Capítulo 5

Durante varios minutos, en la amplia habitación, bañada por la crepuscular fosforescencia de una lámpara infrarroja, no se oyó nada, ni siquiera las respiraciones de las doce personas reunidas alrededor de la mesa. Desde que el capitán Sinclair ordenara silencio y todos entrelazaran obedientemente sus manos, nadie se había atrevido a emitir el menor carraspeo. Hasta la prótesis ocular del capitán parecía haber detenido sus tradicionales destellos y zumbidos, como una brasa que al hundirse en el agua se extingue dulcemente. Todos permanecían congelados en aquel suspiro rojo, como un gran coágulo en el fluir sanguíneo del tiempo. Tan solo dos cosas delataban que la vida seguía desangrándose tercamente: el plácido ronroneo del fonógrafo, conectado en una esquina de la sala, cuyo cilindro giraba indiferente a la herida que le infligía el estilete, y los ojos de Clayton, que pese a la inmovilidad de su cuerpo, revoloteaban velozmente por la habitación, escrutando cada rincón, como si tuvieran vida propia.

Cuando el agente se cercioró de que los numerosos aparatos funcionaban correctamente, contempló a la médium, que se hallaba frente a él con los ojos dulcemente cerrados, atada a su silla y unida por las muñecas al doctor Ramsey y al coronel Garrick mediante cortas cadenas provistas de candados. Luego fue paseando la mirada por los miembros del comité, sin encontrar en ninguno de ellos el menor rastro del escepticismo que habían exhibido momentos antes. Con las puntas de sus dedos tocando las de sus vecinos, todos parecían imbuidos en una especie de cortés recogimiento, convencidos de que pronto sucedería algo que los estremecería, fuera de este mundo o del otro, pues la inquietante atmósfera que Lady Ámbar había dispuesto a su alrededor así lo pregonaba.

De repente, la voz de Sinclair los sobresaltó. Sin previo aviso, el capitán había dado comienzo al informe grabado de la sesión, en un tono lo suficientemente alto como para que sus palabras fueran recogidas por los fonógrafos que en aquel momento estuvieran funcionando en París. Tras el susto, los miembros del comité se apresuraron a recomponer el hieratismo de sus posturas. Solo la médium permaneció inalterable como una esfinge, inmersa en el supuesto trance en que se había sumido desde el comienzo de la sesión. Con la boca entreabierta, la muchacha se había abandonado a una respiración honda y pausada que empujaba sus pequeños senos contra la fina seda de su camisón a intervalos regulares, convocando las miradas fugaces de todos los hombres de la mesa, que acudían como polillas a la luz. Un ritmo demasiado uniforme, pensó Clayton con escepticismo.

—Sesión del 12 de septiembre del año 1888. Hora: nueve de la noche. Localización: domicilio de Lady Ámbar, en el número doce de Mayflower Road, Londres. Controlador de la derecha: coronel Garrick; controlador de la izquierda: doctor Ramsey. Ayudantes: señora Holland, ingeniero Holland, profesor Crookes, Conde Duggan…

Y mientras Sinclair seguía desmenuzando las rigurosamente científicas condiciones de control de la sesión con la misma displicencia que si estuviera desmigando un mendrugo de pan durante una aburrida sobremesa, Clayton posó sus ojos sobre los tres objetos destinados a los experimentos telequinésicos que había en el centro de la mesa: una campanilla dorada, una gardenia y un pañuelo de hilo. Aunque aún permanecían inmóviles, y quizá nunca dejaran de estarlo, al agente se le antojaron cargados de inquietud, como si ya hubiesen tomado la íntima decisión de moverse y solo estuvieran esperando la orden de Lady Ámbar. Sacudió la cabeza intentando deshacerse de aquella absurda impresión, sin duda provocada por la sugestión o por el maldito resplandor rojizo que barnizaba la estancia de irrealidad. Por un instante deseó que su mente y no su mano fuera una prótesis mecánica, para mantenerla fría y serena en cualquier situación, tan imperturbable como el apéndice de madera y metal que los dedos gordezuelos de la enfermera Jones rozaban con cierta grima.

