A Montgomery Gilmore le hubiese gustado no sufrir aquel miedo irracional a las alturas que le revestía el estómago de un musgo helado. Había permanecido oculto en su interior hasta entonces, como un polizón, y probablemente hundía sus raíces en algún episodio ya olvidado de su infancia. ¿Una mala caída desde el muro del jardín de sus padres? ¿Las truculentas advertencias de una institutriz demasiado aprensiva? Quién sabía. Fuera como fuese, aquella semilla plantada con desgana en su alma en algún momento de su vida había ido creciendo sigilosamente, hasta eclosionar en el peor momento en que podía hacerlo: justo cuando se encontraba suspendido en el aire a una considerable altura, bajo la panza de un globo aerostático. Para su desgracia, el artefacto no dejaba de subir y subir, amenazando con alcanzar el mismísimo sol, o ese parecía ser el propósito del hombre que lo manejaba, un tipo taciturno que, ante las continuas preguntas de Gilmore —le había preguntado si creía que el rumbo era el correcto, la altura la conveniente, el viento el adecuado…—, se había limitado a encogerse de hombros y a cambiarse de lugar el sucio palillo que llevaba encajado entre los dientes. Gilmore se imaginó estrangulándole con sus propias manos, y esa imagen le proporcionó cierto consuelo. Aun así, no trató de llevarla a la práctica, porque le habría obligado a soltar el borde de la cesta, imprudencia que ni siquiera se atrevía a hacer para enjugarse el sudor que resbalaba por sus sienes. Así que se limitó a permanecer encajado entre el grupo de saltimbanquis que atestaba la cestita —que ensayaban su inminente número acrobático rebullendo como un hatajo de monos desmandados— e intentó mantener una sonrisa de desdeñosa indiferencia mientras se preguntaba en qué demonios estaría pensando cuando decidió vestirse de aquel modo, con aquel traje malva brillante, aquella chistera que pesaba una tonelada y aquella pajarita cuyo mecanismo giratorio amenazaba con degollarle a cada instante.
En hacerla reír, se dijo. En eso pensaba: en hacerla reír. Las instrucciones de la carta habían sido claras. Por eso estaba allí, subido en aquel globo que no dejaba de oscilar peligrosamente, vestido como un ridículo payaso. E iba a conseguirlo. Aunque tuviera que morir en el intento. Se imaginó cayendo del globo y estampándose contra la hierba, pero enseguida desechó la idea por poco práctica: no había organizado todo aquello para inmolarse. Así que apretó sus manos con más fuerza sobre el borde de la cesta, decidido a llegar vivo a los pastos de Horsell, donde en unos minutos comenzaría la invasión marciana más divertida que había podido concebir, con la que pretendía conquistar a la mujer que amaba. O, en el caso de que al Creador aquello le pareciera demasiado ambicioso, al menos hacerla reír.
Porque, para su desgracia, Emma Harlow no era una mujer a la que se la pudiera conquistar empleando las mismas tácticas que con el resto de las mujeres. Gilmore lo había intentado todo: le había regalado treinta y siete sombreros, había agasajado a sus padres y había puesto su inmensa fortuna a sus pies, asegurándole una y otra vez que podía concederle cualquier deseo que se le antojara, por imposible que pudiera parecer. Pero con su insistencia lo único que había conseguido era que la muchacha, harta de su torpe acoso, le propusiera un desafío tan cruel como inalcanzable: si conseguía reproducir la invasión marciana que el escritor H. G. Wells describía en su novela La guerra de los mundos, ella se casaría con él. No era necesario que destruyera la Tierra y a todos sus habitantes, naturalmente. Bastaba con que recreara el comienzo de la invasión con tal verosimilitud que todos los periódicos de Inglaterra se hicieran eco de la noticia. Si conseguía eso, ella le otorgaría su mano. Pero si fracasaba, debería reconocer que concederle lo imposible era algo que quedaba fuera de su alcance, y tendría que abandonar de una maldita vez su ridículo cortejo.
Cuando la oyó formular aquella caprichosa petición, Gilmore no supo si reír o llorar.
Wells.
