Cuando, irritado y exhausto, Wells entró en casa, Jane acababa de llegar de Londres, donde había almorzado con los Garfield, y lo primero que hizo fue contarle el vergonzoso espectáculo que había tenido que presenciar en Horsell. Le describió cada una de las sorpresas que surgieron del cilindro en un tono que dejaba bien claro lo ridículo que le había parecido todo aquello, pero a medida que hablaba, la cara de Jane se iba iluminando cada vez más. Para su asombro, la apasionada gesta del millonario la emocionó como pocas cosas lo habían hecho en la vida. Le parecía lo más romántico que un hombre podía hacer por una mujer, y aquella rotunda afirmación, más que incendiarlo por dentro con el fuego de los celos, lo abatió, porque de un modo implícito volvía terriblemente decepcionantes sus pequeños gestos de amor. Él no había descendido de un globo para conquistarla. No, no lo había hecho, era cierto. Pero ¿qué mérito o esfuerzo había en eso, aparte del logístico? Wells había conquistado el corazón de Jane durante largas caminatas a la estación de Charing Cross, en las que la había fascinado con la palabra, solo con lo que él era, sin necesidad de contratar ningún grupo de faquires y acróbatas o de lucir un sombrero humeante en la cabeza. Había escogido el camino difícil, se había valido únicamente de su graciosa y envolvente oratoria. En otras palabras: no había hecho trampas. Pero evidentemente Jane no lo veía así. Para ella, Murray no solo había organizado todo aquello cuidando hasta el más mínimo detalle, sino que se había expuesto al ridículo público por conseguir el amor de aquella mujer. ¿Habría sido capaz Wells de hacer algo semejante?, preguntó a su esposo. ¡Claro que no! Así que ya podía ir desbrozando su corazón de antiguos rencores, le amenazó, pues empezaba a acumular tanto odio que apenas quedaba sitio para la felicidad, ni siquiera para los goces más sencillos de la vida.
Tras decir aquello, abandonó la salita dando un fuerte portazo, y Wells quedó varado en mitad de la habitación. Odiaba que Jane rematara sus discusiones marchándose a otra parte de la casa con un gesto airado, no tanto porque aquello le dejaba con la palabra en la boca, sino porque impedía que la discusión se resolviera allí mismo, obligándolo a discutir a plazos. Se derrumbó en un sillón de la sala, sin ganas todavía de perseguirla de habitación en habitación. Que se despojara de sus antiguos rencores, le había dicho ella, remedando lo que ya le dijera cuando le mostró la carta de Murray. Desde aquel fatídico día, Wells no había vuelto a sacar el tema, y ante la falta de alusiones por parte de su mujer, creyó que ella había acabado olvidándolo. Pero quizá Jane nunca lo había olvidado, quizá solo había fingido olvidarlo por el bien de la convivencia, y con el tiempo el asunto había salido inesperadamente a la superficie, como el cadáver del que uno creía haberse deshecho arrojándolo al fondo de un lago.
Wells suspiró. Jane era una caja de sorpresas. En cambio, él carecía de misterio para ella, como su mujer no se cansaba de repetirle. Era como si estuviese tallado en cristal, con su corazón, su estómago, su hígado y demás órganos vitales al aire. De hecho, su mujer aprovechaba cualquier situación para estudiarlo, extrayendo cada día nuevas y originales teorías sobre el funcionamiento de lo que cariñosamente denominaba «el espécimen Wells».
La semana pasada, sin ir más lejos, le había hecho partícipe de otra de ellas. Podía suceder en cualquier parte, Wells no podía preverlo. Aquella vez se encontraban cenando en el restaurante Holborn, y él llevaba casi diez minutos alabando el vino que le habían servido, sin conseguir la confirmación de Jane. Su mujer se limitaba a escuchar su panegírico sonriendo de vez en cuando, más atenta al ambiente del local que a su elogiosa cháchara. Así que Wells, que no soportaba que se reservase para sí misma ninguna de sus opiniones sobre el mundo, y mucho menos sobre algo que él había tasado de excelente, se vio obligado a preguntarle directamente si no estaba de acuerdo con sus palabras. Jane suspiró y contempló a su marido en silencio, considerando si debía decirle lo que pensaba al respecto o dejarlo correr. Al cabo de unos segundos se encogió de hombros y, encomendándose a la Providencia, dijo:
—No está mal, Bertie. Pero no me parece tan excelente como a ti. Es más, me atrevería a decir que a ti tampoco te lo parece.
Esa última afirmación desconcertó a Wells. Fue oírla e insistir aún más obstinadamente en el placer que le estaba produciendo el vino: en cómo se deslizaba aterciopelado por su garganta, en cómo le dejaba en la boca un sabor a bosque al amanecer… Jane lo dejó hablar, mientras con la lengua emitía un molesto ruidito con el que consiguió que el exaltado discurso de su marido fuera extinguiéndose poco a poco. Finalmente, un tanto enojado, Wells se decidió a escucharla. Y Jane habló con la autoridad que le otorgaban otras muchas revelaciones como la que estaba a punto de hacer.
—El vino no te parece excelente por sí mismo —le explicó, luciendo la sonrisa que siempre afloraba a sus labios cuando se entregaba a descifrarlo—, sino por la situación.
