Diez años después, el fonógrafo conservaba aún la voz del agente especial Cornelius Clayton instando a sir Blendell a confesar. Y como muchas otras veces durante esos años, aquellas palabras que el agente había dicho en otro lugar y en otro tiempo, se esparcían ahora por la Cámara de las Maravillas, flotando sobre los esqueletos de las sirenas, las fotos de hadas, las pieles de licántropos y las cabezas de minotauros allí amontonadas. En una esquina, acodado en una mesa e iluminado dramáticamente por una lamparita, se hallaba el agente. En los diez años transcurridos había cambiado mucho; y quién no… Estaba más pálido, más ojeroso, más enjuto; menos reluciente, en definitiva. Aunque aquellos cambios afectaban únicamente a la superficie; en su interior apenas se habían producido algunas tempestades puntuales, pero no seísmos de la magnitud del que le sacudiera en su primer caso, y con el tiempo su alma había empezado a parecerse a uno de esos libros castigados por el uso que siempre se abren por la misma página. Podría decirse que, al contrario de lo que él mismo sospechó en su momento, seguía reconociéndose en el muchacho desencantado y engreído al que pertenecía la voz del cilindro.
Quizá la única diferencia destacable fuera que ahora se mostraba mucho menos ansioso por comprender el mundo, que durante aquellos años se había vuelto un lugar aún más desquiciado. Muchos eran los sucesos que habían erizado su lomo, trabando conexiones tan enrevesadas como inútiles para una mente como la suya, atenta a ese tipo de detalles: tras matar a cinco prostitutas, Jack el Destripador, que era como se había apodado a sí mismo el asesino de Whitechapel, se había desvanecido sin dejar rastro, llevándose consigo el misterio de su identidad, aunque años después, un trasunto suyo de papel llamado Dorian Gray había paseado su depravación por los barrios más miserables de Londres, mientras su autor languidecía en la cárcel acusado de sodomía, precisamente la reprobable actividad en la que algunos compañeros suyos de Scotland Yard habían sorprendido al príncipe Albert Victor en el prostíbulo masculino de Cleveland Street, aunque al nieto de la reina no se le había encerrado en ninguna parte, y la Corona había preferido desviar la atención del pueblo hacia la conquista de Sudáfrica, donde aún tenían lugar las gestas caballerescas que habían abandonado los libros y donde la raza inglesa podía exhibir toda su valía y heroísmo. A tales sucesos había que sumar los continuos tumultos obreros, las manifestaciones de las sufragistas y los conflictos con las colonias, sin olvidar otros acontecimientos de mayor interés para nuestra historia: Margarita Fox se había retractado de las declaraciones que había vertido en el New York Herald contra el movimiento espiritista, admitiendo que lo había hecho por dinero; y el profesor Crookes, que había recibido finalmente el título de caballero que apuntaban los rumores, se había reafirmado en su discurso a la British Association sobre la existencia de aquella fuerza psíquica de la que ya había hablado treinta años antes. Así que, por mucho que le pesara a algunos, gracias a los sucesos expuestos y a otros muchos, durante los diez años transcurridos, la fe en los espíritus y en sus emisarios, los médiums, no había hecho sino redoblarse, algo de vital importancia para este relato, como pronto descubrirán.
Pero por mucho que Clayton se hubiera rendido ante el enmarañado misterio del mundo, no había dejado de intentar ordenarlo en la medida de sus posibilidades, como el invitado algo maniático que ante un mantel arrugado no puede evitar alisar inconscientemente la esquina que le corresponde. Así, había seguido resolviendo casos y más casos, algunos mortalmente aburridos, de una obviedad incluso ofensiva, pero otros lo suficientemente interesantes como para entretener su inquieta mente, distrayéndola durante un tiempo de los demonios que la acosaban. Y aunque algunos de aquellos casos le habían enfrentado de nuevo a lo imposible, no voy a relatarlos aquí para no desviarme del camino que me he trazado, o quizá no sepa volver a él. Baste decir, no porque fuera uno de sus casos más emocionantes, sino por la relevancia que tendrá uno de sus protagonistas en nuestra historia, que el agente se había quedado con las ganas de investigar a la empresa de Viajes Temporales Murray.
