Si en ese momento alguien hubiese ocupado la silla que Wells acababa de dejar libre, habría podido ver al escritor, que todos suponían en la cocina, cruzar el jardín arrebujado en su chaqueta. Y si aquella imagen le hubiese intrigado lo suficiente como para levantarse del asiento, aproximarse a la ventana y torcer el cuello en el ángulo adecuado, le habría visto además acercarse al hombretón que contemplaba los hibiscos para propinarle un par de vacilantes palmaditas en la espalda. Como ustedes, yo también sospecho que allí fuera va a tener lugar una conversación mucho más interesante que el monólogo de Doyle, así que permítanme que, mientras el escocés describe las multitudinarias reuniones que las focas componían sobre los témpanos para parir a sus crías todas a una, me acerque a espiar a Wells y a Murray.
—Si crees que enterramos la caja de las pastas bajo los hibiscos vas muy desencaminado, Monty —bromeó el escritor.
Murray sonrió con abatimiento.
—Ya sé que las guardas en el canasto de mimbre que hay en la cocina. No he salido al jardín por eso, George.
—Entonces ¿por qué has decidido exponerte a este condenado frío? ¿Qué te ocurre? Hace un momento eras el charlatán más impertinente del mundo, y ahora pareces un fantasma.
—«Monty es la persona más auténtica que conozco.» ¿No has oído a Emma? —respondió el millonario sin apartar la vista de las flores.
—Sí, claro que la he oído —murmuró Wells.
—Bien, entonces ya sabes lo equivocada que está.
Así que aquello era lo que atormentaba a Murray. Otra vez… Al comprender que iban a enredarse en otra de aquellas charlas rituales sobre la conveniencia o no de contarle a Emma quién era en realidad el millonario, Wells dejó escapar un suspiro. Aquellas conversaciones esporádicas que se veían obligados a mantener a espaldas de las mujeres solo servían para que Murray se desahogara, pues nunca resolvían nada. Miró por encima del hombro hacia la ventana del salón, y distinguió a Doyle moviendo las manos en el aire, como si estuviera haciendo bailar un par de títeres. Parecía que, de momento, nadie iba a salir a buscarlos.
—Pero Monty —dijo Wells—, ya hemos hablado mil veces de esto. Si quieres decirle a Emma quién eres realmente, hazlo de una vez, porque cuanto más tardes, más difícil te resultará. Te recuerdo que ya han pasado dos años desde que bajaste de aquel ridículo globo. Y si decides no decírselo, convéncete de que eso es lo mejor para los dos, de modo que ese tipo de comentarios no te afecten.
—Lo sé, George, pero el problema es que no sé qué decisión debo tomar. Una parte de mí opina que debería confesárselo. Buscar el momento adecuado y explicárselo lo mejor posible. Estoy seguro de que lo entenderá… O al menos eso quiero creer.
—Pues hazlo.
—Pero la otra parte no quiere arriesgarse a estropear la felicidad de la que disfrutamos. Si perdiera a Emma… Si la perdiera, George, no sé qué haría… Me temo que no querría seguir viviendo.
—Pues entonces no lo hagas.
—No eres de mucha ayuda, George —rezongó Murray.
—¡Maldita sea, Monty, no soy yo quien tiene que decidirlo, sino tú! —exclamó Wells—. Y hazlo de una vez, porque si sigues con ese peso en tu corazón, acabarás volviéndote loco.
Murray asintió, al tiempo que fruncía los labios, semejando una herida recién cosida.
—Ya casi lo estoy, George. Paso los días entre los remordimientos que me asaltan al pensar que ella ignora quién soy, y el miedo a que lo descubra. ¿Te acuerdas de aquel agente de Scotland Yard que estuvo investigándome durante un tiempo? Aquel larguirucho arrogante al que revelaste mi identidad para salvar tu pellejo…
—Sí, sí, lo recuerdo —respondió Wells con incomodidad—. Y ya te dije que lo sentía. Pero ¿qué querías que hiciera? En aquella época tú y yo no éramos…
—Lo sé, George, lo sé. Ya sabes que no te culpo. Pero durante los meses en que aquel agente estuvo investigándome lo pasé realmente mal. Me costó mucho dinero abortar todos sus intentos por descubrirme. Aquel tipo parecía obsesionado conmigo. Llegó un momento en que ya no sabía qué hacer. Había sobornado a medio Londres y aquel maldito engreído seguía empeñado en descubrirme. Resultó un pulso agotador, te lo aseguro, pero lo peor fue evitar que Emma reparase en lo asustado que estaba. Hasta que un día, de buenas a primeras, cuando ya casi me tenía acorralado, dejó de atosigarme.