Y, señalando a su alrededor con un gesto de la mano, invitó a Wells a analizarla. Se encontraban en un restaurante que, como describía su publicidad, combinaba con acierto el atractivo de los establecimientos parisinos con la tranquilidad y el orden inherentes a la costumbre inglesa, y daba la casualidad de que, además, no había muchos clientes esa noche, por lo que las conversaciones a su alrededor no constituían un ruido molesto, sino más bien un agradable arrullo. Les habían dado una mesa en una esquina del fondo, a resguardo de los demás comensales, a los que podían observar sin disimulo. Al traerles la carta, el camarero lo había reconocido e incluso había celebrado su última novela. El vino estaba servido a la temperatura perfecta, y en una copa de tallo alto que se adaptaba graciosamente a la mano, haciéndole creer que sostenía una pompa de jabón. La música de la orquesta sonaba suave, había sido un fructífero día de escritura… ¿Era necesario que siguiera?
—Cualquier vino decente te parecería excelente en estas circunstancias, Bertie. Y ese mismo vino no habría merecido ninguna consideración por tu parte, o incluso te habría parecido pésimo, si nos hubiesen dado una mesa junto a la puerta y hubiésemos tenido que cenar recibiendo las intermitentes ráfagas de frío que provocan los clientes al entrar o salir. O si el camarero no hubiese sido tan amable. O si la íntima iluminación del local te resultara excesiva o insuficiente. O si…
—De acuerdo, de acuerdo. Pero eso le ocurre a todo el mundo… —se había defendido él sin demasiada convicción, como si aquella protesta no fuese más que un obligado trámite que debía cumplir antes de rendirse a la nueva teoría de Jane.
Ella negó con la cabeza.
—Nadie es tan sugestionable como tú, Bertie. Nadie.
Wells guardó el tradicional silencio reflexivo que seguía a las revelaciones de Jane. Su mujer se puso entonces a hojear la carta, fingiendo decidir entre el buey o el salmón, mientras le dejaba cavilar a sus anchas, sabiendo que él estaba haciendo lo que siempre hacía tras cada uno de sus juicios: repasar algunas escenas de su vida para comprobar si aquella ley también se cumplía. Cuando, después de unos minutos, se cansó de tan estéril labor, Wells aceptó a regañadientes que ella tal vez tuviera razón. Y de camino a casa, se preguntó si Jane temía que todo su amor se sostuviera sobre unos pilares tan frágiles como las azarosas circunstancias que reinaban el día que se conocieron: el buen humor con que él llegó para impartir su clase, el vestido de luto que ella llevaba por la reciente muerte de su padre, la luz que entraba por la ventana del aula para incendiarle el cabello, el aburrimiento de los otros alumnos, que les permitió hablar sin sentirse espiados… Quizá si ese día hubiese llovido y él hubiera llegado a clase empapado y de mal humor, o si ella hubiese escogido un vestido que no la hiciera parecer tan frágil, aquella cena no se habría celebrado nunca. Pero qué más daba, concluyó. Las circunstancias habían sido las propicias, y allí estaban ahora, juntos y felices, pesara a quien pesase.
La puerta del salón se abrió de nuevo, sacándolo de sus cavilaciones, y desde el sillón vio entrar a Jane con las tijeras de podar los rosales en la mano y coger su sombrerito de paja del perchero. Una vez se lo puso, salió de la habitación dedicándole una mirada adusta, como si le molestara encontrarlo allí, despatarrado en aquel sillón en vez de estar adiestrando a un grupo de chimpancés para que bailaran para ella. Cada vez que discutían, Jane salía al jardín y descargaba su furia sobre los pobres rosales, por lo que durante unos cuantos días la casa entera olía a rosas recién cortadas. Un olor que Wells asociaba irremediablemente a sus enfados, aunque también a las reconciliaciones, pues tarde o temprano él iba a buscarla con una sonrisa de resignación como primer paso de los muchos que tendría que dar hasta que ella aceptase firmar un armisticio, cosa que siempre acababa haciendo. De algún modo sabía que el tiempo que las rosas tardaban en marchitarse era el plazo del que disponía para reparar su relación. Si por pereza o desinterés lo dejaba expirar, sería mejor que hiciera las maletas.
Y una vez más, antes de ponerse manos a la obra, Wells se preguntó si todo aquel esfuerzo merecía la pena por un matrimonio en el que cada vez se sentía más ahogado. De un tiempo a esa parte, por ejemplo, había notado cómo germinaba en sus entrañas el deseo de saborear otras mujeres, de descubrir la novedad de otros cuerpos, de volver a emprender la aventura ya olvidada del cortejo, de seducir a alguien que todavía no conociera todos sus trucos. En un primer momento se había sentido mal, pero luego comprendió que aquel punzante deseo no atentaba contra el amor que sentía por Jane. Tenía muy claro que ella era la mujer junto a la que quería morir. Además, les había llevado casi tres años acostumbrarse el uno al otro como para pensar siquiera en fraguar una complicidad semejante con otra hembra de su especie. No, no traicionaba a Jane por experimentar aquel apetito. Sin embargo, sentía que se traicionaba a sí mismo al tratar de sofocarlo, pregonando con sus higiénicos actos un orden de virtud y honestidad en el que no creía.
¿Quién había sido el lumbreras que había forzado al hombre a la monogamia cuando resultaba más que evidente que ese no era su estado natural? Él tenía necesidades que su matrimonio no podía cubrir. Quizá debía hablar con Jane de todo aquello, pensó, tratar de explicarle que su espíritu necesitaba más emociones de las que ella podía procurarle. Le pediría que de vez en cuando le permitiera llevar a cabo alguna correría amorosa fuera del lecho conyugal, y él se comprometería a no involucrar nunca el corazón, a mantener únicamente aventuras fugaces y lúdicas que no supusieran el menor riesgo para su matrimonio; en el fondo él también las prefería, pues le eximirían de adoptar el talante romántico que tanto le exigía ella. Jane siempre sería el timón de su vida, mientras aquellas amantes futuras solo alcanzarían la triste condición de tonificantes, cada vez más necesarios a medida que envejeciera, si no quería que el lento pero inexorable camino hacia la decrepitud acabara hundiendo su ánimo. Sin embargo, dudaba mucho que su mujer comprendiera aquella explicación, por muy lógica que a él le sonase, y menos aún que accediera a inaugurar una nueva rutina donde sus escapadas controladas fuesen admitidas como lubricante conyugal.