Para aquellos de ustedes que no lo sepan o lo hayan olvidado, dicha empresa había abierto sus puertas el otoño de 1896, unos meses después de que el escritor H. G. Wells publicara su famosa novela La máquina del tiempo. Y su propósito parecía ser convertir aquella novela en realidad, pues por solo cien libras, Viajes Temporales Murray podía llevarte al futuro, exactamente al año 2000, donde se libraba una feroz batalla por el planeta entre el bravo capitán Shackleton, el líder de la resistencia humana, y su archienemigo, el autómata Salomón. Naturalmente, la División Especial de Scotland Yard había sentido desde un principio la obligación de investigar aquel supuesto milagro para descartar un posible fraude, aunque los informes de los primeros viajeros temporales interrogados habían sido tan fantásticos que ni Sinclair ni Clayton se imaginaban cómo alguien podía pergeñar una estafa de tal calibre. Según parecía, al nebuloso futuro se llegaba en un tranvía temporal llamado Cronotilus que cruzaba la cuarta dimensión, una llanura rosada, poblada de peligrosos dragones devoradores de tiempo. Como no les será difícil comprender, ambos agentes ardían en deseos de subir al fabuloso tranvía, pero Gilliam Murray, el dueño de la agencia, se había convertido de la noche a la mañana en un hombre muy poderoso y, parapetado tras su ejército de abogados, había logrado preservar su empresa de cualquier inspección. Finalmente, tras una ardua batalla en los despachos, un juez había emitido la anhelada orden que permitía al capitán Sinclair y a su futuro sucesor —en Scotland Yard nadie dudaba que Clayton heredaría su cargo cuando aquel se jubilara— husmear a sus anchas en su misterioso negocio. Pero justo entonces ocurrió una desafortunada tragedia que había sumido el país en un largo luto: Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, el hombre que había descerrajado las puertas del futuro para los habitantes del presente, había fallecido, devorado por uno de los dragones que moraban en la cuarta dimensión, y su empresa había sido clausurada. La sede de Viajes Temporales Murray ahora no era más que un ruinoso teatro del Soho, cuya polvorienta fachada no parecía esconder otro misterio que el de la podredumbre.
Y siempre, reverberando tras cada una de sus investigaciones como el rumor de una cascada lejana, el caso todavía sin resolver de la señora Lansbury. Clayton no había dejado de pensar en él ni un solo momento; diez años manoseando las piezas, barajándolas de mil formas distintas, tratando de hacerlas encajar sin éxito. Cuántas veces durante aquellos años había ansiado encontrar una pieza que otorgara sentido al conjunto. Pero ni la anciana ni el desconocido transparente al que ella llamaba «el Villano» habían vuelto a aparecer, ya fuera vivos o muertos. Pese a todo, desde el principio Clayton había hecho todo lo posible para que aquel misterio no se convirtiera en un curioso acertijo sin solución que terminara arrumbado en los archivos de Scotland Yard. Tras la desaparición de la anciana, había mandado a un grupo de arquitectos y carpinteros —incluido sir Blendell, que había prometido colaborar para reducir su condena— a auscultar la mansión de arriba abajo, en especial el pequeño gabinete, convencido de que una pared falsa, una trampilla oculta o algún ingenio semejante debía de haber permitido a la señora Lansbury escapar sin abrir la puerta. Pero la maldita habitación no tenía nada de eso. Era un gabinete normal y corriente. La sangre de la calle, el pasillo y las escaleras era también sangre normal y corriente, y había acabado secándose como la sangre normal y corriente acostumbraba a hacer, pese a las curiosas propiedades que había mostrado ante los ojos de Clayton, de las que, por otro lado, no tenía más pruebas que su recuerdo.
