Capítulo 4

Al final de su brazo izquierdo había ahora una mano de madera y metal. Se trataba de un sofisticado artilugio provisto de remaches, tornillos y unas finísimas varillas de bronce que se ramificaban desde la muñeca por las falanges, dotando de articulaciones a los dedos segmentados. También poseía en el encaje un innovador mecanismo que reaccionaba cada vez que contraía un músculo del brazo, traduciendo su ademán en una acción de la mano mecánica. El ingenio había sido un regalo de Su Majestad, quien había ordenado a su cirujano personal, a un célebre maestro armero y a uno de los mejores automatistas de Praga que unieran sus talentos al de los científicos de la División Especial para que el cachorro más prometedor del capitán Sinclair no anduviera por ahí como un tullido inútil. Apabullado, Clayton le agradeció el gesto de la mejor manera que supo: practicando durante días para poder acunarle la mano con su flamante prótesis antes de depositar sobre ella el beso de rigor. Aunque no había sido precisamente un saludo delicado, ya que era difícil que aquel apéndice de metal respondiera con la misma fidelidad que su mano original.

Desde entonces tampoco es que hubiera mejorado mucho en su dominio, como constataba con amargura cada vez que realizaba cualquier insignificante tarea cotidiana: en aquel momento acababa de descubrir que tampoco se mostraba muy diestra a la hora de lacrar una ventana. Paciencia, con el tiempo aprendería a usarla con naturalidad, se dijo suspirando. Si seguía practicando, pronto sería capaz de sostener una jarra de cerveza sin romperla, o de tomar la mano de una reina sin fracturarle un par de dedos. Después de todo, solo hacía algo más de siete meses que la tenía. Siete meses desde que la condesa de Bompard le arrebatara la auténtica, mutilándolo en más de un sentido.

—¿Se encuentra bien, agente? —preguntó Sinclair al verlo contemplando con expresión ida la ventana que con tanto esfuerzo acababa de sellar.

—Eh… sí, capitán, estoy bien… Y esto ya está listo.

Sinclair asintió satisfecho, se acercó a la ventana y, como representante de la comisión de investigación, estampó su aparatosa rúbrica en el precinto. Luego le hizo una señal con la cabeza y ambos se dirigieron al centro del amplio salón, donde aguardaban los demás miembros del comité que esa noche participaría en la sesión de espiritismo de Lady Ámbar.

—Bien. Todo ha sido dispuesto para que podamos registrar los hechos en las mejores condiciones de certeza y autenticidad posibles —anunció Sinclair, dedicando al heterogéneo grupo una mirada grave—. Como saben, sir Henry Blendell, el arquitecto de Su Majestad, diseñador de los más grandiosos pasadizos secretos y muebles trucados de la Historia, y cuya integridad moral está fuera de toda duda, ha revisado escrupulosamente la mansión de Lady Ámbar, prestando especial atención a esta sala, donde transcurrirá la sesión, y ha firmado un documento certificando que el lugar está libre de cualquier clase de trampa mecánica. En esta habitación, al igual que en el resto de la casa, no hay trampillas ni resortes ocultos, y ninguno de los muebles dispone de dobles fondos ni entrepaños giratorios. En cuanto a la mesa donde realizaremos la sesión, no esconde bajo el tablero ganchos móviles ni otros artilugios capaces de levantarla. Por nuestra parte, el agente Clayton y yo hemos sellado la chimenea y lacrado las dos ventanas de la sala. También hemos colgado cascabeles de los faldones de las cortinas y echado serrín en el suelo, por si se abre una trampilla que le haya pasado desapercibida a sir Blendell sin que nos demos cuenta. El doctor Ramsey y el profesor Crookes, aquí presentes, han distribuido por la sala todos sus aparatos: los termómetros registradores, los medidores de oscuridad y los dispositivos infrarrojos, a los cuales nosotros hemos añadido el fonógrafo con el que grabaremos la sesión y cuyo cilindro quedará guardado en nuestros archivos para cualquier consulta posterior que deseen realizar… En vista de todo esto, creo que no exagero si les aseguro que nunca antes el escenario de una sesión de espiritismo ha sido tan meticulosamente examinado como este salón. Me temo que si esta noche un espíritu desea materializarse aquí, tendrá que ser auténtico.

Los presentes celebraron las palabras del capitán con cabeceos y gruñidos aprobatorios; incluso a alguno se le escapó una risita nerviosa, presa de la excitación.

—Bien, ya solo falta que las damas acaben el reconocimiento de Lady Ámbar para dar comienzo a la sesión —terminó Sinclair, dirigiendo su mirada al biombo que se hallaba en una de las esquinas de la sala.