Se levantó del sillón y, deseoso de que las aguas volvieran a su cauce, algo que no sucedería si él no daba su brazo a torcer, fue a buscarla para suplicar su perdón. Lo obtuvo alrededor de la medianoche. Esta vez Jane pareció olvidarse de su decepcionante modo de amarla, o fingió hacerlo por el bien de la convivencia. Pero Wells no pudo. Y no porque tuviera remordimientos al respecto, sino porque Murray se lo impidió. Durante los días que siguieron, no había periódico que no albergara entre sus páginas algún artículo laudatorio recordando su increíble y maravillosa gesta, ni club donde no se debatiera apasionadamente sobre la audacia o temeridad del millonario. Desde su original petición de mano en los pastos de Horsell, Montgomery Gilmore y la señorita Emma Harlow se habían convertido en la pareja de moda. Todo Londres hablaba de ellos. Cientos de personas de vidas miserables los contemplaban con adoración, felices de que alguien pudiera vivir sus sueños por ellos. Wells trató de sobrellevar lo mejor que pudo aquel asombroso fervor del pueblo hacia la figura del millonario, y durante varias semanas, evitando los periódicos y los corrillos de los salones, incluso lo consiguió.
Pero su suerte no podía durar para siempre, y dos meses después, el destino quiso que coincidieran en la ópera. Wells había acudido con Jane al Royal Opera House a ver Fausto, y estaba cómodamente instalado en su asiento, dispuesto a disfrutar de aquel momento en el que las circunstancias parecían propicias —la butaca era cómoda, se encontraba lo suficientemente cerca del escenario para no tener que forzar la vista, la obra de Goethe le gustaba, la acústica era inmejorable…—, cuando de repente apareció un elemento desestabilizador. Hubo un murmullo general y todos los gemelos enfocaron uno de los palcos principales en el que acababa de irrumpir el millonario Montgomery Gilmore acompañado de su novia y la tía de esta. Al descubrir que eran el blanco de todas las miradas, Gilmore esbozó un magnánimo saludo, como un emperador romano, e invitó a Emma a realizar una graciosa reverencia, ante la mirada reprobatoria de su tía, aquella anciana de aspecto temible en cuya residencia se alojaba la joven, según había oído Wells. El saludo arrancó una entusiasta ovación al público. Sin la menor duda, la felicidad parecía hecha expresamente para ellos, como un traje a medida. Aun así, Wells se negó a contribuir a la algarabía con su aplauso. Permaneció cruzado de brazos, contemplando cómo aplaudía Jane, que con su actitud dejaba bien claro que en aquel asunto siempre tendrían posturas irreconciliables.
Una vez se descorrió el telón, Wells intentó disfrutar de la ópera, pero tal como Jane había pronosticado, el factor desestabilizador, o lo que era lo mismo, la presencia de Murray, se lo impidió. Se rebulló en la butaca, repentinamente incómodo, mientras en sus entrañas crecía un odio casi visceral hacia aquel género musical. Cerró los ojos, y el escenario donde la soprano deshojaba una margarita ante el elegante Fausto desapareció de su vista. Volvió a abrirlos, y cuando los iba a cerrar de nuevo, Jane, al reparar en su rictus de angustia, posó una mano sobre la suya con dulzura y le dedicó una sonrisa de ánimo. «Ignora el factor desestabilizador, Bertie —parecía decirle—. Disfruta del espectáculo y olvídate de todo lo demás.» Wells lanzó un suspiro. De acuerdo, lo haría. No permitiría que la presencia de Murray le estropeara la noche. Intentó concentrarse en el escenario, donde Fausto, con su gorro emplumado y su ceñido jubón violeta, daba vueltas alrededor de Margarita, pero unos cuchicheos provenientes de las filas traseras le distrajeron. «Qué hermosa es la muchacha», oyó comentar a alguien con admiración. «Sí, y dicen que le pidió matrimonio reproduciendo la novela de un tal Geoffrey Wesley.» Wells tuvo que apretar los dientes para no lanzar una maldición. ¿Cuánto faltaba para que acabase aquella estúpida ópera?
Mientras ellos se encontraban allí dentro, fuera se había desencadenado una de esas lloviznas tan típicas de Londres en las que la mayor parte del agua parece flotar en el aire, como si su densidad le impidiera atravesarlo, por lo que al salir del teatro los asistentes a la ópera tuvieron la sensación de sumergirse de repente en una gigantesca pecera. Los lacayos, resplandecientes con sus libreas rojas y doradas, se afanaban en poner orden en la caótica hilera de carruajes que avanzaba trabajosamente por la calle hacia la entrada del Royal Opera House. Las damas enviaron a sus acompañantes, ya fueran maridos o amantes, a la heroica misión de azuzar a los criados para que estos consiguieran que su coche levitara por encima de los demás, mientras ellas se refugiaban en los soportales y, en grupitos nada azarosos, intercambiaban educados comentarios sobre la obra, aunque la mayoría de ellas ni siquiera le hubiesen dedicado una mirada distraída. Todas deseaban llegar a casa cuanto antes, quitarse la capa empapada, el asfixiante corsé, los insufribles zapatos y descansar los ateridos pies frente a la chimenea. No obstante, todas sonreían gentilmente, como si no quisieran estar en ningún otro lugar. El espectáculo era más digno de contemplar que el que se había representado dentro del teatro.