H. G. Wells.
Otra vez él. Otra vez le obligaba el destino a batirse en duelo contra la imaginación del escritor. ¿Acaso no podría librarse nunca de su presencia? ¿Acaso su vida debía estar enredada a la de Wells hasta que la muerte de alguno de ellos deshiciera el enojoso nudo?
Gilmore sabía que la muchacha le había propuesto aquel reto tan solo para desembarazarse de él, su más irreductible pretendiente, el único al que no lograba desanimar con desplantes ni desafectos, y a pesar de ello, había aceptado el guante y había viajado a Londres, dispuesto a hacer creer al mundo que los marcianos estaban invadiendo la Tierra, aunque esta vez fuera por amor. Sin embargo, enseguida descubrió que reproducir una invasión marciana con la veracidad necesaria para engañar a toda Inglaterra no era tan fácil como le había parecido en un principio, por mucha voluntad que se le pusiera. Tras numerosos intentos fallidos y con el plazo que Emma le había otorgado a punto de expirar, Gilmore se había visto obligado a pedir ayuda a la única persona en el mundo que podía proporcionársela: el propio H. G. Wells, el autor de la novela que debía plagiar. Lo había hecho movido por la desesperación, seguro de que cuando el escritor leyera su carta, no dudaría en hacer una bola con ella y tirarla a la papelera. Aun así, una parte de su alma albergaba la esperanza de que le respondiera, pues estaba convencido de que Wells se creía mejor que él y no dejaría pasar la oportunidad de demostrárselo. Y así había sido. Una carta con el nombre H. G. Wells en el remite había brotado en su buzón unos días después, tan milagrosamente como una flor en la nieve:
Querido Gilliam:
Por extraño que te resulte, saberte enamorado me llena de dicha. Sin embargo, poco es lo que yo puedo hacer para ayudarte, salvo aconsejarte que no te esfuerces en reproducir la invasión marciana. Hazla reír. Sí, consigue que esa muchacha ría, que su risa se vuelque en el aire como una bolsa de monedas de plata.
Y entonces será tuya para siempre.
Un abrazo muy fuerte de tu amigo,
GEORGE
¡Sí, Wells, su enemigo de cabecera, probablemente la persona que más debía de odiarlo en el planeta, le había respondido! Y no solo eso: también había bendecido su amor, le había dado su consejo y, lo más increíble de todo, se había despedido con un abrazo, autoproclamándose su amigo. Gilmore jamás habría esperado tanto, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido entre ellos dos años atrás. De hecho, al principio, incapaz de sustraerse del todo de su vieja suspicacia, había creído atisbar una amenaza agazapada bajo aquellas líneas aparentemente inofensivas, sobre todo en aquel saludo, dado que Wells le llamaba por su nombre auténtico. ¿Le estaba advirtiendo del poder que tenía sobre él ahora que conocía su secreto? ¿Pensaba chantajearle más adelante o, sin la paciencia necesaria para la tortura, limitarse a destruirlo de una vez, desvelando al mundo su auténtica identidad? ¿A qué quería jugar Wells? Pero, tras aquel brote de desconfianza, Gilmore se había tranquilizado. Sus temores resultaban absurdos, sobre todo teniendo en cuenta que había sido él mismo quien había escrito a Wells confesándole lo que, por otro lado, probablemente el escritor ya sospechaba, un secreto que, salvo sus esbirros más fieles, nadie conocía: que el empresario Gilliam Murray, el dueño de Viajes Temporales Murray, el famoso Dueño del Tiempo, no había muerto devorado por ningún dragón en las rosadas llanuras de la cuarta dimensión, como la prensa había anunciado a los cuatro vientos, sino que había fingido su propia muerte y seguía vivo, oculto nada menos que bajo la piel del millonario Montgomery Gilmore. Vivo y enamorado.
Pero Wells no le había delatado, aunque tampoco le había explicado en su carta el modo de confeccionar un marciano tan creíble como los que describía en su novela, que era lo que Murray había esperado que hiciera. No, Wells le había dicho que la hiciera reír. Solo eso. Como si estuviera convencido de que con aquello bastaría. Y Murray había decidido hacerlo. Tampoco tenía otra opción.
