Capítulo 2

Durante las despedidas, Clayton aceptó las últimas felicitaciones de los invitados con la incómoda sensación de no saberlas merecidas, mientras, a su lado, Sinclair las recibía con visible satisfacción. El agente no pudo evitar contemplarlo con tristeza: su pobre capitán ignoraba que el caso no había hecho más que empezar. Cuando los invitados al fin se fueron, en el inmenso vestíbulo del castillo, junto a la majestuosa escalinata de mármol que ascendía en un tartamudeo de escalones a la planta superior, quedaron la condesa y los dos agentes, algo cohibidos por el repentino silencio que siguió a la desbandada.

—Bueno, creo que va siendo hora de acostarse —anunció el capitán—. Mañana debemos partir muy temprano. La cena ha sido fantástica, condesa, al igual que su gentileza al acogernos como huéspedes durante todos estos días.

—El placer ha sido mío, capitán —respondió Valerie de Bompard con una sonrisa cortés—. ¡Dos de los hombres más inteligentes del país se han alojado bajo mi techo! Le aseguro que me costará olvidarlo.

Le tendió una de sus enguantadas manos, cuyo dorso el capitán abonó con un beso exageradamente casto. Luego se la ofreció a Clayton, pero el agente no hizo el menor intento de besarla. Se limitó a permanecer inmóvil, contemplando en silencio cómo la mano de la mujer levitaba en el aire, igual que un hombre criado por los lobos que nada supiera de las buenas costumbres.

—Suba usted, capitán —dijo al fin, mirando a los ojos a la condesa—. Ha sido una velada llena de emociones y aún me siento demasiado excitado para conciliar el sueño. Quizá a la condesa no le importe tomar una última copa conmigo.

El desconcierto de la mujer apenas duró un segundo. Enseguida sonrió con picardía.

—Desde luego que no, agente. Tengo un oporto magnífico que reservo exclusivamente para ocasiones especiales.

—Pues sin duda esta lo es —respondió Clayton, ahondando aún más en sus ojos.

Sinclair se vio obligado a emitir un suave carraspeo para intentar deshacer la trenza que formaban sus miradas.

—Eh… Bien, entonces yo me retiro —dijo—. Mañana nos espera un viaje largo y…

Ante el escaso interés que provocaron sus palabras, dejó la frase inacabada, se dirigió hacia las escaleras y emprendió su ascenso lentamente, como un actor que se resiste a abandonar la escena en el momento cumbre. La condesa apartó los ojos de Clayton y, envuelta en un susurro de sedas, se dirigió hacia el comedor. El agente la siguió, pero apenas logró esbozar un par de pasos cuando la voz de su capitán lo detuvo.

—Agente Clayton…

Clayton miró a lo alto de las escaleras, desde donde la figura rotunda e imponente del capitán lo escudriñaba a través de la espesa penumbra, apenas exorcizada por los candelabros que jalonaban el vestíbulo.

—¿Sí, capitán?

Sinclair le observó en silencio durante unos instantes, con el resplandor rojizo de su falso ojo palpitando intermitentemente en su rostro, como si sus pensamientos estuvieran hechos de luz y sangre. ¿Se habría dado cuenta de que algo no iba bien?

—Ha hecho un buen trabajo, hijo —gruñó—. Un buen trabajo… —Y, dándose la vuelta, se dirigió a su habitación.

No sin cierto alivio, Clayton continuó contemplando la escalera hasta que el capitán desapareció succionado por la oscuridad. Recordó, con algo semejante a la melancolía, los consejos de índole sentimental que le había dado en los últimos días. Ojalá todo aquello se redujera a un frívolo e inofensivo asunto de faldas. Sin embargo, Sinclair no tenía la menor idea de lo que realmente iba a ocurrir en el comedor, como quizá tampoco la tuviera la condesa, y si le apuraban, ni siquiera él mismo. Lo que pasaría allí dentro, los derroteros que tomaría la conversación una vez él mostrara sus cartas y los vaivenes que sin duda padecería su alma a lo largo de la charla, nadie podía siquiera sospecharlos. Tal vez incluso necesitara su pistola, se dijo, comprobando con una leve caricia que se hallaba en uno de los bolsillos de su chaqueta.

