Afortunadamente, el brutal golpe no resultó lo bastante fuerte como para convocar en su mente las brumas de la inconsciencia, por lo que, desde el suelo, Clayton pudo oír los pasos apresurados de la condesa abandonando el comedor, y su repiqueteo posterior a lo largo del vestíbulo, como una melodía entreverada de los silencios impuestos por las alfombras. Con la cabeza dolorida, todavía demasiado aturdido para ordenarle a su cuerpo levantarse, la oyó salir del castillo, y su imaginación se la mostró bajando la escalinata de entrada con el vestido recogido, huyendo de él, sumergiéndose en el bosque que rompía a las puertas de su hogar como un océano siniestro. Si no salía tras ella de inmediato, ya no podría alcanzarla. Con un esfuerzo supremo giró su dolorido cuerpo, apoyó las palmas de las manos en el suelo y empezó a levantarse. Unas violentas náuseas lo obligaron a permanecer arrodillado unos segundos, con la cabeza hundida entre los hombros, como si estuviera adorando a algún ídolo antiguo. Finalmente consiguió recuperar la verticalidad y, apoyándose en los muebles que le salían al paso, abandonó el comedor.
La puerta del castillo era un gran bostezo que exhalaba el fantasmal aliento de la noche. Clayton la traspasó caminando cada vez con mayor determinación, a medida que la brisa nocturna le despejaba la cabeza. En las escalinatas, le sorprendió encontrarse con los zapatos y las joyas de la condesa, tirados sobre los escalones de cualquier manera. Al parecer, se había desprendido de ellas mientras huía. Si era parte de algún juego erótico, Clayton no lo entendió así; más bien le resultó inquietante. La noche era oscura y fría, y tuvo que arrebujarse en su chaqueta, sin tiempo de volver a por el abrigo. Tomó uno de los faroles que iluminaban el comienzo de la escalera y se internó en el bosque, siguiendo el rastro que los pies descalzos de la condesa habían impreso sobre la tierra.
Caminó durante un tiempo indefinido siguiendo sus huellas. Temblaba de frío, pero la cabeza le hervía, sobre todo en el lugar donde la condesa había descargado su traicionero golpe, que le palpitaba dolorosamente. De vez en cuando, la vista se le nublaba y tenía que apoyarse en algún árbol, mientras intentaba enfocar los ojos. Después reanudaba la persecución apretando la mandíbula con fiereza, al tiempo que aguzaba sus sentidos al máximo, atento a cualquier ruido que susurraba el bosque. La brisa, como el arco de un violín, lamía las ramas de los árboles arrancándoles lánguidos silbidos, y la oscuridad ondeaba a su alrededor, como si quisiera amortajarlo. De repente, distinguió en el suelo una especie de charco oscuro que reflejaba las estrellas del cielo. Al iluminarlo con el farol, descubrió que se trataba del vestido cuajado de brillantes de la condesa, olvidado entre la hojarasca. Arrodillándose, lo tomó entre sus manos con reverencia: la delicada prenda aún custodiaba el calor y el aroma de la mujer. Descubrió que estaba desgarrada por varios sitios, como si se la hubiese arrancado del cuerpo sin ningún cuidado. Se levantó y paseó una mirada confusa a su alrededor, mientras el frío musgo del miedo comenzaba a rellenarle las junturas entre los huesos.
Prosiguió su camino, intentando mantener la serenidad. Al poco reparó en que las huellas de la mujer comenzaban a adoptar una forma extraña y a distanciarse cada vez más unas de otras. Al principio, creyó que había extraviado su rastro, pero tras avanzar unos metros dio con él casi por casualidad, para volver a perderlo poco después. No obstante, siguió avanzando, guiándose más por su instinto que por otra cosa. De tanto en tanto, encontraba una huella solitaria en mitad del sendero, una huella que ya no parecía humana, o descubría un árbol con las ramas quebradas. Todo aquello lo animaba a hacer cábalas, pero Clayton prefirió declinar la invitación para salvaguardar su cordura, al menos mientras aún pudiera hacerlo. Entonces reconoció el camino que la condesa estaba siguiendo y sintió que el corazón le daba un vuelco. Él mismo lo había recorrido dos noches antes en compañía de algunos hombres del pueblo… Era el camino que conducía al barranco donde se había despeñado Tom Hollister.