Una serie de fuertes zarandeos interrumpió sus pensamientos. Murray dirigió una mirada amenazadora a los saltimbanquis que habían comenzado a descolgarse por los costados del globo, hasta que cayó en la cuenta de que eso solo podía significar una cosa: se acercaban a su destino. El corazón se le aceleró. Miró hacia abajo con aprensión, y sus sospechas se vieron confirmadas. Más allá de las mullidas copas de los árboles que en aquel momento sobrevolaban, se extendían los verdes pastos de Horsell, donde, al amparo de la noche, sus ayudantes habían colocado el cilindro marciano. Una alborotada muchedumbre lo rodeaba, y cuando el globo se acercó y perdió altura, Murray percibió el olor a pólvora que impregnaba el aire tras los fuegos artificiales —él mismo había dispuesto que surgieran del cilindro, inaugurando el espectáculo—, oyó a la banda de música que tocaba allí abajo y, poco a poco, empezó a distinguir la colorida algarabía de caballos, elefantes, bailarinas, ilusionistas, tragasables, payasos y malabaristas que había contratado. Según podía apreciar desde las alturas, estaban haciendo las delicias del público. Y aguzando la vista, discernió la silueta del supuesto marciano, una marioneta que, asomada por una trampilla abierta en el cilindro, bailaba al ritmo de la música festiva, mientras sujetaba un cartel cuyas letras no necesitaba descifrar desde allí porque las había escrito él mismo: «¿Quieres casarte conmigo, Emma?».
En aquel instante se oyó un redoble de tambores, y todos giraron la cabeza para mirar alrededor, excitados ante la nueva maravilla que anunciaban. El globo bajó unos metros más, aunque nadie acertó todavía a mirar en su dirección. Murray, sin embargo, se hallaba ya tan cerca de la multitud que podía distinguir algunas de las caras que se volvían de un lado a otro. El corazón se le encabritó cuando, asomando bajo una sombrillita que no dejaba de girar, vislumbró el rostro de Emma, con una adorable estupefacción decorando sus rasgos. Allí estaba, valiente como una amazona, delicada como una flor, fiel a la cita que ella misma había acordado como plazo final de su desafío. «Los marcianos aparecerán en los pastos comunales de Horsell, señorita Harlow —le había asegurado él—. Aparecerán, tiene mi palabra. Vendrán desde Marte para que se case conmigo.» Y ella había acudido a la cita, dispuesta a comprobar cómo él fracasaba en su intento de conseguir lo imposible. Y se había encontrado con un cilindro de cuyo interior, como una cornucopia, se había derramado un circo entero… Murray tragó saliva, incapaz de contener los nervios. ¿Cuál sería la reacción de la muchacha cuando él bajara del globo, revelándose como el artífice de aquel delirio?
No tuvo tiempo de responderse, porque, unos metros más allá de la muchacha, distinguió a Wells. El escritor vestía un llamativo terno a cuadros que solo él podía llevar con tanta naturalidad, e iba acompañado de un tipo larguirucho envainado en un austero traje negro, como si Wells se hubiese apropiado de todos los colores del mundo. Pese a su agitación, Murray no pudo evitar que una sonrisa se le derramara por los labios. El escritor no solo se había dignado a darle un consejo, sino que había decidido ir hasta allí para apoyarle con su presencia. ¿Hasta tal punto le preocupaba su futuro sentimental? Aquello lo conmovió más que si hubiese oído cantar a una ballena, y le provocó una repentina oleada de ternura hacia el escritor y, por extensión, hacia toda la raza humana, a excepción del imperturbable piloto del globo. Transido por la emoción, se prometió que si conseguía casarse con Emma, Wells sería su padrino de bodas, y que jamás volvería a odiar a ninguna otra persona como había odiado al escritor, ni volvería a pelearse con nadie, ni a crearse ningún otro enemigo en lo que le quedaba de vida. Sería el hombre más generoso del planeta, alguien cuya felicidad lo incapacitara para desear la infelicidad de los demás. Un hombre purgado por amor, pura bondad, pura filantropía.