—¿De verdad?
—Sí, de pronto pareció perder todo interés por la investigación, y desde entonces no ha vuelto a molestarme.
—¿Y nunca llegaste a saber por qué abandonó?
—Supongo que algún superior al que soborné le ordenaría que dejara de hacerlo, aunque me cuesta creer que ese tipo no intentara protestar. Quizá decidió dejarlo él mismo, sin sospechar que su presa estaba a punto de rendirse. Quién sabe, tal vez no fuese tan obstinado como yo creía. Entonces me calmé, ¿sabes? Y empecé a acariciar la idea de que ya nadie podría descubrirme, de que Emma jamás conocería mi verdadera identidad a menos que yo mismo decidiera confesárselo. Hasta esta tarde.
—¿Hasta esta tarde? —se sorprendió Wells.
—Sí, esta tarde, al verte aparecer con Doyle, he vuelto a sentir aquel antiguo miedo y me he echado a temblar. Creía que me reconocería, que usaría sus habilidades deductivas y no tardaría en dirigirse a mí por mi verdadero nombre.
Wells soltó una carcajada.
—Oh, vamos, ¿por qué iba Doyle a relacionarte con Gilliam Murray? Eso sería como pensar que yo tengo una máquina del tiempo en el desván de casa.
Murray se encogió de hombros.
—Imagino que, como la mayoría de sus lectores, siempre he pensado que era tan astuto como su detective. —Hizo una pausa y pareció reflexionar—. Cuando Viajes Temporales Murray existía, Doyle fue uno de sus más fervientes defensores. Escribió muchos artículos contra quienes me acusaban de ser un embaucador, ¿lo sabías? Incluso cruzamos un par de cartas, en las que le conté con todo detalle cómo había descubierto el agujero que conducía a la cuarta dimensión en aquella expedición a África. Cuando mostró su interés por viajar al año 2000, incluso le escribí diciéndole que, en agradecimiento a su defensa, organizaría una expedición especial solo para él, como había hecho para la propia reina. Pero desafortunadamente, mientras la organizaba… Bueno, ya sabes… el agujero desapareció.
—Ya. Una verdadera lástima. A Doyle le habría encantado ver tu futuro.
—Y cuando te he visto aparecer con él… —continuó Murray, ignorando el comentario del escritor—. Dios, George, pensé que le bastaría un rápido vistazo para descubrir todo el pastel. Y, además, ante Emma. Sin embargo, no me ha reconocido, y el hecho de que ni siquiera el mismísimo creador de Sherlock Holmes haya podido hacerlo me lleva a pensar que mi identidad tal vez esté a salvo. Nadie me ha reconocido hasta ahora. A estas alturas, todos parecen haberse olvidado del Dueño del Tiempo. Así que Emma jamás se enterará de mi secreto, a menos que yo mismo se lo confiese.
El millonario fue bajando la cabeza poco a poco, cada vez más, como si sus pensamientos fueran de hierro, hasta que acabó mirándose los zapatos. Wells aguardó pacientemente a que continuara.
—En realidad, podría dejar las cosas tal como están —dijo al fin—. Así no correría ningún riesgo. Y descartado el miedo, ya solo tendría que lidiar con los remordimientos. ¡Aunque no sabes qué terrible amargura me inunda al saber que le estoy mintiendo! Así que no sé qué demonios hacer. ¿Qué me aconsejas, George?
—Yo no soy nadie para darte consejos, Monty.
—Oh, vamos. Tú me diste en tu carta el mejor consejo que me han dado nunca. Dime qué debo hacer, por favor.
—Yo no escribí esa maldita… Da igual. —Wells lanzó un suspiro de cansancio—. De acuerdo, Monty. Te diré qué haría yo.