El capitán Sinclair terminó su presentación con la misma brusquedad con que la había comenzado, y el silencio volvió a desplomarse sobre los presentes. En ese momento, como un actor al que hubieran dado entrada, Lady Ámbar, cuyo rostro continuaba embargado de un intenso éxtasis, un éxtasis cuya alquimia ninguno de los mortales allí reunidos conocería nunca, dejó que una letanía de tenues gemidos se derramara de sus labios entreabiertos. Al poco, su hermosa frente se arrugó, para recuperar después la tersura original, como si una ligerísima brisa hubiera rizado la plácida superficie de un lago. Un estremecimiento casi eléctrico recorrió entonces el anillo humano.

Aunque todo en la actitud de la médium parecía auténtico, Clayton estaba seguro de que fingía: desde muy adentro, algo le decía que tanta belleza no podía ser honesta, que no podía estar al servicio de la verdad, pues ningún poder supremo era íntegro e incorruptible, ¿y acaso existía un poder mayor que el de una mujer hermosa? Miró a su alrededor y sorprendió a cuatro hombres de los allí presentes lanzando miradas tan fugaces como lascivas al palpitante escote de la médium; incluido el propio capitán Sinclair, para su sorpresa. Ninguno de ellos estaba pendiente del control de la sesión, incapaces de sustraerse a la visión de aquellos senos casi infantiles, que subían y bajaban pausadamente, frágiles y provocadores. Su mirada se cruzó con la del Conde Duggan, quien le dedicó un guiño cómplice. Asqueado ante la idea de que aquel extravagante personaje creyera que participaba de la lujuria que había poseído a los demás, Clayton consideró la posibilidad de llamar al orden a los presentes, pero finalmente la descartó. No quería que fuese una reprimenda suya lo que el cilindro preservara del paso de los años.

Fue entonces cuando la campanilla que reposaba sobre la mesa comenzó a sonar, emitiendo unos tañidos cortos y furiosos. Todas las miradas se amontonaron sobre aquel chisme absolutamente vulgar que de pronto se había convertido en un puente entre dos mundos. Tras la breve llamada de atención, la campanilla recuperó su inmovilidad. Lady Ámbar reanudó sus gemidos, arqueó la espalda y empezó a sacudir violentamente la cabeza de un lado a otro; su cabellera de luna le azotaba el rostro, como una gaviota que intentara sacarle los ojos. En ese momento, la campanilla comenzó a elevarse muy despacio, separándose de la mesa unos veinte centímetros y, como si una mano invisible la sacudiera sin misericordia, empezó a repiquetear con furia. Al unísono, unos golpes fortísimos resonaron con claridad en alguna parte de la habitación, aunque nadie supo determinar con exactitud de dónde provenían. Clayton había leído numerosos testimonios que hablaban de golpes supuestamente producidos por gigantescos puños que se estrellaban contra las paredes, pero aquellos sonidos se parecían más a los que emitirían unas agujas de punto cayendo sobre una superficie de mármol, aunque amplificados en extremo. La campanilla se abandonó a un repiqueteo histérico, como si quisiera imponerse a los golpes, y en medio de aquella algarabía delirante, la gardenia empezó a deslizarse hacia el borde de la mesa hasta precipitarse sobre el regazo de la enfermera Jones, quien se apretó contra el respaldo de su silla con la misma expresión de pánico que habría puesto si sobre su falda hubiera saltado un escorpión. Fue entonces cuando el pañuelo de hilo alzó el vuelo con una delicada floritura y empezó a pasearse por delante de los estupefactos asistentes como una medusa de tela.

Mientras todo eso sucedía, la mirada de Clayton recorría frenéticamente la habitación, comprobando una y otra vez los distintos puntos de control. Estaba seguro de que los cascabeles cosidos a las cortinas no habían sonado antes de que comenzara el guirigay, y debía reconocer que en aquel momento resultaban inútiles: si algo estaba moviendo las pesadas colgaduras, el oído no ayudaría a averiguarlo, ni tampoco los ojos, que apenas lograban escarbar en aquella penumbra sanguinolenta. Sin embargo, desde donde estaba podía ver los termómetros registradores, los dispositivos infrarrojos y el resto de los aparatos distribuidos por la sala, aunque no parecían detectar ningún movimiento a su alrededor. Retirándose unos centímetros de la mesa, lo justo para no romper la cadena humana que le imponían las manos de sus compañeros, observó que el serrín del suelo continuaba intacto, al igual que el tablón que cegaba la chimenea y los precintos de las ventanas.

