Capítulo 18

Doyle zarpó hacia Sudáfrica en el Oriental rodeado de flores. Jean Leckie, que no había querido ir a despedirlo al puerto de Tilbury, le había llenado el camarote de rosas, hibiscos y azucenas, por lo que Doyle y su mayordomo, sentados en la cama y sitiados por aquel exuberante colorido, realizaron la travesía como una pareja de enamorados en un invernadero flotante. Si le hubieran dado a elegir, Doyle habría preferido ver a Jean, pero ella le había dejado muy claro que no pensaba formar parte de la alegre muchedumbre que despediría al barco como si partiera hacia una excursión campestre. No, ella no estaba dispuesta a celebrar que el hombre que cada 15 de marzo le enviaba una edelweiss, aquella flor cuyo blancor desafiaba al de la nieve, se fuera a una guerra de la que acaso regresara en un ataúd, con el regalo de una bala bóer en el estuche de su vientre. Por suerte, volvió seis meses después caminando por su propio pie, aunque envuelto en un olor muy distinto al de su viaje de ida. Las incontables semanas que había pasado como médico en el hospital de su amigo, remendando tripas y amputando miembros de soldados moribundos, entre los que se encontraba Jim Dawkins, que jamás volvería a subir a su bicicleta, lo habían rociado con el perfume indeleble de la muerte. Pero se trataba de una muerte sin heroicidad ni glamour, vil y sucia, aureolada de moscas y de efluvios hediondos, más propia de la Edad Media que del nuevo siglo que amanecía.

Ahora, sin embargo, mientras subía las escaleras de Undershaw, todo aquello le parecía una alucinación. Apenas llevaba una semana en su casa, y aquel lujo apacible ya había empezado a hacerle dudar de su participación en la guerra de África, al menos hasta que acudía al baño, pues sus intestinos todavía no se habían recuperado de los brotes de disentería que había sufrido. Una vez remontó las escaleras, Doyle avanzó despacio por un largo pasillo hasta detenerse ante la puerta de la habitación que disponía de las mejores vistas de la casa. Stanley Ball, el arquitecto con quien había practicado la telepatía en el pasado, la había construido en la hectárea y media que había comprado en Hindhead, aquella región a la que llamaban «la Suiza de Surrey» por el particular clima del que gozaba. Aunque Ball no había tenido necesidad de hurgar en su mente para hacerse una idea de lo que Doyle quería, pues él mismo le había proporcionado un boceto en un trozo de papel. El escocés tenía muy claro cómo debía ser Undershaw: una imponente mansión digna de un escritor de su talla, pero también acogedora para una familia y práctica para una inválida.

Tras sopesar si llamar o no, Doyle decidió abrir la puerta sin hacer ruido. Últimamente su esposa solía quedarse dormida cuando subía a leer, y aquella mañana no fue una excepción: Louise, a la que desde los lejanos días en los que se conocieron él apodaba cariñosamente Touie, estaba recostada en el sillón, con la cabeza ladeada sobre el respaldo y los ojos cerrados.

Doyle la contempló, invadido por un súbito cariño. No era extraño que se encontrara tan agotada, pues llevaba demasiados años —desde su visita a las cataratas de Reichenbach— desmintiendo al doctor Powell, uno de los mejores especialistas en tisis de Inglaterra. De aquel viaje a Suiza, del que él se había traído en la mente la idea de cómo matar a Holmes, su mujer se había traído en los pulmones el maligno microbio de la tuberculosis. Los médicos no le habían dado más que tres meses de vida. Sin embargo, ya habían pasado ocho años desde aquel aciago diagnóstico y Touie aún seguía viva, gracias sin duda a los cuidados de su esposo. Nada más enterarse de la noticia, Doyle la había arrastrado a un curativo peregrinaje por Davos, Caux y El Cairo, y finalmente había mandado construir aquella mansión en Hindhead con todas las comodidades imaginables para una futura inválida. Y aunque sus cuidados parecían haber estabilizado la salud de la dulce Touie, todos sabían que era cuestión de tiempo que la parca llamara a la puerta de la mansión para llevarse a su mujer sin que él pudiese hacer nada.

