Capítulo 7

Pero no siempre había sido así. La primera vez, la oscuridad se había desplomado sobre él envolviéndolo en un desagradable tufo a bosta de caballo, pues se había desmayado en un callejón hediondo, y se había golpeado la cabeza contra los mugrientos adoquines. La segunda vez se había desplegado con la lánguida cadencia de un viejo telón, oliendo a tela polvorienta, madera y cuero recién lustrado, pues había perdido el conocimiento en un teatro, resbalando casi voluptuosamente desde la butaca hasta la mullida alfombra. A aquellos desmayos les siguieron ocho más, impregnados de distintos olores, hasta llegar al aroma de las rosas blancas. Era la primera vez que se desplomaba durante su trabajo.

El primero de aquellos viajes —así los llamaba él, viajes, no desmayos— había tenido lugar el mismo día en que le dieron de alta en el Guy’s Hospital, donde había estado ingresado para recuperarse de su terrible mutilación. Desoyendo los consejos de las enfermeras, Clayton se había marchado sin ni siquiera esperar a Sinclair, que se había ofrecido a llevarlo a su casa para que apurase la convalecencia bajo los atentos cuidados de la señora Sinclair. Una vez fuera del hospital, como si se tratase de otro paso más de su pequeña rebelión, rehusó tomar un carruaje y se dirigió por su propio pie hasta su modesto piso de Milton Street. Caminaba balanceando su brazo truncado casi con ostentación, sin importarle las compasivas miradas de los transeúntes ni el terrible frío que congelaba sus dedos fantasmas, aquellos dedos que todavía sentía y que ningún guante podría ya cobijar. Necesitaba liberarse de las pegajosas telarañas que habían revestido su cerebro durante los casi treinta días que había estado ingiriendo opiáceos, y también necesitaba desentumecer su abotargado cuerpo. Sin embargo, enseguida empezó a arrepentirse: hacía demasiado frío, las piernas le dolían, el fantasma de la mano perdida le escocía terriblemente, y a cada paso que daba se notaba más mareado. Atajó entonces por un callejón, y tuvo la certeza de que alguien le seguía. Lo sabía, aunque no se había dado la vuelta ni había oído ningún ruido a su espalda. De repente, un garfio de hielo se le clavó en el centro del estómago y tiró de él hacia arriba, sin que él pudiera hacer nada. No sintió la caída, ni el golpe contra la acera; solo la oscuridad, y el olor de la bosta de caballo.

Esa fue la primera vez que soñó con Valerie.

Cuando unos molestos golpecitos en la mejilla lo despertaron, se encontró ante un caballero elegantemente vestido que le observaba con preocupación. Se trataba de un hombre de mediana edad, dueño de un rostro agradable, más bien anodino, de no ser por la negra perilla que lo adornaba, como dibujada con un trozo de carbón, y por unos extravagantes anteojos dorados. Se presentó como el doctor Clive Higgins, y confesó haberle seguido durante un par de calles, alarmado por su enfermiza palidez y su inestable caminar. En el momento en que había acelerado el paso para preguntarle si se encontraba mal, él se había desplomado. Clayton farfulló algo sobre su reciente alta hospitalaria, y le rogó que le permitiera seguir su camino, asegurándole que se encontraba mejor y que su casa no estaba lejos. Ambas afirmaciones eran mentira, pero deseaba quedarse solo cuanto antes para deleitarse en las extrañas y hermosas imágenes que el sueño había dejado en su cabeza antes de que se desvanecieran. El doctor Higgins consintió en que se marchara, no sin advertirle con inusitada seriedad que necesitaba ayuda y que él podía proporcionársela. Luego dejó entre sus dedos una tarjetita de color crema con bordes dorados, donde constaba su nombre, la dirección de su consulta y el misterioso título de «Doctor en neurología, psicoanálisis y demás afecciones del alma».

Tras prometer que lo visitaría, Clayton corrió hacia su casa. Cuando llegó, se llenó el cuenco de la mano sana con una dosis triple de las pastillas para dormir que le habían entregado en el hospital, las empujó garganta abajo con un trago de brandy y se tumbó en la cama con el corazón desbocado, sin siquiera quitarse el abrigo. Deseaba tanto retomar su hermoso sueño en el mismo punto donde lo había dejado que no le importó que aquella cantidad de analgésicos le impidiese volver a despertar. Pero no consiguió soñar de nuevo con ella. No en aquella ocasión. Despertó algunas horas más tarde, con un terrible dolor de cabeza y una angustiosa resaca provocada por el atracón de pastillas.