Fue entonces cuando la inmensa sombra del globo se deslizó sobre la multitud y un centenar de rostros se volvieron, ahora sí, hacia arriba. Murray se apresuró a apartarse del borde. No quería que nadie lo viera hasta que la cesta tocara el suelo y él bajase a tierra con los majestuosos ademanes que durante los últimos días había ensayado ante el espejo. Su aparición debía ser triunfal, se recordó, mientras los saltimbanquis comenzaban a deslizarse por las cuerdas de colores ejecutando sus cabriolas, hasta quedar graciosamente colgados de los extremos. Cuando el globo llegó hasta el lugar donde debía aterrizar, justo al lado del cilindro, los saltimbanquis saltaron a tierra y, como la corte de lacayos más estrafalaria que pudiera imaginarse, se desplegaron por la hierba y adoptaron gráciles posturas de reverencia para recibir a su jefe. Murray tomó entonces una bocanada de aire, conectó el mecanismo de humo de su sombrero y el de la pajarita giratoria, y se apuntaló en los labios la sonrisa más radiante que fue capaz de forjar: había llegado el momento de aparecer en el espectáculo que él mismo había orquestado para hacer reír a la mujer que amaba.
Pero si bien la escena transcurría así para Murray, desde tierra, Wells la observaba con ojos muy diferentes. Cuando la inmensa sombra se deslizó sobre su cabeza como la oscuridad de un eclipse, el escritor y el agente Clayton alzaron el rostro hacia el cielo y contemplaron con silencioso pasmo el enorme globo aerostático que descendía en dirección al cilindro, preparándose para aterrizar. Wells observó aquella gigantesca esfera pintada de alegres colores, en la que brillaba una pomposa «G», con los labios apretados en una pálida línea. Bajo ella se mecía una cestita; de momento, solo podía ver su base, pero no tuvo necesidad de preguntarse quién viajaba en su interior. Lo sabía de sobra. Lanzó un bufido al ver la troupe de saltimbanquis disfrazados de lacayos descolgarse desde la cesta. Aquella entrada tan vulgar y ostentosa solo podía haberla planeado una persona. Lo que sí se preguntó fue si tendría estómago para volver a contemplar aquel rostro tan odiado después de dos apacibles años creyendo que se había librado de él para siempre.
A punto estuvo de darse la vuelta y marcharse, pero recapacitó y decidió permanecer en el mismo lugar, pues no tenía muy claro en calidad de qué le había pedido el agente Clayton que lo acompañara. Aquel policía flaco y manco, que observaba el espectáculo resumiendo su estupefacción en un ligero alzamiento de la ceja derecha, se había presentado en su casa con la noticia de que un cilindro marciano había aparecido en los pastos de Horsell, tal y como ocurría en su propia novela. Y Wells lo habría tomado por un lunático o un bromista de no ser porque, un mes antes, él mismo había recibido una carta anunciándole aquella locura.
La carta, la maldita carta… La había abierto con cierto temor al ver el nombre del remitente, pero tras leerla, una furia casi animal había empañado cualquier otra sensación.
Estimado George:
Imagino que no te sorprenderá recibir una carta escrita por un muerto, pues los dos sabemos que, de toda Inglaterra, eres la única persona que sabe que sigo vivo. Lo que sí te sorprenderá, estoy seguro de ello, es el motivo por el cual te escribo, que no es otro que pedirte ayuda. Sí, has leído bien: te envío esta carta porque necesito tu ayuda.
Permíteme, ante todo, que no pierda el tiempo en disfrazar la verdad. Sé que me profesas un odio absoluto, similar al que yo te profeso a ti. Eso es un hecho, y ambos lo sabemos. No te será difícil comprender, por tanto, que escribirte estas líneas supone para mí una humillación. Pero una humillación que he decidido enfrentar por la posibilidad de conseguir tu ayuda, lo cual te dará suficientes pistas de mi desesperación. Imagíname arrodillado y gimoteando ante ti, si eso te complace. No me importa. Mi dignidad no vale tanto como para resistirme a sacrificarla. Sé que es absurdo que uno suplique ayuda a quien considera su enemigo, pero ¿acaso no es también una muestra de respeto, un modo de reconocer su inferioridad? Y yo reconozco la mía: siempre he presumido de imaginación, lo sabes. Pero ahora necesito la ayuda de alguien con una imaginación mayor que la mía. Y no conozco a nadie cuya imaginación pueda compararse con la tuya, George. Es tan sencillo como eso. Si me ayudas, estaría dispuesto a dejar de odiarte, aunque imagino que eso no será ningún aliciente para ti. Pero piensa también que te deberé un favor y, como sabes, ahora soy millonario. Tal vez esto sí te suponga un aliciente. Si me ayudas, tú mismo podrás ponerle precio a esa ayuda. El que quieras. Te doy mi palabra, George.