Y uno de los caballeros expuestos a la lluvia era Wells, que intentaba llamar la atención del lacayo que tenía más cerca con unos insistentes golpecitos en su hombro que este ignoraba, atareado como estaba en increpar a los soñolientos cocheros. Harto de sufrir empujones y aceptar disculpas de otros acompañantes ocupados en la misma labor, el escritor optó por regresar a los soportales, donde había dejado a Jane conversando con el anciano matrimonio Stamford. Discretamente oculto tras una columna, Wells oteó el océano de chisteras y elaborados peinados en busca del delicado tocado de rosas pálidas de Jane sin apenas levantar la vista, pues temía tropezarse con la mirada de Murray. Por suerte, no distinguió su enorme corpachón despuntando entre la multitud como un marcapáginas. Quizá habría sido de los afortunados que ya habían conseguido su carruaje, pensó con optimismo, o tal vez se había subido a uno cualquiera, fiel a su antigua costumbre de apropiarse de lo que no era suyo. Atisbó la cabeza castaña de Jane a una docena de metros y se dirigió hacia ella con gran alivio, pero apenas había logrado dar un par de pasos cuando una manaza se posó sobre su hombro con la intención de clavarle en el suelo.
—¡George, maldita sea, ya pensé que no te encontraría entre toda esta gente!
Wells se dio la vuelta con exagerada cautela. Y allí estaba. Frente a él. El difunto Dueño del Tiempo. Sonriéndole con el enternecedor entusiasmo de quien acaba de encontrarse con un amigo de la infancia.
—¡George! —volvió a exclamar, palmeándole el hombro repetidas veces—. ¡Qué maravillosa coincidencia! Oh, no, por favor, no digas nada: debes de considerarme un ser despreciable, y tienes toda la razón. —Murray bajó la cabeza en señal de profunda contrición—. Soy un ingrato. Lo sé. Ni una sola nota de agradecimiento durante estos dos meses, después de lo que hiciste por mí… ¡Aunque te juro que he pensado varias veces en escribirte! —Wells lo miró con la misma expresión imperturbable de un cochinillo asado. Eso sofocó un poco el entusiasmo del millonario—. Oh, vamos, ¿estás enfadado? Bien, bien, tienes todo el derecho a estarlo. ¿Qué puedo esgrimir en mi defensa? ¿Que en estos dos meses he vivido inmerso en una nube de felicidad, que la Tierra y todos sus habitantes se me antojaban tan lejanos e irreales como un sueño? En fin, ¿qué podría decirte sobre el amor que tú no sepas y no puedas expresar más bellamente que yo? Oh, George, George… —Murray tomó al escritor por ambos hombros, como si quisiera prensarlo, y le envolvió con una mirada tan tierna que Wells temió que toda aquella euforia desembocara en un beso—. ¡Pero no voy a permitir que sigas enfadado! Precisamente mañana iba a escribirte para invitarte a la recepción que doy el mes próximo en mi residencia, y ya te adelanto que no existe ninguna razón en el mundo que pueda excusar tu ausencia. Sin embargo, la Providencia ha querido que esta noche nos encontremos, así que te comunicaré en persona la maravillosa noticia. ¿No te imaginas a qué me refiero?
Wells solo acertó a negar débilmente, desbordado por la exaltada perorata de Murray, que alargó el suspense como un mago experimentado.
—La adorable señorita Harlow y yo, tras mantenerme en vilo dos meses…, ¡nos hemos prometido!
El millonario sonrió triunfante, esperando la reacción de Wells. Hasta entonces el escritor había escuchado su cháchara con la misma mezcla de asombro y temor de quien oye hablar a un árbol mágico, pero en aquel instante sintió que despertaba en su interior una antigua cólera. Dio un paso hacia él.
—¿Se puede saber a qué estás jugando, Murray? —le espetó, tan enfurecido que apenas podía respirar—. ¿Qué demonios pretendes con…?
El millonario no le dejó acabar. Lo tomó del brazo y, antes de que pudiera protestar, lo arrastró tras la columna más apartada del gentío.
—¿Estás loco, George? —le susurró con dramatismo—. ¡Me has llamado por mi nombre!
—¡Suéltame, maldita sea! —rugió Wells—. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Y cómo demonios quieres que te llame?
Murray compuso una mueca de perplejidad.
—¡Lo sabes de sobra, George! Ahora, para todo el mundo, soy Montgomery Gilmore…
—Oh, sí, lo sé. Pero no para mí —escupió Wells entre dientes—. Yo sé muy bien quién eres y de lo que eres capaz, Gilliam Murray.
El millonario miró asustado a su alrededor.
—¡Calla, George, te lo ruego! —le suplicó—. Emma puede acercarse en cualquier momento y…
Wells le contempló con la boca abierta.
—¿Tu prometida tampoco sabe quién eres realmente?
—Yo… —balbució Murray—. Aún no he encontrado el momento adecuado para decírselo, pero pienso hacerlo… ¡Por supuesto que lo haré! Simplemente tengo que encontrar las circunstancias más idóneas para…
—Las circunstancias más idóneas… —repitió Wells con ironía—. Bueno, quizá las encuentres cuando vaya a visitarte a prisión. Si es que le quedan ganas de hacerlo, claro.
Murray entornó los ojos.
—¿Qué insinúas? —inquirió sombríamente.
Wells retrocedió medio paso.
—Oh, nada.
—¿Sabes algo de ese maldito agente que no me deja en paz? —le susurró Murray, tomándole de nuevo por el brazo—. Claro, por supuesto que sabes algo. Te vi con él cuando bajé del globo.
