima de esperanza para aguantar sin matarse unos cuantos días más, los que el médium tardaría en llegar desde Sudáfrica.
—Pero no es un médium cualquiera… ¡Se trata de un médium auténtico! —exclamó Doyle, intentando contagiar su entusiasmo al espantajo que yacía derrumbado en el sillón, apestando a alcohol y a ropa sucia—. Sus poderes están fuera de toda duda. Yo mismo lo comprobé personalmente, y te aseguro que los prodigios que presencié son indescriptibles.
Y mientras Murray lo observaba con los ojos enrojecidos y un rictus de apatía en el rostro, Doyle empezó a pasear por la habitación, desgranando la historia de aquel prodigioso médium que no buscaba fama ni dinero, pues tales palabras no tenían el menor significado para él.
El escocés lo había encontrado casualmente en un poblado bakongo cuando estaba en Sudáfrica. Se trataba de un occidental que, con dos o tres años de edad, se había perdido en el Veldt, las vastas y salvajes llanuras sudafricanas, y había sido adoptado por una tribu bantú. Con el tiempo, el niño, a quien los ancianos del poblado llamaron Ankoma, nombre que significaba algo así como «el último niño nacido», había asimilado las costumbres de sus padres adoptivos y se comportaba como un miembro más de la tribu, si bien cuando estaban todos juntos relumbraba como un dulce de nata entre carbones, debido al color de su piel. Sin embargo, con el despuntar de la adolescencia despertaron también sus poderes. Tan extraordinario resultaba su talento que, con apenas doce años, había destronado y ocupado el cargo del viejo chamán de la tribu, que únicamente sabía convocar a la lluvia, y eso solo si se anunciaba tormenta.
Cuando, al pasar junto al poblado bakongo tras la cruenta batalla de Brandfort, Doyle se había enterado de la leyenda del Gran Ankoma —el hombre blanco que levantaba cuencos y herramientas sin tocarlas y hablaba con los muertos—, no dudó en rogar a los jefes bantúes que le permitieran ser testigo de lo que su pálido chamán era capaz de hacer. Estos habían accedido a cambio de un puñado de baratijas, y en el interior de una choza miserable, Doyle pudo ver en acción a un auténtico médium. El despliegue de sus poderes había sido tan asombroso que podía afirmar que mientras viviera nunca olvidaría lo que había visto.
Así pues, cuando el día anterior Wells acudió a su casa para pedirle ayuda, comprendió que, pese a lo desafortunado de su primer encuentro, sus caminos se habían cruzado para que él, Arthur Conan Doyle, ayudara a Montgomery Gilmore… o, mejor dicho, a Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, porque ahora también él conocía su secreto. Y absolutamente convencido de que debía salvar al hombre que había abierto las puertas del futuro, se había pasado la noche dictando a su fiel secretario innumerables cartas dirigidas a importantísimas autoridades del ejército y del gobierno de Sudáfrica, prometiendo tantos favores a cambio de su ruego, que a buen seguro tendría que empeñar el resto de su vida para devolverlos. Sin embargo, estaba convencido de que el precio valdría la pena: el Gran Ankoma acudiría a Inglaterra para convocar el espíritu de Emma, y de ese modo, el millonario podría hablar con ella y solicitar su perdón.
Doyle terminó su perorata convencido de que aquellos ojos enrojecidos no tardarían en derramar lágrimas de agradecimiento, e incluso se preparó para recibir un ocasional abrazo de aquel hediondo despojo. No obstante, Murray se limitó a contemplarle en silencio durante un buen rato; después se levantó, cogió la botella de whisky que siempre llevaba consigo y, con paso vacilante aunque digno, abandonó el salón ante la atónita mirada de sus amigos, para volver a la cama de la que lo habían sacado al amanecer.
