Capítulo 8

El agente especial Cornelius Clayton se sube el cuello del abrigo con discreción, mira con absoluta falta de ella a ambos lados del portal, y se sumerge en las blandas fauces de la niebla que dormita a lo largo de Tavinton Street como una monstruosa serpiente de algodón. Pero yo decido no seguirlo. En lugar de eso, dejo que se pierda entre el gentío que abarrota las calles de Bloomsbury, y continúo clavado ante el número 10 de Tavinton Street, hipnotizado por el suave reflejo de la dorada «X» que brilla sobre el dintel y parece señalar, como en los mapas de los piratas, el lugar donde debería escarbar para encontrar el tesoro. Quizá sea por ese romántico detalle, o tal vez por la perspicacia que inevitablemente he desarrollado tras tantos años de ver y oír todo, pero lo cierto es que permanezco contemplando con obstinación la vulgar y prosaica puerta, tras la que el doctor Clive Higgins, día tras día, intenta afinar las almas menos vulgares y prosaicas de Londres. Y, para mi propia sorpresa, a los pocos minutos obtengo una recompensa que ni siquiera esperaba: el doctor Higgins sale apresuradamente. Sí, a pesar de tener la consulta llena, abandona a su suerte al resto de sus pacientes y se zambulle en la gélida niebla, aunque en dirección contraria a la de Clayton, lo que me lleva a deducir que el motivo de su repentina deserción no es precisamente seguir los pasos del agente. ¿Adónde se dirigirá con tanta urgencia?, se preguntarán ustedes. Y yo, que todo lo veo y todo lo sé —aunque a veces no tenga más remedio que elegir una sola melodía entre las infinitas que resuenan en mi cabeza—, incapaz de dejar esa pregunta sin respuesta, no dudo en seguirlo.

Tras cruzar un par de calles emulando en la medida de sus posibilidades el exultante trote de un potrillo, el doctor Clive Higgins tomó un carruaje en Gower Street, dio al cochero la dirección del Albemarle Club y se derramó en el asiento con un suspiro de exasperación. Una vez acomodado, se desabrochó el abrigo y se arrancó los guantes, la bufanda y el sombrero. Después, abanicándose con este último, observó como el coche bordeaba el Soho por Oxford Street, mientras lanzaba continuos resoplidos, como si en vez de atravesar Londres en un desapacible día de octubre, estuviera cruzando un desierto abrasador. Sin embargo, pocos metros antes de llegar a su destino, el doctor volvió a ponérselo todo, serenó su expresión y se apeó del carruaje amordazándose con la bufanda. Luego subió la escalinata del Albemarle Club con el paso ligero de quien, más que nada en la vida, anhela un cálido fuego y una copa de brandy.

En el interior, tras despojarse de nuevo de sus prendas de abrigo fingiendo un escalofrío y entregarle el sudoroso burujo a un solícito criado, el doctor Higgins se dirigió con el mismo caminar diligente hacia una mesa ubicada junto a un amplio ventanal, saludando con ligeras inclinaciones de cabeza a algunos de los socios con los que se iba cruzando. Frente a la mesa, que se hallaba junto a la única chimenea apagada de toda la sala, sentados en mullidos sillones de piel, había cuatro caballeros fumando y conversando plácidamente entre ellos. Sin embargo, al atisbar al doctor Higgins cruzando la vasta estancia en su dirección, los cuatro interrumpieron su charla y lo observaron acercarse en un expectante silencio.

—Buenos días, caballeros —saludó secamente el doctor al tomar asiento junto a ellos, mientras hacía un gesto impaciente al camarero más cercano.

—Llegas tarde, Higgins —le reprobó sonriendo uno de los hombres.

—Mi querido Angier, quizá hemos llegado todos demasiado tarde… —gruñó el doctor, propinándole un par de desesperados tirones a la perilla que le adornaba el rostro.