Tuvieron que pasar doce días para que volviera a soñar con ella, esta vez en el teatro. El mismo garfio helado en el estómago, la misma sensación súbita de ser suspendido en el vacío, el mismo vértigo y la misma repentina oscuridad. También el mismo sueño, tan maravilloso y vívido que, cuando despertó, el mundo le pareció más onírico que cualquier ensoñación, al menos durante unas horas. Y una semana después volvió a sucederle mientras se preparaba una taza de té, que terminó hecha añicos en el suelo de la cocina, junto a su cuerpo inconsciente. Sin embargo, nunca conseguía invocar aquellos sueños. Lo había probado con pastillas, con alcohol, con una combinación de ambos, permaneciendo un día entero en la cama mientras recitaba de memoria las aburridas leyes del código penal, o tumbado en el sofá del salón escuchando música hasta el amanecer. Pero era inútil. Nunca soñaba con ella cuando se dormía al modo de los hombres corrientes, por decirlo de alguna manera. No, aquel sueño extraordinario solo le sobrevenía durante aquellos malditos desmayos, aquellos estúpidos desmayos, aquellos benditos desmayos que antes o después le acarrearían problemas. Por eso había aprendido a esperarlos y temerlos a partes iguales.

Y no había pautas, nada que pudiera estudiar. Podían sucederle en cualquier momento, en las situaciones más inesperadas, sin relación con lo que se encontrara haciendo. Daba igual que estuviera nervioso o relajado, caminando o sentado, solo o en medio de una multitud. Sucedían sin más: primero un ligero mareo y después aquel brusco tirón en el estómago, que lo obligaba a desplomarse de repente. Viajes, los llamaba. ¿Y de qué otra forma podía llamarlos? Al fin y al cabo, aunque su cuerpo permaneciera tendido en el mismo lugar donde caía, inmóvil como un melancólico montón de ropa sucia, su mente volaba muy lejos de allí, y siempre hacia el mismo lugar.

Pero aunque nunca fuera tan feliz como cuando los sufría, aquellos extraños desmayos no tardaron en preocuparle. Se repetían con tanta frecuencia que Clayton tuvo que reconocer que ya no podía tratarlos como incidentes anecdóticos, sino como la inequívoca señal de que algo sustancial había cambiado en su interior, de que su alma ya no era la misma.

Sin embargo, el último de sus viajes fue el que más lo angustió, pues se había desmayado en mitad de una investigación. Él, el aclamado agente Cornelius Clayton, se había desplomado en el mismísimo escenario del crimen. ¿Qué diría Sinclair cuando se enterara? ¿Qué pensarían sus superiores? ¿Y cuánto tiempo más podría esconder aquellos súbitos derrumbes? Porque esta vez había sido un milagro que nadie lo hubiese encontrado durmiendo en el gabinete de la anciana, permitiéndole ocultar tan vergonzoso suceso en el informe que había redactado, pero la próxima vez quizá no tuviera tanta suerte. No quería ni pensar en qué ocurriría si descubrían que sufría desmayos con regularidad. Probablemente le darían de baja del servicio, lo enviarían al médico y no le permitirían ejercer su trabajo hasta que averiguaran qué extraña enfermedad anidaba en su interior. ¿Y qué haría él entonces, sin nada con que entretener la mente? Enloquecería, estaba seguro de ello. Su trabajo era la única quietud que conocía su cerebro. Únicamente cuando estaba inmerso en una investigación, obsesionado con los detalles de un caso, barajando hipótesis y conjeturas, lograba dejar de pensar en ella. O casi.

Durante el caso de Lady Ámbar, por ejemplo, apenas se había acordado de la condesa, y eso que al principio la investigación no había presentado el interés que había cobrado con el tiempo, hasta resultar fascinante. Un caso rutinario de verificación y una simple sospecha de fraude se habían convertido de repente en un misterio extraordinario, un auténtico desafío para su mente hambrienta de retos. No solo había aparecido un espíritu asesino en una sesión de espiritismo falsa, sino que, además, unas horas más tarde, aquel mismo espíritu había seguido a una de las asistentes hasta su hogar para robarle un misterioso libro que, según parecía, contenía la salvación del mundo.