Sin embargo, como si la trágica condena de Touie no fuera suficiente, el destino, en un alarde de creatividad, había movido sus piezas para que Doyle deseara que la consumación llegara cuanto antes. Para ello, tres años después de que los médicos desahuciaran a su esposa, había puesto en su camino a Jean Leckie, a quien ustedes tuvieron el placer de conocer durante la excursión a Dartmoor. Desde la primera charla que tuvo con ella, el escocés no dudó en calificarla como la mujer de su vida, y desde entonces vivía en una dolorosa encrucijada: por un lado, anhelaba que Touie muriese para descorchar el amor que sentía hacia Jean, con quien mantenía una relación tan platónica como trágica; y por otro lado, seguía esforzándose en velarla lo mejor posible, incluso más que antes, pues no quería que cierta parte de su consciencia interpretara cualquier flaqueo en sus cuidados como un modo sutil de apresurar su muerte. Entretanto, el amor que Jean y él se profesaban se había ganado el respeto de sus amigos más íntimos e incluso el de sus propias familias, pues, incapaces de realizar ninguna acción mezquina que mancillara el honor de Touie, la pareja, con una mezcla de anhelo y tristeza, se limitaba a esperar, en definitiva, a que la enferma perdiera su vida para que Doyle pudiera al fin recuperar la suya.

La imitación de Cristo, el libro que Touie leía una y otra vez, se hallaba abierto bocabajo en el suelo, componiendo un tejadito a dos aguas. Doyle lo colocó en la mesita junto al sillón, y se acercó a su esposa. Con sus bucles derramados por la almohada y la respiración acompasada, Touie dormía tan confiada como una niña. Sabía que él la velaba, que no existía un lugar en el mundo en el que pudiera encontrarse más segura que en el centro de aquella vida cómoda que él había construido para ella. Y una vez más, Doyle se lamentó por haber sido incapaz de amarla. Pero aquel sentimiento no había brotado en su pecho espontáneamente hasta que apareció Jean Leckie. Por Touie solo había sentido un cordial afecto que no había llegado a madurar lo suficiente para convertirse en amor, como al principio creyó que sucedería. No, la única mutación que aquel exiguo sentimiento había sufrido la había causado la noticia de su desahucio, y solo había servido para convertirlo en una suerte de infinita piedad. Pero por encima de cualquier otro sentimiento, lo que Doyle sentía cada vez que contemplaba a su esposa era una terrible impotencia por no haber sabido protegerla.

De pie ante su mujer inválida, recordó las historias de caballeros y princesas cautivas que le contaba su madre, rebosantes de desafíos, duelos y torneos, donde las espadas resonaban como tañidos de campana contra las pesadas armaduras, y el honor siempre se salvaba. A causa de ellas, los valores más atractivos de la caballería medieval —un caballero andante debía proteger a los débiles, mostrarse valiente con los fuertes y atento con las damas— habían calado en su alma de niño, y aunque en el mundo que le había tocado vivir el concepto «caballería» había degenerado en simple deportividad, a lo largo de su vida Doyle se había esforzado al máximo por poner en práctica aquel código: primero con su propia madre, luego en el colegio, protegiendo siempre a los más débiles, y finalmente con Touie, que un buen día apareció para convertirse en su dama, el bien más preciado de todo caballero. Y al tiempo que proclamaba su «si quiero» en aquella iglesia de Yorkshire, para que todos los presentes supieran que la amaba, en su interior se sellaba un pacto íntimo y mucho más sagrado: el de protegerla de los villanos envainados en armaduras negras que querrían secuestrarla, o de su equivalente actual, cualquiera que fuese: canallas de taberna, desaprensivos, cazafortunas… Y a esa gesta sagrada se había entregado Doyle con absoluta dedicación y notable éxito durante muchos años, hasta que había aparecido aquel enemigo invisible cuyas pisadas no había logrado oír, que no había ofrecido carne a su espada, que había llegado deslizándose por el aire, malévolo e incorpóreo, hasta anidar en los pulmones de su dama para pudrirla por dentro.

Lanzando un suspiro de impotencia, Doyle se acercó a la ventana y dedicó una mirada satisfecha al estrecho valle donde los bosques convergían, como un rey aprobando la tranquilidad que envolvía sus dominios. Entonces oyó a Touie desperezarse a sus espaldas.

—Me encanta el paisaje que se ve desde esa ventana, Arthur —dijo ella, como si, en su afán por rodearla de comodidades y belleza, también hubiera sido él quien hubiese mandado a la propia naturaleza, que había obedecido sumisamente ante su vozarrón, reordenar sus valles y montañas para componer aquella vista idílica—. Y nada me produce más alegría que saber que en el más allá también seguiré viéndola, pues, como una vez me dijiste, allí todo será exactamente igual que aquí.

—Así será, querida —le aseguró Doyle—. Todo exactamente igual.

