Capítulo 15

A pesar de hallarse en el porche de la casa de su tía, al abrigo de un cielo empedrado de nubarrones, Emma Harlow abrió su sombrillita mientras lanzaba un suspiro y comenzó a girarla sobre su cabeza. Aquel era el día acordado para la excursión a Dartmoor, y ya hacía media hora que Monty debería haber llegado. El día anterior le había prometido que sería puntual. «¡Ni un minuto más!», le había dicho con solemnidad, como si declamara el lema inscrito en el blasón de su familia. Incluso le había pedido que le esperara en el porche unos minutos antes porque le tenía preparada una sorpresa, algo relacionado con el modo de trasladarse a Dartmoor, que valía la pena contemplar en todo su esplendor. Y Emma había aceptado con condescendencia, mientras ocultaba una sonrisita de deleite, pues en el fondo nada le gustaba más que la atmósfera teatral con la que su prometido rebozaba cualquier situación, haciéndola sentirse como una niña en el desván prohibido de un mago prodigioso. Pero ya llevaba media hora allí, helada y aburrida, y empezaba a arrepentirse de haberle hecho caso. Con los ojos entornados, escudriñó la avenida que cruzaba los jardines de la mansión de su tía y dedicó una mirada fugaz al anubarrado cielo, pues cabía la posibilidad de que el millonario apareciera desgarrando las nubes, encaramado a algún artefacto delirante.

—¡Santo cielo! ¿Todavía sigues aquí?

Emma se volvió con expresión belicosa, dispuesta a descargar el enfado sobre su tía, pero al verla plantada en medio del porche, enterrada bajo varias capas de chales, parte de su irritación se evaporó.

—Sí, tía Dorothy —suspiró—. Tal y como has deducido gracias a tu increíble sagacidad, aquí sigo.

—Te lo dije —rezongó la anciana, ignorando la ironía de su sobrina—. No hacía falta que salieras a esperarle tan temprano. No sé cómo no te has dado cuenta todavía de que la puntualidad no es la mejor virtud de tu prometido. Aunque… lo cierto es que no sabría decir cuáles son sus otras virtudes.

—Tía, por favor… Ahora no.

—Oh, descuida, no he salido al porche con este tiempo infernal para hablar de tu querido Gilmore. Ese es un tema del que ya poco o nada tengo que decir. Para serte sincera, después de dos años tan solo me causa tedio. Únicamente he venido para rogarte que entres, niña. ¡Aquí fuera hace un frío espantoso! Los criados te avisarán de su llegada.

—No, tía. Monty me pidió expresamente que lo esperase en el porche. Parece que tiene una sorpresa para mí y no…

—¡Pues ya te la dará cuando salgas a su encuentro! —la interrumpió su tía—. ¿No te das cuenta de que puedes enfermar? Hay demasiada humedad. No quiero ni imaginarme qué pasaría si cayeras enferma a tan solo unas semanas de tu boda. ¡Sería una auténtica catástrofe! ¿Qué iba a decirles yo a tus pobres padres, que están a punto de llegar? Después del disgusto que les diste con tu extravagante compromiso y con tu posterior negativa a casarte en Nueva York, y de los reproches que yo he tenido que soportar…

—Vamos, tía; nadie que me conozca bien, y te aseguro que mis padres me conocen perfectamente, te haría responsable de mis actos.

—¡Pues lo hicieron! ¡Vaya si lo hicieron! Tu madre, mi queridísima cuñada, se ha ocupado de hacérmelo saber entre líneas, con esa artera sutileza que tanto la caracteriza, en cada una de sus encantadoras cartas. Estoy segura de que piensan que no te protegí debidamente cuando, hace dos años, te encomendaron a mi cuidado para que disfrutaras de unas inofensivas vacaciones en el viejo continente. Pero ¿cómo iba yo a imaginar, en una muchachita de tu origen y educación, tamaño desprecio hacia las normas y la urbanidad? En fin, para bien o para mal —añadió con la resignación de un mártir—, dentro de unas semanas serás la señora de Gilmore, y por fin dejarás de ser responsabilidad mía. Pero te diré una última cosa, querida sobrina: a pesar del horror que me causa la idea de que una ilustre Harlow se una a un patán de origen desconocido que ha hecho su fortuna a la manera de los vulgares mercaderes, debo confesarte que, por otra parte, no alcanzo a imaginar, después de estos dos años conviviendo contigo, qué otro hombre podría soportarte.

—Y yo, querida tía, debo darte la razón. De hecho, antes de conocer a Monty, había decidido no casarme con nadie, pues dudaba que algún hombre fuese capaz de hacerme feliz.

La anciana lanzó un resoplido.