En cuanto a los asistentes, la mayoría se habían olvidado de su papel de observadores rigurosos, y contemplaban embelesados los revoltosos movimientos de la campanilla, las lánguidas evoluciones del pañuelo o a la propia Lady Ámbar, que seguía debatiéndose en su asiento de una forma tan impúdica como escalofriante. Tal vez, cuando todo acabase, aquellos incombustibles descreídos despacharan lo ocurrido durante la sesión con una de aquellas frases vagas y desdeñosas que había leído en la prensa, pero por el momento se comportaban como un grupo de niños hechizados por un castillo de fuegos artificiales. Crookes, en especial, parecía eufórico: había abandonado su talante ofendido y sonría abiertamente, animando incluso a sus compañeros a olisquear el pañuelo, mientras aseguraba que antes del comienzo de la sesión no despedía aquel intenso aroma. Clayton resopló para sus adentros. Al parecer, el corazón roto de Crookes era mucho más sencillo de reparar que el suyo.

Irritado, buscó la mirada del capitán, pero este le ignoró. Cuando la campanilla había comenzado a sonar, Sinclair había secundado a su pupilo en el control visual de la situación, pero desde que, en una de sus violentas convulsiones, a la médium se le había deslizado el camisón por uno de sus hombros, dejando al descubierto el arranque de un seno blanco y delicado como un copo de nieve, Clayton lo había dado por perdido.

Solo una persona de cuantas había sentadas a la mesa parecía compartir su serenidad: la señora Lansbury, que observaba el espectáculo con lo que parecía un frío interés profesional. Clayton estudió a la frágil ancianita, preguntándose si aquella actitud respondía a una fe absoluta en el espiritismo o a una amarga decepción. Podía significar cualquiera de las dos cosas, aunque algo le decía que la anciana compartía sus mismos recelos.

De repente, los golpes cesaron con tal brusquedad que el silencio posterior pareció reventar los oídos de los presentes. Un segundo después, la campanilla se desplomó sobre la mesa, rebotó varias veces y permaneció rodando tristemente en el mismo sitio, como arrullándose a sí misma. El pañuelo flotó entonces hacia Lady Ámbar, que había dejado de convulsionarse y miraba al frente con los ojos desencajados, y se posó sobre su rostro con la cremosa suavidad de un velo de novia. El efecto que tan tenue caricia tuvo sobre ella fue devastador: su cuerpo se crispó de tal manera que la silla a la que estaba atada brincó sobre sus patas, y su cabeza se dobló furiosamente hacia atrás, como si alguien le hubiera tirado del cabello con violencia, y luego hacia delante, provocando que el pañuelo resbalara sobre su regazo. Permaneció inmóvil, con la barbilla contra el pecho y los cabellos ocultándole el rostro y el cuello como un abollado yelmo de marfil, mientras de su garganta surgían insólitos gorgoteos y estertores. Bajo la pálida piel de sus antebrazos se adivinaban los músculos y las venas grotescamente hinchados, como si su cuerpo estuviera soportando una tensión inhumana.

—¡Santo Dios, se está ahogando! —cacareó la enfermera Jones con voz temblorosa.

Pero antes de que pudiera reaccionar, los extraños jadeos cesaron. El cuerpo de la muchacha se relajó visiblemente, y detrás de ella se produjo un nuevo y sorprendente fenómeno. Suspendidas sobre su cabeza aparecieron unas luces fosforescentes, pequeñas libélulas temblorosas de inexplicable belleza, que enseguida comenzaron a desplazarse, arremolinándose en una diminuta constelación por encima de su coronilla; después se fundieron hasta convertirse en una luminiscente masa gaseosa que empezó a cobrar densidad y a aumentar de tamaño. Como una etérea sanguijuela, la refulgente nube parecía alimentarse directamente de la cabeza de Lady Ámbar, o quizá nacía de ella misma, como si la destilara el cabello de la muchacha. Fuera como fuese, aquella bruma láctea flameaba paralela al suelo, unida a ella por un delgado flagelo. Clayton comprendió que Lady Ámbar se disponía a realizar una de sus célebres materializaciones, el fenómeno que más prestigio otorgaba a los médiums, cuya complejidad suponía uno de los retos más peligrosos para los embaucadores.