Lo dijo sin volverse, para que ella no viera el rictus de desolación que le había arqueado los labios al comprender que la palabra «todo» abarcaba mucho más que aquel paisaje. Si tras la muerte todo se mantenía igual, Touie, Jean y él se verían atrapados eternamente en aquel triángulo amoroso. Touie moriría algún día en el plano real, de eso no había duda, y entonces Jean y él podrían amarse libremente. Ahora bien, ese amor no sería más que un calvero en el frondoso bosque de la existencia, un brevísimo recreo cuya duración dependería del vigor de sus corazones, pues su ingreso en el más allá repararía el triángulo quebrado. Y tal vez entonces Doyle tendría que rendir cuentas ante Touie, quien a través de una mirilla del trasmundo lo habría visto amar a otra como nunca había sabido amarla a ella.

Con gran esfuerzo, sustituyó aquel rictus abatido por la entusiasta mueca de optimismo con la que plantaba cara a la enfermedad de Touie para que ella olvidara que sobre su cabeza pendía una espada.

—Sigue descansando, querida —le dijo dándose la vuelta—. Debes reponer fuerzas. Yo bajaré a trabajar un poco hasta la hora del almuerzo.

Ella asintió con una sonrisa dócil, y Doyle pudo huir escaleras abajo, pensando en ese más allá cuya existencia no se cansaba de predicar, y que quizá no representara ninguna salvación para él, a no ser que Touie le perdonara en la muerte lo que él no se había atrevido a confesarle en vida.

Sentado ante la mesa del confortable despacho que había instalado en la planta baja, Doyle encendió su pipa para tratar de serenarse. Mientras le propinaba unas chupadas largas y distraídas, paseó la mirada a su alrededor, observando los muebles y estantes donde sus libros preferidos se amontonaban con sus numerosos trofeos deportivos. Por la ventana, en lugar de la sinfonía de cañones y fusiles con acompañamiento de obuses que sonaba insistentemente en Sudáfrica, se filtraban las risas de sus hijos, Kingsley y Mary Louise, mezcladas con el traqueteo del monorraíl de juguete que había mandado instalar al poco de construir la casa, para que los niños recorrieran en un viaje vertiginoso el pedazo de tierra que su padre había logrado conquistar al mundo.

Cualquier otro hombre se habría dejado mecer satisfecho en aquella calma benigna, pero Doyle sabía que solo era cuestión de tiempo que tanta tranquilidad empezara a enervarlo más que el caos de la guerra, porque él era un hombre de acción, y aunque tenía varios proyectos en mente —en el viaje de regreso había considerado la posibilidad de presentarse como candidato a las elecciones de Edimburgo, fundar un club de fusiles para perfeccionar la puntería de los ingleses e incluso escribir un ensayo sobre la guerra a la que acababa de sobrevivir—, estaba seguro de que no tardaría en añorar alguna empresa que le brindara de nuevo la posibilidad de medirse como hombre. La guerra era el error más aberrante que podía cometer la humanidad, eso no lo dudaba, pero también pensaba que para cualquier hombre de corazón noble podía significar un viaje emocionante, capaz de desenterrar sus mejores cualidades, talentos que de otro modo permanecerían sepultados en su interior hasta la muerte.

Así pues, Doyle había mandado telegramas a todos sus amigos anunciándoles su regreso, para que supieran que podían volver a contar con él, aunque dudaba mucho que alguno de ellos —escritores, agentes y editores en su mayoría— le escribiese para proponerle que se jugase la vida en una aventura peligrosa. Si bien a esas alturas, después de casi una semana de inactividad, tampoco pedía tanto: solo con que alguien lo invitara a comer le bastaría.

Se sacudió aquellas reflexiones con un resignado movimiento de cabeza y se dijo que había llegado el momento de inaugurar su rutina tras seis meses ausente. Escogió para ello una de las tareas más ingratas de todas las que debía solventar cada vez que regresaba de un viaje: despachar el correo atrasado. Se levantó y llamó a Wood, su secretario, que unos segundos después entró en el despacho con una pequeña y abultada saca de cartas.

Alfred Wood era un maestro de escuela que había contratado en los tiempos de Portsmouth, no tanto por su aspecto discreto, eficiente y honrado como por su más que decente brazo para el críquet. Al principio lo había empleado únicamente como secretario y amanuense, pero con el tiempo, casi sin darse cuenta, había acabado encomendándole otras funciones, como la de recadero, chófer o taquígrafo. En alguna ocasión, incluso, después de que Wood le hubiese ganado al billar o al golf, le había ordenado alguna tarea a todas luces absurda solo por cobrarse la revancha, y como su subalterno la había llevado a cabo sin rechistar, fingiendo no reparar en la condición estrafalaria del recado, o lo que era aún peor, dando a entender con su abnegado acatamiento que no esperaba otra cosa de su patrón, aquel juego de peticiones ridículas había pasado a convertirse para ambos en un divertimento que sublimaba su relación, o al menos eso le gustaba pensar a Doyle, ya que nunca habían hablado del asunto.

