Capítulo 16

Cuando la puerta se cerró pesadamente a sus espaldas, las paredes del inmenso vestíbulo acunaron el eco del portazo durante varios minutos, y el pequeño grupo que había osado perturbar la soledad de aquel lugar se arracimó aún más. Todos miraron con inquietud a su alrededor, impresionados por la tristeza de mil inviernos que teñía aquellos muros asfixiados de armas y blasones. Murray, quien por haber organizado aquella expedición a lo más hondo de las tinieblas se sentía también responsable del estado de ánimo de sus miembros, se decidió a romper el silencio:

—Aquí, aquí y aquí instalaré un puñado de bombillas eléctricas Edison —dijo con resolución, señalando al azar algunos puntos de la oscuridad—. También tiraré todos esos escudos y armas, y colocaré hermosos cuadros…

—¿Tirar esas armas? —Doyle se escandalizó—. Eso sería una locura, Gilmore. Se trata de una colección digna de un caballero medieval. ¡Mire esta maza, por ejemplo! —Señaló un palo rematado por una enorme bola erizada de púas, medio devorada por la herrumbre, que colgaba de una de las paredes—. Es un arma ideada para el combate cuerpo a cuerpo, tan noble como la espada, aunque evidentemente requiere menos habilidad y más fuerza bruta. ¿Y qué me dice de esta ballesta? Yo diría que es del siglo XIX. —Se refería a un artilugio de madera, posado sobre el muro como una libélula monstruosa—. Aunque la verdad es que las ballestas siempre me han parecido armas despreciables, capaces de permitir que cualquier plebeyo mate desde la distancia a un caballero instruido en el arte de la guerra. Con ella no demuestras tu hombría, sino solo tu puntería. Por no mencionar que es tan complicado cargarlas que en las guerras el ballestero necesitaba a su lado un escudero para que le protegiera mientras recargaba el maldito chisme.

Acto seguido, el escocés empezó una demostración práctica de cómo se cargaba aquel trasto, acompañando la lección con las correspondientes explicaciones. Murray le interrumpió antes de que todos empezaran a bostezar:

—Celebro que encuentre tan interesantes todas estas armas, Doyle. Sin embargo, para mí no hacen sino ilustrar la inventiva del hombre para matar a sus semejantes, y en cuanto pueda me desharé de ellas —repuso, fingiendo unos escrúpulos que no tenía, o al menos nunca había tenido en su otra vida, pensó Wells, donde sin duda habría manejado armas con soltura—. En su lugar colgaré unos cuantos cuadros de Leighton. ¿Qué te parece, Emma?

Tomó a su prometida del brazo y, sin ofrecerle al escocés la oportunidad de responderle, emprendió el recorrido por su recién adquirida propiedad, mientras parloteaba sobre las múltiples reformas que tenía pensadas. A los demás no les quedó más opción que seguir a la pareja.

Del vestíbulo pasaron a un gran salón que se les antojó algo más acogedor gracias a la majestuosa chimenea que bostezaba en una esquina y a los amplios ventanales de vidrios coloreados que, aunque aquel día destilaban una luz melancólica y grisácea, prometían arcoíris los días de sol, si es que los había allí. Sin embargo, las vigas de roble del techo, ennegrecidas por el humo, recordaban demasiado el oscuro cielo que se cernía sobre el páramo, y de las paredes colgaban docenas de cabezas de ciervo que parecían vigilar el paso del grupo con sus vidriosos ojos manchados de muerte. Del salón accedieron a un vasto comedor, que no supuso ninguna mejora respecto a la lúgubre atmósfera que se remansaba en toda la casa como agua sucia en una bañera; todo lo contrario: era un lugar sin ventanas donde se amontonaban las tinieblas, y despedía un fuerte olor a moho y desesperanza. Cuando Murray encendió una de las pocas lámparas que había allí y la colocó sobre la larga mesa del centro, esta apenas derramó un roñoso goterón de luz sobre la polvorienta madera. Aun así, resultó suficiente para distinguir, a través de la maleza de sombras que les rodeaba, un corro de pálidos espectros acechándoles. Tras el susto inicial, Murray levantó la lámpara y se acercó a una de las paredes. Un suspiro de alivio recorrió al grupo cuando comprobaron que aquellos rostros fantasmales pertenecían a una hilera de retratos, probablemente los antepasados de los Cabell. Si uno los miraba de izquierda a derecha, aquellos caballeros, con sus miradas severas o estoicas, sustituían la casaca por la levita isabelina, y esta por los sobrios pañuelos de los dandis de la Regencia, ilustrando el paso del tiempo de una manera más amena de lo que podrían hacerlo los anillos de un árbol. Aparte de la docena de retratos, en la pared había una segunda puerta que se abría justo enfrente de la que habían usado para entrar, algunos sables cruzados sobre escudos moteados de óxido, un par de tapices desteñidos que mostraban enrevesados dramas mitológicos y un gigantesco espejo que encerraba toda la habitación en una barroca filigrana de oro.

—Cielos… —murmuró Doyle señalando hacia los retratos—. Creo que sería incapaz de cenar tranquilo en semejante compañía.

Ignorando el comentario del escocés, Murray comenzó a rodear la mesa mientras se frotaba las manos con entusiasmo.

—¿Te imaginas, Emma, lo hermosa que quedará esta habitación cuando… —miró a su alrededor, intentando imaginar qué clase de reforma sería precisa para dotarla milagrosamente de hermosura—, cuando la cambiemos por completo?