—La felicidad está absolutamente sobrevalorada, querida, y, desde luego, me parece un grave error dejarla en las incompetentes manos de los hombres. Una mujer debe buscar la felicidad por sí misma y evitar en lo posible inmiscuir a su marido en dicha empresa.

—¿Por eso no te casaste nunca, tía? —le preguntó Emma con delicadeza—. ¿Para que ningún hombre menoscabara tu felicidad?

—¡No me casé porque no quise! Pero si lo hubiera hecho, no habría sido con el propósito de hacerme con un simpático bufón. Lo principal en un marido es la educación y el dinero, condiciones que han de ejercer de marco para la belleza y la inteligencia de su mujer. Un marco ayuda a ennoblecer la obra, pero no es imprescindible y, por encima de todo, no puede ser de mal gusto. Si así fuera, la obra luciría mejor sin marco. En fin, al menos me consuela saber que entre el patrimonio de tu futuro marido y tu generosa dote, no os faltará el dinero. Pero dime, ¿pretendes estropearlo todo justo ahora pillando una pulmonía? ¿Quieres que vaya a recibir a tus padres para darles la triste noticia de que han cruzado el océano para despedirse de ti en tu lecho de muerte?

Emma puso los ojos en blanco.

—No seas melodramática, tía. Un poco de frío no me va a postrar en ningún lecho de muerte, te lo aseguro, entre otras cosas porque no creo que tenga jamás un lecho de ese tipo. —La muchacha sonrió para sí—. Tengo pistas suficientes para sospechar que mi futura vida al lado de Monty va a ser de todo menos convencional. Ambos compartimos un miedo tan intenso hacia el aburrimiento que estoy segura de que no moriremos en una simple cama. Tal vez lo hagamos entre las fauces de un plesiosauro en el centro de la Tierra, o luchando contra una invasión marciana…

—¡Jovencita! —exclamó escandalizada tía Dorothy—. No bromees con la muerte. Es bien sabido que la parca no tiene ningún sentido del humor.

—Te recuerdo que has comenzado tú —repuso Emma sonriendo, y suavizando el tono al reparar en la palidez de la anciana—. Pero quédate tranquila, tía. Jamás me he sentido más sana. Y voy bien abrigada. Además, seguro que Monty está a punto de llegar… —concluyó, oteando la avenida sin mucha convicción.

Tras olfatear las dudas de su sobrina con el entusiasmo de un sabueso, lady Harlow retomó con renovado brío el tema de los defectos que a su juicio lastraban a Montgomery Gilmore, comenzando naturalmente por la falta de puntualidad a la que parecía tan aficionado. El discurso de la anciana era harto conocido para Emma, pues no en vano llevaba dos años escuchándolo sin cesar, y debo confesarles que la muchacha estaba de acuerdo en todo: su prometido poseía cada uno de aquellos enervantes, inoportunos y agotadores defectos, e incluso alguno más que su tía había pasado por alto. Sin embargo, la mezcla de todos ellos daba como resultado un precipitado tan poderoso y excitante, y de una energía tan extraordinaria, que a su paso uno no tenía más remedio que dejarse aniquilar o reinventarse. Montgomery Gilmore había pasado por su vida hacía dos años como un tren por una estación de cristal, sin dejarle más opción que subirse a él o permanecer atrapada el resto de su vida en un apeadero hecho añicos. Y Emma se había subido a aquel tren sin pensárselo dos veces. Y también se había subido a un globo aerostático, donde se había reído tanto que, para terror del pobre Monty, casi había volcado la cesta. E incluso se montaría sobre una garza de plumaje anaranjado para volar más allá de las estrellas si él se lo pidiese.

No sin cierto regocijo, Emma se dio cuenta de que cuanto más escuchaba la diatriba de su tía, menos enfadada se sentía contra la tardanza de su prometido. Al fin y al cabo, antes o después, él aparecería. No tenía la menor duda. Sabía que podía confiar en él como jamás había confiado en nadie. Y eso era lo único que importaba. Monty llegaría esgrimiendo la más divertida de las excusas, enredándose de tal manera con las disculpas que, más que justificarse, se condenaría sin remisión, y a ella no le quedaría otra opción que echarse a reír.

La joven miró de soslayo a su tía, casi con cariño. Descubrió entonces que la echaría en falta, al menos un poco, y supuso que la anciana también la echaría en falta a ella cuando volviera a dejarla sola tras la boda, para instalarse en su nuevo hogar. Emma se prometió no olvidarse de ella y se propuso buscar un hueco en medio de su felicidad para visitarla con tanta frecuencia como le permitieran sus nuevas obligaciones de recién casada. Recién casada… Aquella idea provocó en el vientre de la muchacha un febril aleteo que fue propagándose por el resto de su cuerpo.