Sin ninguna dirección hacia donde conducir la investigación, y harto de dar vueltas en círculo alrededor del mismo puñado de pistas, el departamento fue olvidándose del caso poco a poco, para desesperación de Clayton. Dos años después, un rico comerciante había comprado la mansión de la anciana, y a veces, de regreso a su casa, el agente pasaba por delante de ella para contemplar con melancolía las improcedentes escenas familiares que se sucedían tras los dioramas de sus ventanas, en el cálido interior donde una vez él había luchado contra una criatura transparente. Fue por entonces cuando empezó a aceptar que quizá el caso nunca se resolvería, que se sumaría como otro misterio más a la hojarasca de misterios que sepultaban al mundo.
Con el tiempo, los protagonistas de aquella historia fueron difuminándose, y todo empezó a parecerse cada vez más a un borroso espejismo. Lady Ámbar se ahorcó en el manicomio donde había sido internada, incapaz de soportar por más tiempo las visitas de los espíritus, los únicos que, según ella, se molestaban en ir a verla. Y cuando acabó su condena, reducida gracias a su colaboración y a su buen comportamiento, sir Blendell se marchó a un pueblecito de Nueva York donde nadie sabía de su vergüenza, y allí, según los informes que Clayton recibía puntualmente, dirigía un taller de carpintería donde se fabricaban muebles normales y corrientes para ciudadanos normales y corrientes que no necesitaban ni armarios ni despensas con doble fondo. La señora Lansbury, como ya he dicho, jamás apareció. Y en cuanto al Villano… Clayton no había llegado nunca a descartar la posibilidad de que poseyera un disfraz o algún artefacto que le permitiera obrar los milagros de los que había sido testigo, pero con el tiempo también había empezado a considerar que quizá fuese una criatura sobrenatural. Por descabellada que sonara, aquella era la explicación más sencilla, después de todo, como bien había sabido ver Sinclair casi desde el principio.
Y ahora, diez años después, solo él parecía esforzarse en mantener viva la memoria de aquel caso. Su mirada vagaba perdida por la Cámara de las Maravillas, mientras el fonógrafo recreaba una vez más aquella escena tan archisabida: primero la monótona voz del capitán Sinclair dando comienzo a la sesión, seguida de aquel tenso silencio amasado por las respiraciones apenas contenidas de los presentes, luego los suspiros de sorpresa que desencadenaron la campanilla, el pañuelo y la gardenia al cobrar vida, los gemidos sensuales de Lady Ámbar, los fuertes golpes, la enfermera Jones cacareando que la médium se estaba ahogando, el doctor Ramsey pidiendo que le sirvieran un vaso de agua, y por último, precediendo los inarmónicos sonidos de la refriega, la voz del Villano, perfumada de maldad como si brotara de una garganta putrefacta.
—¡Te he encontrado! ¡Al fin te he encontrado! ¡Y te aseguro que vas a darme lo que es mío! —rugió el desconocido en otro tiempo y otro espacio.
«Darme lo que es mío…» Al menos, ahora sabía a qué se refería el Villano, reflexionó el agente, acariciando el libro que la anciana había encomendado a su custodia. Eso era lo que buscaba aquel ser, y para conseguirlo no había dudado en incurrir en el asesinato. Aunque si tanto ansiaba tenerlo, por qué no regresaba a por él.
Durante un tiempo, Clayton se preparó para la reanudación del duelo que habían dejado a medias, pero a medida que transcurrían los años comprendió que el Villano no debía de saber que El mapa del caos había ido a parar a sus manos. Probablemente, en el breve enfrentamiento que habían mantenido en la mansión encenegada de penumbra de la señora Lansbury, el Villano no le había visto con claridad, ni tampoco había oído su voz, por lo que no podía relacionar a aquel inesperado contrincante con el agente que había frustrado su intento de estrangular a la anciana en la sesión de espiritismo; seguramente le habría confundido con un simple criado.
Así pues, el Villano debía de estar buscando el libro en otra parte. Quizá pensaba que todavía lo tenía la anciana, dondequiera que estuviese, o tal vez aquel a quien estaba dirigida la nota que él mismo había interceptado asesinando a la desdichada Doris. Si era así, esa persona se encontraba en un gravísimo peligro, aunque Clayton nada podía hacer por ella, ya que no tenía la menor idea de quién era.