—Pues a mí me parece encantadora tal y como está, Monty —replicó Emma riendo—. ¿Por qué cambiar nada? Es perfecta… Si no consigues vender la casa, podríamos usarla para organizar veladas. Invitaríamos a todos aquellos que no soportamos, les obligaríamos a permanecer en este comedor durante largas e interminables cenas, y por las noches, mientras durmieran, arrastraríamos cadenas por los pasillos y aullaríamos pavorosamente. De esa manera nos aseguraríamos de que nunca más aceptaran ninguna invitación nuestra, y nosotros tampoco tendríamos que aceptar las suyas, en el caso de que después de una experiencia así siguieran enviándonoslas.

—Oh, es una idea brillante, querida —observó Murray, maravillado.

—La verdad es que no estaría mal disponer de un lugar para tal fin —convino Wells, a quien se le ocurrían decenas de personas a las que invitar a tales cenas.

—Entonces quizá no haga ninguna reforma, ni la venda —añadió Murray de buen humor—. Bien mirado, a esta mansión se le pueden dar innumerables usos tal y como está. Incluso… —sonrió con malicia— podríamos alquilarla para realizar sesiones de espiritismo.

—Monty, no empieces otra vez con… —empezó a decir Emma, poniéndose repentinamente seria.

—Pero querida, ¡fíjate qué atmósfera! —la interrumpió Murray, señalando a su alrededor con gesto de fingida admiración—. Me imagino que esto es lo que el señor Doyle llamó… ¿Cómo era? ¿«Atmósferas propicias para la sugestión»?

Doyle se limitó a mirarle con gesto torvo.

—¡Oh, sí! —Murray abrió los brazos, como si quisiera amasar toda aquella oscuridad con sus manazas—. Creo que acabo de encontrar otro gran negocio. Cualquier médium pagaría gustoso lo que le pidiéramos para celebrar aquí sus sesiones. Con una atmósfera tan propicia como esta, casi no haría falta que realizaran ninguno de sus habituales trucos…

—Monty, ya basta —le regañó Emma—. Arthur, le ruego que nos disculpe otra vez. En ningún momento hemos pretendido ofenderle burlándonos de sus creencias, solo estábamos bromeando. —Miró con severidad a Murray—. ¿No es cierto, querido?

—Claro, tan solo era una inocente broma, Doyle —confirmó el millonario encogiéndose de hombros.

—Le agradezco su preocupación, señorita Harlow —dijo el escocés, ignorando a Murray para dirigirse a su prometida con dolido orgullo—. Como ya les dije cuando nos conocimos, sé valorar una buena broma.

—Oh, estoy segura de que sabe —respondió la muchacha, sin aclarar tampoco si el comentario de Murray merecía aquel rango—. Aunque, hablando de atmósferas lúgubres, hay que reconocer que la de esta casa resulta sin duda inquietante.

—Pues yo no estoy en absoluto inquieto —intervino Murray.

—Vamos, Monty —dijo Wells, rogando para que Murray y Doyle no se enzarzaran en otra desagradable discusión—, debes reconocer que este lugar provoca escalofríos.

—Obviamente, este sitio está infectado de energías que no comprendemos —sentenció Doyle con aires de entendido, paseando lentamente la mirada por la habitación—. Todos las percibimos, aunque algunos no se atrevan a reconocerlo.

—¿Quién no se atreve a reconocerlo? —preguntó Murray.

—Tú, querido —respondió Emma—. Elemental.

—¿Ah, sí? ¿Y qué se supone que he de percibir, que las almas de esta simpática troupe están ahora mismo aquí, vigilándonos para que no nos burlemos de sus bigotes? —se defendió Murray, señalando los cuadros.

—Yo no he dicho eso, querido —respondió Emma sin perder la calma—. Pero al igual que Arthur, también creo que hay algo en esta casa que nuestros sentidos perciben y no saben descifrar. Tal vez no sean las almas de los difuntos, o al menos la idea que tenemos de las almas. Pero quizá todo lo que estas personas han vivido —señaló los retratos que colgaban a lo largo de las paredes mientras giraba lentamente sobre sí misma—, todo lo que han sufrido y amado, les haya sobrevivido de algún modo… —Se acercó a la mesa y acarició distraída el respaldo de una de las sillas mientras continuaba hablando con aire soñador—. Imaginen las incontables escenas que han sucedido en este comedor: las cenas, los dramas familiares, los anuncios de guerras, las noticias felices… Quizá todo eso siga aquí, sucediendo eternamente, vibrando de alguna forma en el aire, aunque ya no seamos capaces de verlo ni de oírlo porque nuestras mentes perciben solo el presente… Puede que existan algunos lugares, como este, que se comporten como los remansos de un río, donde el flujo del tiempo se estanque y las vivencias se superpongan a lo largo de los siglos, formando un único e intrincado presente, y esa… sedimentación existencial, por llamarla de alguna forma, sea lo que ahora percibimos. George, tal vez el escalofrío que has sufrido se deba a que en ese instante has sido atravesado por un mayordomo que portaba una bandeja con copas. —Wells la miró sobresaltado y dio un discreto pasito hacia un lado—. Y tú, Jane, quizá ahora mismo te encuentras en medio del cruce de miradas de dos rivales que se batirán en duelo al amanecer. Y en esta silla sobre la que yo me apoyo, tal vez esté sentado un enamorado que acaricia el pie de su amada por debajo de la mesa, mientras ella dibuja las iniciales de ambos con el dedo sobre el mantel.