Esa misma noche, cercano ya el amanecer, la señora Lansbury había enviado a su única criada a buscar a una misteriosa persona. Pero nadie se había presentado. Y ahora Clayton sabía por qué: el cadáver de la pobre Doris había sido encontrado poco después en un callejón cercano por agentes de Scotland Yard, tan horriblemente destrozado que había espantado incluso a los curtidos policías, y sin ninguna nota en su poder. Por la hora de la muerte, era evidente que el asesino había interceptado a la criada antes de que esta pudiera entregarla y se la había arrebatado, por lo que su destinatario nunca llegó a saber el ansia con que la anciana lo había esperado, ni Clayton tendría forma de averiguar de quién demonios se trataba.

Las investigaciones posteriores habían revelado que la señora Lansbury carecía de vida social más allá de su afición al espiritismo. Los agentes habían tenido que contentarse con interrogar a quienes con mayor frecuencia habían coincidido con ella en las sesiones. Sin embargo, ninguna de esas personas tenía con aquella estrafalaria anciana más trato del que obligaba la educación, lo que las convertía en improbables destinatarios de su nota. Por lo demás, no se le conocía ni familia ni amigos. Catherine Lansbury había aparecido de la nada en la sociedad londinense unos años atrás. Se sabía que era dueña de una respetable fortuna gracias a que poseía la patente del Sirviente Mecánico, pero nadie había conseguido averiguar nada más acerca de ella, salvo que era viuda y que venía de muy lejos, un dato asombroso si se tenía en cuenta su impecable acento londinense. Los últimos rumores sugerían que había dilapidado su fortuna en su obsesión con el más allá, y que era cuestión de tiempo que los acreedores se le echaran encima. A pesar de todo, la anciana no parecía haber cejado en su cara afición, y eso que, según los testimonios recabados, ni siquiera asistía a dichas sesiones en busca de un contacto concreto, como solía ser lo habitual. En ningún momento había solicitado hablar con su difunto marido, por ejemplo, y cuando algún avispado médium le anunciaba con alborozo que el espíritu de su esposo se había presentado en la sala y pedía hablar con ella, la señora Lansbury sacudía su manita arrugada como si le hubieran dicho un halago inadecuado, y respondía:

—No lo creo: mi marido sabría de sobra que yo no quiero hablar con él. De todas maneras, no es a él a quien busco. Busco a otros. Esperaré.

Y luego permanecía en silencio, esperando a aquellos que, al parecer, nunca llegaban. ¿Se referiría a «los que vienen del Otro Lado», a aquellos a quienes supuestamente estaba destinado el libro? Y en cuanto al extraño ser que había intentado robarlo, ¿quién era? ¿Cómo había aparecido en la sesión? ¿Y cómo se había desvanecido de repente en la calle, dejando un rastro de sangre que no se había hecho visible hasta unos minutos después? Pero, sobre todo, ¿cómo había desaparecido la anciana de una habitación cerrada por dentro? Demasiadas preguntas sin respuesta. Preguntas desquiciantes, sí, aunque también preguntas salvadoras. Preguntas que lo mantenían distraído, a salvo de sí mismo.

Clayton no estaba dispuesto a permitir que lo apartaran de ellas. Necesitaba aquellas preguntas, u otras semejantes, porque eran el muro que mantenía a raya aquella otra horda salvaje de pensamientos que, de encontrar el paso libre, invadirían su mente y acabarían destruyéndolo. Por tanto, no le quedaba más opción que ocultar sus desmayos. Ningún superior podía enterarse, especialmente el capitán Sinclair. Y si eso significaba dejar de soñar con Valerie, tendría que asumirlo, se dijo, acariciando con su mano derecha la tarjetita de bordes dorados que reposaba en el fondo del bolsillo de su abrigo, donde había permanecido seis meses olvidada, como un tesoro hundido en las profundidades del océano, hasta que la rescató, una semana antes.