Se vio de nuevo conduciendo a aquel hatajo de pueblerinos a través de la impenetrable negrura del bosque, embriagado por la emoción de la caza y la fantástica posibilidad de estar persiguiendo a un auténtico hombre lobo. Pero las cosas habían cambiado. Ahora atravesaba aquel maldito bosque solo, sintiéndose terriblemente desamparado entre aquellos árboles tenebrosos que parecían conspirar contra él intercambiando susurros. Una melancolía atroz lo inundó al comprender que el mundo que conocía se había desvanecido para siempre en lo que duraba una cena. La extraordinaria magnitud de aquella pérdida casi le cortó el aliento. Pese a todo, continuó recorriendo aquel camino con pasos de sonámbulo, consciente de que jamás le conduciría a donde quería ir: al pasado, al reconfortante y racional pasado, exactamente al día en que el legendario capitán Sinclair le ofreció ingresar en su División Especial, para poder rechazar su oferta, decirle con un aspaviento de la mano que aquello no le interesaba lo más mínimo, que prefería continuar habitando el insulso pero consolador universo cuyo mecanismo tan bien conocía, donde los seres sobrenaturales jamás se atrevían a fugarse de las páginas de los bestiarios, porque también existía el riesgo de enamorarse de alguno de ellos. Pero ya era demasiado tarde para eso, reconoció con abatimiento. Ahora solo podía seguir avanzando tras el reguero de huellas de Valerie de Bompard, para cumplir con su papel en la delirante función que le había tocado representar.
Sin darse cuenta, había empezado a acariciar con su mano libre la llave que llevaba colgada del cuello, repasando nerviosamente con los dedos las dos alitas de ángel que la adornaban. Aquella llave abría la Cámara de las Maravillas, y desde que se la confiaran hacía apenas un mes, se había convertido para él en una suerte de talismán, en el símbolo de aquel mundo sobrenatural que se agazapaba en algún pliegue de la realidad y al que, al parecer, esa noche se dirigía. Sin embargo, tenía la certeza de que allí lo aguardaba un tipo de conocimiento para el que no estaba preparado. Un conocimiento capaz de desbaratar a un hombre para siempre.
Tratando de que su mente volviera a pensar con su consoladora lógica, Clayton se preguntó qué pretendía Valerie de Bompard conduciéndolo a aquel lugar. Porque una cosa tenía clara: la condesa le estaba guiando exactamente hacia donde ella quería, como siempre había hecho, como siempre hacía con todo el mundo. Y él no tenía otra opción que acudir a su llamada. Nunca la había tenido.
De pronto, un aullido largo y triste erizó la noche. Provenía del barranco. Con el rostro desencajado por el espanto, Clayton tomó su pistola del bolsillo y corrió hacia allí con el farol alzado ante él, descorriendo a su paso el cortinaje de la oscuridad. Jadeante, llegó hasta el pequeño claro que se extendía frente al abismo. Allí distinguió varias huellas extrañas. Parecían acercarse al borde; después desaparecían. Dejó el farol en el suelo, tragó saliva y se aproximó con cuidado al barranco. Intentó reunir el valor suficiente para mirar hacia abajo, sin poder exorcizar de su mente la imagen del hermoso cuerpo de Valerie de Bompard destrozado contra el suelo, aunque ignoraba si eso sería lo más terrible que podría encontrarse. Pero el fondo del barranco estaba anegado de una oscuridad impenetrable y no logró distinguir nada. Pese a ello, permaneció varios segundos más en el borde, escrutando tercamente la negrura, con las ropas azotadas por el gélido viento que surgía de aquellas profundidades, como un grito mudo de furia y desesperación. Al rato, se apartó unos metros del borde, confundido. Y fue entonces cuando oyó a sus espaldas un suave gruñido, tan imperceptible que por un momento creyó que lo había imaginado. El miedo se extendió por su cuerpo como un hormiguero en desbandada. Comenzó a darse la vuelta muy despacio, levantando la pistola a medias, como si no quisiera reconocer aún que estaba en peligro. Desde un pequeño promontorio de rocas, inmensa como una esfinge ancestral, una loba lo observaba. Su pelaje, de un suave tono dorado, resplandecía bajo la luna como si estuviera esculpida en bronce.
—¿Valerie…? —susurró casi sin darse cuenta.