Cuando, con gesto diligente, Wood volcó la saca de cartas sobre la mesa, Doyle dedicó a la voluminosa pila una mirada de desánimo.

—Esto es casi peor que la guerra —se quejó—. Como mínimo, más tedioso. La guerra tendrá muchas cosas malas, Woodie, pero desde luego nunca resulta aburrida.

—Si usted lo dice, señor, que ha participado en varias…

Ambos respiraron hondo y se entregaron a la ímproba labor de clasificar las cartas. Muchas de ellas iban dirigidas a Doyle, y las habían escrito individuos que requerían su ayuda para solucionar los casos más variopintos, convencidos de que alguien capaz de idear tan complicados crímenes de ficción poseería unas dotes infalibles para resolver crímenes reales. Pero muchas otras cartas estaban dirigidas al mismísimo Sherlock Holmes. Sus remitentes las enviaban al inexistente 221B de Baker Street, y la estafeta de correos de Londres, con su habitual disposición, las reexpedía hacia Undershaw.

Antes de ahogarse en las cataratas de Reichenbach, desde San Francisco hasta Moscú enviaban al detective todo tipo de desafíos extravagantes: intrincados enigmas familiares, rocambolescos acertijos, ecuaciones matemáticas. Pero tras su trágica desaparición, solo cuatro despistados seguían retando su inteligencia, de manera que la gran mayoría de las cartas eran de mujeres que se ofrecían a mantener limpias sus dependencias, de aventureros que se brindaban a organizar expediciones en busca de su cadáver y, en general, de lectores cuyas insólitas ofertas, más que delatar el cariño que profesaban al personaje, revelaban una preocupante falta de cordura. Una vez leída la correspondencia, Doyle y Wood repartían las cartas en dos pilas: las que merecían una respuesta y las que, por delirantes, absurdas o directamente incontestables, solo merecían avivar el fuego de la chimenea.

—Jamás se me habría ocurrido pensar que la vida encerrase tantos misterios —suspiró Doyle tras leer una carta que adjuntaba el plano de un tesoro supuestamente enterrado en la costa sudafricana por la tripulación de un navío naufragado.

—¿Y por eso decidió aportar algunos más? —preguntó Wood, espigando otra carta del montón, que abrió con la rapidez y elegancia de quien ha dispuesto de años para curtirse en tal labor—. Oh, una tal Emily Payne, viuda desde hace solo un par de meses, también se ofrece a limpiar las dependencias de Holmes, aunque añade una novedad interesante: también se brinda a aliviar el dolor de Watson, en caso de que el fiel compañero del detective lo necesite.

—A la pila de la chimenea —gruñó Doyle.

Woodie obedeció, pese a que aquella era la primera carta que recibían que expresaba preocupación por el pobre Watson. Siguieron varios minutos de silencio, rotos únicamente por el rasgueo de sobres.

—Vaya, escucha esto —dijo Doyle tras un breve vistazo—: un tal William Sharp proclama que él es el verdadero Sherlock Holmes y asegura que no habrá de pasar mucho tiempo antes de que sus proezas asombren al mundo.

Wood elevó las cejas en obediente señal de asombro, mientras leía otra misiva.

—Y en esta carta una familia polaca le invita a viajar a su país para resolver la desaparición de un valioso collar.

En ese momento, Cleeve, el mayordomo, que también había vuelto de Sudáfrica sin el regalo de ninguna bala bóer incrustada en el cuerpo, abrió la puerta del despacho para anunciar a Doyle que tenía visita.

—Siento molestarle, señor, pero el escritor H. G. Wells lo espera en la biblioteca.

—Gracias, Cleeve. —Doyle se levantó de la mesa sin disimular el alivio que le producía aquella interrupción—. Discúlpame, Woodie. Estoy seguro de que puedes encargarte del resto tú solo. Y cuando termines de clasificarlas, empieza a responderlas tú mismo. Después de todo, tienes una letra mucho más hermosa y legible que la mía.

—Le agradezco el cumplido, señor —dijo Wood, lamentando todo el tiempo que había invertido en su infancia para lograr aquella esmerada caligrafía—. Pero ¿dónde coloco la carta polaca? Están dispuestos a correr con los gastos del viaje y dejan la recompensa a su libre albedrío. Tendrá que reconocer que es una oferta harto tentadora.

—En la pila destinada a la chimenea, a no ser que quieras ir tú en mi lugar, Woodie —gruñó Doyle.

—¿Y arriesgarme a que en mi ausencia el correo lo sepulte, señor? —repuso Wood—. Nunca me lo perdonaría.