Se trataba de una exquisita mampara de fabricación japonesa de unos cinco o seis metros de largo. Su estructura era de madera de caoba y bambú, y estaba provisto de cuatro hojas donde, en seda bordada, se representaban las cuatro estaciones. Sin embargo, los caballeros del comité no observaban el biombo hechizados por su delicado aspecto, sino por el sensual suspiro de sedas que parecía exhalar, pues tras sus hojas estaba teniendo lugar una de esas escenas que un hombre no acostumbraba a presenciar sin pagar: las únicas dos damas de la comisión estaban desnudando a Lady Ámbar. A través de la celosía que delimitaba el biombo por debajo, se distinguían los pequeños y pálidos pies de la médium, como ratoncitos albinos jugando entre los pesados zapatos de las mujeres.

Clayton también observaba el biombo casi sin verlo, aunque por razones muy distintas. Mientras lo hacía, se imaginaba cómo quedaría su voz desenmascarando a Lady Ámbar grabada para siempre en el cilindro del fonógrafo. No dejaba de resultarle fascinante que sus palabras fueran a perdurar tanto tiempo, que siguieran atrapadas en aquel rollo de cartón parafinado mientras él envejecía, mientras se iba convirtiendo en alguien que nada tendría que ver con el muchacho que las había pronunciado. Debería aclararse la garganta y formular su acusación con voz alta y clara, como si estuviese en el escenario de un teatro, pensó, ahora que sabía que el cilindro concedería a sus palabras una modesta inmortalidad. Porque lograría desenmascarar a Lady Ámbar, naturalmente. De eso no tenía la menor duda.

Al agente le resultaba un tanto deshonesto estar allí con ese propósito, cuando desde el despacho de algún ministerio alguien había recomendado que el capitán Sinclair y su mejor agente de la División Especial formaran parte de aquella comisión precisamente por todo lo contrario. Desde que en 1848, en el humilde pueblecito norteamericano de Hydesville, las hermanas Fox establecieran contacto con un espíritu mediante un rudimentario método de ruidos y golpes, una auténtica epidemia de médiums había asolado el planeta. Tanto era así que, a mediados del siglo, apenas si había velada en la que, tras la cena, los asistentes no despejaran la mesa llenos de excitación para intentar comunicarse con los difuntos.

Por aquel entonces, según había leído Clayton en el Yorkshireman, se invitaba a «Té y mesa movediza». Hablar con los muertos era el nuevo pasatiempo que hacía furor en Estados Unidos, y aquella moda había llegado a las costas inglesas en los años sesenta de la mano del médium Daniel Douglas Home, que decidió establecerse en Inglaterra para tratarse una afección pulmonar. Home estaba considerado el mayor médium que el mundo había visto hasta entonces. Entre otros prodigios, se decía de él que durante su infancia su cuna era mecida con frecuencia por un espíritu tutelar que velaba sus sueños, y que el espíritu de su madre lo había visitado para anunciarle su propio fallecimiento. Su tía, que se encargaba de cuidarlo, lo había echado de su casa por creerlo poseído por el Diablo, y desde entonces había vagado de ciudad en ciudad, mientras su mediumnismo se desarrollaba. Cuando arribó a Inglaterra, Home era ya un joven esbelto, pálido y de maneras elegantes cuyas facultades resultaban extraordinarias: hacía sonar campanillas sin tocarlas, elevaba con su mente muebles enormes, que solo podían ser levantados por seis hombres cuando era necesario quitar las alfombras en primavera, e incluso levitaba en sus sesiones, dejando una marca a lápiz en el techo del salón para demostrar a los presentes que no eran víctimas de ninguna alucinación. «Ahora voy a ordenarle al espíritu que traiga el ramo de violetas que hay sobre el piano», decía derrumbando su cabeza en el respaldo del sillón, y de inmediato el ramo se ponía en movimiento, flotaba sobre los atónitos asistentes y terminaba cayendo blandamente sobre sus rodillas. No era de extrañar, pues, que desde que las proezas de Home dejaran boquiabierto al mundo, el número de médiums aumentara anualmente. Solo en la ciudad de Londres había más de un centenar de ellos, barqueros sin barca dispuestos a cruzar a los vivos a la otra orilla para que pudieran hablar con sus muertos por bastantes más monedas de las que exigía Caronte.

Y el que muchos charlatanes hubiesen aprovechado la coyuntura para tratar de hacer fortuna a costa de la ingenuidad de los ciudadanos, había hecho inevitable la aparición de los comités. Alguien debía separar el grano de la paja. El problema era que, aunque los comités estaban formados por personas dignas de consideración y de reconocida solvencia moral, el empeño que ponían en cazar a los impostores —según alegaban los defensores de la causa— generaba una muralla de malas vibraciones que los espíritus eran incapaces de penetrar, por lo que a veces algunos médiums se veían obligados a recurrir a trucos fraudulentos.