—Espero que esa sonrisa bobalicona no signifique que te estás burlando de mí, Emma. ¡Y haz el favor de dejar quieta tu sombrilla! Me estoy empezando a marear.

La muchacha parpadeó un par de veces antes de comprender que su tía había puesto fin, al menos de momento, a la despiadada autopsia de su prometido y se dirigía a ella.

—Lo siento, tía. Estaba… recordando algo gracioso que me pasó el otro día.

—¿Algo gracioso? No me imagino qué podría ser. ¿Tal vez la visión del señor Gilmore intentando utilizar con propiedad un cuchillo y un tenedor…?

Y entonces, para sorpresa de lady Harlow, Emma estalló:

—¡Basta ya, tía! ¡Basta ya! ¿No lo entiendes? ¡Le amo!

La muchacha vaciló ante la dolida expresión de su tía, quien la miraba con la boca abierta, y buscó con desesperación alguna frase menos ajada que aquellas dos palabras para intentar que la anciana comprendiera sus sentimientos. Deseaba encontrar una fórmula mágica que describiera con exactitud lo que palpitaba en sus entrañas, lo que cualquiera vería si en aquel momento la tendieran en una camilla y la abrieran en canal. Pero no la había. Vencida, se limitó a repetir aquellas dos palabras muy lentamente:

—Le amo… Le amo… No me importa lo más mínimo cómo usa los cubiertos. No me importa si se ha hecho rico comerciando con cordones para los zapatos o limpiando cloacas. No me importa si siempre llega tarde, si habla demasiado fuerte o si no deja de pisarme cuando bailamos. Antes de conocerle, yo no sabía reír… Jamás supe, ni siquiera de niña. Mi infancia fue lo más absurdo y patético del mundo: ¡una niña triste que no sabía reír!

—A mí siempre me pareciste una niña de lo más interesante —porfió la anciana—. Nunca entendí cómo había salido un diablillo como tú del vientre ñoño de mi cuñada. Estaba convencida de que crecerías libre de todas estas zarandajas del amor y el romanticismo, y eso me enorgullecía. ¡Por fin una Harlow de carácter! Incluso te confesaré que me recordabas un poco a mí de pequeña. ¡Y ahora me sales con todas estas estupideces del amor verdadero! Si querías reírte, podías haber ido al zoo. Los monos son muy graciosos. A mí siempre me hacen reír, aunque no por eso corro a casarme con ellos.

Emma suspiró mientras se mordía los labios con impaciencia. ¿Cómo hacer comprender a su tía la razón por la que ella amaba a Gilmore? ¿Cómo explicarle que no tenía otra opción más que amarlo? ¿Cómo resumirlo en una sola frase, en unas pocas palabras? De pronto, lo supo:

—Monty es auténtico.

—¿Auténtico? —repitió la anciana.

—Sí, auténtico —remachó Emma—. Él es auténtico. Mira a tu alrededor. Todos caminamos por la vida con una máscara sobre nuestro rostro. Pero Monty no. Él no se esconde bajo ninguna máscara. Él es genuino, no tiene dobleces. Puedes tomarlo o dejarlo. Pero si lo tomas… —Emma sonrió con los ojos rebosantes de lágrimas—. Oh, si lo tomas sabes que no hay engaño, que lo que te ofrece es todo lo que hay. No sé si Monty es el hombre más maravilloso del mundo, pero sí sé que es el único que no me mentiría para parecerlo. Y eso es precisamente lo que le hace maravilloso.

—No sigas por ese camino, querida —la interrumpió desabridamente la anciana—. Me espantan sobremanera los tópicos románticos. Creo que todos los novelistas que escriben tan nefasto género deberían ser ahorcados. Por supuesto, ahora me dirás que no quieres vivir en un mundo donde él no esté, o algo por el estilo…

Emma respiró hondo. Había dicho cuanto quería decir, sabía que había encontrado las palabras justas, y de pronto descubrió que ya no le importaba si con ellas había convencido o no a su tía.

—Un mundo donde él no esté… —murmuró con una débil sonrisa—. Mi querida tía, el mundo entero se reduce a la distancia exacta que en cada momento nos separa.