—Vamos, vamos, ¿qué te pasa, Higgins? —le preguntó en tono conciliador otro de los caballeros, al que recordarán si han estado atentos a mi relato, pues se trataba del doctor Theodore Ramsey, el eminente médico aficionado a crujirse regularmente los dedos de las manos—. Pensábamos que traerías buenas noticias…

Higgins arrebató la copa de brandy de la bandejita del camarero antes de que este pudiera depositarla sobre la mesa, y de un ávido trago consumió casi la mitad del licor, cerrando los ojos al hacerlo. Después suspiró.

—Lo siento, amigos. Angier, acepta mis disculpas, te lo ruego. Pero estoy desesperado. Desde esta mañana, mi mecanismo de refrigeración no funciona correctamente. —Se tiró de la perilla con frustración para demostrarlo—. Llevo horas sufriendo terribles sofocos.

Los demás le contemplaron con expresión afligida.

—¡Qué horror! ¿Y no has podido solucionarlo? —le preguntó Angier, mientras manoseaba con visible aprensión el lóbulo de su oreja derecha.

—No he tenido tiempo. Tal y como sospechas, Ramsey, traigo noticias, aunque todavía no sé si buenas, y no quería demorarme más en comunicároslas. En fin, supongo que puedo aguantar hasta esta tarde, y creo que en mi laboratorio tengo lo necesario para arreglarlo… ¡Si al menos no hiciera este maldito calor!

—No te quejes, Higgins. Por suerte te ha ocurrido al comienzo de su época invernal, la menos cálida de su almanaque. Podría haberte sucedido durante ese infierno al que llaman verano —le advirtió un tercer caballero, quien al hablar bizqueaba los ojos de vez en cuando de una forma harto peculiar—. Y hay cosas peores. Se te podrían haber estropeado los circuitos neuronales que nos permiten inhibir la angustia de la aleatoriedad, por ejemplo.

—Totalmente cierto, Melford —convino Ramsey con vehemencia, haciendo crujir uno a uno los dedos de cada mano—. La angustia de la aleatoriedad… Eso sí que es algo terrible.

—Desde luego. Aun así, que se averíe el sistema de refrigeración es un verdadero incordio. A mí me ocurrió el pasado verano —intervino Angier, dándose unos suaves golpecitos en el lóbulo—, y tuve que suplicar que me enviaran un nuevo mecanismo lo antes…

—¿Infierno? ¿Has dicho infierno, Melford? ¿Te he oído bien? —interrumpió con voz suave el cuarto caballero, quien hasta ese momento había permanecido en silencio.

Se trataba de un hombre corpulento, que gastaba un exuberante bigote gris con las puntas curvadas hacia arriba cual astas de toro, y vestía un austero traje oscuro, cuya negrura rompía un vistoso chaleco floreado. Los demás le miraron sorprendidos.

—Yo… —vaciló Melford.

—¿Infierno? No estarás hablando en serio… Ninguno de vosotros puede estar hablando en serio… ¿Os quejáis del clima? ¡Cómo se nota que hace tiempo que abandonasteis el Otro Lado! ¿Ya no recordáis lo que es aquello? —El caballero les observó uno a uno con su monumental bigote temblando de rabia, provocando que todos, con mayor o menor rapidez, bajaran la vista pesarosos—. Las insidiosas molestias que aquí sufrimos —continuó en tono aleccionador, mientras se retorcía con pericia las puntas del bigote— son pequeñas, mínimas en comparación. Os lo dice alguien que acaba de llegar de allí hace solo unos días. Del lugar donde todo se reduce a soportar lo insoportable. —Satisfecho con la reprimenda, se recostó en el asiento y suavizó un tanto la dureza de su expresión—. Caballeros, no frivolicen sobre ciertos temas, por favor. En el Otro Lado ha comenzado la Era Oscura. Y nos necesitan. Desesperadamente.

Los cinco callaron durante unos instantes, con las miradas perdidas en sus recuerdos.

—¿Cómo están las cosas por allí, Kramer? —se atrevió a preguntar al fin Ramsey.

—Cada vez hace más frío —contestó el otro—. Y la oscuridad ya es absoluta.

Todos gimieron quedamente.