A Clayton aquel argumento se le antojaba una excusa de lo más pueril, aunque debía reconocer que tenían razón al reprochar la actitud que solían adoptar los miembros de los comités. Cuando se tropezaban con lo imposible, se negaban a aceptarlo, por más que tuviesen ante sí pruebas irrefutables. Clayton había leído algunos de sus curiosos informes, que oscilaban entre el desprestigio casi insultante del médium y el encogimiento de hombros cuando no podían demostrar que fuera un farsante. A veces, incluso intentaban explicar algún fenómeno psíquico mediante causas que resultaban todavía más difíciles de creer que la propia intervención de los espíritus. Valía todo menos la aceptación.

¿Y no era absurdo constituir un grupo de investigación de fenómenos espiritistas con individuos llenos de prejuicios hacia la materia que debían estudiar? Por eso Sinclair y él habían sido invitados a formar parte de aquel comité, para equilibrar el insobornable escepticismo de la mayor parte del grupo con su abierta disposición a considerar la presencia de lo sobrenatural como una posible explicación de los sucesos, siempre y cuando no se encontrase ninguna otra, naturalmente. Después de todo, a los agentes de la División Especial de Scotland Yard, que cabalgaban en unicornios y yacían con hadas, se les presuponían muchos menos remilgos a la hora de aceptar las excursiones que los espíritus realizaban a nuestro mundo. Y esa era la disposición que Clayton había pensado adoptar… Hasta que enfrentó por primera vez el cartel en el que se anunciaba a la hermosa y etérea Lady Ámbar, invitando a su clientela a visitar su gabinete con una mirada falsamente soñadora e inocente. Desde entonces comprendió que a él le correspondería desenmascararla, poner fin a sus plácidos años de estafa, de pasearse por los mejores salones de Londres despertando la admiración de los presentes, de vivir como una diosa entre los pobres y necios mortales a los que vaciaba los bolsillos sin dejar de sonreír. Sí, a él correspondería hacerlo, porque solo él podía ver la astucia y el egoísmo que rebosaban sus hermosos ojos. Porque solo él podía ver la verdad que se escondía tras el bello rostro de una mujer acostumbrada a conseguir siempre lo que quería.

Aprovechando que todos permanecían atentos al biombo, el agente examinó una vez más a los miembros del comité. Había estudiado sus historiales previamente, ya que era habitual que los médiums falsos contaran con cómplices entre los asistentes a la sesión. Sin embargo, ninguno de ellos le había parecido sospechoso, pues la mayoría habían publicado algún artículo o habían participado en algún debate en contra del espiritismo. El variopinto comité lo formaban un doctor larguirucho de cara equina apellidado Ramsey, profesor de la Facultad de Medicina, conocido cirujano, eminente químico y brillante biólogo, y, al parecer, un gran aficionado a crujirse los dedos de las manos sistemáticamente cada cierto tiempo; el fornido y vigoroso coronel Garrick, jefe de los servicios sanitarios del Ministerio de Defensa; el circunspecto ingeniero Holland; el esmirriado profesor Burke, que impartía clases en la Facultad de Derecho; un aristócrata metido a ilusionista que se hacía llamar Conde Duggan, cuya estrafalaria presencia en el grupo se debía a que los principales fenómenos psíquicos de la mediumnidad podían reproducirse artificialmente mediante la prestidigitación; y un científico de bigote de puntas rizadas y barba aristocrática llamado Williams Crookes, distinguido con la Medalla de Oro de la Royal Society en justo premio a sus muchos y valiosos descubrimientos.

Junto a los dos agentes y al último de los miembros del grupo que enseguida conoceremos, Crookes era el único que mostraba una actitud abierta hacia el espiritismo, aunque no siempre hubiese sido así. El eminente científico había empezado a investigar los fenómenos psíquicos impulsado por la necesidad moral de demostrar el engaño que estos encerraban, gesto que había sido muy celebrado por sus colegas de la comunidad científica, ansiosos de que alguien de su talla diera al fin un escarmiento a aquella secta cada vez más numerosa. Sin embargo, tras investigar a Home, Crookes no había emitido los juicios esperados. En un artículo para el Quarterly Journal of Science había admitido la existencia de una nueva fuerza, que había bautizado pomposamente como «fuerza psíquica». Aquellas conclusiones habían provocado una profunda conmoción entre la sociedad científica, condenando a Crookes a un gélido ostracismo profesional. Tan solo algunos de sus amigos más fieles, como Ramsey, allí presente, habían permanecido a su lado, aunque habían guardado un reservado silencio ante sus entusiastas afirmaciones. Aun así, qué otra cosa podía decir Crookes, si había visto a Home elevarse hacia el techo desde la tumbona en la que descansaba, o esculpir en el aire la manita de una niña que luego le había desojado la flor de la solapa.