Mientras hablaba, Emma escribió una «M» y una «E» sobre el polvo con su delgado índice. Luego contempló las dos letras con una sonrisa pensativa —quizá preguntándose si al cabo de cien años, cuando aquellas letras hubieran desaparecido, y ella también, algún visitante la percibiría en aquel gesto—, hasta que advirtió que todos aguardaban en silencio. Levantó la mirada mientras un adorable rubor teñía sus mejillas.

—Oh, les ruego que me perdonen por estas absurdas divagaciones. He nacido en una nación joven cuyas piedras carecen de memoria, por lo que los lugares como este me parecen llenos de magia…

—No te disculpes, querida —dijo Jane—. Ha sido una exposición realmente hermosa.

Todos lo corroboraron, excepto Murray, que se limitó a mirarla con adoración.

—Y no solo eso —intervino Doyle con entusiasmo—. Ha sido una bonita manera de expresar lo que yo siempre he dicho: que algo de nosotros ha de sobrevivir a la muerte de nuestros cuerpos. ¿Y por qué no? Tal vez la muerte no consista más que en la repetición de nuestras existencias en un plano superior, una especie de hipercubo de Hinton donde vivimos todos los instantes de nuestra existencia al mismo tiempo… Al fin y al cabo, los médiums nos han transmitido numerosos testimonios de espíritus que describen el más allá como copias exactas de sus antiguas vidas.

—Creo que no ha comprendido ni una sola palabra de lo que mi prometida ha dicho, Doyle —dijo Murray.

—Por supuesto que sí —repuso indignado el escocés—. Únicamente digo que hay muchas formas de expresar un mismo concepto. Algo perdura más allá de nosotros, de nuestra voluntad, de nuestra percepción del tiempo y del espacio, o lo que es lo mismo, de nuestra muerte. Aunque nuestros cuerpos desaparezcan, algo de nosotros sigue existiendo para siempre. Y estoy totalmente de acuerdo con usted, Emma, en que debe de haber lugares, y por supuesto también personas, que son capaces de canalizar toda esa energía. Tal vez esta casa sea uno de esos lugares, pues es indudable que ahora mismo todos estamos sintiendo algo. Usted lo siente, Emma, y George y yo lo sentimos. Y tú también, Jean, ¿no es cierto?

La joven asintió con una mueca que reflejaba su desasosiego.

—Será la humedad —dijo Murray, mientras arrugaba la nariz y dirigía la mirada al techo.

—Oh, Monty, eres incorregible —se desesperó Emma—. Te prometo que si muero antes que tú, vendré a atormentarte cada maldita noche.

—Pues tendrás que buscar algún canal adecuado —le recordó su prometido con una sonrisa.

—Bueno —repuso ella—, con toda tu fortuna, doy por supuesto que contratarías al mejor de los médiums.

—No te quepa la menor duda, querida.

Los ojos de ella brillaron divertidos.

—Pero quiero que la sesión se celebre aquí —exigió Emma, dando una patadita en el suelo—. ¡Si fuera un espíritu, este sería el único lugar donde podría aparecerme! ¡Es tan adorablemente siniestro!

—Como siempre, querida, haces gala de un gusto exquisito para…

Temiendo que la pareja se embarcara en una de esas conversaciones que provocaban vergüenza ajena, Jane se apresuró a interrumpirles preguntándole a Murray si lo de la humedad era cierto.

—Me temo que sí, querida —respondió el millonario—. Hemos encontrado graves problemas de humedad por toda la casa, algunos suelos están casi podridos, pero nada que no se pueda arreglar.

Tras decir aquello, con una señal de la mano invitó al grupo a seguirlo hacia la segunda de las puertas. Lanzando un suspiro, Wells se sumó a los demás, pero una enorme telaraña que colgaba del techo se le enredó en el cabello, obligándole a sacudírsela con ademanes nerviosos. Temiendo que el animalillo que había tejido aquella colosal red tuviera un tamaño proporcional a su hazaña arquitectónica y estuviera en aquel instante correteando por su espalda, se acercó al espejo de la pared y, mediante arriesgadas contorsiones, se entregó al escrupuloso escrutinio de su persona. Fue entonces cuando algo que vio reflejado en el vidrio le hizo detenerse. Reproducido en el espejo se veía la imagen del grupo saliendo del comedor, pero no por la puerta por la que lo estaba haciendo en la realidad, sino por la que habían entrado varios minutos antes y que se encontraba justo enfrente. Wells se volvió y su estupefacción no hizo sino aumentar. Allí seguían todos, atravesando la segunda puerta, con Murray a la cabeza parloteando sobre los distintos tratamientos que existían contra la humedad, seguido de Emma y Jane, que parecían escucharlo con atención, y detrás de ellos, Jean y Doyle, quien en ese momento desovaba en el oído de la mujer un comentario que le arrancaba una suave risita. Wells volvió a mirar el espejo, y sintió cómo el corazón se le encasquillaba. Allí también estaba el grupo, fielmente reflejado, pero cruzando la puerta equivocada. Sin poder dar crédito a lo que veía, giró la cabeza una y otra vez, contemplando cómo en cada mundo, el real y el reflejado, sus amigos abandonaban el comedor por una puerta distinta.