—Tal vez sea cierto que hemos llegado aquí demasiado tarde, como antes ha dicho Higgins. —Melford bizqueó—. Quizá nada de lo que hagamos tenga ya ningún sentido.

—Todavía hay esperanza. Los últimos cálculos nos otorgan una década —informó Kramer.

—¡Por todos los soles muertos! —exclamó Angier, horrorizado—. ¿Una década? No creo que sea tiempo suficiente.

—Tranquilízate, Angier. Como sabes, ese plazo no se refiere a nuestra extinción, sino a la de ellos… —dijo Kramer, señalando a su alrededor con la cabeza—. Nuestra terrible agonía todavía podría alargarse algunas décadas más, pero ellos no disponen de ese tiempo. Y son la única vía de evasión con la que contamos. Tenemos diez años para evitar su final. De lo contrario, también nosotros estaremos condenados.

—¿Y qué dicen los últimos estudios sobre la posibilidad de abrir otras puertas? —preguntó Melford.

—Nada esperanzador —contestó Kramer con pesar—. Me temo que no podremos abrir ninguna otra. No en nuestras condiciones. Este mundo es nuestra única oportunidad de salvación.

—Pero solo le quedan diez años… —musitó Angier.

Kramer alzó las manos bruscamente, como una odalisca arrojando pétalos de rosas.

—Son cálculos aproximados, caballeros, aunque no hay demasiado margen para el error —matizó—. Disponemos de una década, quizá algo más, para encontrar la forma de detener la epidemia que asola este mundo, o explotará en un apocalipsis de dimensiones colosales. Y nosotros, en el Otro Lado, como un náufrago cuyos dedos congelados resbalan fatalmente del tablón al que se aferra, nos hundiremos para siempre en la oscuridad eterna y en el olvido.

Todos guardaron silencio y pasearon una mirada abatida por la estancia. Fundado en 1874, el Albemarle Club era uno de los clubes más prestigiosos y concurridos de Londres, aunque a esas horas apenas había algunos corros de sillones repartidos por el amplio salón, formando islotes aquí y allá, y un puñado de caballeros fumando su pipa a solas, mientras acunaban abstraídos una copa de brandy o leían el periódico con aire aburrido, contentos de haberse fugado por unas horas de sus asfixiantes hogares.

—Miradlos… —masculló Melford con súbito rencor—. No tienen la menor idea de lo enfermo que está su mundo, ni de que su final se avecina. Al contrario: creen que están en medio de algo. Creen que son diferentes a todo lo que existió antes y a todo lo que vendrá después. Creen que viven tiempos veloces, que van hacia algún lugar, montados en sus vertiginosos ferrocarriles. Todos y cada uno de esos desgraciados lo creen. Se estudian, se contemplan, se maravillan. Pero no ven nada. No ven que llega el final, ni sospechan que todos los ferrocarriles posibles chocarán muy pronto y se transformarán en un amasijo de oscuridad eterna, de nada, de caos.

—¡Y cómo quieres que se lo imaginen, Melford! —replicó Ramsey, con cierto reproche—. ¡Se encuentran tan excesivamente lejos del Conocimiento Supremo! A veces siento vergüenza por haberme labrado en este mundo un prestigio como científico, regalándoles apenas un par de baratijas… En cambio, otras veces no puedo evitar burlarme de su inmensa ignorancia… —Rió sin ganas, y tomó un trago de brandy para serenarse—. Aunque es cierto que entre ellos hay algunos individuos cuya inteligencia brilla por encima de las de sus congéneres, y cuya compañía llega a resultar un agradable bálsamo para nuestra soledad de pobres exiliados… —Reparó en las expresiones acusadoras de sus compañeros y cabeceó, intentando animar el tono de su voz—. Me refiero, por supuesto, a compañías productivas y ventajosas para nuestra sagrada misión. Como sabéis, gracias a mi prestigio como científico y a mi amistad con el señor Crookes, conseguí infiltrarme en los círculos espiritistas y pude realizar varios estudios sobre infinidad de apariciones, que han sido muy valorados en el Otro Lado. ¡Las manifestaciones ectoplásmicas de algunos médiums nos ofrecen tantas respuestas…! Supongo que habéis leído mi último informe, en el que he desarrollado una interesante tabla comparativa de…

—Conocemos tus estudios sobre el espiritismo, Ramsey. Y también sabemos de tu amistad con ese tal Crookes, que nos puso a todos en peligro cuando estuviste a punto de desvelarle nuestra misión —le reconvino con severidad Kramer.