—Suéltame, Gilliam —le exigió Wells con firmeza, intentando que su voz no trasluciera el miedo que le había causado la repentina ferocidad de sus pupilas, que parecía haber emergido a la superficie desde las profundidades del antiguo Murray. Ahora temía que la conversación desembocara en algo menos delicado que un beso—. He dicho que me…
—Le dijiste quién era yo, ¿verdad? —le interrumpió el millonario, apretando aún más la tenaza de su mano.
—¡Sí, lo hice, maldita sea! —masculló el escritor, debatiéndose entre el miedo y la rabia—. Tuve que enseñarle tu carta. ¿Qué querías que hiciera? Se presentó en mi casa acusándome de haber iniciado una invasión marciana. Y por el amor de Dios, Gilliam, si querías continuar fingiéndote muerto, ¿de verdad crees que el numerito que montaste en Horsell era la mejor manera de pasar inadvertido?
Murray guardó silencio, inmerso en una especie de lucha interior. Cuando reaccionó, observó su propia mano apretando el brazo de Wells, casi con curiosidad, como si no fuese suya. La abrió de repente, asqueado de su propio gesto.
—Lo siento, George, no quería hacerte daño… —Se pasó las manos por el rostro, intentando dominar su desesperación—. Estoy muy nervioso. Ese policía me está volviendo loco, ¿sabes? —Contempló a Wells, mientras una mueca de perplejidad contraía sus facciones—. ¿De verdad pensó Scotland Yard que estabas dirigiendo una invasión marciana? ¿Y ese tipo larguirucho y pomposo era el encargado de salvarnos a todos? Me gustaría verlo luchando en una verdadera invasión marciana… Maldito pelmazo. Se ha empeñado en investigar mi antigua empresa, y no deja de hacerme preguntas… Pero no te preocupes, no puede encontrar nada porque nada tengo que ocultar. Y, que yo sepa, nadie va a la cárcel por fingirse muerto, ¿no? Lo que realmente me inquieta es que está consiguiendo levantar algunos rumores, y no soportaría que llegaran a oídos de Emma antes de que yo pudiera contárselo todo. Por suerte, al menos de momento, he conseguido acallarlos.
—Puedo imaginar cómo los has acallado —le espetó Wells con un desprecio mayúsculo, masajeándose el maltrecho brazo.
—Oh, no, George. No me refería a eso. Yo no hago ese tipo de cosas. Al menos, ya no. Como te dije en la carta, ahora soy un hombre nuevo. Y el dinero también puede acallar muchas bocas, por no decir todas. Aunque ese policía parece inmune al soborno. Es como un maldito perro de presa. ¿Qué demonios pretende encontrar?
—Supongo que la verdad.
—¿La verdad? —Murray sonrió con tristeza—. ¿Y qué es la verdad, George? ¿Dónde está escrita? Actualmente, dentro de Empresas Temporales Murray no hay más que polvo y telarañas, porque el agujero temporal se cerró…
—El agujero temporal se cerró… —repitió Wells—. Naturalmente.
—Así es, George. Se cerró. Pero el público, hambriento de sensaciones, jamás habría aceptado eso. Tú lo sabes. Por eso decidí fingir mi muerte, para que la gente me dejara en paz. Y eso es lo que he intentado explicarle a ese policía amigo tuyo, George, pero no cree una palabra de mi historia.
—¿Y le culpas? —masculló Wells.
—¿Qué te pasa, George? —Murray suspiró consternado—. ¿Por qué de repente te comportas como un crío? ¡No entiendo nada! Cuando contestaste mi carta creí que todo había quedado olvidado entre nosotros…
—¿Qué? —Wells lo miró con estupefacción—. Yo no contesté a tu maldita carta.
—Claro que lo hiciste —dijo el millonario, confundido.
—Te digo que no.
—Oh, vamos, ¿por qué lo niegas? Quizá no te explayaste demasiado, es cierto, pero respondiste a mi carta. Me dijiste que no debía esforzarme por reproducir la invasión marciana, que si quería conquistar a Emma, me limitara a hacerla reír.
Wells soltó una carcajada de incredulidad.
—Estás loco. ¿Hacerla reír? ¿Por qué demonios iba yo a aconsejarte eso?
—¡Lo ignoro, George! ¡Pero eso fue lo que me dijiste, y yo seguí tu consejo! Por eso organicé aquel circo, para hacerla reír. ¡Y funcionó! ¡Vaya si funcionó! ¡Tú mismo fuiste testigo de ello! Emma y yo estamos enamorados y vamos a casarnos, y toda esta felicidad te la debo en parte a ti, amigo mío. —Murray miró a los ojos del escritor, profundamente emocionado—. ¿Y qué otra conclusión podía sacar de tu carta, excepto que habías decidido enterrar el hacha de guerra? No comprendo por qué intentas negarlo… ¿Acaso te has arrepentido de haberme escrito?
—¡Claro que no! ¡Quiero decir: no puedo arrepentirme de algo que no he hecho!
—¿Bertie?
Los dos hombres se volvieron bruscamente. A unos metros de ellos, una mujer con un tocado de rosas pálidas los contemplaba llena de curiosidad.
—¿Ocurre algo, Bertie? —preguntó Jane, inquieta ante el repentino silencio que había cristalizado entre ellos—. No te encontraba por ninguna parte, y nuestro coche es el tercero de la fila… ¿Estás bien?
—Sí, Jane, estoy bien —dijo Wells.
Se despidió de Murray con una mirada furiosa y se dirigió hacia ella con la intención de tomarla del brazo y alejarse de allí lo antes posible. Pero el millonario se le adelantó con un par de vigorosas zancadas, se plantó ante Jane y, sin que nadie pudiera impedírselo, tomó su mano y ejecutó una reverencia.