El ruido de una puerta al abrirse y unos tenues murmullos femeninos le anunciaron que la paciente anterior ya había concluido su visita. Clayton clavó una mirada de aprensión en la puerta de la salita donde se hallaba. Cuando una hora antes había llegado a la consulta del doctor Higgins, una enfermera regordeta le había conducido hasta allí por un largo pasillo poblado de puertas, invitándole a dejar su sombrero en el perchero y a sentarse en uno de los silloncitos. Al reparar en su palidez, le había asegurado que nadie le molestaría durante la espera, pues nunca hacían aguardar a dos pacientes en la misma salita, garantizando así a los clientes la más absoluta de las discreciones. Por la misma razón, él tampoco debía salir al pasillo hasta que la enfermera fuera a buscarlo. Por lo visto, las afecciones del alma eran asuntos delicados, se dijo Clayton al quedarse solo.

Tras permanecer unos minutos varado en mitad de la salita, el agente se decidió a dejar el sombrero y se animó a sentarse, preguntándose quiénes serían sus compañeros de las celdas contiguas, que parecían reproducirse hasta el infinito como en un juego de espejos: ¿caballeros neurasténicos, agobiados por la presión insoportable de sus negocios? ¿O acaso damas afectadas de clorosis, con la piel teñida de un delicado color verde, como hadas de los bosques en las que algún niño había dejado de creer? ¿Quizá jovencitas histéricas, necesitadas urgentemente de un marido, o tal vez de un amante? ¿Y qué demonios hacía él allí, entre aquel muestrario de conductas desviadas? Durante la hora siguiente, se había repetido aquella última pregunta varias veces, levantándose y cogiendo su sombrero para irse de allí, aun a riesgo de tropezar en el pasillo con otro desertor. No obstante, todas las veces había vuelto a su asiento, sin saber muy bien por qué. Y ahora no había marcha atrás. El rumor de voces había tomado la cadencia propia de las despedidas, y el sonido de un suave portazo indicó a Clayton que el doctor había terminado de reparar el alma de un paciente. Entonces, tras un repiqueteo de pasos que se acercaban, la puerta de la salita se abrió, enmarcando a la enfermera.

—¡Adelante, señor Sinclair! —Clayton se maldijo en silencio por su absoluta falta de imaginación a la hora de dar un nombre falso—. Ya puede pasar. El doctor Higgins le está esperando.

Mientras hablaba, el doctor Higgins tenía la manía de propinarse pequeños tironcitos en la perilla con los dedos índice y pulgar, un gesto que quizá reflejara alguna incurable afección de su alma, y que no ayudaba a Clayton a templar sus nervios, precisamente. Más bien le producía el efecto contrario, por lo que el agente tuvo que apartar su mirada de él y mandarla a explorar el amplio despacho. Estudió los libros que se apretaban en sus baldas, tan gruesos que se diría que encerraban en sus páginas toda la sabiduría del mundo, los grabados de cuerpos desguazados que tapizaban las paredes, la incómoda camilla, y la vitrina situada en una esquina, que mostraba algunos cráneos humanos de sonrisa desquiciada descansando sobre un lecho de escalpelos, jeringuillas y otras herramientas siniestras.

—Entonces, usted los definiría como una especie de, eh… viajes. ¿Es correcto, señor Sinclair? —preguntó el doctor.

—Sí… más o menos. —Clayton se removió inquieto en el incómodo sillón de cuero, sin conseguir encontrar una postura que le hiciera sentirse mejor. Optó por cruzar sus largas piernas e inclinarse ligeramente hacia delante, anclando la vista unos metros más allá de sus zapatos—. No sé muy bien cómo explicarlo. Verá, en realidad, yo sé que mi cuerpo no está allí, incluso cuando estoy en pleno sueño sé que no estoy allí del todo, pero de alguna manera tampoco siento que esté soñando, ni siquiera cuando despierto lo recuerdo como un sueño… Es más bien como si ese lugar existiera y yo pudiera trasladarme allí con mi mente… o con mi alma. —Se encogió de hombros, abatido por cómo sonaba todo aquello—. ¿Le parece que estoy diciendo estupideces, doctor?

—Si me dedicara a tratar a estúpidos, tendría la consulta llena y ya me habría hecho rico. —El doctor Higgins le sonrió tranquilizador.

Clayton le contempló en silencio unos segundos, y decidió que era mejor no decirle que, de las excesivas precauciones de la enfermera, se deducía que tenía la consulta llena, y que el reloj, el anillo y los extravagantes anteojos que lucía —sin duda todos ellos de oro macizo— proclamaban a gritos que era rico.

—Y dígame, señor Sinclair, ese lugar con el que sueña… ¿es siempre el mismo?

—Sí.