Doyle se dirigió a la biblioteca a grandes zancadas, por lo que Cleeve desistió de seguirlo: ya había corrido demasiado tras él en Sudáfrica, así que se escabulló hacia la cocina para repartir unas cuantas órdenes innecesarias entre las criadas.

Hacía seis meses que Doyle no veía a Wells, desde que el coche de Montgomery Gilmore se despeñara en el páramo. Había sentido tener que marcharse en plena tragedia, pero no podía rechazar la plaza de médico que tanto le había costado conseguir, y tampoco tenía la suficiente amistad con la pareja como para considerarlo siquiera. Al irrumpir en la biblioteca, encontró a Wells sentado en una de las sillas vikingas que había mandado tallar, con el mismo aspecto desvalido de una mosca entre las fauces de una planta carnívora. Al verlo, su amigo se levantó y ambos se fundieron en uno de esos abrazos propios de los hombres, tan perfectamente equilibrados de afecto y virilidad.

—¡Mi querido Arthur, me alegra que hayas regresado entero! —exclamó Wells.

—A mí también, George. Y te aseguro que no ha sido fácil —dijo Doyle, con una sonrisa que sugería toda suerte de aventuras al borde de la muerte.

Con un ademán autoritario fraguado sin duda durante sus días en el ejército, le invitó a sentarse de nuevo en la silla vikinga y acudió a la mesita de bebidas para servir un par de copas de oporto. Lo hizo con tanta rapidez que Wells tuvo la sensación de que había acabado de servirlas antes incluso de haber empezado. Fuera como fuese, enseguida se encontró con una copa en la mano, y a Doyle sentado frente a él, en una silla gemela a la suya.

—Bien, Arthur —comenzó—, supongo que tendrás muchas cosas que contar.

—No te falta razón, amigo mío. La travesía de regreso en el Briton resultó tan entretenida que podría escribir varias novelas sobre ello. Conmigo viajaban el duque de Norfolk y su hermano lord Edward Talbot. ¿Los conoces? Son un par de tipos bastante divertidos. También viajaba un buen puñado de militares famosos, y nos pasamos la travesía intercambiando anécdotas hasta altas horas de la noche. Por desgracia, en cierto momento también se nos unió un periodista llamado Bertram Fletcher Robinson, un auténtico pelmazo que casi logra estropearnos el viaje.

—¡Qué terrible contratiempo! —comentó Wells.

—Cierto, aunque imagino que no tan terrible como el que te ha obligado venir a pedirme desesperadamente ayuda.

Wells lo contempló estupefacto.

—¿Cómo lo has sabido? —acertó a preguntar.

—Elemental, mi querido Wells, elemental. —Doyle sonrió—. Te has presentado en mi casa sin anunciarme tu visita el día antes con un telegrama, como acostumbras a hacer por tu insobornable apego a las etiquetas, y lo has hecho como si vinieras de asistir en un parto: mal afeitado, con ojeras y el traje arrugado. No obstante, la pista fundamental me la ha dado el educado interés con el que has escuchado mis aventuras, que no han sido más que la crónica de una estúpida e intranscendente travesía en barco. El viejo Wells me habría interrumpido diciéndome que ese crucero para jubilados era lo que menos le interesaba, pero tú ni siquiera te has inmutado: has asentido solemnemente a cada frase, lo cual demuestra que no estabas escuchando, sino barruntando la mejor manera de abordarme con tu petición. ¡No hace falta ser Sherlock Holmes para adivinar eso! Hasta mi hijo pequeño se habría dado cuenta. Algo grave te preocupa, mi querido George, y has venido aquí en cuanto supiste que había vuelto de África, porque crees que puedo ayudarte… ¿Acaso me equivoco?

Wells titubeó, y se pasó una mano por la frente.

—¡Tienes razón, demonios! Yo… Bueno, perdona que no te haya escrito para anunciarte mi visita, Arthur, pero…

—Oh, no te disculpes. Soy yo quien debería hacerlo, George. Lamenté mucho haberme ido en… esas circunstancias. Me habría gustado al menos asistir al entierro.

—No te preocupes —Wells sacudió una mano en el aire—, todos lo comprendimos perfectamente.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó con delicadeza el escocés.

Wells lanzó un resoplido, como si quisiera dejar claro al mundo que aquella no era una pregunta fácil de responder.

—Bueno, cuando un miembro de una pareja muere en semejantes circunstancias, el que sobrevive siempre se siente culpable por no haber muerto en su lugar —dijo, como si hubiera comprobado aquella regla numerosas veces a lo largo de su vida.

—Así es —confirmó Doyle, como si también él lo hubiese constatado con frecuencia.