Justo entonces, un rumor sordo que llevaba un par de minutos oyéndose en la lejanía y al que ninguna de las dos había prestado demasiada atención comenzó a aumentar de volumen, advirtiéndoles que, fuera cual fuese su origen, se estaba acercando rápidamente a la casa. Con cierta alarma, Emma y su tía observaron el muro que separaba los jardines de la calle, tras el cual retumbaba aquel rugido, avanzando hacia la entrada principal. De pronto, se oyó un nuevo sonido, parecido a la sirena de un buque, y un instante después, envuelto en una sinfonía de fragores y estridencias, un extraño carruaje sin caballos irrumpió en la avenida de la mansión dejando una densa estela de humo tras de sí. A una velocidad que solo podía calificarse de diabólica, llegó hasta el porche, donde, sin salir de su pasmo, las dos mujeres lo observaron detenerse con un estertor de animal moribundo. Nunca antes había visto Emma un coche como aquel. Había examinado algunas ilustraciones de los primeros carruajes que habían sustituido la tracción animal por el impulso de un motor, pero no le habían resultado muy distintos de los carruajes de caballos. Además, por lo que había leído, aquellos coches no alcanzaban grandes velocidades, apenas unos 20 kilómetros por hora, marca que cualquier ciclista con unas piernas fuertes podría igualar sin mucho esfuerzo. Sin embargo, la imponente máquina que jadeaba ante ella había atravesado la entrada principal como una centella, y en un segundo había llegado hasta el porche, salvando los cien metros que los separaban en menos de un suspiro. Por otro lado, su forma era absolutamente diferente a cualquier cosa que hubiese visto con anterioridad: la carrocería, de un blanco cremoso con adornos dorados, era alargada y plana, y tan baja que con solo levantar un poco el pie se salvaba la distancia que mediaba entre el suelo y el pescante; la parte frontal estaba constituida por una estructura de metal similar a una gran caja con una rejilla delantera, sobre la que descansaban, a modo de estrafalaria cornamenta, un par de aparatosos faros; las ruedas traseras eran ligeramente más grandes que las delanteras, y sobre ellas había una capota que en aquel momento permanecía plegada como un acordeón; por debajo del coche se adivinaba un tumulto de manivelas y engranajes que parecían gobernarse con la larga palanca que quedaba a la derecha del asiento, semejante a un trono de dos plazas; ante él se erigía el corto mástil que sostenía el volante, una enorme circunferencia adornada con una bocina retorcida como el rabo de un cerdo. Y en el centro de aquella delirante carroza, sentado muy tieso y con las manos todavía en el volante, como si temiese que en algún momento la máquina fuera a arrancar de nuevo por voluntad propia, se encontraba Montgomery Gilmore, equipado con unas enormes y extravagantes gafas que le tapaban la mitad del rostro y un casco de cuero con dos largas orejeras que pendían a ambos lados de la cara, otorgándole el aspecto de un insecto monstruoso y gigantesco. Aun así, el millonario se las apañó para dedicarle a Emma una sonrisa radiante.

—Santo cielo… —murmuró lady Harlow—. Me temo, mi querida niña, que tu prometido ha decidido dejar atrás su encomiable costumbre de ir por la vida con el rostro descubierto.

Emma ignoró a su tía y, tras bajar los dos escalones del porche, se detuvo indecisa, sin animarse a acortar lo que parecía una distancia segura entre ella y el artefacto. Su prometido la observó embelesado. Estaba tan bella y encantadora con aquella expresión de asombro en sus negros ojos, que el millonario solo pudo dar gracias una vez más a quien había hecho posible el milagro de que una mujer así le amara.

—¡Emma, querida! ¿Qué te parece? —le gritó con entusiasmo, mientras manipulaba torpemente la manecilla de la puerta para bajar del coche y correr a abrazarla mientras el prodigio durase. Sin embargo, la manecilla se negaba a ceder—. ¡Te dije que tenía una sorpresa para ti! ¡Es un Mercedes, el primer automóvil moderno de la historia! Pero solo es un prototipo, ni siquiera ha comenzado a comercializarse. En el taller todavía estaban realizándole algunos ajustes de última hora y he tenido que esperar, por eso he llegado tarde. Pero ha valido la pena, ¿no te parece? ¡Fíjate! ¡Alcanza los setenta y cinco kilómetros por hora sin apenas vibrar! Ya verás qué cómodo, querida: ¡es como deslizarse por el aire montado en una silenciosa nube!

Desesperado, dejó de forcejear con la manecilla y se incorporó en el asiento para saltar por encima de la portezuela. Pero al levantar una de sus largas piernas, el zapato se le introdujo por una de las aberturas del volante, y allí se quedó, atrapado como en un cepo, presionando con el talón la bocina de la máquina, cuyo ensordecedor bramido hizo retroceder a Emma. El estruendo continuó mientras el millonario, caído sobre el asiento en una postura grotesca, se retorcía sobre sí mismo intentando liberar el zapato. Cuando consiguió destrabar su pie de la improvisada trampa, poniendo fin al lastimero mugido, Gilmore saltó fuera del coche. Se quedó mirando a su prometida sin saber muy bien qué decir, con la cara colorada, la chaqueta arrugada y las gafas torcidas sobre el rostro. Emma elevó una ceja.