Los escritores comprendieron que convencer al millonario para organizar una sesión de espiritismo con el Gran Ankoma no iba a resultar tan fácil como creían. Durante los días que siguieron, comprobaron con impotencia que pese a hallarse destrozado, abatido y medio alcoholizado, Murray no había modificado su opinión con respecto al espiritismo. Cada vez que sacaban el tema, el millonario se negaba a escucharlos, demostrando una gran inventiva a la hora de hacerlo: a veces se reía en sus narices, otras les insultaba con balbuceos de borracho para acabar vomitándoles en los zapatos, las más les echaba de su casa con ademanes airados, sin importarle que se encontraran casi siempre en la de Wells, e incluso había ocasiones en las que les arrojaba lo que tenía más a mano, generalmente una botella medio vacía… Ni los ruegos de Wells, ni las amenazas de Doyle, ni las dulces súplicas de Jane, que llegó a recordarle que él le había salvado la vida una vez y que ella no soportaría no poder salvar la suya, hicieron mella en la terca negativa del millonario. Hasta que se hallaron en la víspera de la llegada a Inglaterra del Gran Ankoma.
Doyle, Wells y Jane acudieron a la mansión del millonario para comunicárselo, y allí se encontraron a un agitadísimo Baskerville. Al parecer, su patrón llevaba todo el día encerrado en su habitación, bebiendo, llorando y lanzando a los criados las más imaginativas y blasfemas imprecaciones, aunque lo más alarmante era que desde hacía al menos una hora guardaba silencio. Wells y Doyle intercambiaron una mirada de pavor, y corrieron escaleras arriba, hasta la torre donde se hallaba la habitación del millonario. Encontraron la puerta cerrada, pero eso no supuso ningún obstáculo para el escocés, que logró abrirla tras varias embestidas, astillando el marco y casi sacándola de sus goznes. Para alivio de todos, el millonario no se había colgado del techo ni se había arrancado la vida de ninguna otra forma; simplemente se había desmayado. Les costó dos teteras bien cargadas y una palangana de agua que se sentara en un sillón de la habitación y les escuchara.
—Mañana llegará al fin el Gran Ankoma, Gilmore —le dijo Doyle, en un tono tan áspero como agotado—. Y no necesito recordarte que para ello he tenido que empeñar mi palabra y recurrir a todas mis influencias, por lo que espero que todo ese esfuerzo haya servido de algo.
Murray se limitó a encogerse de hombros.
—Yo no le he pedido que venga.
—¡Pero ya está aquí! —rugió el escocés, perdiendo la paciencia—. ¿Qué demonios pretendes? ¿Qué lo embarque de vuelta con una nota de agradecimiento colgada del cuello?
—Lo único que quiero es que me pagues la puerta del dormitorio.
Doyle lanzó un bufido propio de un toro, se acercó a una de las ventanas y miró hacia el exterior, intentando calmarse.
—Eres un cabezota y un egoísta, Monty —le increpó Wells—. No te importa el infierno que nos estás haciendo pasar, ¿verdad? ¿Qué te cuesta asistir a la sesión? ¿Qué demonios tienes que perder?
—Por favor, Monty —suplicó por enésima vez Jane—. Solo te pedimos que lo intentes.
El millonario le dedicó una mirada desgarradora.
—No puedo, Jane —murmuró—. No soportaría que el nombre de Emma se usase en vano. ¡No puedo permitirlo! No supe respetarla en vida, no hice otra cosa que faltarle al respeto cada uno de los días en que le mentí… y no voy a permitir que se le vuelva a faltar después de muerta con una estúpida pantomima.
—¡Pero nadie va a faltarle al respeto! —gritó Wells, exasperado—. Te repito que ese médium es auténtico.
—¿De qué tienes miedo, Gilmore? —inquirió Doyle, dándose la vuelta de repente, con las manos entrelazadas a la espalda.
—¿Miedo? —Murray le miró desconcertado—. Yo no tengo miedo.
—Oh, por supuesto que lo tienes —le aseguró el escocés con severidad—. Tienes miedo de hablar con tu prometida y descubrir que no piensa perdonarte. Sí, es eso. No quieres arriesgarte a que tal cosa suceda, porque entonces ¿qué te quedaría? Ni siquiera el consuelo del suicidio… ¿Morir? ¿Para qué? ¿Para enfrentarte toda la eternidad a una mujer despechada? Prefieres seguir así, atormentándonos con tus estúpidas amenazas de suicidio, amenazas que jamás cumplirás porque eres un cobarde. Por eso no te has matado aún, por eso no quieres hablar con Emma, y por eso no fuiste capaz de contarle toda la verdad cuando estaba viva.