Suspiró y contempló el libro con resignación. La anciana le había dicho que lo protegiera con su vida hasta entregárselo a «aquellos que vienen del Otro Lado». Y eso había hecho durante los últimos diez años: esconderlo allí, en la Cámara de las Maravillas, un lugar que no existía para el mundo, a la espera de que alguien lo reclamara. Pero nadie parecía conocer su existencia. Y siempre que, como ahora, no estaba trabajando en un caso, venía aquí, encendía el fonógrafo y lo hojeaba durante horas, preguntándose quién era su autor, qué eran aquellas fórmulas, qué peligro amenazaba al mundo y cómo podían salvarlo aquel puñado de garabatos.
A lo largo de los años, temiendo que aquello le acarreara funestas consecuencias, se lo había mostrado a algunos matemáticos ilustres de Inglaterra. Sin embargo, ninguno había sabido descifrar aquel galimatías de fórmulas y dibujos geométricos, ni explicar qué eran las Coordenadas Maelstrom, a las que la anciana se había referido en un par de ocasiones. De hecho, todos coincidieron en que jamás habían oído hablar de ese término.
Clayton acunó el libro con la familiaridad que habían creado los años de convivencia. Con su dedo índice repasó la estrella de ocho puntas que adornaba la tapa, acariciando el pequeño círculo del que brotaban las barrocas flechas y el círculo concéntrico que atravesaban, evocando la figura de un timón de barco; luego pasó sus páginas al azar, como solía hacer, con la vaga esperanza de que aquella hojeada aleatoria le revelara el sentido de todo aquello, mientras sentía el peso de la responsabilidad que la anciana había depositado sobre sus hombros. Sus palabras se le habían grabado en la cabeza sin necesidad de ningún fonógrafo: «En las páginas de este libro está escrita la salvación del mundo. Del mundo que usted conoce, pero también de todos los que pueda imaginar… Guárdelo, agente Clayton. Debe protegerlo, con su vida si es necesario, y entregárselo a aquellos que vienen del Otro Lado». Habían transcurrido diez años y nadie lo había reclamado, pero a Clayton le bastaba con recordar el fuego que ardía en los ojos de la anciana para estar seguro de que tarde o temprano alguien lo haría. Quizá ese alguien fuera el mismísimo Villano, pensaba a veces con temor, aquel asesino transparente al que las balas apenas provocaban un ligero escozor, aquella criatura despiadada que no iba a dejar de matar hasta conseguir el libro que ahora él tenía en sus manos.
El sonido de la puerta de la cámara al abrirse le sobresaltó. ¿Quién podía ser a aquellas horas?, se preguntó, echando un rápido vistazo a la ventanita que había en una de las paredes, por donde apenas goteaba la pálida claridad del amanecer. Enseguida obtuvo su respuesta: contra la puerta vio recortarse una figura oronda con un puntito de luz rojiza palpitando a la altura de uno de los ojos. Cuando el capitán lo descubrió acodado en la mesita, soltó un resoplido y se dirigió hacia él zigzagueando entre los cachivaches imposibles que atestaban la habitación.
Estoy seguro de que cualquiera de ustedes apostaría a que, en los diez años transcurridos, la relación entre Clayton y el capitán no habría hecho más que estrecharse inevitablemente, dadas las docenas de casos que habrían compartido, los peligros que habrían enfrentado juntos y las secretas aventuras que habrían vivido. Sin embargo, quien apostara a esa carta, perdería hasta los calcetines, pues existen ciertas almas en las que no se puede ahondar más allá de lo que deciden enseñar y, tanto uno como otro, poseían esa clase de almas impermeables. La relación que mantenían, por tanto, apenas había evolucionado desde la mostrada a comienzos de esta historia.
Y ese déficit de intimidad había jugado a favor del agente en algunos casos. Por ejemplo, le había eximido de tener que tratar en profundidad el incómodo asunto de los desmayos, cuestión sobre la que todos ustedes se estarán preguntando, ya que hace diez años dejamos a Clayton abandonando a hurtadillas la consulta del doctor Higgins.