—¡Miren, se está formando un rostro! —anunció emocionado Crookes, parpadeando con insistencia, como si tratara de descifrar en la niebla los rasgos de la hermosa hija de cierto pirata.

El agente constató que tenía razón. En aquella esfera nebulosa comenzaba a vislumbrarse algo vagamente. Sin embargo, para desilusión de Crookes, parecían las tres cuartas partes del rostro de un hombre, del que solo se distinguía la nariz, el bigote y unos labios carnosos que parecían fruncidos, como si su dueño se dispusiera a besar a alguien o estuviera silbando.

—¡Siento su aliento! ¡Me está soplando sobre la mano! —exclamó entre despavorido y encantado el coronel Garrick, que era quien se hallaba más cerca de la materialización.

Dos blanquísimas manos aparecieron a ambos lados del rostro; tenían un aspecto mucho más sólido y definido que este —incluso movían los dedos con una extraña gracia—, aunque a la altura de las muñecas se volvían vaporosas, difuminándose en el interior de la luminosa niebla que rodeaba aquellos rasgos fantasmales.

Clayton observó aquella cara y aquellas manos con los labios apretados, mientras la irritación crecía en su interior. No deseaba otra cosa que levantarse y agarrar aquellas formas neblinosas, convencido de que entonces el ingenioso truco quedaría al descubierto. Pero se obligó a permanecer sentado, tal y como le había ordenado Sinclair. Se lo había repetido varias veces aquel día: bajo ningún concepto debían interrumpir la sesión, por muchas sospechas que les asaltaran durante la misma. Las órdenes que venían de arriba eran muy claras: su misión consistía únicamente en certificar las condiciones de control, estudiar el modus operandi de la médium, grabar la sesión y analizar las mediciones de los aparatos, para luego sacar las conclusiones pertinentes, que llevarían o no a una siguiente actuación. En resumen, debían permanecer atentos a todo lo que sucediera allí, pero tenían prohibido intervenir. Así las cosas, a Clayton no le quedaba más remedio que armarse de paciencia, y rogar para que Lady Ámbar cometiera algún error, o para que los aparatos registraran alguna anomalía que sirviera para llevarla ante la justicia. Suspiró con impaciencia, mientras concentraba su atención en aquella forma espectral surgida de la médium, que de repente comenzó a desintegrarse. Poco a poco, tanto el rostro como las manos fueron alargándose hasta deformarse, como si la figura se estuviera licuando, y en cuestión de segundos se derramó sobre el suelo y desapareció bajo la mesa como una viscosa llovizna.

Todos permanecieron expectantes, observando a Lady Ámbar en un tenso silencio. La médium aparentaba estar dormida o inconsciente, con la cabeza inclinada hacia delante y el cuerpo tan flácido que parecía mantenerse erguido únicamente gracias a la sujeción de los dos controladores. El doctor Ramsey y el coronel Garrick cruzaron una mirada preocupada por encima de los blanquecinos cabellos de la mujer. En ese instante, la médium realizó un débil intento de levantar la cabeza. El doctor la llamó suavemente por su nombre, y ella respondió con un gemido arrastrado, como despertándose de un largo sueño. Tras un par de tentativas, consiguió erguirse y mirar a su alrededor mientras parpadeaba con desconcierto. Frunció el ceño, tosió un par de veces y dejó caer su cabeza sobre el hombro del coronel Garrick, visiblemente agotada.

—Deberíamos darle un poco de agua —sugirió el doctor—, y me gustaría tomarle el pulso.

—Las ligaduras le están dañando la piel —hizo notar el coronel Garrick, en un tono de voz mucho menos profesional que el empleado por Ramsey, sin duda arrobado por el dulce peso de aquella cabeza que había anidado en su hombro.