¿Y para qué necesito tu ayuda?, te preguntarás. Bien, eso tal vez avive aún más tu odio hacia mí, pues nuevamente está relacionado con una de tus novelas, esta vez con La guerra de los mundos. Como sin duda tu brillante mente habrá deducido, he de reproducir una invasión marciana. Pero te aseguro que esta vez no busco demostrarte nada, ni pretendo lucrarme con ello. Tienes que creerme. Ya no preciso nada de eso. Esta vez me mueve algo que necesito por encima de todo, sin lo cual moriré: el amor, George, el amor de la mujer más hermosa que he visto nunca. Si has estado enamorado alguna vez, comprenderás a qué me refiero. Imagino que te resultará muy difícil de creer, incluso quizá inconcebible, que un hombre como yo pueda enamorarse, pero si la conocieras, lo que te resultaría extraño sería que no lo hubiese hecho. Ah, George, no tenía otra opción que caer rendido ante sus encantos, y te aseguro que su inmensa fortuna no es uno de ellos, pues, como te he dicho, tengo más dinero del que podría gastar en varias reencarnaciones. No, George, me refiero a su encantadora sonrisa, a su dorada piel, a la salvaje dulzura de su mirada, incluso a la adorable manera con que hace girar su sombrillita cuando está nerviosa… Ningún hombre puede resultar inmune a su belleza, ni siquiera tú.
Pero para tenerla, George, debo conseguir que el 1 de agosto un cilindro marciano aparezca en los pastos comunales de Horsell, y que de su interior surja un marciano, tal y como sucede en tu novela. ¡Y no sé cómo hacerlo! Lo he intentado todo, pero, como te he dicho, mi imaginación tiene un límite. Necesito la tuya, George. Por favor, ayúdame. Si lo consigo, esa dama se casará conmigo. Y te aseguro que si eso sucede, ya no me tendrás como enemigo, pues Gilliam Murray habrá muerto definitivamente. Por favor, te suplico, te ruego, que ayudes a este pobre enamorado.
Atentamente,
G. M.
¡No podía creerlo! ¿Cómo tenía Murray la desfachatez de pedirle ayuda para reproducir la invasión marciana de su novela? ¿Pensaba realmente que existía una mínima posibilidad de que se la ofreciera? Aquello era demasiado suponer incluso para alguien tan presuntuoso como Murray.
Fue a tirar la carta, pero antes de hacerlo, decidió mostrársela a Jane, dando por sentado que a su esposa le invadiría la misma cólera que a él y que ambos podrían despotricar a gusto sobre la soberbia e ingenuidad del millonario, quizá saboreando una copa de vino mientras el sol se derrumbaba cansadamente entre los árboles. Pero no. A Jane el plan de Murray le pareció una de las gestas más románticas que nadie pudiera llevar a cabo, e incluso le había animado a prestarle su ayuda. «La gente cambia, Bertie —le había dicho—. Tú eres una persona demasiado inamovible, pero el resto de la humanidad es más versátil. Y está claro que Murray ha cambiado. ¡Y lo ha hecho por amor!» Wells soltó una carcajada irónica. ¡Por amor! Murray no habría podido escoger un argumento mejor para convencer a Jane de aquella dudosa conversión de Hyde en Jeckyll, ni uno mejor para disuadirlo a él. Si se dignase a responderle, lo haría únicamente para informarle de que el rencor que le profesaba era tan indeleble que nada podría borrarlo, y mucho menos aquella sarta de palabras sentimentaloides. Pero eso habría supuesto entrar de nuevo en un juego que no le traía buenos recuerdos, así que finalmente había optado por no darle ninguna clase de respuesta, convencido de que la indiferencia sería la mayor injuria que podría infligirle.