Cuando todos hubieron salido, Wells permaneció mudo ante el espejo, que ahora mostraba una habitación vacía en la que solo había un hombre aterrorizado. Se dio la vuelta y, a pesar de que las voces de sus amigos le llegaban con claridad desde la puerta por la que acababan de salir en el mundo real, corrió hacia la que habían traspasado en el espejo. Como era de esperar, el salón de la gran chimenea estaba vacío. Durante unos segundos, Wells se limitó a observar tontamente las cabezas de ciervo que colgaban de las paredes, mirándose unas a otras con la expresión alelada de las visitas que ya han agotado todos los temas de conversación. Luego corrió a la otra puerta, que daba al inmenso vestíbulo, y allí descubrió al grupo, subiendo a la planta superior por las espectaculares escaleras de mármol que había al fondo. Wells abrió la boca para llamarles, pero la volvió a cerrar de inmediato. ¿Qué demonios iba a decirles?

Corrió de nuevo al espejo. Intentando pensar con lógica, se dijo que debía de haber sido víctima de algún extraño efecto óptico provocado por su posición, o por alguna cualidad deformante del cristal. Durante varios minutos estudió desde todos los ángulos posibles la luna y el marco dorado que la cercaba. Incluso tiró ligeramente del espejo para separarlo del muro y examinarlo por detrás, sin encontrar tras él otra cosa que el propio muro. Volvió a situarse delante del azogue y escudriñó el comedor vacío que reproducía el cristal, en apariencia idéntico al real: los mismos retratos colgados de las paredes, las mismas espadas cruzadas, la misma lámpara derramando su tembloroso charco de luz sobre la polvorienta mesa… ¡La polvorienta mesa…! Wells contuvo la respiración. Apoyó sus manos en el cristal y se acercó a él con los ojos entornados, hasta que la punta de su nariz casi lo tocó.

En el lugar exacto donde Emma había escrito las dos iniciales, el polvo reflejado de la mesa reflejada estaba intacto. Wells miró por encima de un hombro, y a pesar de la penumbra, pudo verlas: allí estaban, iluminadas por la luz de la lámpara, una «M» y una «E», esbozadas en la gruesa capa del polvo real. Claro, ¿por qué no iban a estar allí? En la habitación no había nadie más que él, y las letras no podían borrarse solas. Wells volvió a mirar el cristal, y comprobó de nuevo que el espejo no las reflejaba. Empezó a marearse. ¿Seguiría tratándose de un efecto óptico que no alcanzaba a comprender? Golpeó un par de veces la fría superficie con las palmas abiertas, suavemente, como si solo quisiera constatar que existía, que poseía la consistencia de los objetos reales, que no era el fruto de una alucinación. Y entonces reparó en que su reflejo carecía de la pequeña cicatriz de la barbilla que tanto le acomplejaba. Mientras se observaba lleno de estupefacción, sintió cómo el terror más absoluto reptaba por su columna y se le escurría por la base del cráneo como una serpiente voraz, dispuesta a alimentarse de su cordura. Porque ya no había explicación posible para aquel disparate, excepto la locura. Sus dedos palparon la conocida textura rugosa de la cicatriz, mientras su reflejo acariciaba la piel intacta con la misma expresión de terror que él debía de tener.

Wells trastabilló hacia atrás, y su reflejo lo imitó, ambos cubriéndose la barbilla con la mano. Y entonces, cuando estaba a punto de empezar a gritar, la luz de la habitación cambió. Wells miró a su alrededor, desorientado, intentando discernir la naturaleza de aquel cambio, pues no se trataba de que hubiera más o menos luz, sino de una sutil variación en la calidad de la misma que hacía que todo pareciera de repente menos aterrador. Volvió a acercarse al espejo aguantando la respiración, y el Wells que vivía en el espejo le contempló con la misma expectación, los mismos ojos desencajados, la misma tensión en el cuerpo… y la misma cicatriz en la barbilla.

El escritor exhaló el aire retenido mientras una creciente paz le aflojaba el cuerpo. Luego descubrió en el espejo las letras que Emma había escrito en el polvo, y le entraron ganas de reír, pero se contuvo por temor a sucumbir a una risa histérica. La sensación de normalidad era tan abrumadora que se sintió algo ridículo por el terror que había mostrado ante un inofensivo efecto lumínico. ¿Cómo era posible que la atmósfera de aquel lugar hubiera llegado a sugestionarle hasta tal punto? Permaneció un largo instante ante el espejo, mirando su rostro desde todos los ángulos posibles, pero la alucinación no volvió a repetirse. Al rato comprendió que no podía permanecer allí eternamente, viendo envejecer a su reflejo, y decidió buscar a sus amigos.

Salió al gran hall por la misma puerta que los otros habían usado, intentando tranquilizarse sobre lo que acababa de ver, y subió la escalinata de mármol que conducía a la planta superior hasta alcanzar una especie de galería que, como una balconada interior, se asomaba al vestíbulo desde ambos lados de la escalera. Frente a ella había una gran cristalera que enmarcaba un cielo de lana sucia, y de cada lado partían dos largos corredores. Sin saber cuál tomar, Wells aguzó el oído en busca de alguna voz que le indicara dónde se hallaba el grupo, pero lo envolvía un silencio denso, tan solo punteado por los ocasionales crujidos con que la madera anunciaba su senectud. Decidió entonces acercarse al ventanal, por si algo allí afuera pudiera orientarlo.