—¡¿Qué?! ¡Iba a hacerlo! —bramó Murray, levantándose del sillón medio tambaleante—. ¡Te juro que iba a hacerlo antes de que el maldito coche se despeñara! ¡Y por supuesto que voy a matarme! ¡No quiero seguir viviendo! No me importa lo que haya al otro lado, no me importa si solo hay un vacío espantoso, o si está Emma, enfadada conmigo para siempre… Nada puede ser peor que esto, nada…
—¿Vas a matarte? ¡Pues hazlo! —Con un gesto brusco, Doyle abrió de par en par la ventana que tenía a su espalda. Una brisa fresca y dulce, como un suspiro de enamorada, invadió la habitación—. ¡Adelante, salta! Por lo menos hay cuatro pisos de altura, morirás casi con total seguridad… ¡Salta ahora mismo y termina con todo!
Wells y Jane miraron aterrorizados a Doyle.
—Arthur, por favor, no creo que ese sea el modo de… —intervino el escritor.
Antes de que acabara la frase, Murray lo apartó de un empujón y, decidido, se dirigió hacia la ventana.
—¡Monty, no! —exclamó angustiada Jane, interponiéndose en su camino.
Con ella fue más cuidadoso, aunque también la apartó con firmeza.
—¡Arthur, por todos los santos, detenle! —gritó la mujer.
El escocés no le hizo caso. En vez de atajarlo, se apartó de la ventana sonriendo ampliamente, al tiempo que extendía el brazo con el gesto educado de quien cede el paso a alguien. Murray le lanzó una mirada hostil al pasar junto a él, y de un salto se encaramó al alféizar, agarrándose al marco de la ventana con las dos manos.
—Monty, baja de ahí, por Dios —le suplicó Wells, y se aproximó a él con pasos cautelosos.
—¡No te acerques, George! Quédate donde estás —le ordenó Murray.
Doyle, que se encontraba justo al lado del millonario, le hizo un gesto a Wells para que obedeciera. Reprimiendo las ganas de correr hacia él y sujetarlo, el escritor se detuvo, contemplando con inquietud el corpachón del millonario, que se recortaba contra la luz de la luna, ocupando casi por completo el hueco de la ventana.
Con las manos sujetas al marco y los pies sobre la estrecha cornisa, Murray respiró hondo. Mientras discutían, la tarde había terminado de derrumbarse entre resplandores cárdenos, dejando paso a una hermosa noche de verano lacrada por una luna llena. Una hermosa noche para morir, se dijo, mientras la dulce brisa nocturna le acariciaba el cabello y arrastraba hasta él el aroma de los jazmines. ¿Por qué no? ¿Por qué no acabar de una vez con su sufrimiento? ¿Acaso era un cobarde, como había afirmado Doyle? Adelantó un poco el pie derecho, provocando que un débil grito agudo, seguramente proferido por Jane, sonara a sus espaldas. Lo sentía por ella, y por George, incluso por el escocés. Sentía que sus amigos tuvieran que ser testigos de su suicidio, pero Wells tenía razón: les estaba haciendo pasar un infierno, a todos. Era mejor acabar de una vez con el patético espectáculo de su dolor. Y eso haría. Miró hacia abajo. A sus pies se extendían los jardines por los que tantas veces había paseado con Emma. En cada uno de sus recovecos, como un trozo de vestido prendido a la rama de un arbusto, había quedado el recuerdo de un beso, de una caricia, de una broma que ella había reído. La luz plateada de la luna perfilaba con delicadeza los contornos de los árboles, hacía brillar como lentejuelas las gotas de rocío que perlaban las rosas, y rielaba en el agua de los estanques, donde los nenúfares se mecían ensimismados, ejecutando un moroso vals para nadie. Al fondo, despuntando sobre las copas de un frondoso bosquecillo como una luna naciente, se vislumbraba la cúpula del hermoso invernadero, aquel pequeño y exquisito palacio de cristal que Murray había construido con sus propias manos para darle una sorpresa a su prometida, y que imitaba hasta en el más mínimo detalle al famoso Taj Mahal de la India.