Pues bien, sepan que los análisis de nuestro misterioso doctor no revelaron nada anormal, y que aunque después el agente acudió a un par de médicos más —si podían considerarse médicos el viejo alemán que lo obligó a llevar durante varias semanas un brazalete magnetizado alrededor del muslo derecho, o la anciana china que le sembró la espalda de agujas—, al final dejó de buscar una solución a su problema porque este dejó de serlo, al menos en su trabajo, que era lo que más le preocupaba. ¿Y cómo sucedió tal cosa? Muy sencillo: gracias a que el capitán Sinclair decidió hacer la vista gorda.
En efecto, durante aquellos diez años, Clayton había sufrido docenas de desplomes en acto de servicio, la mayoría de ellos ante las mismísimas narices del capitán, y al principio había recurrido a las excusas más variopintas para justificarlos —el sueño acumulado, una caprichosa aprensión suscitada por la investigación de turno, una alimentación desordenada…—, pero al comprobar que Sinclair las encajaba en un impasible silencio, pronto dejó de esgrimirlas, y se limitó a sonreír tontamente cada vez que despertaba allí donde su jefe lo había colocado para que no estorbase. Nunca supo Clayton si el capitán había dado alguna vez crédito a sus excusas, o si había llegado a informar de ello a sus superiores, pero lo cierto es que jamás fue llamado a ningún despacho. Por lo visto, Sinclair había decidido pasar por alto su excéntrica costumbre de derrumbarse sin previo aviso en cualquier parte, a pesar de los numerosos problemas que les acarreaba. Pero a pesar de la relativa tranquilidad que eso le ofreció, durante un tiempo Clayton se sintió intrigado por los motivos que alentaban la conducta del capitán, al menos hasta la tarde en que la señora Sinclair, en uno de los frecuentes raptos de complicidad a los que se entregaba a la hora del té, le confesó que la poderosa semilla de su marido no podía arraigar en la aridez de su vientre. Con la voz ungida de melancolía, Marcia Julia Sinclair le describió los largos y afanosos años en los que habían luchado por tener descendencia, las innumerables decepciones posteriores y, sobre todo, la enorme desilusión que le supuso descubrir que, llegada a cierta edad, ninguna batalla se resolvería ya, ni siquiera con sangre. Tras aquello, al agente no le quedó ninguna duda de por qué el capitán había decidido ayudarle a cargar su pesada cruz. El destino había querido que él encajara perfectamente en aquel hueco vacío que revelaba el matrimonio, y eso le confería una inmunidad que, si bien no había pedido, le había resultado de lo más oportuna. Y cada día se lo agradecía a Sinclair del único modo que le permitía hacerlo la falta de intimidad antes mencionada: sin palabras, y el capitán le respondía del mismo modo, recurriendo también a aquel código de sonrisas embarazosas, sutiles balanceos de cabeza y significativos alzamientos de cejas con el que se decían el uno al otro que ambos sabían que el otro sabía. Así fue como los desmayos dejaron de ser un problema para Clayton y se convirtieron en un contratiempo con el que debía aprender a vivir. Y en realidad, el agente estaba encantado con aquel desenlace, pues le permitía seguir soñando con Valerie.
—No sé por qué he ido a buscarlo a su casa, al club y al departamento, cuando sé de sobra que siempre que tiene un momento libre prefiere esconderse aquí —repuso el capitán al detenerse resoplando ante su mesa, un reproche dirigido más a sí mismo que al agente.
Los diez años transcurridos habían salpicado su cabello de vetas blancas y sumado algunas arrugas a su rostro, pero, en esencia, Sinclair apenas parecía haber acusado el paso del tiempo, como esos inmensos peñascos donde la erosión de las olas se refleja con una lentitud inapreciable para la mirada humana.
—Buenos días, capitán —lo saludó Clayton, apresurándose a desconectar el fonógrafo como un niño pillado en falta—. Ha madrugado mucho.
—Usted también, agente —replicó Sinclair, dedicando una mirada reprobatoria al libro que había sobre la mesa.