—Señora Wells, permítame que me ponga a sus pies —dijo, desovando un ceremonioso beso sobre su mano—. Montgomery Gilmore, a su servicio. Es posible que mi cara le resulte familiar. Tal vez le recuerde al hombre que hace unos años acudió a su casa para pedirle consejo a su marido sobre una novela que había escrito… Sin embargo, permítame señalarle que se equivoca: yo no soy ese hombre. Ante usted se encuentra un hombre recién nacido, redimido por el amor. Y en nombre de ese amor, del cual me declaro absolutamente indigno, le suplico que interceda por mí ante su testarudo marido.
—¡Vámonos de una vez, Jane! —bufó Wells.
Pero su mujer no pareció oírle. Contemplaba con los ojos desorbitados el rostro del millonario, que todavía acunaba su mano como si fuera un gorrión tembloroso. Y algo debió de ver en el fondo de su mirada, porque, para desesperación de Wells, una suave sonrisa emergió en sus labios.
—Tiene usted razón, señor… Gilmore —le contestó gentilmente—. Aunque es la primera vez que nos presentan, su cara me resulta familiar, pero quizá se deba a que su fama le precede. Conozco muchas cosas de usted, y me entristece confesar que no todas buenas. Sin embargo, debo decirle que su petición de mano es lo más hermoso, emocionante y romántico que jamás he visto hacer a un hombre por una mujer.
—¡Por el amor de Dios, Jane! —exclamó Wells—. ¿Has perdido el juicio? ¿Y por qué le llamas Gilmore? Sabes tan bien como yo que…
—Le llamo como se me ha presentado, Bertie.
—¡Se acabó! —estalló Wells—. ¡Esto es el colmo, nos vamos!
Tomó del brazo a su esposa, quien logró despedirse de Murray con una fugaz sonrisa de disculpa, y tiró de ella hacia la acera donde esperaban los carruajes. El millonario les cortó el paso.
—George, te lo ruego, no me delates —le suplicó—. Si no quieres ser mi amigo, está bien, lo entiendo. Pero no descubras mi secreto, al menos hasta que hable con Emma. Sabré recompensarte si…
—¡Montgomery Gilmore! —exclamó una voz cristalina a sus espaldas—. ¿Se puede saber dónde te habías escondido? Solo tenías que preguntar por nuestro coche. Espero que no estés pensando en contratar un globo, mi tía no lo soportaría.
El trío se dio la vuelta sobresaltado, como tres conspiradores pillados en falta, a pesar del tono de broma que impregnaba la voz de Emma.
—¡Emma, amor mío! —exclamó Murray caminando hacia ella con los brazos extendidos—. ¿Dónde estabas? Me tenías enfermo de preocupación. ¡Empezaba a temer que me hubieras abandonado!
—¡No digas tonterías! Soy yo quien lleva buscándote más de quince minutos.
—¿De verdad? Pues estaba aquí, charlando con mis queridos amigos, los Wells —respondió Murray, volviéndose hacia ellos con una sonrisa de mundana desenvoltura que al escritor le provocó náuseas—. Señor y señora Wells, tengo el honor de presentarles a mi prometida, la señorita Emma Harlow. Cariño, tienes ante ti al insigne escritor H. G. Wells y a su adorable esposa.
—¡Señor Wells! ¡Es un inmenso placer conocerle! —exclamó Emma agradablemente sorprendida—. Soy una gran admiradora de su trabajo. He leído toda su obra.
Wells besó la mano que Emma graciosamente le tendía, maldiciendo la sangre fría del millonario e intentando disimular su cólera. Nada le hubiera gustado más que desenmascarar a aquel impostor ante la ingenua muchachita que había tenido la desgracia de prometerse con él. Sin embargo, su sentido del decoro, y sobre todo del ridículo, eran muy superiores a su sentido del deber. Aunque… ¿y si se olvidaba de las normas de cortesía y anunciaba a voz en grito que Montgomery Gilmore era en realidad Gilliam Murray, el fallecido Dueño del Tiempo? ¿Qué cara pondría la pobre Emma? ¿Y la gruesa señora que subía a su coche apretando un diminuto pequinés contra su exuberante pecho, y el lacayo que se acercaba para indicarles que su carruaje era el siguiente, y cada uno de los caballeros del grupo que charlaba animadamente cerca de ellos? Allí, apretujados en aquel soportal y empujándose unos a otros con amables sonrisas, se encontraba la mitad de la alta sociedad de Londres. Estaba seguro de que su revelación les ofrecería un apasionante tema de conversación para la larga y aburrida temporada invernal. ¿Y qué podría hacer el todopoderoso Murray para impedirlo?
—Bertie, querido, la señorita Harlow te ha hecho una pregunta.
—¿Qué?
Wells parpadeó desconcertado, pero antes de que pudiera disculparse, su estómago se contrajo en un doloroso nudo. No pudo evitar lanzar un gemido prolongado.
—Bertie, ¿qué te ocurre? —Jane se asustó.
Repentinamente pálido, Wells sacó su pañuelo y se enjugó el sudor que le había empapado la frente, preguntándose si estaba sufriendo una indigestión.
—¿Se encuentra bien, señor Wells? —oyó interesarse a Emma.
—Sí, sí, estoy bien. Es solo que, eh… me hacen daño los zapatos —masculló, intentando enderezarse—. Discúlpeme, señorita Harlow, ¿qué me había preguntado?
—Oh, Monty me estaba comentando que quizá no puedan asistir a la recepción que daremos la semana próxima, y quería saber si tengo alguna posibilidad de convencerles de lo contrario. Puedo ser muy persuasiva cuando me lo propongo.