Murray reparó entonces en la infinita distancia que lo separaba del suelo y lo asaltó un miedo irracional que le recordó la mañana en la que había descendido en globo para conquistar el corazón de Emma. Aquella vez también había tenido que luchar contra el vértigo, pero había merecido la pena porque su amada le esperaba en los pastos de Horsell. Murray cerró los ojos, y volvió a verla allí abajo tal y como la había visto aquel día, vestida de blanco, medio oculta por la sombrillita que no dejaba de girar nerviosa en su mano, esperándole… Y con las últimas reservas de valor que le quedaban, se dijo que debía acudir a su lado, y hacerlo cuanto antes, pues a ella le gustaba que fuera puntual, y ya llevaba varios meses de retraso… Abrió los ojos, decidido a arrojarse al vacío.
Y entonces la vio. En el sendero flanqueado por los rosales, en el mismo sitio donde ella solía detener sus paseos para aspirar con delicadeza el aroma de alguna rosa. Allí había una figura de mujer, resplandeciendo bajo la luna con su vestido blanco, y el rostro oculto bajo una sombrillita que no dejaba de girar. Una imagen tan luminosa y aterradora como una risa inesperada en el silencio de la noche. Murray envaró el cuerpo y parpadeó varias veces, sintiendo cómo su nombre se le derramaba en un balbuceo:
—Emma…
—No, Monty, por favor —suplicó Jane, aterrorizada—. No saltes. Emma no habría querido…
—¡Emma! —exclamó el millonario.
Se volvió bruscamente y entró de un salto en la habitación.
—¡Lo sabía! —exclamó Doyle en tono triunfal—. Sabía que no se tiraría.
Sin prestarle atención, Murray corrió hacia Wells y, agarrándole por el brazo, lo arrastró hacia la ventana.
—¡Mira, George, mira! —le dijo con los ojos encendidos—. Es Emma… ¡Está allí!
—¿Qué?
Todos se abalanzaron a la ventana y asomaron la cabeza por ella, en un rebujo expectante.
—Yo no veo nada —murmuró Wells.
—Yo tampoco —dijo Jane, entornando los ojos—. ¿Qué has visto exactamente, Monty?
Murray no contestó. Se dio la vuelta y salió a la carrera de la habitación. Desconcertados, todos le siguieron escaleras abajo, casi empujándose unos a otros. Cuando llegó al jardín en el que había visto a Emma, el millonario se detuvo y miró en todas direcciones, cada vez más ansioso y desorientado. Los demás fueron llegando y deteniéndose a su lado, jadeantes, pero antes de que pudieran preguntarle qué le ocurría, Murray echó a correr a través del jardín. Aullando el nombre de Emma, recorrió senderos y bordeó estanques, mientras sus amigos lo observaban con una mirada piadosa. El millonario corría de un lado a otro trastabillando, se detenía un instante, aguzaba el oído, y luego reanudaba su alocada carrera sin un rumbo claro. Finalmente, agotado, cayó de rodillas, sin dejar de pronunciar el nombre de su amada entre sollozos. Wells se acercó a él y, agachándose a su lado, le puso una mano sobre el hombro. Murray le miró, con los ojos arrasados por el desconsuelo.
—La he visto, George, te juro que la he visto —susurró entre jadeos—. Era ella. Estaba aquí… ¿Por qué se ha ido?
Agachándose a su lado, Doyle le sonrió bondadosamente.
—Intenta llegar hasta ti, amigo mío —le explicó casi con ternura, como un padre animando a su hijo—. Pero no encuentra el camino. Tal vez solo quería recordarte que tenéis una cita en Brook Manor. Ella misma la fijó el día de su muerte. Pero los espíritus necesitan los canales adecuados para llegar hasta nosotros. Te lo dije una vez. Los espíritus necesitan a los médiums…