Sin embargo, lo más escandaloso aún estaba por llegar. Después de que vieran la luz sus estudios sobre el famoso Home, Crookes recibió la visita de la no menos famosa Florence Cook, una jovencita de quince años y origen humilde que había alcanzado un notable prestigio como médium gracias a sus materializaciones ectoplásmicas; en concreto, a las de un espíritu llamado Katie King, quien afirmaba ser la hija del legendario pirata Henry Morgan. Durante tres años, Florence había invocado a Katie frente a numerosos testigos, y como solía ocurrir con los médiums, cuanto más prodigiosos se volvían sus logros, más crecía sobre ellos la sombra de la sospecha. Librarse de esa sombra había sido el motivo que la había llevado a la elegante casa que Crookes tenía en Mornington Road, para proponerle lo siguiente: si el científico demostraba la falsedad de sus poderes, podría desenmascararla públicamente en los medios, pero si por el contrario probaba su veracidad, debería divulgarlo al mundo entero. Crookes aceptó el reto, e invitó a la muchacha a quedarse en su casa y a convivir con su numerosa familia mientras duraban los experimentos, un atrevido gesto que había sacudido a la sociedad, y no solo a la científica, como pueden imaginar. Durante tres meses, Crookes estudió a Florence en su gabinete, y también organizó algunas sesiones públicas, a las que invitó a media docena de sus colegas. En las sesiones siempre ocurría lo mismo: la joven Florence permanecía tumbada en el suelo del gabinete, maniatada y conectada a un galvanómetro mediante delgados alambres, con su vestido de terciopelo negro clavado al piso y el rostro cubierto con un chal para que la luz de la sala no la distrajera; a los pocos minutos entraba en trance y, para sorpresa de todos, en el salón aparecía una hermosa muchacha vestida de blanco que afirmaba ser el fantasma de Katie King. Con divertida coquetería, se dejaba fotografiar por Crookes con un artilugio fabricado por él mismo, paseaba de su brazo contándole historias sobre la India, donde había vivido una existencia terrenal rebosante de aventuras, e incluso se sentaba en el regazo de los caballeros más escépticos para acariciar sus barbas con picardía. Como no faltaron quienes adujeran que, debido a su gran parecido físico y a que nunca coincidían en la misma habitación, Katie y Florence eran la misma persona, Crookes se vio obligado a realizar algunas comprobaciones, estableciendo una serie de diferencias entre ellas: al contrario que Florence, Katie no tenía las orejas perforadas, era más alta que esta, tenía el cabello y la piel más claros y no mostraba ninguna pequeña cicatriz en el cuello. Un día en que Florence estaba constipada y su auscultación presentaba ciertas sibilancias pulmonares, el pecho de Katie incluso se había ofrecido a su oído totalmente desbrozado de ellas. Por si todo eso no bastara, Crookes convenció a Katie para que permaneciera en la misma sala que la médium y se dejara fotografiar a su lado, y aunque no se atrevió a descubrir el rostro de Florence por miedo a interrumpir su trance, quedó claro que se trataba de dos mujeres distintas.

Las afirmaciones de Crookes confirmando la veracidad de los poderes de Florence aquilataron la reputación de la joven médium, aunque por desgracia no sucedió lo mismo con la del científico. Y no porque hubiera arriesgado una vez más su credibilidad defendiendo la existencia de la vida más allá de la muerte, sino porque en sus artículos había sido incapaz de disimular que se había enamorado perdidamente de Katie King, la hija de un pirata que llevaba varias décadas muerta. Las palabras de Crookes, que Clayton había leído con una sonrisa irónica, se semejaban más a los versos de un poeta mediocre que al aséptico discurso de un científico: «La fotografía es inadecuada para describir la perfecta belleza del rostro de Katie, como las palabras son pobres para describir su atractivo. Su subyugante presencia te hace sentir si no debería ser idolatrada de rodillas».

Era evidente que el brillante científico, descubridor del talio, e inventor del radiómetro y del espintariscopio, se había dejado seducir por el adorable espectro con el que paseaba por su gabinete como dos novios por un parque. Aquello lo convirtió en el hazmerreír de los salones de Londres, y los pocos amigos que aún le quedaban, incluido Ramsey, le volvieron la espalda avergonzados, quizá cansados de defender lo indefendible o tal vez temerosos de que el escarnio público también les salpicara a ellos.