La indiferencia… Quizá esa debería haber sido su postura cuando, tres años atrás, aquel presuntuoso le había pedido opinión sobre una novelita que había escrito. Como algunos de ustedes recordarán, por aquel entonces Murray todavía no era el famoso Dueño del Tiempo, sino un simple aspirante a escritor con más ínfulas que talento, que deseaba la aprobación de quien consideraba uno de los mejores escritores de Inglaterra. Y lo cierto es que Wells podría haber salido del paso con un par de frases tan vagas como amables. Sin embargo, había optado por la sobrevalorada sinceridad, no solo porque aquel gordo petulante no mereciera el esfuerzo del fingimiento, sino porque toda su persona clamaba que alguien le administrase una cura de humildad, y él mismo le había concedido a Wells el poder de hacerlo. ¿Podría alguien resistirse a semejante invitación? Él no, desde luego. Así que le había hecho partícipe de su opinión sobre su novelucha con una crueldad a todas luces innecesaria, deseoso de ver su reacción y lanzando, sin saberlo, a aquel pobre aspirante a escritor el desafío que enredaría a ambos en un duelo absurdo durante los años siguientes.
La novelita de Murray era un ingenuo romance científico que imaginaba un año 2000 en el que los autómatas habían conquistado la Tierra y solo una pequeña resistencia humana liderada por el bravo capitán Shackleton se atrevía a plantarles cara. Se trataba de un argumento delirante que había permitido a Wells rematar su despiadada disección afirmando que aquel futuro no era en absoluto «verosímil», lo que convertía la obra en un disparate inútil y digno de olvidar. Según él, la imaginación era un don que debía estar siempre al servicio de la verdad. Cualquier idiota era capaz de imaginar cosas imposibles, pero solo los auténticos genios podían imaginar las infinitas posibilidades de la realidad, y quedaba claro que Murray no lo era. Aquel rapapolvo encendió al millonario, que se marchó indignado de su casa, no sin antes amenazarlo con hacer que todo Londres creyera que su fantasía era real, algo que ningún escritor podría conseguir nunca por muy hábil que fuera.
Unos meses después Viajes Temporales Murray había abierto sus puertas para llevar al ciudadano del siglo XIX al futuro, un futuro que, para estupefacción de Wells, era exactamente igual al que Murray había imaginado en su «vapuleada» novela.
Y durante dos años, el escritor había padecido aquella humillación, recibiendo puntuales invitaciones para embarcarse en las expediciones que organizaba a su inverosímil futuro un Murray cada vez más rico, poderoso y, si hacía caso a los rumores que circulaban por las tabernas del puerto, también más peligroso. Hasta que un buen día, el Dueño del Tiempo decidió fingir su muerte, y Wells pudo al fin respirar tranquilo y tratar de convertir todo aquel asunto en un mal sueño.
Pero entonces, cuando ya casi lo había conseguido, aquella ridícula carta había aparecido en su buzón. Y aunque no la había respondido, tampoco la había tirado. Era demasiado hermosa. A veces la sacaba a hurtadillas del libro en el que la había escondido, para deleitarse en las palabras con las que Murray le reconocía definitivamente su superioridad. A pesar de que Wells nunca había dudado de aquella verdad, le resultaba de lo más gratificante que Murray la asumiera al fin.
La última vez que había leído la carta había sido aquella misma mañana, en la que expiraba el plazo que el millonario tenía para lograr el reto de su amada. Mientras ponía la tetera a hervir, imaginó la frustración que habría invadido a Murray al constatar que, pese a todo su dinero, no podía reproducir su invasión marciana, que en el mundo había cosas imposibles hasta para él. Y eso le tranquilizaba y satisfacía, pues la imaginación era un don sublime que elevaba al hombre por encima de las bestias, abría las puertas del conocimiento, de la evolución y del progreso a la raza humana y, en consecuencia, debía ser preservada de burdos imitadores, de aspirantes sin talento, de comerciantes deseosos de lucrarse y, especialmente, de enamorados dispuestos al ridículo público.