La loba ladeó ligeramente la cabeza, y volvió a emitir aquel suave gruñido, como si se estuviera riendo de Clayton. De pronto, el agente fue consciente del peso de la pistola en su mano. Descubrió casi con sorpresa que estaba armado, que aquel objeto frío y metálico con el que cargaba era un arma de fuego, un artilugio inventado por el hombre para arrebatar la vida de sus enemigos y preservar la propia. Aun así, rehusó apuntar a la loba. Se limitó a esperar, y durante unos instantes infinitos, el hombre y el animal se miraron en silencio, como se habían mirado en el comedor del castillo el agente y la condesa, separados por la enorme mesa de roble. Acto seguido, la loba abrió sus fauces, saltó sobre el agente y lo tumbó con su peso contra el suelo. El golpe resultó tan brutal que le cortó la respiración y le hizo perder la pistola, que se escabulló de entre sus dedos como si tuviera vida propia. Antes de que pudiera hacer nada, las fauces de la loba aprisionaron su garganta, inmovilizándolo contra el suelo. Sintió las afiladas puntas de los colmillos hundiéndose ligeramente en su piel, como un cepo mortífero a punto de cerrarse sobre su cuello. No se movió. Esperó la decisión de la loba con la respiración contenida, temblando bajo su peso. El animal permaneció unos segundos en aquella postura, con el hombre a su merced, para que comprendiera que su destino dependía de un sencillo gesto de sus mandíbulas. Y entonces se apartó de él como lo había derribado: con un movimiento rápido y fluido.
Clayton dejó escapar el aire, sorprendido de seguir con vida. ¿Cómo era posible? Sin saber si el húmedo reguero que notaba resbalar por su cuello era sangre o simple sudor, y sin importarle demasiado que fuera una cosa u otra, se incorporó un poco. El animal lo acechaba a escasos metros de distancia, con el cuerpo en tensión, preparado para volver a saltar sobre él en cualquier momento. Clayton lo observó en silencio, avergonzado porque no podía dejar de temblar. Aquella loba, que gruñía como una loba, olía como una loba y se movía como una loba, ¿era la mujer que amaba? Una parte de él se resistía a aceptar aquella idea descabellada, quizá porque hacerlo equivalía a despeñarse por un barranco aún más profundo, el de la locura. Sin embargo, la otra, aquella parte de su mente adiestrada para unir las piezas, no tenía la menor duda.
De soslayo distinguió su arma, muy cerca de donde estaba tumbado, y no pudo evitar hacer cálculos. Si rodaba sobre sí mismo con la suficiente rapidez, tal vez la alcanzara antes de que la loba llegara hasta él. ¿Era eso lo que ella esperaba? No tuvo tiempo de responderse, pues de repente la loba lanzó un rugido y se lanzó contra él, convertida en un relámpago cobrizo. El agente reaccionó sin pensarlo, estirando el brazo derecho hacia la pistola, mientras alzaba instintivamente el otro para repeler el ataque del animal. Los dedos de su mano derecha abrazaron la culata del arma en el mismo momento en que las fauces de la loba se hundían violentamente en su antebrazo izquierdo. Envuelto en un dolor abrasador e intenso, Clayton apoyó el cañón de la pistola en la enorme cabeza, pero no disparó. Permaneció quieto, con el dedo índice acomodado en la curva del gatillo. El hombre y la bestia se miraron a los ojos, congelados en aquella postura que, como un dique de piedras y ramas, parecía obstruir la corriente del tiempo. A aquella distancia, Clayton apreció el finísimo anillo dorado que cercaba el iris de los ojos de la loba como un eclipse solar, y le pareció que suplicaba. Pero esta vez no obedecería a sus deseos. Esta vez no.
Mantuvo el cañón del arma apoyado contra la sien del animal, mientras veía cómo de su aprisionado antebrazo empezaban a brotar hilillos de sangre que se extendían por la manga de la chaqueta formando una mancha oscura. Un dolor lacerante le recorría el brazo, si bien era un dolor soportable. Ella también pareció comprenderlo, e hincó aún más los colmillos en la carne de Clayton, hasta que el agente sintió cómo le desgarraban brutalmente los músculos del brazo. Apretó las mandíbulas para no gritar, pero un aullido inhumano escapó por entre la empalizada de sus dientes. Hubo una breve vacilación, sin embargo las fauces continuaron escarbando en su carne con redoblada saña. Clayton contrajo el rostro en una mueca desencajada. El sufrimiento que lo embargaba era cada vez más fuerte. Aun así, no apretaría el gatillo: si lo hacía, ella habría ganado. Entonces se oyó un crujir de huesos. Y un terrible dolor lo arrastró como una riada hasta el borde mismo de la inconsciencia. Pese a todo, Clayton no disparó. Lo hizo su instinto de supervivencia. Sorprendido, oyó una detonación, seca, abrupta, y el cuerpo que lo oprimía se deslizó hacia un lado con un suave movimiento, como un amante tras el goce del amor.
—No… —musitó.