Durante unos segundos Wells no dijo nada. Se sentía incapaz de decidir cuál de las dos opciones era la mejor, pues ambas eran igualmente defendibles. Podía decirle que se lo contara, que ella merecía saber quién era realmente él. Pero también podía decirle que no lo hiciera, que Emma era feliz así y que lo que él hubiese hecho en el pasado carecía de importancia porque Murray había cambiado tanto que era como si lo hubiese hecho otra persona. No obstante, lo peor de todo no era su incapacidad de escoger entre ambas opciones, se dijo Wells, sino la imposibilidad de ver un drama en todo aquello. Por mucho que se esforzara —y llevaba dos años haciéndolo—, no lograba comprender dónde estaba el problema. Desde su punto de vista, Emma no debería enfadarse por algo así. ¿Acaso abandonaría él a Jane si ella le confesara que antes de conocerle había sido la famosa tragasables Selma Cavalieri? Por supuesto que no. Y tampoco comprendía los remordimientos que atormentaban a Murray al pensar que ella ignoraba quién era. Estaba seguro de que, en su caso, si él decidía que lo mejor para preservar cuanto tenía era guardar un secreto, lo haría sin sentir la menor preocupación. ¿Por qué le costaba tanto a Murray hacer eso? No lo sabía, pero intuía que la pregunta no era esa, sino otra: ¿por qué le resultaba tan fácil a él? Por su falta de empatía, se dijo, aquella carencia a la que tanto aludía Jane para explicar ciertos comportamientos suyos. Si tuviera esa capacidad, podría ponerse en el lugar de Murray y aconsejarle lo mejor para él. Pero aquella mudanza a otra piel que la mayoría de la humanidad realizaba casi como un acto reflejo, a él le estaba vedado. Murray le había pedido consejo, y para no defraudarlo, lo único que podía hacer era darle uno, por arbitrario que fuese, y disimular con aquel gesto de amigo que cualquier asunto relacionado con la vida de los otros carecía de gravedad para él.
—¿Y bien, George? —dijo Murray ante su prolongado silencio.
—Debes contárselo —respondió Wells, como podría haber respondido justo lo contrario.
—¿Eso es lo que crees?
—Absolutamente.
—¿Por qué? —preguntó Murray con aire desvalido.
Wells tuvo que reprimir un encogimiento de hombros.
—Porque si no lo haces, vuestra felicidad se sostendrá sobre una mentira —improvisó—. ¿Crees que ella se merece eso? A mí me parece que no. Ella confía en ti, Monty. Jamás te consideraría capaz de ocultarle nada, y menos que eres el Dueño del Tiempo. Si lo descubriese, se sentiría traicionada por la única persona del mundo de la que jamás esperaría una traición. Y no irás a creer que eres menos traidor por el hecho de que no pueda descubrirlo. ¿No dices que la amas? Entonces ¿cómo puedes permitir que tu amor no sea del todo sincero?
Murray reflexionó sobre sus palabras, mientras a su lado Wells cavilaba sobre lo difundida que estaba entre la humanidad la absurda práctica de pedir consejo, de exponerse a que otro decidiera por uno mismo, estudiando el problema desde fuera, de un modo teórico, a salvo de sus consecuencias.
—Supongo que tienes razón, George —admitió Murray—. Me enorgullezco de amarla, pero mi amor no es perfecto. Tiene una impureza, una mancha que he de borrar. Ella no se merece un amor que no sea completamente sincero. Se lo diré, George. Seré valiente y lo haré. Y antes de la boda.
Tras aquella promesa, estrechó entre sus brazos a Wells, que se sintió como si lo abrazara un oso grizzly. Regresaron al interior de la casa y ocuparon sus puestos en la mesa. Nadie preguntó por las pastas. Doyle continuó hablando un rato más de focas y océanos erizados de témpanos, mientras Murray se limitaba a asentir de vez en cuando, visiblemente distraído. Era evidente que seguía dándole vueltas a lo que Wells acababa de decirle, pero el escritor sabía que, por mucho que en aquel momento tuviera intención de seguir su consejo, los días se sucederían sin que el millonario le confesara a Emma su verdadera identidad, como siempre ocurría.
Al rato, hasta las aventuras de Doyle demostraron tener un límite, y cuando el escocés remató su monólogo con la inevitable lección moral que había extraído de todo aquello, la conversación languideció y nadie hizo ningún esfuerzo por avivarla. Era ya muy tarde y les esperaba un largo viaje de vuelta, así que lo mejor era empezar a despedirse, y citarse para la excursión a Darmoot la semana siguiente. Sin embargo, por la mirada de determinación que Murray le dedicó al subir a su carruaje, Wells tuvo la repentina sospecha de que esta vez el transcurrir de los días no lograría sofocar su resolución. Lo más probable era que, la próxima vez que se vieran, ya le hubiera confesado a Emma que estaba a punto de casarse con el Dueño del Tiempo.