—¡Jamás puse en peligro nuestra misión! —se defendió Ramsey acaloradamente.

—Cálmate, amigo mío —le advirtió el otro con gélida serenidad.

—Tan solo fue un momento de flaqueza… —añadió el médico, bajando el tono de inmediato—. Y a la postre cumplí con mi deber. Crookes no sabe nada, ni lo sabrá jamás, os lo aseguro… Y así debe ser. Ninguno de los habitantes de este universo debe saber la verdad: jamás comprenderían nuestra misión. Nos verían como invasores peligrosos. Nos temerían, como temen a lo desconocido. Nos convertirían en los monstruos de sus pesadillas, e intentarían destruirnos. No podemos confiar en ellos. Ni en sentimientos como el amor o la amistad que enturbian el conocimiento —recitó aplicadamente—. No lo olvido, caballeros. Al igual que Armand de Bompard, yo tampoco olvido el maravilloso mundo de donde provengo.

—Nuestro mundo, oh, nuestro maravilloso mundo… —intervino Melford, con una doliente nostalgia no exenta de ironía—. Ahora, en el Otro Lado, nuestra prodigiosa civilización se ovilla temblorosa alrededor de los últimos agujeros negros. Nuestros cuerpos, sabiamente modificados para subsistir en el frío y muerto océano de oscuridad, pronto dejarán de funcionar. Nuestras mentes, congeladas en un largo y oscuro nirvana, no podrán hilvanar más que pensamientos infinitamente lentos. Y al final nos convertiremos en una niebla sin vida compuesta de electrones, neutrinos y fotones, una sopa líquida de partículas de muerte. Así está escrito en la Segunda Ley. Una ley que, en nuestra arrogancia, creímos capaces de evitar. Pero la Segunda Ley es inexorable. ¡El caos es inexorable!

—¡El caos es inexorable! —salmodiaron sus compañeros, mientras sacaban sus relojes de bolsillo, abrían sus tapas y mostraban el grabado de su reverso: una estrella de ocho puntas, compuesta por ocho flechas que brotaban de un pequeño círculo central y atravesaban uno mayor concéntrico. Una estrella que, como a mí, estoy seguro que les resultará familiar.

—¡El caos es inexorable! —repitió Kramer—. Tienes mucha razón, Melford, y no debemos olvidarlo. Pero todavía queda una pequeña esperanza. ¿Recordáis cuando, hace algún tiempo, conseguimos abrir el túnel hasta este lado? Por un glorioso instante creímos que lo habíamos logrado. —Todos asintieron, sonriendo levemente, con un eco de aquella lejana esperanza en sus ojos—. Fue maravilloso, ¿verdad? La noticia corrió como la pólvora entre nuestros científicos. ¡Se había abierto un túnel estable! ¡Empezar de nuevo en otro mundo era posible! En un mundo joven, lleno de luz y calor. Un universo en plena era estelífera. Un nuevo y cálido mundo donde inyectar la semilla de nuestra moribunda civilización. Donde renacer, lejos de nuestro inhóspito y agonizante hogar…