Contempló el cuerpo del animal tendido a su lado, mientras un terrible dolor se extendía como lava ardiente desde su brazo izquierdo por todo su cuerpo, ramificándose en una telaraña de flecos incandescentes. A pesar de la bruma que enturbiaba su mente, acertó a comprender que se trataba de un dolor demasiado insoportable para tratarse de una vulgar herida. Reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban, logró erguirse lo suficiente para mirarse el brazo. La visión le espantó: al final de su brazo izquierdo no había ninguna mano. En su lugar había un muñón que rezumaba sangre, del cual colgaba un amasijo de tendones. Su mano se hallaba a unos metros de él, tirada en el suelo como un desperdicio, como un despojo que no guardara relación alguna con su cuerpo. Reprimiendo una arcada, Clayton dejó que su mirada oscilara entre aquella mano errabunda y el ensangrentado muñón que ocupaba su lugar, intentando asimilar que había algo erróneo y contra natura en aquella emancipación, que aquel pedazo de carne le pertenecía, que aquella mano extraviada era una de las suyas.
Cuando logró sustraerse a la hipnótica visión, se volvió hacia el cuerpo de la loba, que permanecía tumbado en el pétalo de luz que arrojaba el farol, y lo contempló largamente, mientras se apretaba el muñón con la otra mano. Reparó en que sus patas delanteras estaban despellejadas y surcadas de cicatrices, pero tras haber enfrentado los ojos del animal, aquella última pista resultaba innecesaria. De su sien derecha manaba un reguero de sangre, y su mirada carecía de aquel brillo burlón que el agente no sabía descifrar. Ahora tenía la expresión absoluta y verdadera de la muerte.
—Lo ha conseguido, ¿verdad, condesa? Ha conseguido lo que quería… —se oyó decir con voz quejumbrosa, sin saber si pretendía censurar o halagar su comportamiento.
La condesa de Bompard siempre conseguía hacer realidad sus deseos, pensó con amargura. Había encontrado la forma de quitarse la vida sin romper la promesa que hiciera a su marido, y sin importarle que a partir de entonces Clayton tuviera que vivir con la maldición de lo que había hecho.
A pesar de la rabia que sentía, el agente tuvo que reconocer que ella estaba en lo cierto cuando, justo antes de golpearle en la cabeza, le dijo que no había otra opción. ¿O acaso pensaba él que el hecho de que ambos se amaran sería suficiente? ¿Qué clase de existencia les habría esperado? Él no estaba preparado para sonreírle como si no pasara nada las noches en que ella volviera con el vestido desgarrado y la mirada satisfecha de quien ha saciado su más íntimo apetito, ni lograría que no le temblara el pulso al día siguiente durante el desayuno, mientras leía en el periódico la noticia de un brutal asesinato, fingiendo que no había ninguna relación entre la pobre víctima y la mujer que amaba. No, no estaba preparado para eso. Y quizá Armand de Bompard tampoco lo había estado. Tal vez por eso la había abandonado, porque había descubierto que, a pesar de toda su sabiduría, solo había un modo de acabar con su terrible mal. Pero Armand la amaba demasiado para hacer lo que Clayton había hecho.
Lanzó un terrible aullido de rabia, clavando su dolor en el corazón de la noche. Gritó y gritó, hasta que se quedó sin fuerzas. Aquello consiguió calmarle un poco. Casi con desgana, consideró la posibilidad de matarse él también allí mismo. Qué más daba, después de todo. Solo tenía que llevarse el cañón del arma a la sien y apretar el gatillo. Otra vez. Luego su cuerpo se desplomaría junto al de Valerie, y allí yacerían ambos, hombre y animal, arropados por la oscuridad, como un misterio que ya nadie podría resolver. Pero en lugar de eso, empezó a desgarrarse la chaqueta para improvisar un torniquete que contuviera la hemorragia del muñón, un acto tan sin sentido como todos los que había hecho aquella noche. No sabía por qué no se dejaba morir, si la vida que le quedaba por vivir ya no quería vivirla, si solo se le antojaba una tortura, un rosario de días, de años, soñando con Valerie de Bompard. No, no lo sabía. Aun así, anudó el jirón de chaqueta que había logrado arrancar bien fuerte alrededor del muñón.
Y mientras lo hacía, recordó que, en algún momento de aquella larga noche, le había dicho a la condesa que daría una parte de su cuerpo por comprender qué era ella. Clayton sonrió con amargura. Ahora lo sabía. Ahora sabía qué era Valerie de Bompard. Y sobre todo, se dijo contemplando el final truncado de su brazo izquierdo, sabía con qué parte de su cuerpo había pagado aquel conocimiento capaz de desbaratar a un hombre para siempre.