—Me temo que todo eso tendrá que esperar —les espetó desabridamente Clayton.

—El agua tendrá que esperar —puntualizó con calma el capitán Sinclair, lanzando una severa mirada a su pupilo—. Nadie puede levantarse de la mesa hasta que el agente Clayton y yo tomemos registro de los aparatos. Pero pueden ir desatándola, y puede tomarle el pulso, doctor Ramsey, y quizá, eh… cubrir a la señorita adecuadamente.

Clayton miró al capitán sin replicar, y a una señal de este, ambos se levantaron al mismo tiempo, alzando la silla con cuidado para no arrastrarla sobre el serrín del suelo. Entretanto, Garrick y Ramsey asistían a Lady Ámbar ante las solícitas miradas de los demás. Mientras el doctor procedía a desatarle las muñecas, el coronel le propinaba suaves palmaditas en la mejilla, animándola con una voz increíblemente tierna a que les dijera cómo se sentía. La médium hizo un esfuerzo por complacer las peticiones del coronel, abriendo la boca un par de veces, pero fue incapaz de articular palabra alguna. Se llevó su pálida mano a la garganta, sonriendo débilmente, como si pidiera disculpas por aquel molesto e inoportuno agotamiento. De pronto, su rostro, que Clayton aún seguía vigilando, se transmutó: la sonrisa se le congeló en los labios y un terror súbito contrajo sus delicados rasgos como si fueran de papel, arrugándolos en un amasijo irreconocible. Confundido, el agente se volvió hacia donde miraba Lady Ámbar.

En una esquina de la habitación, amortajada en penumbra roja, se erguía la hierática figura de un hombre. Vestía un sencillo traje oscuro, algo estropeado en algunas partes, bajo el que se adivinaba un cuerpo atlético. Debido a la distancia y a la turbia penumbra, Clayton apenas distinguió un rostro, de facciones toscas presididas por una mirada animal, y subrayado por un mentón poderoso al que tapizaba una barba descuidada. Pero más allá de su aspecto, había algo en su apariencia que producía un gran desasosiego: su silueta carecía de la cualidad luminiscente o vaporosa que se le presuponía a los espíritus, y se advertía perfectamente perfilada y consistente, como si estuviera compuesta de la misma materia de la que estaba hecho cualquier hombre. Salvo por un detalle: era transparente. Aunque su figura daba la impresión de ser tan sólida como la carne, a través de ella podía intuirse la luz, o en este caso, la oscuridad.

El supuesto espíritu no hizo ni dijo nada; se limitó a permanecer de pie ante ellos, con los brazos junto al cuerpo y la mirada fija de los sonámbulos. Aun así, su actitud irradiaba amenaza, y en sus ojos crepitaba un odio casi inhumano. El agente lo contempló lleno de incredulidad, y rápidamente se volvió hacia la médium, que temblaba en su asiento, con la boca abierta en un grito de mudo terror. Clayton no sabía por qué, pero intuía que aquel sentimiento sí era auténtico. El resto del grupo también miraba hacia la esquina, sin que nadie se atreviera a levantarse de la mesa. Todos parecían visiblemente impresionados por la aparición, pero sobre todo por el denso aroma a desgracia inminente que volvía irrespirable el aire de la estancia.

De repente Clayton reparó en la señora Lansbury. Como los demás, la anciana contemplaba llena de pavor a la inquietante figura, pero en sus ojos había algo más, algo diferente, algo semejante al desafío.

—¡Tú! ¡Eres tú! ¡Eres tú! —bramó entonces la aparición temblando de rabia, señalando a una de las personas de la mesa con el brazo extendido.

Todos se miraron entre sí, temerosos y desconcertados, buscando al destinatario de dichas palabras, salvo la médium y la anciana, que permanecían con la vista fija en el desconocido.

—¡Te he encontrado! ¡Al fin te he encontrado! ¡Y te aseguro que vas a darme lo que es mío! —rugió la aparición, terminando la frase con un aullido monstruoso.