—¿Una silenciosa nube? —preguntó la joven.

Ambos estallaron en carcajadas.

Siete meses más tarde, lady Harlow juraría en su lecho de muerte que el aire se había iluminado entre los dos cuando comenzaron a reír. Sin embargo, nadie habría allí para escucharla, pues la mujer moriría sola, con la única compañía de una impasible enfermera que entraba y salía de la habitación sin prestar mucha atención a sus desvaríos de moribunda. Sí, repetiría una y otra vez para sí misma, lo había visto con sus propios ojos, desde el porche: al principio creyó ser víctima de algún efecto óptico producido por la niebla, o tal vez por los faros de la monstruosa máquina; pero más tarde, y durante las semanas que siguieron, mientras la soledad ya irremediable de aquel hogar sin Emma iba emponzoñándole el alma, alimentando el tumor que seis meses más tarde la entregaría a los helados brazos de una parca sin el menor sentido del humor, había acabado por convencerse de que aquella mañana había presenciado un auténtico milagro.

—El mundo entero se reducía a la distancia exacta que les separaba —farfulló lady Harlow con su último aliento, ante la indiferente enfermera—… se reducía a la distancia exacta que les separaba.

Y en el preciso instante en que Emma subía al coche del millonario dejando escapar un emocionado suspiro, a varias millas de allí, Wells dejaba escapar otro, pero de aburrimiento. Ya no lo soportaba más. Había estado fingiendo un interés aceptable para no incurrir en la descortesía, pero a medida que el carruaje avanzaba hacia Dartmoor, la tediosa descripción de Doyle acerca de su última hazaña deportiva había ido sumiéndole en un desánimo cada vez mayor, hasta convencerle de que aquella excursión no iba a resultar tan agradable como todos imaginaban.

¿Cómo habían podido torcerse tanto las cosas?, se preguntó. Durante los días anteriores había hecho los preparativos convencido de que la excursión propuesta por el millonario no solo supondría un agradable pasatiempo para todos, sino que además le permitiría resolver de una sola tacada los dos asuntos que últimamente le preocupaban.

El primero de ellos concernía a Murray y a Doyle, cuyo primer encuentro en Arnold House no había salido como él esperaba. Dado que el millonario y Emma irían al condado de Devonshire por su cuenta, los Wells habían acordado con Doyle viajar juntos en un mismo carruaje, lo que ofrecería al escritor la oportunidad de apaciguar al escocés antes de que volviera a verse las caras con el millonario. No le resultaría excesivamente difícil conseguirlo, se dijo Wells, pues Doyle era hombre de genio impetuoso, como él mismo reconocía culpando sin complejos a su mitad irlandesa, si bien era incapaz de fraguar ningún rencor perdurable. En eso no se parecía a él, que poseía la dudosa habilidad de preservar cualquier mínimo brote de odio contra el vendaval de los años. En cuanto a Murray… En fin, ¿qué podía decirse de aquel hombre nuevo y enamorado, que parecía dispuesto a ofrecer su amistad hasta al mismísimo diablo? Pese al mal pie con que habían empezado, Doyle y Murray estaban condenados a entenderse, pues eran más parecidos de lo que querían reconocer. Era cuestión de tiempo que acabaran congeniando. Solo había que darles una segunda oportunidad. Y eso era precisamente lo que Wells pensaba proponerle a Doyle camino de Dartmoor.

El segundo asunto le preocupaba más. Debido a varios compromisos por ambas partes, aquella sería la primera vez que Wells vería a Murray desde la fatídica noche en la que le había aconsejado tan inconscientemente que confesara su verdadera identidad a Emma. Al principio, preocupado por las terribles consecuencias que tan insensato consejo podría acarrear al millonario, Wells le había preguntado por el asunto en algunas de las notas que se habían cruzado para ultimar los detalles de la excursión, pero como Murray le había advertido que nunca consignara por escrito nada relacionado con su verdadera identidad, el escritor había tenido que recurrir a toda suerte de rodeos e insinuaciones para indagar sobre el tema, y dudaba mucho de la interpretación que había dado a las igualmente crípticas respuestas de su amigo. Sin embargo, con el paso de los días, la ausencia de novedades lo había tranquilizado. El plan de la excursión seguía en pie, y lo que era más importante, la boda también. Aquello solo podía significar dos cosas: o bien Murray se lo había contado todo a Emma y no se había producido ningún cataclismo, o bien todavía no lo había hecho. Si se trataba de lo primero, su misión durante la excursión sería la de felicitar a su amigo y celebrar juntos el éxito de su sensato consejo; pero si se trataba de lo segundo, Wells tendría que propiciar algún momento de intimidad con Murray para transmitirle sus dudas sobre la recomendación que le había dado ante los hibiscos y eximirse así de cualquier responsabilidad.