—A pesar de todo, la culpa que embarga a Montgomery no se debe únicamente a que fuera él quien conducía el coche, Arthur. Se debe sobre todo a que Emma murió sin que él pudiera confesarle su secreto —explicó Wells.

—¿Su secreto?

—Sí, un secreto que muy pocas personas en el mundo conocemos. Y que ahora voy a contarte.

Se produjo entonces un tenso silencio de gato al acecho, que Doyle terminó rompiendo:

—¡Espera, George! Sea cual sea ese secreto, no creo que sea ético que me lo cuentes. Yo apenas lo conozco y…

—Tienes que saberlo, Arthur. Porque, como has dicho antes, necesito tu ayuda. Y solo si conoces toda la historia podrás ayudarme.

—De acuerdo, George. Como tú digas —convino Doyle, un tanto desconcertado.

—Bien, escucha: Montgomery Gilmore es un nombre falso; el auténtico es…

Wells calló antes de terminar la frase, pero no con la intención de realizar una pausa dramática, sino sencillamente porque tenía dudas: desvelarle al escocés la verdadera identidad de Murray quizá tan solo sirviera para empeorar las cosas. De repente, el plan que había tramado durante las últimas semanas se le antojó quimérico y descabellado. Pero era el único plan que tenía.

—¿Sí…? —dijo Doyle, expectante.

—Su nombre auténtico es Gilliam Murray —reveló al fin Wells—, más conocido como el Dueño del Tiempo.

Doyle lo contempló lleno de perplejidad.

—Pero… el Dueño del Tiempo murió —acertó a balbucear.

—No, Arthur, no murió. Fingió su propia muerte y empezó una nueva vida en Nueva York bajo el nombre de Montgomery Gilmore.

—¡Santo Dios! —exclamó Doyle. Guardó silencio, tratando de digerir la revelación, mientras Wells esperaba a que volviera a hablar, no sin cierta inquietud—. Ahora que lo dices, George, lo cierto es que Murray siempre me había recordado a alguien. ¡Demonios, soy el padre del detective más famoso del mundo y no se me ocurrió imaginar que…!

—¿Cómo ibas a sospecharlo? —se apresuró a tranquilizarlo Wells.

—Gilmore es Murray… Gilmore es Murray —repitió el escocés, sin salir de su asombro—. ¿Sabías que yo escribí varias cartas en su defensa, George?

Wells asintió en silencio, para que el escocés se recuperara poco a poco de la sorpresa.

—Pero… ¿por qué fingió su muerte? —preguntó Doyle unos segundos después.

Wells comprendió que su amigo había vencido el estupor inicial, pues su mente empezaba a plantearse las preguntas pertinentes. Sin embargo, no estaba seguro de que Doyle fuera a tragarse la única respuesta que podía darle.

—Porque el agujero al año 2000 se cerró bruscamente de buenas a primeras, sin que nadie supiera por qué —contestó con voz tranquila, fingiendo creer en lo que estaba diciendo—, y Murray sospechó que la gente no se contentaría con aquella explicación. Temía que la consideraran una argucia suya para dejar de compartir su descubrimiento con el mundo, así que decidió que lo mejor era… en fin… fingir que un dragón de la cuarta dimensión lo había devorado.

Doyle lo miró en silencio durante casi un minuto, sopesando la respuesta, mientras Wells sentía cómo se le aceleraba el corazón.

—Continúa —dijo al fin, con el tono resignado de quien sabe que le están mintiendo aunque comprende que no tiene derecho a preguntar más.

—El caso es que conoció a Emma siendo Montgomery Gilmore —prosiguió Wells, apresurándose a cambiar de tema—. Y, de hecho, ha pasado estos dos años tratando de decidir si confesarle o no su verdadera identidad. La última vez que hablamos de ello fue el mismo día del accidente, en Brook Manor. Monty me dijo que había resuelto no hacerlo, pero yo… eh… le convencí de lo contrario. —Se encogió de hombros, con una mueca de preocupación en los labios—. Y parece ser que lo intentó durante el viaje en coche. Fueron sus nervios los que provocaron el accidente, así que, en parte, yo también me siento responsable de la muerte de Emma. Para serte sincero, casi me siento el único responsable de ello —confesó con la voz estrangulada.

—Entiendo. —Doyle suspiró, asombrado ante aquella carambola de culpas que había golpeado a todos.