La rabia le retorcía grotescamente la boca, componiendo una mueca de gárgola feroz a través de la cual se transparentaba de un modo absurdo el dibujo del empapelado de la pared. Para sorpresa de todos, la señora Lansbury se levantó de su silla y desde su pequeña estatura se enfrentó a él, enarbolando como único escudo una temblorosa dignidad.

A partir de ahí, los acontecimientos se precipitaron. Sucedieron de manera rápida y desordenada, por lo que, aunque a mí me lleve un tiempo narrarlos, convendría que se los imaginaran del modo más atropellado posible. De todas formas, la velocidad con la que todo ocurrió fue tal que no puedo asegurarles que mi versión sea del todo exacta. Digamos que lo que pasó, aproximadamente, fue esto: el desconocido bramó una maldición y, acto seguido, se abalanzó hacia los presentes, pasando junto a Clayton, que recibió un empujón en el hombro; luego saltó sobre la mesa y se lanzó sobre la pobre señora Lansbury, quien no tuvo tiempo de huir. En ese instante, el pánico, hasta entonces impecablemente contenido, se descorchó como una botella de champán: todos se levantaron de sus sillas, sin preocuparse por si removían el serrín del suelo, y comenzaron a gritar, proferir exclamaciones de incredulidad, permanecer paralizados o agitarse nerviosos, ilustrando cada uno a su manera el terror que les embargaba. La médium, por ejemplo, se arrojó al suelo y comenzó a gatear por la habitación, hasta esconderse detrás del biombo. Clayton y Sinclair reaccionaron sin embargo con mayor heroicidad, arrojándose al unísono contra la espalda del agresor, quien había logrado apresar a la anciana por el cuello; haciendo gala de unos asombrosos reflejos, el desconocido echó bruscamente la cabeza hacia atrás y alcanzó de lleno la nariz del capitán Sinclair, que se desplomó trazando en el aire un arco sangriento que brotaba del centro de su cara, y arrastrando en su caída a un desconcertado Clayton. El agente se levantó apenas tocó el suelo, y buscó la pistola que había resbalado de su mano, aunque enseguida comprendió que no había tiempo para recuperarla. La vida de la señora Lansbury se derramaba entre los fuertes dedos de la aparición, así que el agente volvió a lanzarse sobre el fantasma. Atenazó su poderoso cuello con una llave, con la intención de obligarle a soltar a su presa. Durante unos segundos, se sintió desconcertado al ver sus propios brazos a través del cuerpo que intentaba doblegar, a pesar de que su tacto le resultaba absolutamente normal, pero se sobrepuso con rapidez y apretó aún más la llave. Sin embargo, pese a que empleaba toda la fuerza de sus músculos y a que su mano metálica se clavaba en aquella garganta transparente infligiéndole sin duda un dolor extremo, el desconocido parecía poseído por la energía irreductible de los locos y el agente no lograba que aflojara su terrible tenaza, cerrada alrededor del cuello de la anciana, cuya cara había adquirido un tono violáceo. Iba a matarla allí, ante sus ojos, sin que él pudiera impedirlo. Entonces oyó un grito a sus espaldas:

—¡Agente, al suelo!

Clayton miró por encima de su hombro y vio al coronel Garrick apuntándole con una pistola. Se arrojó al suelo sin pensárselo dos veces, casi al mismo tiempo que escuchaba la detonación. Y apenas había tocado la dura superficie, cuando vio caer el desmadejado cuerpo de la anciana justo frente a él, aparentemente sin vida.

En aquel momento alguien encendió las luces. Rápidamente, Clayton se inclinó sobre la señora Lansbury. Con alivio, comprobó que todavía respiraba y que no parecía herida. Se levantó de un salto y tropezó violentamente con la enfermera Jones, que se había acercado a socorrerles.

—¡Intente reanimarla! —le ordenó.

La enfermera Jones asintió, llamando con voz temblorosa al doctor Ramsey, que permanecía discretamente apartado en un rincón, tomando frenéticas notas en una pequeña libretita.