Ante la perspectiva de resolver ambos asuntos, había esperado la excursión con verdadera impaciencia, aunque tuviera que viajar hasta Dartmoor en el carruaje de Murray —por diversas razones, ni Doyle ni él disponían aquel día de sus coches—, exponiéndose a las extravagantes preguntas de su cochero. Aun así, se trataba de un mal menor en comparación con los felices augurios del viaje, por lo que la mañana de la excursión Wells se había levantado de excelente humor y había bajado a la cocina para disfrutar de una taza de té, mientras hojeaba el periódico a la espera de la llegada del coche de Murray, que primero debía recoger a Doyle, sin sospechar que el transcurrir de los minutos se encargaría de aplastar aquel ánimo tan festivo.

El primer golpe se lo asestó el propio periódico: «¡Viene el hombre invisible!», rezaba el titular. Wells tuvo que parpadear varias veces, como si hubiera recibido las salpicaduras de un limón. Al parecer, al autor de la noticia, una más de las muchas que recogían los numerosos sucesos paranormales que ocurrían en Dartmoor, le había parecido divertido usar como titular el grito de alarma que aullaban los personajes de su novela mientras huían aterrorizados de la criatura invisible. Como pueden imaginar, la broma molestó al escritor, que no llevaba demasiado bien que otros se apropiaran de sus ideas. Había escrito aquella frase con la intención de sobrecoger al lector ahondando en uno de sus miedos más ancestrales: el pánico a aquello que no se puede ver, a aquello que tan solo puede imaginarse. Y le enervó que aquel gacetillero irrespetuoso con el trabajo ajeno la usara para mover a la risa a los lectores, si bien el resto del artículo le hizo aún menos gracia, pues tras el ingenioso titular, aquel periodista de medio pelo desgranaba con sorna los últimos fenómenos extraños ocurridos en la zona. Según parecía, los espíritus habían desarrollado una desmedida querencia por aquel lugar. Aunque también podía ser, especulaba con ironía, que el hombre invisible hubiera encontrado allí a la mujer de sus sueños, tan incorpórea como él, y que ambos hubieran engendrado una copiosa y etérea estirpe que, asentada con sigilo entre el pueblo de los «visibles», tratara de conquistar la comarca mediante aquel régimen de terror. ¿Por qué no?, concluía con un imaginario encogimiento de hombros: si se daba crédito al abundante número de sillas que se movían solas y de platos que volaban repentinamente por los aires en aquellas lúgubres tierras, cualquier explicación podía ser tan legítima o más que la absurda creencia de que la mitad de los espíritus de Inglaterra habían escogido aquella desolada región como destino vacacional.

Wells dejó de leer. Había empezado a sentir un vacío en el estómago. ¿No era demasiada casualidad que, justamente aquella mañana, la prensa hubiese rescatado aquella frase de su novela para titular un artículo que hablaba del lugar al que pensaban ir de excursión? Aunque lo intentara, no podía ignorar aquella azarosa conjunción de elementos. ¡Pero si hasta algunos de los espeluznantes fenómenos que se mencionaban habían sucedido en Brook Manor, la primera de las casas que iban a visitar! Los lugareños aseguraban haber visto la luz de un candil vagando como una luciérnaga revoltosa de una ventana a otra de la casa, supuestamente vacía, y varios de los guardeses que habían desfilado por la propiedad habían renunciado a su cargo a causa del insoportable y constante ruido de voces, pisadas y aullidos que recorrían día y noche los tenebrosos pasillos de la mansión.

¿Y aquella era la casa que se disponían a visitar en pocas horas?, pensó Wells atemorizado, no por aquellas viejas historias de fantasmas que poco le afectaban, sino por el pavoroso mensaje cifrado que solía intuir en cualquier casualidad. ¿Por qué habían publicado ese artículo justo aquel día, y no ayer o mañana? ¿Se hallaba ante alguna advertencia oculta? Quizá no fuese una buena idea dirigirse hacia la guarida donde, tras escapar de las páginas en las que él la había encerrado, parecía ocultarse su atormentada creación…

Trató de embridar su febril imaginación con el objeto de recuperar la cordura perdida. De acuerdo, se dijo, no le sentaba nada bien que alguien difuminara las fronteras entre sus novelas y el mundo real, aunque lo hiciera medio en broma, pero no se trataba de una reacción pueril, sino de una aprensión lógica, pues siempre que eso había sucedido, su vida había resultado afectada de alguna u otra forma. Tras escribir La máquina del tiempo, la aparición de Viajes Temporales Murray le había reportado, aparte de numerosos quebraderos de cabeza, un enemigo acérrimo. Aunque, por otro lado, la reproducción de la invasión marciana de La guerra de los mundos había convertido a aquel enemigo en uno de sus mejores amigos. Se preguntó qué le depararía un posible encuentro con el hombre invisible de su novela. ¿Una nueva mascota? ¿Que Jane le diera trillizos? Resultaba difícil de imaginar.