Sin embargo, la primavera de 1874, Katie se había despedido para siempre de Florence y de Crookes. Había cumplido su misión, les dijo, la de revelar a los escépticos la existencia del más allá, por lo que ya podía descansar en paz. Desde entonces Crookes no había vuelto a verla ni a hablar de ella, y el siempre piadoso paso del tiempo había acabado extinguiendo las burlas. Era evidente que, aparte de escandalizar a medio Londres, aquel amorío extraterrenal le había dañado el corazón, pero al menos su prestigio de científico había conseguido sobrevivir: aunque su presencia en cualquier acto todavía despertara unas cuantas sonrisitas piadosas, sus descubrimientos seguían admirando a la mayoría de sus colegas; incluso se rumoreaba que podría llegar a ser nombrado caballero en un día no muy lejano. A pesar de todo, a Clayton le bastaba con observar el ansia que ardía en los ojos de Crookes para comprender que el científico aún no había olvidado a Katie King. Incluso habría apostado su otra mano a que, por mucho que disfrazara sus investigaciones espiritistas de mero interés científico, lo que en el fondo anhelaba era volver a encontrarse con ella.

El agente se desentendió del científico y contempló al último miembro del grupo, una frágil ancianita tan entregada a la causa del espiritismo que casi le producía ternura. Era la única que no formaba parte del comité, pero había conseguido el permiso para asistir a la sesión por haber revitalizado con una generosa cantidad de dinero sus magras arcas. Aquella rumbosa contribución le había permitido enrolarse en todas sus inspecciones, y en lo que iba de año, según había podido comprobar Clayton, la señora Lansbury, que así se llamaba, había asistido al menos a una docena de sesiones en Londres y alrededores.

Aquel interés por el espiritismo lo había sorprendido, porque, pese a tener el mismo aspecto quebradizo que todos los ancianos, la señora Lansbury lucía en la mirada una determinación que nada tenía que ver con la bondadosa desorientación que uno esperaría encontrar en alguien que se acerca a los ochenta años. Al contrario, sus ojos irradiaban un espíritu resolutivo y una inteligencia lúcida; no en vano era la inventora del Sirviente Mecánico, el artilugio que había conquistado los hogares más pudientes de Inglaterra. Por esta razón, a Clayton le costaba entender que hubiera decidido dilapidar su fortuna en una práctica tan cuestionable como el espiritismo.

—Estaba deseando asistir a una de las sesiones de Lady Ámbar —le había confesado emocionada durante la breve conversación que habían mantenido al llegar a la casa—. Su lista de espera es tan larga que no puedo creer que al fin haya llegado el día. Es realmente buena en todas las manifestaciones del espiritismo, pero dicen que sus materializaciones son extraordinarias. Tal vez sea una auténtica Coordenada Maelstrom; quién sabe…, hace tiempo que no me encuentro con ninguna.

Clayton no entendió a qué se refería.

—Espero que no la decepcione —se limitó a responder.

¿Qué otra cosa podía decirle? Al parecer, las facultades mentales de la anciana no estaban tan intactas como sugería su lúcida mirada, y le apenaba que hubiera desaprensivos dispuestos a aprovecharse de eso. No pudo evitar que aquella pena se reflejara en su mirada. No obstante, para su sorpresa, en la de la señora Lansbury encontró idéntica piedad por él, como si a través de sus ojos ella hubiera atisbado su yerma y renegrida alma, y hubiese comprendido que la capa de cenizas que la cubría no era más que el legado del espectacular fuego en el que había ardido siete meses atrás.

La voz del profesor Burke lo trajo de vuelta a la realidad:

—¡Ah, cuánto me hubiera gustado poder registrar yo mismo a Lady Ámbar! —susurró para que las mujeres no pudieran oírle, buscando la complicidad de los demás—. Posiblemente no tengamos en la vida ninguna otra posibilidad de tocar a una mujer tan hermosa. ¿No piensan lo mismo, caballeros?

Todos asintieron al instante, excepto el profesor Crookes y el ingeniero Holland, el primero porque su romance espectral parecía haberle aupado por encima de las tentaciones de la carne, y el segundo porque su mujer era una de las damas que se hallaban tras el biombo, desnudando a la médium.

—Sin la menor duda, profesor —se lamentó el Conde Duggan, también en voz baja. Luego pareció reflexionar, y añadió—: Aunque quizá debería ofrecerme a rematar el registro, pues lo más probable es que su camisón cuente con algún bolsillo oculto. ¿No cree, capitán, que deberíamos cerciorarnos de…?

—Me temo que no puedo permitirle hacer eso, Conde Duggan —le cortó Sinclair con cierta aspereza.

—¡Pero es tan hermosa! —se quejó—. Ustedes no pueden imaginarse cuánto, caballeros, porque no la vieron de cerca en el baile de la condesa Colesberry; pero yo sí, y les aseguro que es aún más bella que en las fotografías.