—¡Pero ese mundo estaba enfermo! —Angier golpeó la mesa con su puño crispado, haciendo oscilar las copas y provocando que un par de socios del club levantaran contrariados la vista de sus periódicos—. También recuerdo cuando se descubrió que estaba asolado por una extraña epidemia de dimensiones apocalípticas, y que su final incluso se vislumbraba más cercano que el nuestro. Sí, también recuerdo eso. Y que, pese a todo, mantuvimos la fe: pensamos que podríamos curarlo a tiempo para el Gran Éxodo. En cambio, ahora nadie está seguro de poder lograrlo, ¿verdad, Kramer? —preguntó, barnizando con angustia cada palabra—. Ha pasado mucho tiempo y todavía no hemos conseguido ningún resultado. No sabemos cómo llegó aquí el virus, ni dónde ni cuándo comenzó la infección. No sabemos quién fue el paciente cero. No sabemos cómo curarla. Todavía no hemos encontrado una vacuna. Después de tanto tiempo, seguimos sin saber nada, Kramer. Nada. Como has dicho, hay esperanza, pero cada vez es menor…

—Todavía nos quedan diez años —replicó Kramer—. Y quizá los Ejecutores nos proporcionen uno o dos más.

—¡Los Ejecutores! —bufó Ramsey con desprecio, haciendo crujir los dedos de las manos—. Es terrible que hayamos tenido que recurrir a esos asesinos despiadados. ¡Por todos los soles muertos! ¡Somos una civilización QIII! Llevamos milenios siéndolo. Y ahora, al final del camino, a los supremos sacerdotes del Saber solo se nos ha ocurrido ordenar una matanza. Ese será nuestro magnífico legado, caballeros. Una matanza de inocentes, como la que llevó a cabo su Herodes, pero a nivel universal. —El médico rió con amargura—. Cuando llegue nuestro final, nuestros átomos flotarán en el eterno vacío, dibujando por siempre y para nadie el símbolo de la barbarie…

—Los Ejecutores son necesarios, de momento —atajó Kramer con impaciente severidad—. Necesitábamos tiempo, por eso los creamos. Nunca pensamos que fueran la gran solución, Ramsey. Debes calmarte, y eso también va por ti, Angier. No lo repetiré. Calmaos o me obligaréis a dar parte de vuestro exaltado estado de ánimo al Otro Lado. Si no fuera por los Ejecutores, todo habría terminado hace ya mucho tiempo. Nos limitamos a construir un dique para intentar contener lo incontenible, y así dedicarnos a la investigación de la enfermedad. Si todavía nos quedan diez años, es gracias a su trabajo, caballeros. Aunque eso no quita que a todos nosotros nos disgusten —concedió con un estremecimiento final.

—Son espantosos —musitó Melford, plagiando su agitación.

—Terroríficos —remachó Angier—. ¿Sabéis que los animales de aquí los perciben? Los caballos se encabritan, los perros ladran furiosos, los…

—No tenéis por qué tratar con ellos si tanto os repugnan. Ya sabéis que las órdenes las reciben directamente del Otro Lado —les recordó Kramer—. Pero no olvidéis que gracias a ellos aún contamos con una mínima oportunidad. Pensadlo: un instante ganado al caos podría ser el precioso instante en que, finalmente, los científicos encontráramos la solución.

—¿Y cómo nos daremos cuenta de que el fin ha comenzado? —le preguntó entonces Melford—. ¿Qué crees que sucederá?

Kramer suspiró.

—Supongo que se verán cosas prodigiosas y temibles. Incomprensibles para todos aquellos que no posean el Conocimiento Supremo. Las peores pesadillas del hombre se harán realidad… Y cuando eso comience, entonces sí que será demasiado tarde… Diez años, tal vez doce… Pero no mucho más.

—En ese caso, debemos darnos prisa— intervino el doctor Higgins, quien había seguido la mayor parte de la conversación en silencio, suspirando como una damisela a la que le apretara demasiado el corsé—. Como os he dicho al llegar, tengo algo que mostraros. De momento no es gran cosa… —se excusó, mientras rebuscaba en uno de sus bolsillos. Su mano libre hizo amago de acercarse a su perilla, pero enseguida la retiró con expresión contrariada. Luego sacó un pequeño tubito lleno de un líquido rojo, y lo mostró a los demás—, pero quizá acaben siendo buenas noticias.

Todos miraron el tubito, fascinados.

—¿Es la sangre del…? —susurró Melford.