Ni siquiera había tenido tiempo de reírse de su propia broma cuando oyó el rumor de cascos que anunciaba la llegada del carruaje con la pomposa «G». A través de la ventana de la cocina, vio a Doyle apearse del coche, y luego contempló con fastidio cómo ayudaba a bajar a la señorita Jean Leckie. Aquello terminó de redondear su mal humor. No es que Wells tuviera algo en contra de la muchacha, que poseía ese tipo de belleza exquisita y etérea —ojos verde avellana, cabello rubio oscuro, figura pequeña y esbelta— propio de las ilustraciones de hadas que tanto agradaban a Doyle. Más bien todo lo contrario: apreciaba su sagaz inteligencia y su franco sentido del humor; de hecho, ambas parejas procuraban coincidir siempre que tenían ocasión desde que Doyle y Jean se dejaban ver en sociedad —aunque hasta entonces la muchacha siempre había aparecido escoltada por su hermano Malcolm o por alguna otra carabina, para guardar las apariencias—. Sin embargo, aunque le cayera bien, Wells veía su presencia aquella mañana como una molestia para sus planes, y maldijo en silencio a Doyle por haberla invitado. Conocía sobradamente al escocés como para saber que, ante su amiga, no admitiría ninguna recomendación por parte de nadie sobre cómo debía tratar al impertinente Montgomery Gilmore.

Y lo cierto era que no se había equivocado. Durante el largo viaje a Dartmoor, Wells había intentado sacar el tema en varias ocasiones, pero todas habían fracasado estrepitosamente. Por suerte, Jane había conseguido relajar el ambiente preguntando a Doyle por el encuentro que había disputado hacía unos días en Lord’s con el Marylebone Cricket Club, un partido mítico del que todo el mundo hablaba, y Doyle se había entregado a tejer aquella interminable crónica sobre bates que golpeaban pelotas siguiendo unas caprichosas reglas que solo él parecía entender. Para colmo, circulaban a una velocidad tan ridículamente lenta que Wells pensó que en cualquier momento el cuerpo dormido del cochero caería desde el pescante.

Abatido, se desentendió de las hazañas de Doyle y echó un vistazo por la ventanilla. Aunque todavía atravesaban una hermosa campiña y el camino estaba flanqueado de verdes pastos y mullidos bosques entre los que despuntaban primorosas casitas tapizadas de hiedra, Wells tuvo la impresión de que una especie de tristeza empezaba a embargar el paisaje: como una tormenta, el páramo anunciaba su proximidad. Si apoyaba la frente en la ventanilla, podía ver a lo lejos una siniestra formación de colinas recortándose contra un cielo tan oscuro que parecía una ciénaga. Y aquel tenebroso feudo de melancolía era su destino… Ya no tenía dudas: aquel iba a resultar un día espantoso.

Al cabo de media hora de atravesar caminos constreñidos por robles y abetos cada vez más siniestros, el carruaje alcanzó la cima de una pequeña loma, y allí se detuvo, exhausto. Doyle interrumpió al fin su eterna crónica, y todos se asomaron a las ventanillas. El terreno se abría en una profunda depresión en forma de copa, y ante ellos, como una alfombra raída, se extendía el fantasmagórico páramo. Parecía una superficie yerma e infinita en la que apenas se apreciaban tres o cuatro construcciones desperdigadas, separadas unas de otras por grandes distancias, y salpicada aquí y allá por rojizos coágulos de rocas y algún que otro árbol retorcido al que el viento imponía un cabeceo torturado. El páramo era la soledad hecha tierra, podía decirse. La muerte había extendido allí su manto, y vagaba desnuda y salvaje por el mundo.

—Brook Manor —dijo el cochero en tono sombrío, señalando con el látigo la primera de las casas.