Burke pidió entonces que lo ataran a la silla, pues dudaba que pudiera responder de sus actos. Todos rieron, inmersos en aquella viril celebración de la hermosura de la médium.

—No dejen que la belleza les distraiga de la experiencia científica, caballeros —aconsejó Clayton, sin poder evitar manifestar el desprecio que le producía el que aquellos hombres fuesen incapaces de disimular sus debilidades.

Un súbito revoloteo tras el biombo interrumpió la conversación, y todos contemplaron cómo las dos damas del comité salían de detrás de sus hojas. Tras demorarse deliberadamente unos segundos, como haría una actriz para crear expectación en la platea, Lady Ámbar apareció tras ellas. A causa de las cintas luminiscentes que habían cosido a su camisón la señora Jones, enfermera jefe de la Escuela de Entrenamiento Nightingale del Hospital Saint Thomas, y la señora Holland, la rechoncha esposa del ingeniero, la médium parecía resplandecer como si estuviera hecha de briznas de sol entrelazadas. Permaneció unos segundos junto a la mampara, con una tenue sonrisa flotando en los labios, dejándose admirar; luego caminó hacia el grupo escoltada por las mujeres, derramando a su paso una musiquilla de cascabeles. Lucía un ceñido camisón de seda que más que vestirla parecía desnudarla, y al andar, la tela dibujaba y desdibujaba sus pequeños y turgentes senos, como un hechizo intermitente. Llevaba el cabello, de un rubio tan intenso que casi parecía blanco, peinado con una raya que zigzagueaba por su cráneo, dividiéndolo en dos bandos, que caían en graciosas volutas sobre las suaves almenas de sus hombros. Era menuda, no demasiado alta, y la estudiada languidez de sus movimientos hacía parecer aún más etéreo su cuerpo aniñado. Al llegar al centro de la sala, se detuvo y saludó a los presentes con una sonrisa altiva que Clayton supuso que formaba parte del espectáculo. Parecía tan ligera que, a su lado, las señoras que la custodiaban se antojaban esculpidas en pesada y tosca piedra. La envolvía un aroma a violetas, y su rostro, afilado y pálido, poseía esa seducción propia de la virtud a punto de ser corrompida. Sin embargo, más que cualquier otra particularidad, a Clayton le llamaron la atención sus enormes y redondeados ojos, que el Creador había pintado de un azul casi transparente.

—Ya hemos reconocido a Lady Ámbar, caballeros —declaró con voz profesional la enfermera Jones—, y podemos asegurar que no oculta nada en su camisón, dentadura ni cabellos.

Sinclair asintió entre hechizado y complacido, e hizo amago de invitar al grupo a sentarse a la mesa para dar comienzo a la sesión, pero Clayton le interrumpió.

—Estoy seguro de que la han sometido a un reconocimiento minucioso, señoras, pero permítanme que les recuerde que una mujer dispone de otras cavidades naturales aparte de la boca —dijo con seriedad.

Las señoras contemplaron atónitas al agente, incluso algunos caballeros se mostraron escandalizados al oír sus palabras. Lady Ámbar compuso una mueca ofendida, que enseguida convirtió en la sonrisa virtuosa de una mártir dispuesta a afrontar cualquier sacrificio con abnegación.

—Quizá quiera reconocerme usted personalmente, agente —dijo con un mohín infantil que obligó a algunos caballeros a aflojarse las corbatas.

Clayton la observó con indiferencia.

—Oh, me temo que una de mis manos no posee la suficiente delicadeza —respondió encogiéndose ligeramente de hombros—. Podría hacerle daño.

—¿Y si usa únicamente la mano de carne y hueso? —sugirió ella con una sonrisa.

—A esa me refería. Con la otra simplemente la destrozaría —repuso el agente, y miró a la enfermera Jones con ligera impaciencia—. Enfermera, cuando quiera.

La enfermera Jones interrogó al grupo con la mirada, y en vista de que nadie decía nada, se encogió de hombros.

—De acuerdo… —dijo, sin molestarse en disimular que aquello le parecía tan inapropiado como jugar al escondite entre las lápidas de un cementerio—. Lo haremos en sus aposentos, Lady Ámbar, si no le importa.

La médium negó lentamente con la cabeza, dedicó a Clayton una mirada gélida y se dejó conducir por las mujeres. El agente la observó retirarse con una mueca de indolencia.

—Santo Dios, agente, creo que tanto celo era innecesario —dijo el ingeniero Holland en cuanto se quedaron solos—. No hay por qué caer en la indecencia ni en la grosería, ¿no le parece?