—Descríbamelo —pidió el doctor, quitándose los anteojos y colocándolos sobre una de las pilas de libros que atestaban su mesa, donde quedaron como un águila sobre un risco.

—Bueno… no es fácil.

—Inténtelo, se lo ruego.

Clayton dejó escapar un profundo suspiro.

—Es un país extraño, pero al mismo tiempo muy familiar —dijo al fin—. En mis… sueños, llego a una región que no difiere mucho de cualquier rincón de la campiña inglesa. En realidad, podría encontrarme en cualquiera de esos sitios de praderas serenas y arroyuelos cantarines a los que cantó Keats, o al menos eso es lo que siento cuando estoy allí. Pero, al mismo tiempo, nada es igual. Es como si alguien hubiese tomado la realidad que nos rodea y, metiéndola en un cubilete, la hubiese agitado, para después volver a derramarla sobre el mundo. El resultado sería ese lugar. Allí todo es tan… confuso.

—¿A qué se refiere?

—Bueno… Las personas no son personas, o quizá sí lo son, personas como usted y como yo, pero también algo más. Es como si encerraran en su interior a animales, o quizá sea al revés, quizá son animales que tienen alma de seres humanos… A veces los veo con su apariencia animal, y al segundo siguiente me hallo contemplando a una mujer, a un hombre o a un niño. Toda la naturaleza está mezclada, fundida: los seres que habitan ese lugar son animales y humanos, y quizá también plantas, todo al mismo tiempo. Hay hombres murciélago, y mujeres pez, y niñas mariposa, y jóvenes musgo, y ancianos que son nieve… Pero cuando estoy allí, nada de todo eso me sorprende. Todo fluye con armonía y naturalidad, y en ningún momento pienso que pueda ser de otra manera. Yo mismo soy muchas cosas, una diferente en cada viaje: a veces un animal, a veces viento, a veces lluvia… Cuando soy viento, me gusta rizar su pelaje soplando sobre su lomo, y ella corre por la colina y se vuelve contra mí y me atraviesa; a veces mojo su cabello cuando se tiende sobre mí, pues soy el rocío de la hierba; otras veces corro junto a ella: ella es veloz y solo puedo ganarle cuando también soy un lobo… Y a veces hablamos y tomamos el té en el hermoso salón de su casa, y ella coge un fruto de mi brazo y lo muerde mientras sonríe feliz, pues yo soy un árbol, y a veces un pájaro y vuelo muy alto, y ella aúlla enfada, porque no puede alcanzarme…

—Siempre sueña con el mismo lugar, pero todos sus sueños son diferentes —le interrumpió el doctor.

—Sí —respondió Clayton, entre molesto y desconcertado por la interrupción—. Siempre viajo al mismo lugar, y siempre encuentro a la misma, eh… persona.

—¿Una mujer?

Clayton dudó un instante.

—No es exactamente una mujer. Ya le he dicho que allí resulta imposible emplear las calificaciones que usamos aquí. Pero sí es algo… femenino.

El doctor asintió con gravedad y acarició sus anteojos, mientras una sonrisita aleteaba en sus labios.

—Sea como sea, cada viaje es distinto —prosiguió Clayton, intentando cambiar de tema.

—Es extraño —reflexionó el doctor—. Normalmente los sueños recurrentes presentan pocas variaciones…

—Ya le he dicho que no se parecen a un sueño.

—Sí, me lo ha dicho. —El doctor dio un par de tironcitos suaves a su perilla con aire pensativo, como un actor comprobando la firmeza de su postizo. Luego echó un vistazo a sus notas—. Y también me ha dicho que comenzaron hace unos seis meses.

—Así es.

—Y que nunca antes le había sucedido nada semejante.

—No.

—¿Está seguro de no haber sufrido en su infancia episodios de sonambulismo, u otros trastornos del sueño, como insomnio o terrores nocturnos?

—No.

—¿Y en algún momento de su vida, haga memoria, por favor, ha padecido de forma recurrente alguno de los siguientes síntomas: migrañas, fobia a los ruidos fuertes, trastornos digestivos…?

Clayton negó con la cabeza

—¿… abulia, fatiga, depresión, inapetencia…?

—Bueno, últimamente hay días en los que me siento cansado y sin apetito…

—¡No, no! Me interesan los períodos anteriores a esos seis meses, antes de que comenzara a tener esos… sueños.