Fue entonces cuando el agente Clayton llamó a su puerta para informarle de que un cilindro marciano había aparecido en los pastos de Horsell. Y maldiciendo a Murray, que era incapaz de darse por vencido ante nada, Wells subió al carruaje del agente. ¿Qué otra cosa podía hacer? Después de todo, si en Horsell había aparecido un cilindro idéntico al que él había descrito en su novela, era lógico que Scotland Yard requiriese su presencia allí. Lo que ya no le resultó tan lógico fue que el agente creyera que existía alguna posibilidad de que se encontraran ante una auténtica invasión marciana, tal vez orquestada por él mismo a través de su novela. Wells tuvo que mostrarle la carta de Murray para que Clayton comprendiera que todo aquello no era más que una broma del antiguo Dueño del Tiempo, muy dado a este tipo de humor. Para sorpresa de Wells, el agente cogió la carta y se la guardó en la chaqueta. Admitía que aquello otorgaba una nueva perspectiva al asunto, pero el trabajo de la División Especial de Scotland Yard consistía precisamente en barajar todas las posibilidades, y una de ellas era que el propio Wells hubiera escrito la carta con el fin de obstaculizar la investigación culpando a un muerto. Ante tan demencial argumento, el escritor había enmudecido, y el resto del trayecto había transcurrido en un tenso silencio.
—¡Es absurdo que piense que tengo alguna relación con los marcianos porque escribí una novela para anunciar su invasión! —protestó finalmente, incapaz de contener su furia.
—Tan absurdo como que alguien reproduzca una invasión marciana para conquistar a una dama —fue la condescendiente respuesta del agente.
Pues bien, se dijo Wells, apartando la mirada del estúpido sombrero humeante de Murray para contemplar al agente con una sonrisa de satisfacción; al parecer, alguien estaba haciendo todo aquello precisamente para conquistar a una dama. Era evidente que Clayton le debía una disculpa. Sin embargo, el agente no parecía estar por la labor.
—Así que el Dueño del Tiempo está vivo… —se limitó a anunciarle, como si Wells no se hubiese cansado de repetírselo durante el viaje hasta allí.
El escritor puso los ojos en blanco y alzó las manos, como si esperase que un par de palomas se posaran sobre ellas. Sí, Gilliam Murray no había muerto. El fantoche que había bajado del globo era él, aunque tenía que admitir que muy pocos le habrían reconocido con tantos kilos de menos y aquella barba pelirroja que le tiznaba el rostro, por no mencionar el ridículo disfraz. Pero sus ojos, aquellos ojos de animal taimado capaces de esconder cualquier cosa, como la chistera de un mago, seguían siendo los mismos. Y Wells notó cómo el viejo odio que sentía hacia él se desperezaba en su interior. Allí estaba otra vez Murray, ridiculizándole, convirtiendo su última novela en una vulgar pantomima circense, esta vez para conquistar a una dama. Y allí estaba él, arrancado de su hogar antes de que pudiera acabarse su taza de té, con los zapatos llenos de barro, presenciando el espectáculo en medio de una multitud vociferante, arrastrado de nuevo por la fuerza magnética de aquel hombre que atrapaba todo a su paso, y obligado nada menos que a defenderse de una acusación de espionaje y alta traición a nivel planetario. ¿Acaso no podría librarse nunca de la presencia de Murray? ¿Acaso su vida debía seguir enredada a la del millonario hasta que la muerte de alguno de ellos deshiciera el enojoso nudo?
—Interesante, muy interesante —oyó reflexionar a Clayton en voz alta, sin poder apartar los ojos de la escena—. La resurrección del señor Murray resulta de lo más oportuna, pues me quedé con ganas de hacerle algunas preguntas sobre su empresa, que sin duda siguen siendo pertinentes. Muchas preguntas, sí, a las que ahora tendré que añadir algunas más.
Wells le miró con sorpresa, mientras por los labios del policía empezaba a derramarse una sonrisa maliciosa, sin duda anticipando el momento en que al fin tendría al misterioso Dueño del Tiempo a su merced, sentado en la sala de interrogatorios y obligado por un juez a aclarar todas sus dudas.
—Le felicito entonces por su suerte, agente Clayton —dijo Wells con displicencia—. Y puesto que la ausencia de marcianos me exime de cualquier sospecha, le ruego que me disculpe, pero tengo cosas más importantes que hacer que quedarme a ver el desenlace de este ridículo folletín.