La cristalera ofrecía una majestuosa vista del páramo, que rumiaba su melancolía bajo una luz cenicienta. A lo lejos, tras una franja de rocas y brezales, se adivinaba la ciénaga en la que Wells había oído que se habían hundido varios desdichados ponis, y más allá aún, espolvoreados sobre las ondulantes colinas, se distinguían algunos menhires, chozas de piedra y otras reliquias de los antiguos bretones. Al mirar hacia abajo, comprobó que se hallaba encima de la rotonda donde habían estacionado los coches, y observó la lúgubre avenida por la que habían llegado, custodiada por la doble hilera de árboles cuyas copas el viento continuaba manoseando con lascivia. Levantó la vista, y sobre la cima dentada de un risco, recortada contra el cielo como si fuese una estatua sobre un pedestal, distinguió una figura oscura y siniestra. Se trataba de un hombre de gran estatura que, apoyado en un bastón —o tal vez fuese un fusil, estaba demasiado lejos para discernirlo—, parecía vigilar el páramo como si este, y cualquier alma que se atreviera a internarse en él, le pertenecieran. Estaba embozado en una larguísima capa que el viento hacía ondear a su espalda, de modo que su cuerpo parecía estar dotado de alas gigantescas, y se cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha. Todo en ella le resultaba tan familiar, que Wells no pudo más que observarla atónito, hasta que lo distrajo una curiosa escena que estaba sucediendo bajo la ventana.

El cochero de Murray se encontraba en la rotonda, y su comportamiento resultaba aún más extraño e inquietante de lo habitual: acuclillado detrás del carruaje del millonario y asomando la cabeza, parecía acechar al vigilante del páramo, al tiempo que intentaba esconderse de él. Estupefacto, Wells observó cómo el anciano, tras varias miradas nerviosas y encorvando al máximo su ya vencida espalda, se dirigía hacia el Mercedes, se escondía tras él y volvía a realizar el mismo ritual. Le entraron ganas de abrir la ventana y preguntarle a gritos qué demonios estaba haciendo, solo por el morboso placer de poner a prueba su corazón, pero en ese instante una manaza cayó bruscamente sobre su hombro, como si quisiera comprobar el aguante del suyo.

—¡George! ¿Dónde demonios te habías metido?

Wells, con la mano en el pecho y súbitamente pálido, se volvió para encarar a Murray.

—Dios mío, Monty, ¿pretendes matarme de un susto?

—¿Estás de broma? ¡El susto nos lo hemos llevado nosotros al descubrir que habías desaparecido!

—Pues habéis tardado bastante… —rezongó el escritor.

—¡Pero si llevo un buen rato buscándote por toda la casa! Doyle estaba convencido de que una fuerza maléfica te había retenido en algún lugar, así que me envió a buscarte mientras él se quedaba protegiendo a las damas en la galería norte. Dios santo, ha conseguido poner nerviosa incluso a Emma. Pero ¿se puede saber dónde estabas?

—Yo, bueno… —Wells dudó si contarle el episodio del espejo, a riesgo de quedar como un loco o un estúpido, o dejarlo correr—. ¿Dónde iba a estar? —resolvió preguntar—. Aquí, observando a tu cochero. Monty, te lo he dicho muchas veces: hay algo muy extraño en el comportamiento de ese anciano. Y aquí tienes otro ejemplo. —Señaló la ventana—. Compruébalo tú mismo. En mi opinión, u oculta algo o está rematadamente loco.

Murray echó una ojeada al exterior.

—Yo no veo nada, George.

—¿Qué? —Wells lo imitó. El cochero había desaparecido, la rotonda volvía a estar desierta, y más allá, sobre el peñasco, tampoco se distinguía a nadie—. Bueno, pues estaba ahí abajo —farfulló indignado—, y parecía esconderse de una extraña figura que había sobre un risco del páramo. Una figura embozada en…

—¡Sí, todos la hemos visto! —le interrumpió Murray—. Doyle dijo que probablemente era uno de los guardias de Princetown. Por lo visto, cuando algún prisionero se escapa, es habitual verlos vigilando los caminos y las estaciones.

—Pues tu cochero no parece llevarse muy bien con los guardias de prisiones. ¿No te parece extraño eso?

Murray rió.

—¿Sospechas que es un fugitivo? Pobre hombre… ¡Pero si tiene más de ochenta años, George! Desde luego, cuando alguien te causa una mala impresión eres inmisericorde. ¿Qué debería hacer mi malvado cochero para que le dieras una segunda oportunidad? —Sonrió con sorna—. ¿Salvarle la vida a Jane?

—No bromees con eso, Monty. Aunque… hablando de malas impresiones… —apuntó Wells, comprendiendo que quizá aquella fuera la única oportunidad del día de hablar a solas con el millonario—. ¿Crees que podrías hacer un pequeño esfuerzo y darle una oportunidad a Doyle? No sé si te has percatado de que no lleva nada bien tus bromas… ¡Y maldita sea, es mi amigo, Monty, y si te lo presenté fue porque se suponía que era uno de tus escritores favoritos! Pensé que os llevaríais bien. No entiendo ese afán tuyo por sacarle de quicio continuamente.