—Emma, querida —intervino apresuradamente Murray—, estoy seguro de que George y su encantadora esposa tendrán una buena razón para no…
—No lo dudo, querido. Pero una buena razón es algo que tu futura mujercita no puede resistirse a rebatir, como ya deberías saber a estas alturas —respondió la muchacha, sonriendo al matrimonio con el tranquilo encanto de quien está acostumbrada a salirse con la suya—. Verá, señor Wells, como sin duda sabrá, su última novela ha tenido una gran importancia en nuestra historia de amor, casi me atrevería a decir que decisiva —precisó, sonriendo a Murray—. Además, Monty le profesa una admiración sin límites, al igual que yo. Y por si eso no bastara, sé que también existe entre ustedes cierta amistad, sobre la que, por cierto, mi reservado prometido apenas ha querido contarme nada. Aunque lo cierto es que eso no me preocupa, pues confío en poder sacarle a su encantadora esposa algo más de información. Así que, como puede ver, señor Wells, su presencia y la de su esposa en nuestro baile son inexcusables.
La radiante sonrisa de la muchacha vaciló imperceptiblemente al reparar en que Wells había dejado de escucharla para contemplar absorto un punto situado más allá de ella. La exquisita educación de la joven le impidió volverse, por lo que no pudo averiguar qué era lo que el escritor observaba con tanto interés, pero yo sí, y no tengo reparos en revelárselo: Wells había clavado los ojos en la espalda de uno de los caballeros, que se había separado discretamente de su grupo y había acabado casi adosado a la enorme espalda de Murray, como si quisiera escuchar la conversación que estaban manteniendo. Y la visión de aquellos hombros ligeramente encorvados estaba provocando en el escritor un inexplicable desasosiego, una profunda tristeza que le resultaba tan familiar como inquietante. Emma lanzó una mirada de reojo a su prometido, quien se encogió de hombros.
—Señorita Harlow —intervino entonces Jane—, George y yo le agradecemos mucho su amable interés, y le aseguro que haremos todo lo posible por complacer sus deseos…
—Lo siento, querida, pero no creo que podamos satisfacer los deseos de la señorita Harlow —la interrumpió Wells. A causa del malestar que sentía, sus palabras sonaron demasiado groseras, por lo que, mirando a los ojos a la sorprendida muchacha, añadió en un tono más civilizado—: Le ruego que acepte nuestras disculpas, señorita Harlow.
—Caballero, su carruaje le está esperando —informó entonces a Wells uno de los lacayos—. Si es tan amable…
—¡Estupendo, estupendo! —celebró Murray con visible alivio—. Qué suerte tienes, George: ahí está tu coche. Tus pies al fin encontrarán el descanso que tanto parecen necesitar. Ese sí que es un buen cochero, un cochero como los de antes. Tienes que darme los datos de la agencia que te lo proporcionó, aunque puedes ahorrarte los de tu zapatero. ¡No te imaginas qué mala suerte estoy teniendo con los cocheros! El de ahora es un estúpido al que le encanta empinar el codo a todas horas. Y por lo que tarda, mucho me temo que esta noche estará bastante borracho. Ni siquiera consigo ver el maldito carruaje al final de la fila. En fin, no es la primera vez que me deja tirado, ¡aunque te juro que será la última! Esta misma noche le despido. Pero vamos, George, date prisa, no hagas esperar más a tu adorable mujercita bajo esta abominable llovizna. —Murray tomó la mano de Jane y, en su nerviosismo, la besó repetidas veces. Después agitó sus manos hacia ambos, como un padre afectuoso instándoles a partir—. Subid a vuestro coche, vamos, sin ceremonias. Ha sido un placer verte, George, como siempre. —Hizo ademán de palmearle un hombro, pero pareció pensárselo mejor y acabó dibujando un vago gesto en el aire—. Ah, y no te preocupes por la recepción, estás disculpado. Emma y yo comprendemos que un escritor de tu éxito debe de tener cientos de compromisos ineludibles, ¿no es así, cariño?
Antes de que Emma pudiera protestar, varios fenómenos de extraña naturaleza se sucedieron rápidamente: el carruaje donde viajaba la oronda dama del diminuto pequinés se detuvo antes de abandonar la fila, y sus caballos empezaron a corcovear y pifiar con creciente nerviosismo; casi al mismo tiempo, Wells sintió que la inexplicable angustia que atenazaba su alma desaparecía como por ensalmo, y sin saber por qué, buscó con la mirada al hombre que se había parapetado tras Murray, al que divisó a lo lejos, doblando presuroso la esquina del edificio con el paso vacilante de un anciano. Entonces el pequinés comenzó a ladrar histérico, y todos los caballos de la fila parecieron contagiarse de su agitación, relinchando y coceando con violencia, mientras los cocheros trataban en vano de tranquilizarlos. A continuación, antes de que nadie pudiera comprender lo que ocurría, el perrito saltó por una de las ventanillas del carruaje y, poseído por el característico arrebato que suele invadir a dicha raza en los momentos de pánico, corrió hacia las patas de los caballos ladrando con furia, dispuesto a morder cualquier hueso que le saliera al paso. Su dueña había asomado la cabeza por la ventanilla y lo llamaba con estridentes grititos mientras intentaba abrir la portezuela, pero el brusco traqueteo que los caballos imponían al carruaje dificultaba su labor. Jane, al ver que el trastornado pequinés se aventuraba en el mortífero laberinto de patas de caballo, intentó atraparlo para evitar que acabara pisoteado.