Clayton asintió distraído, hipnotizado por el espectáculo. Y Wells tampoco se movió. Costaba apartar los ojos de la escena que se estaba desarrollando ante ellos. La muchedumbre había comenzado a separarse hasta abrir un pasillo humano que iba directamente desde Murray hasta una encantadora jovencita tocada con una sombrilla, sin duda la muchacha para quien el millonario había organizado todo aquello. Y observándola con atención, Wells tuvo que admitir que Murray se había quedado corto a la hora de describirla en su carta. La joven era hermosísima: poseía la delicada levedad de una pompa de jabón, su piel se antojaba barnizada de oro, y sus ojos, a pesar de la expresión de estupor que los mantenía exageradamente abiertos, destilaban esa mezcla justa de dulzura y fiereza capaz de seducir a cualquier hombre. Durante unos segundos eternos, Wells la contempló: permanecía inmóvil, girando nerviosa la sombrilla, mientras al otro extremo del pasadizo que construía la silenciosa multitud, la pajarita de Murray giraba también. Era lo único que se movía de todo él, pues el millonario parecía petrificado: con los brazos abiertos, el sombrero que acababa de quitarse sujeto en una mano y una amplia sonrisa en los labios, se mantenía a la espera de que Emma, como una Medusa despistada, lo devolviera a la vida con una mirada de amor. Pero eso no iba a ocurrir, se dijo Wells, convencido de que la muchacha se daría la vuelta y se marcharía por donde había llegado, dejando a Murray con su sombrero humeante y su pajarita giratoria, enfrentado a la piedad de la multitud.
¿Qué otra cosa podía hacer? El millonario no había conseguido reproducir la invasión, por mucho que intentara sacar partido de su derrota organizando aquel colorido espectáculo. Y Emma Harlow parecía una muchacha demasiado inteligente para dejarse engañar por aquel numerito. Pero de pronto, para estupefacción de Wells, una sonrisa asomó a sus labios, y aunque al principio la muchacha intentó resistirse, finalmente dejó escapar una encantadora risita. Al instante, un suspiro de deleite recorrió la multitud. Lleno de decepción, Wells contempló a la muchacha, que caminaba hacia Murray entre los aplausos de la muchedumbre, y decidió que ya había visto suficiente.
Se apartó del gentío visiblemente enojado, en busca de algún carruaje que lo devolviera a Worcester Park, a la novela que tenía entre manos y a aquel té olvidado sobre la mesa de la cocina. A aquella vida normal y corriente que llevaba, tan impermeable a gestas amorosas como las que Murray protagonizaba a diario. Sacudió la cabeza. Que tuvieran mucha suerte, pensó con desdén. La muchacha iba a necesitarla si terminaba casada con aquel individuo. No debía de ser tan inteligente, al fin y al cabo, si creía que el sentido del humor era base suficiente para una relación, se dijo, mientras una vocecilla en su cabeza le preguntaba cuánto hacía desde la última vez que él había hecho reír a Jane de aquella manera.
De todos modos, la felicidad de la pareja no duraría demasiado, pues el intrépido agente Cornelius Clayton estaba a punto de reanudar la investigación de Viajes Temporales Murray. Por fin alguien haría lo que durante tanto tiempo había deseado, pensó. Y suspiró con cansancio, deseoso de llegar a su casa cuanto antes y contarle a Jane todo lo sucedido para que ella obrara su magia, para que aportara su sensata ironía a aquel asunto, le restara cualquier importancia y le invitara a mirarlo desde la perspectiva correcta, de modo que él pudiera arrumbarlo en algún lugar de su mente donde no estorbara el paso.
Miró hacia la colina donde se arracimaban los carruajes, intentando calcular la distancia que le quedaba por caminar, cuando de pronto una silueta lejana llamó su atención. Por su encorvada postura parecía un anciano, y aunque estaba demasiado lejos para distinguir sus rasgos, tuvo la impresión de que el desconocido lo estaba observando a él con idéntica atención. De repente, lo abrumó un desasosiego tan intenso que tuvo que detenerse y doblar el cuerpo como si tuviera náuseas. Sentía el estómago revuelto y el alma rebosante de una espesa tristeza. Hacía tanto que no se sentía así… ¿Por qué ahora? La sensación desapareció con la misma brusquedad con la que había aparecido, sin dejarle más que un vago poso de melancolía, y ninguna respuesta. Cuando levantó la vista de nuevo hacia la colina, reparó en que la silueta del anciano también había desaparecido.