—¡Yo no hago eso! —se defendió el millonario—. Al menos, no a propósito. Te juro que jamás he conocido a ningún hombre más susceptible que él. Excluyéndote a ti, naturalmente.

—Tú mismo, Monty. Pero ten en cuenta que Doyle zarpará hacia la guerra de África en cuestión de semanas…

—¿Ha conseguido alistarse? ¡Pero si ya no es ningún jovencito!

—No, pero un amigo lo ha admitido como médico auxiliar en su hospital y pronto se irá. Así que deberías ser más amable con él, ¿no te parece? Ya sabes, quienes van a la guerra no siempre vuelven…

—Oh, estoy seguro de que Doyle es de los que vuelven. Y si no lo hace en persona, seguro que lo hará convertido en un ectoplasma gruñón —bromeó Murray—. Pero está bien, George. Intentaré ser un poco más amable con nuestro quisquilloso amigo…

—No sé si «un poco» será suficiente, aunque imagino que no eres capaz de más… Pero dejemos eso —dijo Wells, y bajando la voz, añadió—: ¿Qué hay de lo otro?

—¿De lo otro?

—Lo de… Emma y tú, ya sabes.

—¿La boda? Oh, todo marcha estupendamente. Creo que el primer ensayo está previsto para…

—¡No disimules conmigo, Monty! ¡Lo que quiero saber es si le has dicho ya a Emma que eres el Dueño del Tiempo! —estalló Wells, zapateando en el suelo con furia.

Murray le observó un tanto alarmado.

—¿Te importaría escenificar tu disgusto de otra forma, George? El suelo de esta planta está medio podrido por la humedad. Otro golpe como ese y podríamos acabar en el comedor.

—¡No cambies de tema!

El millonario le sostuvo la mirada en silencio durante unos instantes, resopló por la nariz, y luego salió corriendo por el corredor de la derecha, dejando a Wells solo en la desolada galería. Tras un segundo de vacilación, el escritor lo siguió por el pasillo, cruzó la puerta por la que lo había visto escabullirse y fue a parar a un cuartito que al parecer los albañiles encargados de las reformas usaban de almacén, pues estaba atestado de sacos de yeso amontonados y herramientas desperdigadas por el suelo. Allí se encontraba el millonario, dando vueltas como un animal enjaulado. Wells observó con desagrado cómo a cada paso levantaba una nube harinosa que, tras formar graciosos remolinos en el aire, procedía a posarse sobre sus brillantes zapatos y su impoluto traje.

—Monty, ¿puedes parar un segundo? —exclamó, sacudiéndose las mangas de la chaqueta—. O pronto ni tú ni yo podremos respirar aquí. Y dime de una maldita vez si le has confesado a Emma tu secreto.

Murray se detuvo y le dedicó una mirada atribulada.

—Ya que sacas el tema, George… Lo cierto es que quería comentarte algo al respecto… —Guardó silencio. Se miraba las manos como si llevara el discurso escrito en ellas.

Wells suspiró. Tal y como sospechaba, Murray todavía no le había dicho nada a Emma. Lo había intuido nada más ver a la pareja bajar del coche, y ahora el millonario acababa de confirmárselo. Bien, bien, se dijo. Murray todavía no había hecho nada irreparable, por lo que él aún podía desdecirse del consejo que le había dado. Acababa de encontrar la ocasión perfecta para hacerlo, y cuando lo hiciera, su atribulado espíritu volvería a encontrar la paz.

—He estado pensando mucho en el consejo que me diste —dijo al fin Murray, mientras Wells asentía con una sonrisa paternal—. De hecho, lo he sopesado detenidamente y he llegado a la conclusión de que… eh… ¿Cómo decirlo sin que te ofendas…? —Murray buscó las palabras adecuadas, pero no las encontró—. Creo que es uno de los consejos más estúpidos que me han dado en toda mi vida.

La sonrisa de Wells se borró de su cara.

—¿Cómo dices?

—Digo que fue un consejo estúpido, George, y tú también estarás de acuerdo si lo piensas un poco. No te niego que hace dos años habría sido una gran idea contárselo todo, pero ahora… En fin, todos los matrimonios tienen sus secretos, ¿no? Mira a tu querido Doyle… ¡Incluso tú, George! Sí, tú tampoco te libras. Contestaste a mi carta, y aunque puedo llegar a comprender que no quieras reconocérmelo, me parece horrible que seas incapaz de confesarle la verdad a Jane… ¡A tu propia esposa, George! —Murray sacudió la cabeza para expresar su desaprobación—. Bien mirado, comparado con vosotros dos, creo que lo mío no es tan grave… un pequeño secretillo de mi pasado que nada tiene que ver con el hombre que soy ahora. Así que no pienso contarle nada a Emma. —Murray cruzó los brazos sobre el pecho para mostrar la firmeza de su decisión—. Y nada de lo que digas, George, podrá hacerme cambiar de opinión.