Descendieron hacia la mansión en un lúgubre silencio, roto únicamente por el rumor de los cascos y el rechinar de las ruedas, mientras contemplaban cómo se erguía ante ellos su maciza silueta: una imponente mole de piedra de la que se elevaban hacia el oscuro cielo dos torres almenadas gemelas. A su derecha, desollado y onírico, se extendía el páramo, punteado en la lejanía por lo que parecía una pequeña aldea y un par de granjas. Wells recordó que, a cuatro o cinco millas de allí, se encontraba la prisión de Princetown, célebre por su dureza. Un par de minutos después, el carruaje se detuvo ante la espectacular cancela de la mansión, un delirio de hierro forjado moteado de herrumbre y flanqueado por dos desgastados pilares de piedra.

Animados ante la perspectiva de aquella primera distracción, el grupo bajó del coche con la intención de echar un vistazo y estirar las piernas, pero en cuanto pusieron un pie en el suelo, les embistió una helada ráfaga de viento que los obligó a arrebujarse en sus capas y abrigos. Tiritando, se acercaron a la verja y contemplaron sobrecogidos la larga avenida festoneada de árboles que se desplegaba tras los barrotes, en cuyo extremo, amortajada en una crisálida de niebla, se adivinaba la mansión. Parecía palpitar lentamente, como una criatura maligna que un oscuro maleficio hubiera devuelto a la vida. Durante varios segundos, todos permanecieron en silencio, agarrados a los barrotes de la verja como si aquel lóbrego corredor amenazara con aspirar sus almas. El viento arremetía contra ellos, tironeaba de sus ropas y barría la avenida, convirtiendo la hojarasca que cubría el camino en una enloquecida bandada de cuervos.

—Si el diablo deseara inmiscuirse en los asuntos humanos, no podría encontrar escenario mejor —susurró Wells.

—¡Una afirmación con la que no podría estar más de acuerdo! —bramó Doyle, volviéndose hacia él—. Confiésalo, George: a pesar de todo tu escepticismo, si en este momento un perro espantoso apareciera por esa avenida y corriera hacia nosotros con las fauces abiertas, pensarías que proviene directamente del mismísimo infierno.

—Supongo que sí…

El escritor escudriñó con aprensión la avenida, y le vino a la mente el peludo y enorme Black Shuck, el perro de la famosa leyenda de Norfolk, cuya salvaje mirada causaba la muerte. Murray iba a tener que gastarse una fortuna en bombillas eléctricas si quería que él fuera a visitarlo a aquella horrenda casa.

—Pues si yo viera correr a un maldito perro hacia mí, y perdonen que me meta donde no me llaman —dijo el cochero, que había bajado del pescante y se había acercado sigilosamente a ellos—, lo que menos me importaría es saber de qué mundo viene. Les aseguro que huiría como alma que lleva el diablo hacia cualquier puerta que pudiera separarme de él.

Todos miraron al cochero un tanto desconcertados.

—¿No le gustan a usted los perros? —preguntó Jean con amabilidad.

El anciano negó con vigor.

—Los odio, señorita Leckie, no se imagina cuánto. Me temo que quienes fuimos mordidos de niños por un animal tan traicionero, nunca volveremos a confiar en uno.

—Es cierto que mucha gente les tiene aversión —medió Jane, dedicándole una sonrisa comprensiva al anciano—, pero no me negará que hay razas absolutamente adorables e inofensivas.

El anciano observó a Jane en silencio durante unos instantes, sonriéndole con un extraño afecto.

—Todas tienen dientes, señora Wells —objetó riendo.

—En eso tiene razón —le respondió ella, uniéndose a su risa.

—¡Hace demasiado frío aquí fuera! —gruñó entonces Wells, molesto ante la complicidad que su esposa mostraba con el cochero. De pronto, se preguntó qué demonios hacían en mitad de aquel horrible páramo, padeciendo un frío tan espantoso y hablando con el anciano sobre su terror a los perros—. Creo que sería mejor que esperásemos dentro del carruaje a Emma y a Montgomery.

Todos expresaron su conformidad y, arrebujándose de nuevo en sus abrigos, buscaron el cobijo del coche.

—Yo odio a los perros y usted odia las escaleras de la Pañería de Edwin Hyde, ¿verdad? —le susurró el cochero cuando Wells pasó a su lado.

El escritor lo miró boquiabierto, mientras intentaba recordar cuándo le había contado al cochero que de joven se había caído por las escaleras de aquella pañería de Southsea. El anciano sonrió para sí, señalándose el lugar de la barbilla donde Wells tenía la pequeña cicatriz. En ese momento, un sonido estridente en la cima de la colina atrajo todas las miradas. Resplandeciendo a través de la niebla, una extravagante máquina rodante descendía hacia ellos a una velocidad estremecedora, mientras les saludaba con una especie de bramido que resonaba a lo largo y ancho del páramo, compitiendo con el aullido del viento.