—Sí —confirmó Higgins, satisfecho—. Es la sangre del joven al que la cachorra del conde Bompard mutiló.

—¡La has conseguido! —se entusiasmó Kramer.

Higgins asintió con complacencia.

—Hoy ha venido a verme. Pero no os preocupéis. He sido muy sutil. A pesar de su gran inteligencia, no ha sospechado nada. En realidad, ha sido él quien casi me ha rogado que se la extrajera.

—¿Crees que llegaremos a algún lugar por este camino? —preguntó esperanzado Angier.

—Quizá. El joven sufre extraños episodios. Su cuerpo intenta desesperadamente saltar, pero solo lo consigue su mente —explicó Higgins—. Es como si algo en él, algo que no poseía antes, y que tal vez le inoculó ella al morderle, le empujara a saltar y al mismo tiempo anclara su cuerpo firmemente a este mundo. La enfermedad y la cura, todo en el mismo ser. Armand siempre sospechó que criaturas como ella podían poseer en su naturaleza el secreto para una posible vacuna. Por eso investigó en esa dirección durante años. Pero no lo encontró, a pesar de sus numerosos estudios. Finalmente, tuvo que admitir ante el Otro Lado que había fracasado, y se vio obligado a abandonar a su cachorra para ocuparse de otros proyectos. Pero hubo algo que Armand no consideró en sus investigaciones. Puede que ese principio que buscaba en la naturaleza de su mujer, tan solo se active al combinarse con la sangre de algunas víctimas… Por supuesto, el error de Bompard fue enamorarse de ella. —Ramsey abrió la boca para replicar, pero Kramer le hizo callar con un gesto brusco—. Debido a sus sentimientos hacia la joven loba —continuó Higgins, no sin cierta sorna—, intentó evitar que su naturaleza asesina la dominara, y esa línea de investigación quedó sin explorar. Sí, tal vez nos hallamos ante el germen de una vacuna, aún no lo sé. —Guardó el tubito en el bolsillo—. No puedo deciros nada más hasta que analice los nuevos carretes de Farlow&Co., forjados en acero y con recogesedal de marfil, ideales para la pesca del salmón; no he probado nada de mejor calidad.

Todos asintieron con entusiasmo, mientras uno de los camareros, que se había acercado silenciosamente, se inclinaba hacia ellos para comentarles:

—Disculpen que les interrumpa, caballeros, pero algunos socios me han pedido que encienda también la chimenea de esta esquina del salón… Parece que tienen frío. Espero que no les moleste.

—¡Me voy, tengo mucho trabajo pendiente! —Higgins se levantó, pálido de repente—. Prometo informarles con prontitud sobre las últimas novedades. Caballeros… —Y, saludando a todos con una brusca inclinación de cabeza, se alejó a toda prisa.

Mientras el camarero se afanaba en encender un fuego que pronto comenzó a llamear alegremente a pocos metros de ellos, Angier, masajeándose el lóbulo de la oreja, Melford, bizqueando frenéticamente, Ramsey, haciendo crujir cada uno de sus dedos, y Kramer, retorciéndose las puntas del bigote, continuaron conversando plácidamente sobre las bondades de los diferentes carretes que se podían comprar en la célebre tienda del Strand, de una calidad muy superior a los de cualquier otro establecimiento de Londres, como con tanto acierto había apuntado el doctor Higgins.

Y yo aprovecharé para dejarlos y volver con el agente Clayton. Pero permítanme que sortee los diez años siguientes, tal es mi ansia por descubrir si los Caballeros del Caos, con la ayuda de los malvados Ejecutores, conseguirán finalmente salvar el mundo. Durante esos diez años no ocurrirá nada relevante sobre el caso que nos ocupa —tampoco en la vida del agente, según mi opinión—, por lo que no se perderán nada importante si nos trasladamos al amanecer del 1 de agosto de 1898, fecha que a algunos de ustedes les resultará familiar. Ese es el día en el que, tras una década discurriendo bajo tierra, el manantial de nuestra historia vuelve a aflorar a la superficie.