Entonces Wells tomó aire y… ¡Ah, qué puedo decirles a ustedes que no sepan sobre la irresistible necesidad del hombre de reivindicar sus convicciones más falsas, antiguas y caducas cuando alguien las pone en duda! Estoy seguro de que en más de una ocasión se habrán sorprendido a sí mismos defendiendo posturas absurdas en las que ya no creían, por la única razón de que alguien les cuestionó la capacidad de hacerlo. Pues bien, eso fue lo que hizo Wells. Pero permítanme que les ahorre la larga y farragosa conversación que tuvo lugar a continuación, en la cual ambas partes esgrimieron argumentos de sobra conocidos para todo aquel que haya seguido con atención esta historia. Baste decir que Wells nunca estuvo tan brillante, lúcido y convincente en su discurso, tan implacable en sus razonamientos e incontestable en sus réplicas, como en ese debate sin testigos, improvisado en aquel cuartito. De modo que, para cuando oyeron los gritos de Doyle —quien, preocupado por la tardanza, había ido a buscarlos—, Murray salió de la habitación transformado en un hombre devastado otra vez por los remordimientos, más ansioso que nunca por enmendar cuanto antes el imperdonable pecado que pesaba sobre su alma, mientras que Wells lo hizo con el pecho henchido, victorioso y eufórico; al menos hasta el instante en que cobró conciencia de lo que había hecho.

Cuando el grupo se reunió en torno a los coches para organizar la partida hacia la segunda de las casas que tenían previsto visitar, el millonario se acercó a Doyle, deseoso de comenzar a cumplir las promesas que aquel día había hecho a Wells.

—Me alegro de que hayas disfrutado de la visita, Arthur —dijo sonriente, palmeando la espalda del escocés, que no pudo disimular su sorpresa ante aquel repentino interés del millonario por su bienestar—. Y dime, ¿no crees que la leyenda de los Cabell y su sabueso maldito sería una excelente idea para una novela?

—Tal vez —concedió a regañadientes Doyle.

—¡Sabía que estarías de acuerdo! —celebró Murray—. No en vano tenemos los mismos gustos literarios…

—Ya… Entonces ¿por qué no la escribes tú?

—Lo haría. Pero piensa una cosa: ese sabueso espectral que describen los lugareños ha de tener forzosamente una explicación racional, y quién mejor para descubrirla que Sherlock Holmes, el paladín de la razón. Un caso de tintes sobrenaturales pondría en jaque la sagacidad del mejor detective de todos los tiempos, y de paso haría las delicias de todos sus seguidores, ¿no te parece? En fin, Arthur, aunque la idea sea mía, puedes usarla. Te la regalo. Solo tú, con tu inmenso talento, eres capaz de sacarle todo el partido que merece. Aunque para ello deberás rescatar primero al pobre Holmes del agua, ¿no crees? —Murray rió, y le propinó una nueva palmada—. Pero, bueno, eso ya te expliqué cómo hacerlo.

—Sí, lo recuerdo. Pero, como ya te dije, por mucho que te pese, Holmes yace en el fondo de las cataratas de Reichenbach, donde cayó junto al profesor Moriarty, de cuyo abrazo no pudo zafarse por no tener conocimientos de jiu-jitsu ni de wushu ni de…

—Claro, claro, eso es estupendo… —murmuró Murray, ya sin escucharle, pues acababa de ver a Emma esperándole en el Mercedes.

La muchacha se había sentado en el asiento del conductor y simulaba conducir. Murray tragó saliva. Estaba tan hermosa, confiaba tanto en él, y él iba a hacerle tanto daño…

—¡Montgomery! —aulló Wells a su lado—. ¿Me escuchas?

—¿Qué? —Murray parpadeó.

—Te estoy preguntando dónde se ha metido tu cochero —dijo el escritor, tratando de disimular su enojo.

Algo aturdido, el millonario echó un vistazo a su alrededor.

—Oh, pues… supongo que estará por alguna parte. En fin, a su edad no puede andar muy lejos…

—Tal vez haya regresado a su celda de Princetown… —apuntó Wells.

Murray suspiró.

—Oh, maldita sea. Voy a buscarlo. ¡Y no digas nada más, George! Te aseguro que no estoy de humor.

Wells resopló y entró en el carruaje, donde ya estaban acomodándose Doyle y las mujeres.

—Pero querido, ¿por qué eres tan cabezota? —le estaba diciendo Jean al escocés—. La idea que te ha dado Montgomery es maravillosa.

—¿Tú crees? A mí me parece que no es para tanto.

—Oh, pero sería tan emocionante… ¡Una nueva aventura de Sherlock Holmes! —exclamó la mujer con entusiasmo—. Y tal vez podrías llamarla… El sabueso maldito.

—Querida, no insistas… —le pidió Doyle—. Además, ese es un título absolutamente espantoso.

—Bueno, pues… ¿El sabueso del páramo?

—Te lo ruego, Jean, no sigas…

—¿Un sabueso tras un sabueso? —sugirió Wells.

—Muy gracioso, George —rezongó el escocés—. Muy gracioso.

—¿El sabueso de los Cabell? —propuso Jane.

Doyle se rindió y, suspirando, consideró la propuesta durante unos instantes.

—Hum, El sabueso de los Cabell no suena mal del todo. El sabueso de los…

—¡Baskerville! —El vozarrón de Murray retumbó como un trueno, obligando a los pasajeros del carruaje a dar un respingo.

—¿Y ahora qué demonios pasa? —saltó Wells, desesperado, asomándose por la ventanilla.

—¡Baskerville! —volvió a rugir Murray, llamando a su cochero como si este se encontrara a varios kilómetros de distancia, y justo en aquel momento el anciano apareció tras una de las esquinas del edificio—. ¡Maldita sea, Baskerville! —bramó—. ¿Dónde demonios estaba?