—No, que yo recuerde.

—¿Alucinaciones, delirios, vértigos…?

—No.

—¿… trastornos de la actividad sexual?

—Me temo que he sido un joven muy aburrido hasta ahora, doctor.

El doctor Higgins asintió y, dando un descanso a su perilla, se colocó los anteojos y garabateó unas líneas en su cuaderno con aire distraído.

—¿Y qué le pasó exactamente hace seis meses, señor Sinclair? —preguntó sin levantar la vista.

Clayton reprimió un respingo.

—¿Cómo dice? Me temo que no le he oído bien, doctor.

El médico le miró por encima de sus anteojos dorados.

—Obviamente, debe de haberle sucedido algo. Toda esta sintomatología repentina y sin historial previo no puede haber surgido de la nada, ¿no cree? Intente pensar. Quizá ocurrió algo a lo que usted no concedió importancia en su momento, como un pequeño golpe en la cabeza, o cualquier otro incidente en apariencia inofensivo. Puede que en algún viaje comiera algo en mal estado; hay infecciones de la sangre que dan lugar a extraños síntomas. O tal vez se trate de alguna cuestión de índole emocional, un trauma que le haya trastornado profundamente…

Clayton fingió arreglarse los puños de la chaqueta para ganar tiempo. Por alguna estúpida razón, no se le había ocurrido que tendría que hablar con el doctor sobre lo sucedido en Blackmoor, aunque sabía —siempre lo había sabido, sin necesidad de expresar aquella certeza con palabras— que todo había comenzado allí. ¿Alguna cuestión de índole emocional? Sí, podría decirse que sí…

—Hace siete meses —comenzó a decir— sucedió algo que… me afectó profundamente. No puedo contarle nada más, pues se trata de un asunto sobre el que debo guardar un estricto secreto profesional.

—¿Secreto profesional? —El doctor volvió a consultar sus notas—. Veo que es usted… cerrajero, señor Sinclair.

—Eh… sí. Así es.

—Y su mano la perdió…

—En ese asunto secreto del que no puedo hablarle.

—Comprendo —dijo el doctor recostándose en el sillón que sus huesos iban erosionando, mientras observaba a Clayton con paciencia—. Aun así, señor Sinclair, debe entender que yo no puedo ayudarle si usted no…

—¡Por favor, ya basta! —gritó Clayton.

Tras aquel exabrupto, el doctor compuso una mueca ofendida, y el agente enseguida se arrepintió de haber gritado. ¿Qué haría si le echaba de la consulta y se negaba a tratarle? No creía que tuviera valor para buscar otro médico y soportar un interrogatorio similar. Así que respiró hondo e intentó hablar con suavidad, aunque las palabras salieron de sus labios a borbotones:

—Lo siento, doctor, pero yo no necesito más preguntas. Lo que necesito son respuestas. No puedo contarle lo que me sucedió, ya se lo he dicho. Por lo tanto, tendrá que averiguar qué me ocurre sin contar con esa información. Tómeselo como un reto, como una investigación detectivesca en la que solo tiene algunas pistas y el resto depende de su imaginación. No es tan difícil. En mi trabajo, yo… Bueno, muchas de las cerraduras que debo abrir son así, se lo aseguro. —El doctor lo observó en silencio, sopesando su ruego—. ¿No hay otras pruebas que pueda realizarme? ¿Análisis de sangre o algo por el estilo? O recéteme lo que quiera. Probaré cualquier cosa, se lo aseguro. Si quiere, puede experimentar conmigo. Hágalo, no me importa… —Clayton se acarició el rostro con mano trémula y después miró al doctor a los ojos—. Haga lo que quiera. Pero necesito que esto termine… Se lo ruego.

El doctor Higgins permaneció callado unos instantes, contemplándolo. Después se levantó y se dirigió hacia la vitrina que había junto a la pared, donde comenzó a trastear mientras le decía:

—Remánguese la camisa, señor Sinclair, por favor. Voy a extraerle una muestra de sangre, y luego mediré algunas concentraciones hemáticas, creatinina, potasio, cloro, sodio… y algunas cosas más, y también le haré un recuento de glóbulos rojos. —El doctor se dio la vuelta con una sonrisa, enarbolando una jeringuilla que a Clayton se le antojó enorme—. Quién sabe, quizá encontremos algo interesante.