Con la voz cada vez más agrietada por la pena, Wells contó a su amigo lo que había sucedido durante los seis meses que Doyle había estado fuera. Al principio, Murray se había mostrado anonadado, incapaz de reaccionar, como si inconscientemente hubiese concluido que si no aceptaba el fallecimiento de su amada, esta no habría fallecido. Pero la aceptación se impuso, y con ella llegó el dolor, un dolor candente que trataba de arrancarse de su interior mediante un llanto desconsolado y casi inhumano. Se sucedieron entonces varias semanas en las que Murray quedó reducido a una criatura abatida a la que le dolía estar en el mundo, como si alguien hubiese forrado de espinos cada cosa que lo rodeaba. Luego, cuando el llanto vació al fin su cuerpo, la ira acudió a llenarlo, una ira proyectada contra la Tierra, el universo e incluso el mismo Dios en el que no creía, que habían conspirado a espaldas de su felicidad en un contubernio cósmico para arrebatarle a Emma. Pero también el tiempo de la rabia ciega terminó, dando paso a la estación de las promesas exaltadas lanzadas al aire, del delirio filosófico y la poesía macabra. Con una copa en la mano y derrengado en un sillón, Murray proponía tratos a la Muerte: quemaría en una pira cuanto hubiera de valioso del mundo si a cambio le devolvía a su amada. O divagaba sobre la precariedad de todo y sobre lo absurdo que le resultaba aceptar que la ausencia de Emma fuera definitiva e irrevocable, que hubiese abandonado el mundo de los vivos cuando sabía que todavía se encontraba en él, enterrada en el cementerio de Highgate, a apenas unas horas en carruaje, su belleza marchitándose con sigilo de rosa en la oscuridad del ataúd. Y finalmente se apoderó de él la culpa. La culpa por no haber sabido velarla, la culpa por no haberla amado aún más de lo que la había amado, y, sobre todo, la culpa por no haberle confesado su verdadera identidad. A causa del miedo que le había impedido hacerlo, ahora le quedaba en las manos un puñado de recuerdos envenenados, pues su historia de amor no había sido más que una gran mentira. Y Wells, que también se sabía culpable de lo ocurrido aunque el millonario jamás se lo hubiera echado en cara, comprendió, con un escalofrío, que aquella última etapa era el preámbulo del suicidio. Murray no tardó en confirmárselo, diciéndole que tras haber sufrido todo lo estipulado, solo le restaba decidir el modo de quitarse la vida. Estaba dispuesto a hacerlo, lo quisiera Wells o no. Era incapaz de continuar viviendo tras comprender que había traicionado a la persona que más quería, y que jamás podría pedirle perdón.

—Intenté disuadirlo, Arthur, te aseguro que lo intenté. Usé todos los argumentos que se me ocurrieron. Pero resultó inútil. Le convencí para que le confesara su secreto a Emma, pero no puedo convencerlo para que continúe viviendo, tal vez porque mis argumentos ya no tienen ningún valor para él —se lamentó Wells—. Así que Murray va a quitarse la vida en cualquier momento. Durante estos últimos meses, Jane y yo lo hemos tenido vigilado día y noche, pero no podemos seguir así siempre, Arthur. Estamos exhaustos. Tarde o temprano cometeremos un descuido, y entonces Murray cumplirá su palabra. No sé cuándo ocurrirá, quizá mañana o pasado mañana, pero te aseguro que lo hará. A menos que alguien logre convencerlo de lo contrario.

—Pero ¿quién? —inquirió Doyle—. Si tú, su mejor amigo, no lo has conseguido, ¿quién podría hacerlo?

Entonces Wells forjó una sonrisa que Doyle juzgó un tanto desquiciada.

—Emma —respondió—. Emma podría.

—¿Emma? Pero Emma está… —No tuvo valor para acabar la frase, como si temiera que eso la matara doblemente.

Wells la terminó por él:

—Muerta. Sí, Arthur, Emma está muerta. Muerta y enterrada. Pero es la única capaz de convencerlo. Murray necesita acabar la conversación que empezaron en el coche. Necesita contarle quién es y obtener su perdón. Y hay un modo de hablar con un muerto, ¿no?

Doyle alzó las cejas.

—¿Quieres decir…?

Wells miró a Doyle a los ojos, intentando transmitirle la importancia de lo que estaba a punto de pedirle:

—Una sesión de espiritismo, sí. Es preciso que Emma contacte con Murray. Debe perdonarle desde el más allá lo que Murray no pudo confesarle en vida. Y para eso, Arthur, necesito tu ayuda.

Hasta aquel momento, Wood había leído una docena de cartas más, y durante los veinte minutos siguientes continuó lidiando desganadamente con el correo de su jefe, hasta que Cleeve lo interrumpió entrando en el despacho.

—Alfred, el señor quiere que acudas a la biblioteca.

—¿Te ha dicho qué quería? —preguntó el secretario con cierta inquietud.