Clayton se encogió de hombros. Sinclair observó a su subalterno largamente, mientras tensaba y destensaba los labios con nerviosismo, sin decidirse a hablar.
—Quizá debería dejar de obsesionarse con ese caso… —dijo al fin—. De obsesionarse con nada, en realidad. En nuestra profesión no es recomendable llevarse el trabajo a casa.
Clayton asintió con fingida desgana, imaginando lo que su jefe pensaría si supiera que el retrato de la condesa de Bompard colgaba de una pared del sótano de su casa.
—Usted es joven y tiene toda la vida por delante —añadió Sinclair, en vista de que aquella mañana Clayton parecía dispuesto a batir su cuota habitual de largos silencios—. Yo no tardaré en jubilarme, y no dude en que lo recomendaré para ocupar mi puesto, así que siga el consejo de este viejo: no permita que ningún caso ponga en peligro su vida privada —concluyó, acariciando con aire abstraído el estrafalario monóculo que le cubría el ojo derecho.
Clayton trazó una sonrisa irónica.
—Le agradezco sus consejos, capitán, pero los dos sabemos que usted no me recomendará, y que yo no se lo reprocharé. Mi pequeño problema causará muchas menos molestias a todos si me encierra en un despacho a rellenar formularios, en vez de enviarme a las calles con un puñado de jovencitos a mi cargo. —Sinclair abrió la boca, decidido a protestar, pero tuvo que cerrarla y reconocer con amargura que el agente había vaticinado su futuro mucho mejor que él—. Y por mi vida privada no se preocupe: yo no tengo vida privada.
—Precisamente —contraatacó Sinclair—. Todos necesitamos un poco de… eh… compañía femenina cuando cae la noche, ¿no cree?
Clayton sonrió para sí. Aquellas incursiones bruscas y torpes que de tanto en tanto el capitán emprendía en su escarpado corazón, evidentemente por encargo de su mujer, nunca dejaban de conmoverlo.
—No me interesa visitar burdeles, si es eso lo que me está sugiriendo —respondió en un falso tono ofendido.
—Santo Dios, no, agente… Me refería a una compañía menos… eh… efímera. No sé si ha reparado en que mi secretaria, la señorita Barkin, cuando le prepara un café, siempre recuerda cómo le gusta tomarlo; en cambio, a mí siempre me lo sirve exactamente como más lo aborrezco.
—Interesante. Eso merece investigarse. —Clayton fingió reflexionar, recostándose en su silla al tiempo que cruzaba los brazos—. ¿Es ese el nuevo caso que ha venido a encargarme?
—No le negaré que tanto a Marcia como a mí no nos importaría que se obsesionara con ese caso —gruñó el capitán, delatando que, efectivamente, aquellas insinuaciones eran cosa de la señora Sinclair, más que suyas. Luego se encogió de hombros y lanzó un resoplido. Él ya había cumplido con creces su parte del plan, señalándole al insensible agente las atenciones que le dedicaba su secretaria. Había llegado el momento de pasar al verdadero motivo de su presencia allí—. No obstante, creo que el caso que vengo a encargarle va a resultarle mucho más interesante.
—¿Está seguro de que algún caso podría interesarme más que el de las caprichosas fluctuaciones del café de la señorita Barkin, capitán? —Clayton sonrió, visiblemente aliviado. Agradecía que la conversación hubiese tomado aquel otro derrotero.
—No tengo la menor duda —aseguró Sinclair—, ya que está relacionado con ese escritor que tanto admira, el que escribió la novela sobre la invasión marciana.
—¿H. G. Wells? —balbució Clayton levantándose súbitamente.
El capitán asintió, contento al menos de poder depositar en las manos de su subalterno un juguete nuevo que le distrajera.
—Vive en Worcester Park. —Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y le tendió una nota—. Aquí tiene su dirección. Preséntese en su casa lo antes posible.
Clayton leyó la nota y asintió.
—¿Por qué motivo, capitán?
Sinclair sonrió. Sabía que la respuesta era lo que más iba a gustarle de todo.
—Esta noche ha aparecido un cilindro marciano en los pastos de Horsell —explicó—, exactamente como él escribió en su novela.