Clayton lanzó una mirada ansiosa a su alrededor, en busca de la aparición. Vio al capitán Sinclair, desorientado y con el rostro cubierto por una máscara de sangre, levantándose a duras penas del suelo ayudado por Burke y Crookes, que le sujetaban por ambos brazos. El matrimonio Holland se hallaba abrazado, ambos muy pálidos, casi al borde del desmayo, si bien era la señora Holland la que parecía sostener a su marido para impedir que se desplomara. El Conde Duggan, desde el otro lado de la mesa, hacía temblorosos aspavientos señalándole el biombo, frente al cual se había apostado el coronel Garrick, que enarbolaba con firmeza el arma todavía humeante. Clayton corrió hacia allí, cazando al vuelo la pistola que Sinclair le lanzó al pasar por su lado. Cuando llegó junto al coronel, este le miró con el ceño fruncido.

—¡Creo que el tipo se ha escondido ahí detrás! —le susurró, señalando con la cabeza hacia la mampara.

Clayton asintió. Los dos hombres se comunicaron sus intenciones mediante gestos y, blandiendo sus armas, procedieron a acercarse con cautela, cada uno a un extremo del biombo. Oyeron entonces unos ruidos débiles provenientes de detrás del mueble, como si alguien o algo estuviera arañando una pared. Al acercarse un poco más, también distinguieron una voz de mujer balbuceando una especie de plegaria ininteligible. Clayton se volvió hacia el coronel para indicarle mediante señas que retirasen con cuidado el biombo, pero este no llegó a interpretar su gesto correctamente, a juzgar por la enérgica patada con la que derribó la mampara. Se oyó el correspondiente estruendo, y cuando la nube de polvo y serrín se asentó, los dos hombres se encontraron apuntando a un inofensivo perchero, del que colgaba indolente la ropa de Lady Ámbar. Sin embargo, aquellos misteriosos ruidos seguían oyéndose, e incluso con mayor claridad. Sin la menor duda, alguien estaba arañando una superficie. Clayton creyó reconocer de pronto la voz de Lady Ámbar, desgranando una y otra vez la misma súplica desesperada:

—Déjame entrar, por favor, abre, déjame entrar, abre, déjame entrar…

El agente se acercó al ángulo que formaba la esquina, lo examinó con atención y descubrió que, gracias a un ingenioso efecto óptico, el empapelado ocultaba una pequeña rendija. Se trataba de una abertura mínima que durante la exhaustiva inspección anterior no estaba allí. Pero ahora estaba. Clayton introdujo por ella uno de sus dedos metálicos y encontró un diminuto resorte, que enseguida accionó. Al instante, las paredes se separaron chirriando sobre unos goznes invisibles, revelándose como falsos tabiques. Y allí, en el hueco desvelado por el ingenioso mecanismo de carpintería, apareció Lady Ámbar. Se encontraba arrodillada, con el rostro congestionado por el llanto, y escarbaba en el suelo con las uñas ensangrentadas, repitiendo la misma súplica, la misma orden, una y otra vez:

—… abre, déjame entrar, abre, por favor, déjame entrar…

Al sentir cómo la luz barría la oscuridad de su escondite, la médium alzó la vista y comenzó a chillar extendiendo los brazos, como queriendo protegerse de la silueta que se inclinaba sobre ella.

—¡No, no, no! ¡No quiero que volváis! ¡No quiero! ¿Por qué habéis vuelto? ¡Marchaos para siempre! ¡Volved al infierno del que venís!

Sin miramientos, Clayton la tomó por los brazos y la arrojó al coronel Garrick, junto al cual se encontraba Sinclair.

—¡Sujétenla! —ordenó el agente con la mirada enfebrecida, sin darse cuenta de que acababa de darle órdenes a su propio capitán.

En aquel momento, Clayton tan solo tenía ojos para el pedazo de suelo donde instantes antes había estado escarbando Lady Ámbar. Se inclinó, apartando de un manotazo los restos de serrín, sangre e incluso algunas esquirlas de uñas que la mujer se había arrancado en el fragor de su locura, y estudió atentamente el entarimado, sin encontrar nada extraño en él. Tuvo que reconocer que el encaje era perfecto, un trabajo exquisito, aunque sabía lo que ocultaba. Golpeó el suelo con su puño metálico.