—Es cierto —añadió Burke—. Y es evidente que Lady Ámbar se ha sentido un tanto molesta por su exigencia…

—Llevamos a cabo un experimento científico, caballeros, no deberían olvidarlo —replicó Clayton—. Una mujer podría estar totalmente desnuda y aun así ocultar a nuestra vista un pequeño objeto con el que realizar sus trucos, como una muselina ligera. Incluso hasta una máscara de caucho.

Se hizo un repentino silencio. Ni siquiera Sinclair parecía encontrar las palabras adecuadas para salvar la situación.

—El agente tiene razón, caballeros —intervino el doctor Ramsey, crujiéndose los dedos de las manos de uno en uno—. Nuestro objetivo es descubrir la verdad, siempre lo ha sido, y es inevitable que para ello tengamos que infligir, eh… ciertas molestias a los médiums, a pesar de que a ninguno de nosotros le agrada, naturalmente. Recuerden a las hermanas Fox, por ejemplo: siendo apenas unas niñas, los comités las desnudaron y las sometieron a las más aflictivas pruebas. Teniendo eso en cuenta, creo que Lady Ámbar comprenderá perfectamente la necesidad de un registro… más profundo.

—Opino lo mismo —dijo el coronel Garrick, que hasta ese momento había guardado silencio—. La mayoría de los médiums se aprovechan de nuestra decencia para realizar sus infames trucos, por lo que debemos ser meticulosos al máximo. No conviene olvidar que casi todos son unos estafadores, como ese clérigo que se hace llamar doctor Monck.

—O ese charlatán de Slade —añadió el Conde Duggan, refiriéndose al médium experto en la escritura directa cuyo proceso por estafa había puesto de moda las denuncias y juicios contra los falsos médiums—. ¿Saben que acudí en persona a una de sus sesiones? Las daba en las mismas habitaciones de la pensión de Russell Square donde vivía, y cobraba veinte chelines por ellas, a pesar de que apenas duraban quince minutos. Slade era un verdadero timador, seguramente el más listo de todos.

—Bueno, tampoco se requiere un talento especial para embaucar a quien ya está predispuesto a ello —dijo Garrick.

Al oír eso, Crookes se envaró:

—Quiero pensar que ese comentario no va dirigido a nadie de nosotros en particular, coronel.

—Solo a quien quiera darse por aludido… —Garrick se encogió de hombros.

Aletearon algunas risas, pero el doctor Ramsey no dejó que prosperasen.

—Vamos, vamos, caballeros… No creo que debamos caer en las afrentas personales.

—Oh, muchas gracias por tu defensa, Ramsey, querido amigo —trinó Crookes—, aunque me temo que llega con cierto retraso y resulta del todo innecesaria, pues, como sabrás, en los últimos tiempos he aprendido a defenderme solo.

—Por Dios, Crookes, no te lo tomes como algo personal. Ya conoces mi opinión sobre tus estudios. Siento mucho que en su momento la interpretaras como una traición. Aun así, creo que hay muy pocos médiums libres de sospecha, y me temo que entre ellos no se incluye tu preciada Florence, quien, como sabes, fue desenmascarada en una sesión hace ocho años.

—Yo no estaba en esa funesta sesión, y solo los necios hablan de lo que no conocen —respondió Crookes—. Pero sí puedo hablar de los prodigios que sucedieron bajo mi techo… Oh, Ramsey, ¿qué demonios te ha pasado en los últimos años? Puedo comprender tu escepticismo, e incluso respetarlo, pero jamás entenderé tu ceguera. ¿De verdad niegas la posibilidad de que exista vida más allá de la muerte a pesar de que hay testimonios de apariciones desde los tiempos de Tertuliano? ¡El más allá existe, y estoy seguro de que es una reproducción exacta de nuestro mundo, como afirmó Swedenborg, el más grande de los médiums modernos!

—Jamás he negado ni afirmado la existencia del más allá, se parezca o no a nuestro mundo —puntualizó Ramsey con cansancio. Guardó silencio unos segundos, y añadió en tono filosófico—: Toda realidad es un plagio de sí misma, al fin y al cabo.

—Un plagio de sí misma… ¡No sabe cuánta razón tiene, doctor Ramsey! —exclamó la señora Lansbury con una sonora carcajada.

Ramsey la observó, un tanto sorprendido por su interrupción, y volvió a dirigirse a Crookes:

—Pero has de reconocer, Williams, que esas apariciones remotas eran vagas y esporádicas. Pero si diéramos crédito a todos los casos modernos, nos encontraríamos poco menos que ante una invasión debidamente organizada, o incluso… ante una epidemia. Además, solo estaba cuestionando la honestidad de Florence —aclaró, evitando enfrentar la mirada dolida y furibunda de su viejo amigo.