—No, pero sigue con el señor Wells. Y ambos parecen muy… excitados. Cuando le he visto en ese estado me he temido lo peor… pero por suerte solo quería mandarme a buscarte.

—Oh, no… —Wood palideció con la misma discreción con la que existía en el mundo—. Dime, Cleeve, ¿la tiene?

El mayordomo suspiró con desazón.

—Me temo que sí, Alfred: tiene la mirada.

El suspiro de desazón del secretario relegó al mayordomo a la condición de simple aprendiz en el arte de exteriorizar las pesadumbres interiores. Al igual que Cleeve, no había nada en el mundo que Woods temiera más que su jefe lo reclamara con la mirada en los ojos. Aquello podía significar muchas cosas, pero ninguna agradable: una invitación a pasar unos meses en el frente, unas clases de vuelo en globo, o cualquier descabellado plan para luchar contra alguna injusticia que probablemente implicaría un difícil equilibrio entre el ridículo y la ilegalidad. ¿De qué se trataría esta vez? Tras intercambiar con Cleeve una mirada de condolencia, Wood caminó hacia la biblioteca con presteza, mientras se estiraba su impecable chaqueta, se pasaba las manos por su impecable peinado y ensayaba la impecable expresión de flemática indiferencia con la que solía acoger las peticiones más extravagantes de su jefe. Sin embargo, en su interior distaba mucho de reinar la calma. Y tal vez por eso, cuando llegó a la puerta de la biblioteca, Wood permaneció unos segundos más de lo correcto con el puño en alto, antes de anunciarse con unos ligeros golpecitos. Desde el interior le llegaban con total nitidez las voces de los dos escritores, que conversaban con visible entusiasmo:

—¡Aceptará porque está desesperado! —estaba diciendo Wells—. Y más si eres tú quien se lo propone, Arthur. Vi la expresión que puso cuando le hablaste del espiritismo la tarde en la que os presenté. Muy pocos logran cerrarle la bocaza, te lo aseguro, pero tú lo conseguiste, aunque solo fuera por un instante… Además, no tiene nada que perder…

—¡Claro que no tiene nada que perder, George! ¡Y sí mucho que ganar! —bramó Doyle—. Hablar con el ser amado por última vez… ¿Quién en su sano juicio no querría intentarlo? Aceptará, claro que lo hará. Sobre todo cuando le diga que he encontrado un médium auténtico oculto en una de las más desconocidas tribus de Sudáfrica, un médium con unos poderes indiscutibles, desconocido para el mundo entero, esperando a ser descubierto.

—Un médium auténtico… «Bastaría con encontrar un médium auténtico, solo uno.» ¡Tal y como dijiste aquel día! «Entonces ya no importaría que hubiera cientos, miles de médiums falsos.» —repitió Wells, entusiasmado.

—¡Es cierto! Aquella conversación… ¡Ha sido el destino, sin duda! —convino Doyle con idéntico entusiasmo—. Y así lo verá Murray.

—¡Ahora solo tenemos que traer a ese médium a Inglaterra lo más rápido posible! —Un alegre tintineo le indicó al secretario que los escritores acababan de entrechocar sus copas—. Por cierto, ¿dónde demonios está tu secretario?

Tras la puerta, Wood dio un respingo. ¿Qué pretendían aquel par de locos? ¿Enviarle a Sudáfrica en busca de aquel médium? Pues estaban muy equivocados si creían que… El vozarrón de Doyle interrumpió sus pensamientos:

—¡Wood, deja de escuchar tras la puerta y entra de una maldita vez!

—¿Cómo demonios ha sabido que…? —comenzó a murmurar el secretario, pero dejó la pregunta inacabada para dibujar su sonrisa más servil mientras abría la puerta.

—Disculpe, señor, pero he oído gritos y pensé que… eh… no era buen momento para interrumpirles.

—¿Qué tontería es esa? ¡Si he sido yo quien te he mandado llamar! —le cortó Doyle—. Woodie, necesito de tus servicios.

—Sí, señor… —dijo el secretario, preparándose para lo peor.

—No pongas esa cara, mi querido Woodie, te aseguro que no voy a pedirte nada complicado. Al menos nada para lo que no estés de sobra preparado.

Doyle guardó silencio durante unos instantes, sin dejarse engañar por la expresión de tibio interés que había compuesto su secretario, gozando en dilatar la temerosa expectación que sin duda se escondía tras ella.

—Creo que una vez más voy a requerir de tu maravillosa caligrafía —dijo sonriendo ante el desconcierto de su empleado. Sí, nada le gustaba más en el mundo que explorar los límites de la educada actitud de Woodie—. Necesito que escribas unas líneas.