Fue en ese momento cuando varias personas vieron cómo un hombre de increíble estatura, embozado en una larga capa negra y tocado con un sombrero de ala ancha, emergía de la oscuridad desde el otro extremo de la calle. La misteriosa figura permaneció un par de segundos inmóvil en el charco de luz que derramaba un farol, y luego, sin previo aviso, se precipitó a la carrera hacia el pórtico de la ópera. Quienes lo presenciaron explicarían más tarde a sus amistades que la escena les resultó aterradora, pues el gigante corría a una velocidad imposible, con la capa ondeando siniestramente a sus espaldas y un extraño bastón en cuya empuñadura algunos pudieron apreciar una estrella de ocho flechas que refulgía como un hechizo. Sus pies, enfundados en gruesas botas negras jalonadas de remaches, hacían retumbar el suelo, componiendo una sinfonía de truenos metálicos. Sin embargo, nuestros amigos, ocupados como estaban en el rescate del pequinés, no repararon en él hasta que el extraño cruzó entre ellos como un poderoso vendaval. Wells recibió un empujón tan fuerte que lo hizo girar como una peonza, aunque finalmente consiguió mantener el equilibrio y, algo atontado por el golpe, pudo ver cómo la figura desaparecía tras la misma esquina por la que momentos antes había huido el anciano.
Un griterío aterrador le obligó a volverse hacia el grupo, y ante sus incrédulos ojos se presentó una espantosa escena, congelada en la gota de ámbar que semejaba el resplandor de la farola: Emma con el rostro desfigurado en una mueca de terror, la oronda dama asomada por la ventanilla con sus rollizas manos crispadas sobre el marco, los caballos erguidos sobre sus patas traseras como majestuosas estatuas, y bajo ellos estaba Jane, su Jane, caída en el suelo, a merced de los cascos. Durante un segundo eterno, Wells contempló a su mujer allí tumbada, a punto de ser aplastada, a punto de morir, como si estudiara el cuadro de un pintor cruel, con la sensación de que podría demorarse en sus macabros detalles durante toda su vida. Entonces, una ola de pánico le arrancó el aire de los pulmones y el alma del cuerpo, y el tiempo volvió a insuflar movimiento a la escena. Y antes de que Wells pudiera reaccionar, un bulto enorme rodó por el suelo, envolvió a Jane como una fuerza de la naturaleza, y la apartó de debajo de los animales apenas un segundo antes de que estos incrustaran sus cascos en los adoquines.
Cuando Wells consiguió transmitir órdenes a sus piernas, corrió hacia su mujer seguido de Emma. Jane permanecía en el suelo, bajo el corpachón del millonario. Varios hombres habían tomado las riendas de los caballos y trataban de mantenerlos alejados de ellos, aunque las monturas se habían calmado milagrosamente, al igual que el pequinés, que tras su exhibición de bravura había vuelto al mullido regazo de su dueña. Wells y Emma se arrodillaron junto a sus parejas, todavía presos del horror que habían presenciado. Murray levantó la cabeza y, únicamente cuando comprobó que en efecto estaban a salvo, se apartó de Jane, liberándola de la improvisada armadura de su cuerpo. La joven tenía los ojos cerrados.
—Señora Wells, Jane… —le susurró con ternura—. ¿Se encuentra bien?
Ella asintió, un tanto desorientada, y buscó el rostro de su marido.
—Oh, Bertie, he tenido tanto miedo… —logró articular—. Los caballos se encabritaron, ese hombre de la capa me empujó, perdí el equilibrio y caí justo debajo de… Dios, pensé que iban a…
—No lo pienses, querida. Ahora estás a salvo. Ya ha pasado todo.
Se abrazaron sollozantes, mientras a su lado, Murray y Emma hacían lo mismo, y la multitud, que se había arracimado a su alrededor, aplaudía enfervorecida. A través del despeinado cabello de Jane, Wells cruzó su mirada con la de Murray, que le sonrió.
—Maldito loco —masculló Wells—, no sé cómo te las arreglas para acabar siendo siempre el protagonista del espectáculo.
Murray lanzó una sonora carcajada, henchido de felicidad. Poco a poco, los cuatro se fueron levantando del suelo, todavía temblorosos, ayudados por los lacayos, sorprendentemente solícitos. Wells se sacudió las ropas, oyendo a la gente felicitar al millonario, y advirtió que Jane le dedicaba un ligero ademán. No fue más que una inclinación de cabeza y una mirada fugaz, pero el escritor comprendió. Asintió con un bufido y se volvió hacia Murray.
—Bueno, eh… Creo que ni siquiera yo soy capaz de encontrar palabras para agradecerte lo que has hecho esta noche, así que te ruego que al menos Emma y tú aceptéis nuestro coche, ya que diría que tu cochero ha decidido desentenderse de ti, demostrando a mi entender un gran juicio… —Un discreto codazo en las costillas por parte de Jane le disuadió de seguir por ese camino—. Eh… Bien, permitid que os acompañemos a vuestras respectivas residencias. Seguro que durante el trayecto se me ocurren algunas palabras de agradecimiento…
La oferta fue graciosamente aceptada, y los cuatro se dirigieron hacia el coche de Wells, mientras recibían todavía alguna que otra palmada en el hombro por parte de la concurrencia.
Localizaron a la tía de Emma. La vieja solterona había dedicado la última media hora al grato pasatiempo de criticar ante sus amigas al insufrible pretendiente de su sobrina, y no se había enterado de nada de lo que había sucedido a sus espaldas. Cuando subió al carruaje, torció el gesto como quien entra en una porqueriza. Una vez estuvieron acomodadas las tres damas, los hombres se dispusieron a subir también. Sonriéndole gentilmente, Murray le cedió el paso al escritor.
—George, por favor…
Wells le devolvió la sonrisa con sorna, y dando un paso atrás, le respondió:
—No, por favor, tú primero. Prefiero no tenerte a mis espaldas… Monty.