—Y no olvide, Crookes —intervino Holland—, que la mismísima Margarita Fox ha escrito una carta al New York Herald confesando que todas sus sesiones han sido un fraude. ¿Qué más pruebas necesitamos de que los médiums son un puñado de charlatanes que se aprovechan de las tragedias y anhelos de los ciudadanos para vaciarles los bolsillos?

—¡La prensa solo sabe ofrecer carnaza al populacho! —escupió Crookes con desprecio.

—En eso tengo que darle la razón, Crookes —intervino el coronel Garrick—. Seamos justos, caballeros: si un ciudadano cualquiera entra en la redacción de un periódico para denunciar que ha sorprendido a un médium en plena trampa, el hecho será publicado a bombo y platillo; ahora bien, si ese mismo ciudadano proclama la certeza de un fenómeno sobrenatural, seguramente no obtendrá ni siquiera una línea. Ah, la prensa ya no es lo que era… Miren sino el tratamiento que le está dando a los dos asesinatos de prostitutas que han ocurrido en Whitechapel…

La conversación se centró entonces en aquellos horrendos crímenes y sus sórdidos detalles, que la prensa había aireado sin importarle que fueran ciertos o no, enturbiando la investigación policial con el único fin de satisfacer el morbo de los lectores, se apresuró a explicar Sinclair. Todos dieron su opinión al respecto, excepto Clayton, que permaneció en silencio. Cuando terminara con el caso de Lady Ámbar, estudiaría los informes sobre los despiadados asesinatos que había escrito el inspector Reid, de la Brigada de Investigación Criminal, y sacaría sus propias conclusiones, pero hasta entonces prefería concentrarse en el caso que le ocupaba.

Pensó que discusiones como aquella estarían produciéndose en aquel momento en muchos lugares de Londres, e incluso de Inglaterra y del mundo. Desde que las hermanas Fox escucharan el primer acorde de la gran partitura espiritual en su casa de Hydesville, hacía ya más de cuarenta años, los detractores y los adeptos al espiritismo estaban enzarzados en una lucha encarnizada, y en medio de aquellos dos ejércitos había muchos que, como él, todavía no sabían qué posición tomar.

Al igual que Ramsey o Garrick, Clayton creía que la mayoría de los médiums eran impostores, aunque eso no significaba que no existieran médiums auténticos, capaces de realizar verdaderos milagros, como sostenía Crookes. Precisamente él, que llevaba colgada al cuello una llave que abría una cámara secreta llena de prodigios, era el menos indicado para negar su existencia. Por no mencionar que cada mañana se hacía el nudo de la corbata con una mano mecánica que no dejaba de recordarle la existencia de lo imposible. Así que su desconfianza hacia Lady Ámbar no era fruto de ningún prejuicio hacia lo sobrenatural, pues cierta condesa le había inmunizado de por vida contra ello. Aunque, al parecer, también le había incapacitado para volver a creer en la inocencia de una mujer hermosa.

Pero permítanme que aproveche que el agente se ha extraviado en el laberinto de sus propias reflexiones para hacer un alto en nuestra historia y presentarme ante ustedes. Quisiera haberlo hecho antes, como suele ser mi costumbre, pero al igual que esas personas exageradamente tímidas que nunca hallan la oportunidad para intervenir en una conversación, tampoco yo he encontrado hasta ahora el momento de hacerlo. Interrumpir la cena en honor del agente Clayton habría resultado demasiado prematuro, e interrumpir la charla que más tarde mantuvo a solas con la condesa, demasiado inoportuno; dos peligros de los que todo narrador que se precie debe huir. Luego, los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente, como han podido ver. No obstante, ahora ha sobrevenido este remanso de paz, durante el cual, si me apresuro lo suficiente, quizá tenga tiempo de darles la bienvenida a esta historia de amor más allá de la muerte, la última que voy a contarles. Estoy convencido de que los personajes sabrán llegar a sus corazones por méritos propios, como ya han hecho en otras ocasiones, a pesar de las posibles torpezas de este humilde narrador, cuya identidad les desvelaré al final del relato, en justo premio a su paciencia y fidelidad.

¡Pero ahora tengo que dejarles de nuevo! La puerta de los aposentos de Lady Ámbar acaba de abrirse y la médium ya avanza por el pasillo, sin que el vejatorio registro al que ha sido sometida haya logrado borrarle su virginal sonrisa. Al verla entrar en la habitación, como una delicada mariposa a la que un niño cruel hubiera extirpado las alas, el capitán Sinclair sacó pecho y dedicó una significativa mirada a Clayton, ordenándole sin palabras, tan solo con el furor de su único ojo, que se lo pensara mejor antes de plantear cualquier nueva exigencia. Luego, sonriendo galantemente a Lady Ámbar, invitó a todos los presentes a sentarse a la mesa.

La sesión iba a comenzar.