—¡Sé que puede oírme! —gritó—. Le habla el agente Cornelius Clayton, de la División Especial de Scotland Yard. En nombre de Su Majestad, le ordeno que abra la trampilla y salga inmediatamente. Sea quien sea, salga de ahí, con las manos visibles y de forma pacífica.

Se produjo un silencio denso, pesado. Clayton levantó su puño para volver a golpear el suelo, pero entonces se oyó una voz de hombre, débil y apocada, que le contestó casi con timidez:

—No puedo abrir. El mecanismo de la trampilla se ha atascado y… solo puede abrirse desde dentro… Estoy atrapado aquí abajo.

—¿Quién es usted? —preguntó Clayton, intentando conciliar aquella temerosa voz con la poderosa figura con la que había luchado momentos antes.

Silencio. Y, al fin, la respuesta surgiendo desde las profundidades:

—Soy sir Henry Blendell, arquitecto de Su Majestad, distinguido con la Medalla de Oro del Real Gremio de Ingenieros de Inglaterra, nombrado automatista de honor por la sociedad de relojeros y diseñadores de Praga, autor del famoso pasadizo secreto del castillo de…

Clayton ignoró el asombro que fermentó a sus espaldas, perdido en su propio estupor. ¿Sir Henry Blendell? El agente invocó en su mente el recuerdo del arquitecto de Su Majestad, un hombre corpulento, atlético pese a su avanzada edad, de estatura media y cabellos blancos… Sí, entraba dentro de lo posible que con el disfraz adecuado pudiera convertirse en el misterioso espectro que acababa de aterrorizarles. De soslayo, miró hacia el fonógrafo. Pese al revuelo que se había desatado en la sala, la máquina seguía funcionando. Colocó ambas manos sobre el suelo e, inclinándose un poco más, dijo con voz fuerte y clara:

—Sir Blendell, ¿confiesa usted ser el socio de Lady Ámbar?

—Por favor, me estoy quedando sin aire…

Clayton golpeó el suelo con ambos puños.

—¿Confiesa usted haber ayudado con sus conocimientos a la médium conocida como Lady Ámbar, trucando todas y cada una de las falsas sesiones de espiritismo realizadas por dicha mujer, certificando en falso sobre las condiciones de las mismas, y cometiendo ambos, con alevosía y de forma repetida, los delitos de fraude, estafa y simulación?

—Sí, sí… Pero por favor, se lo suplico, fuercen el suelo con una palanca, o un escoplo. Tengo claustrofobia…

—¿Lo confiesa? ¿Incluida la sesión realizada hoy, día 12 de septiembre del año de gracia de 1888, en el domicilio de Lady Ámbar, situado en el número doce de Mayflower Road? —gritó Clayton.

—Agente Clayton —intervino Sinclair—, por el amor de Dios, todo esto no es necesario…

—Sí, sí… lo confieso todo. ¡Lo confieso! Pero, por favor, sáquenme de aquí… Se me termina el aire.

Clayton se irguió con una sonrisa de triunfo un tanto demencial deformándole el rostro. Sus enfebrecidos ojos buscaron los cándidos y azules ojos de Lady Ámbar. Quería mirar a aquella mujer y escupirle a la cara todo su desprecio, decirle bien claro que sus ingenuas estratagemas de gata en celo no le habían servido de nada, que quizá fueran útiles para engañar a patéticos hombrecillos como el que yacía atrapado bajo sus pies, asfixiándose lentamente, pero no para engañar al agente Cornelius Clayton de la División Especial de Scotland Yard. «Lo siento, querida mía —quería decirle—, no eres tan buena como creías, o quizá no has sido lo bastante mala. No se puede conseguir siempre lo que uno desea, y ya iba siendo hora de que alguien te enseñara esa ineludible lección…»

Pero Clayton no dijo nada, porque Lady Ámbar yacía desmayada en el suelo, con la cabeza en el regazo del coronel Garrick y una de sus manos abandonada entre las del capitán Sinclair, que intentaba reanimarla propinándole tímidos golpecitos en el dorso, mientras pedía a gritos un martillo y un escoplo.