Esa noche le costó conciliar el sueño. Le preocupaban las consecuencias que su consejo podría acarrearle al millonario si se atrevía a llevarlo a cabo. Emma le parecía una muchacha lo bastante inteligente y enamorada como para que la confesión de Murray no hiciera más que unir a la pareja. Pero ¿y si no era así? ¿Y si la muchacha lo abandonaba, incapaz de perdonarlo? ¿Debería él sentirse culpable? ¿Acaso en alguna parte poco frecuentada de su mente pervivía un diminuto rescoldo del viejo odio que había sentido hacia Murray, y el consejo que le había dado iba encaminado a desbaratar su felicidad, aquella felicidad resplandeciente e hipnótica que quizá envidiaba en secreto? No, en su mente no perduraba ninguna brasa de aquel antiguo fuego, de eso estaba seguro. De haber sido así, no habría acudido a hablar con el agente Clayton dos años atrás.
Wells solo conocía al agente de su breve excursión a Horsell la mañana en la que había aparecido el cilindro marciano, pero algo le decía que aquel muchacho presuntuoso y metódico no cejaría en su empeño de desenmascarar a Montgomery Gilmore, por muchos medios que el millonario usara para disuadirlo. Así que una mañana se había presentado en el despacho del policía y él mismo le había contado todo lo que había que saber sobre Viajes Temporales Murray; al fin y al cabo, el agente habría acabado averiguándolo tarde o temprano por sí solo. Y lo había hecho rogando para que el ansia del joven por encontrar la verdad fuera mayor que su deseo de gloria. Tras aquella revelación, empleó sus dotes oratorias para tratar de convencerlo de que abandonara el caso, diciéndole que aquel hombre en nada se parecía al que había sido, que todo el mundo merecía una segunda oportunidad, y muchas otras cosas. Por desgracia, ninguno de sus argumentos logró conmover a Clayton. Finalmente, movido por la desesperación, incluso había apelado a la historia de amor que el millonario y Emma estaban protagonizando para regocijo de toda Inglaterra, una historia que había comenzado con la llegada del cilindro marciano y que el agente no tenía ningún derecho a desbaratar, por mucho que su actuación le reportara una medalla más para su solapa. Si hacía público todo lo que sabía sobre Murray, sin duda Emma lo abandonaría y nunca más volverían a estar juntos. «¿Cree que con ese argumento va a convencerme?», le había dicho Clayton con una sonrisa burlona, a lo que él había respondido, ruborizándose ante sus propias palabras: «Lo dudo, porque para eso debería saber la terrible condena que supone seguir viviendo cuando has hecho daño a lo que más amas». El agente había guardado silencio unos segundos, y luego le había pedido educadamente que abandonara su despacho. Wells obedeció, maldiciéndose por su lamentable actuación. Por Murray se había convertido en un cruzado del amor, aunque de nada había servido, salvo para ponerse en ridículo ante aquel muchachito engreído. Sin embargo, las semanas fueron sucediéndose sin que Murray volviera a mencionar al agente Clayton y, poco a poco, Wells comprendió que aunque a su juicio el amor estaba sobrevalorado, era un sentimiento que muchos apreciaban, y cuando se tropezaban con él, incluso lo bordeaban para no pisarlo, como si se tratara de un macizo de flores.
Así que, en resumen, Wells había evitado que Emma se enterase del secreto de su prometido. Pero entonces ¿por qué demonios le había aconsejado a Murray que se lo contara, cuando podría haberle sugerido justo lo contrario? Para encontrar la respuesta a esa pregunta había que excavar demasiado hondo en su alma, de modo que prefirió dejarlo correr.
No obstante, el gran parecido de esa escena con cierta tarde de su pasado en la que Murray había acudido a su casa para conocer su opinión sobre su infumable novelita, le sorprendió. También entonces Wells había podido elegir entre dos opciones. Había tenido en sus manos los sueños de aquel desconocido que esperaba su veredicto patéticamente encajonado en un sillón de su salita. Y esta tarde, cinco años después, alguien había dispuesto las piezas del mismo modo junto a los hibiscos, para que volviera a sentir lo mismo: que podía conducir la vida de Murray por el camino que a él se le antojara, por mucho que ahora fuera millonario y su mejor amigo.
Con un escalofrío, Wells se preguntó qué encontraría Murray al final del sendero que esta vez había escogido para él.