Wells observó con desagrado cómo el anciano se acercaba al carruaje con un lánguido trotecillo, sin dejar de dirigir fugaces miradas hacia el páramo. Dios, ¿es que a nadie salvo a él le parecía que aquel viejo ocultaba algo? De todos modos, gracias a la estúpida conversación que había mantenido con Murray en la habitación de los sacos de yeso, las rarezas del cochero volvían a ser la menor de sus preocupaciones. Se arrellanó en el asiento, enojado consigo mismo, triste, melancólico y deprimido, mientras el viejo se encaramaba al pescante, haciendo gala de una agilidad que nunca antes había demostrado. Las mujeres comenzaron una tranquila charla sobre las últimas revistas de moda que habían llegado desde París, y Doyle cerró los ojos. Wells se preguntó si el escocés estaría meditando sobre la idea de Murray de resucitar a Sherlock Holmes, aunque era mucho más probable que estuviera intentando sintonizar su alma con las energías que borboteaban en aquel lugar. Suspiró y dejó que su mirada vagara a través de la ventanilla, mientras hacía balance de la excursión. Todo había salido mal, todo. Aunque al menos no había tenido que enfrentarse a ningún hombre invisible, se dijo, a modo de triste consuelo.

Tras la partida del carruaje, Murray tomó una honda bocanada de aire y, apuntalándose una rígida sonrisa en los labios, se volvió para acercarse al coche donde Emma le esperaba.

—¡Quieto ahí, señor Gilmore! —le amenazó la muchacha con un dedito antes de que su prometido llegara hasta ella—. Usted va a sentarse en el asiento del copiloto, pues tengo el placer de comunicarle que la futura señora Gilmore será la encargada de conducir este cacharro hasta la próxima casa.

—De eso nada, Emma —repuso Murray, asustado—. Esto no es como llevar una delicada calesa de dos caballos en un paseo por el parque. Esta máquina es muy difícil de gobernar, y muy peligrosa…

—¿No me crees capaz? Pues para que lo sepas: puedo hacer tan bien como tú, o incluso mejor, cualquier cosa que me proponga.

—Jamás lo dudaría, querida. De hecho, estoy convencido de que esa es una de las pocas certezas del universo. Pero conducir… eh… no es propio de una dama.

—¿Cómo que no? —replicó Emma, ignorando el halago de Murray—. Te recuerdo que tú mismo me has contado, mientras veníamos hacia aquí, que el primer viaje largo en un automóvil lo realizó Bertha Benz, una mujer. Si no recuerdo mal, dijiste que recorrió ciento cinco kilómetros en solitario, parando en las farmacias del camino para rellenar el depósito con gasolina. Así que… ¿por qué no puedo conducir yo?

—Por favor, cámbiate de sitio, señorita Pesadumbre.

Emma había abierto la boca para protestar, pero la cerró de inmediato. Monty se había dirigido a ella con el apodo que usaban en la intimidad. Cada uno había puesto al otro un apodo cariñoso, un nombre clave que habían prometido no pronunciar jamás ante otras personas, porque de común acuerdo habían decidido otorgarle el mayor poder que podía tener una palabra. Podían pasarse los días bromeando e intercambiando dardos envenenados de ironía, pero cuando alguno se dirigía al otro por su apodo, significaba que el frívolo y delicioso juego que mantenían debía aplazarse momentáneamente para dar paso a la seriedad. El apodo de Emma había surgido el día en que mostró a su prometido un hermoso dibujo que había traído consigo desde Nueva York, una especie de mapa que representaba un cielo imaginario, poblado de asombrosas criaturas y fantásticos prodigios. Lo había dibujado su bisabuelo especialmente para ella, y hablaba de otros mundos donde todo era posible. Tal vez por eso, el mapa se había convertido en su mayor consuelo durante su infancia, cuando era una niña triste y apesadumbrada, convencida de que en este mundo nada podría hacerla feliz. No obstante, aquella niña todavía no conocía a Montgomery Gilmore, el más irritante de sus futuros pretendientes, aquel que le aseguraría que podía conseguirle cualquier cosa que ella deseara, por imposible que le pareciera.

—¿Qué ocurre, señor Imposible?

Murray contempló a su prometida con un nudo en la garganta, intentando guardar en su memoria la luz de aquellos ojos que lo miraban con tanto amor, tal vez por última vez. Apretó con fuerza los labios, hasta que se sintió preparado para hablar sin que le temblara la voz.

—No quiero que conduzcas tú. Tengo que contarte algo que… tal vez te altere un poco. De hecho, estoy seguro de que va a alterarte, y mucho; incluso puede que te enfades conmigo, aunque me temo que esa no será la peor de las consecuencias que voy a sufrir. De cualquier forma, es mejor que conduzca yo. —Abrió la portezuela y ofreció la mano a Emma, que lo miró con fijeza, dudando entre exigirle más detalles sobre aquel misterioso asunto y cederle obedientemente el asiento—. Por favor, Emma —insistió Murray, tendiéndole la mano con desesperación, mientras las lágrimas le anegaban los ojos—. Confía en mí.

Emma no necesitó escuchar nada más. Aceptó la mano de su prometido y bajó del coche, mirando con inquietud los ojos brillantes de aquel hombretón al que nunca antes había visto llorar.

—Tranquilo, querido —dijo acariciándole la mejilla—. No sé qué tienes que contarme, pero seguro que no es tan grave. Sabes que confío en ti.