Lanzó un hondo suspiro y se dirigió hacia el comedor. De camino se cruzó con las doncellas, que habían terminado de recoger los platos del postre. Valerie de Bompard se hallaba frente a una mesita de caoba, sirviendo en dos copas de cristal el prometido oporto. El fuego que ardía en la chimenea arrancaba un millar de destellos a los diamantes prendidos en su falda, doraba la piel de sus brazos y de su espalda, y cambiaba por oro líquido el licor que manaba de la botella.

—¡Agente Clayton! —exclamó con su burlón acento francés—. Por un momento temí que el permiso para trasnochar le hubiese sido denegado, y que hubiese subido la escalera tras las faldas de su niñera.

Clayton se acercó a la condesa, quien enfrentó su mirada mientras le tendía una de las copas. El agente sintió que volvía a trastabillar al borde del abismo oscuro e insondable de sus ojos, y por enésima vez pensó que aquella mujer no era bella simplemente por una acertada conjunción de rasgos y proporciones, sino por algo más profundo y mucho más difícil de explicar. Valerie de Bompard era hermosa, increíblemente hermosa, porque ella así lo había decidido, porque ese era su deseo. Y Clayton estaba seguro de que en el mundo no existía nada capaz de oponerse a un deseo de la condesa. Tomó la copa, devolviéndole la sonrisa con mundana despreocupación.

—Las faldas de mi niñera… —Sonrió ante la imagen de Sinclair embutido en un traje de institutriz—. Debo confesarle que si el capitán me ordenase acostarme luciendo un vestido tan hermoso como el suyo, me costaría mucho desobedecerle. Esta noche está usted deslumbrante, condesa.

—¿Ese es el único cumplido que se le ocurre? —se burló ella—. Francamente, esperaba algo más de un hombre de su portentosa inteligencia. Además, no debería intentar coquetear conmigo, agente. Soy una mujer peligrosa. Creí que ya lo había adivinado.

—¿Peligrosa? —preguntó Clayton disimulando su inquietud—. ¿Por qué habría de pensar eso?

La condesa chocó su copa con la del agente y bebió un sorbo de licor, sin dejar de mirarle a los ojos.

—¡Oh, vamos, no disimule conmigo, agente!

—Yo… —Clayton tragó saliva.

—¡No puedo creer que no haya oído los rumores que corren sobre mí en el pueblo! —exclamó la mujer, fingiendo una sonrisa de incredulidad—. ¡La condesa de Bompard, esa francesa de oscuro pasado! ¡Una cazafortunas que se casó con el anciano conde de Bompard por su título y su dinero, y que cuando este desapareció en misteriosas circunstancias, huyó apresuradamente de su país para evitar el escándalo y los terribles rumores que comenzaron a asediarla! Estoy segura de que, durante su investigación, oyó todo eso y más.

—Conoce muy bien la opinión que sus vecinos tienen de usted —se limitó a decir Clayton.

—¿Y no le parecen crueles? Yo solo era una pobre viuda que quería vivir su dolor en paz. Aunque pronto comprendí que eso me resultaría imposible: la maledicencia tiene alas y mi injustificada fama me precedió hasta aquí… ¡Demonios! En cuanto llegué a este pueblucho con la intención de tomar posesión del castillo inglés del conde, lo primero que hicieron las mujeres fue guardar bajo llave a sus maridos… ¡Como si a mí pudiera interesarme alguno de estos pueblerinos!

Clayton jamás había oído a una mujer maldecir con semejante insistencia. Quizá a las mujerzuelas de los barrios bajos, pero a una dama no, desde luego, y mucho menos con tanta gracia, tuvo que reconocer. Tras aquella encantadora exhibición de vulgaridad, la condesa bebió otro sorbo de su copa y pareció tranquilizarse.

—No, a mí solo me interesan los hombres inteligentes. Como Armand —añadió en un tono mucho más dulce—. O como usted.

Echó la cabeza ligeramente hacia atrás y estudió a Clayton con los ojos entornados y una etérea sonrisa flotando en los labios, atenta a cómo calaban en él sus palabras. Clayton le sostuvo la mirada intentando que su rostro no reflejara ninguna emoción. Tras unos segundos de silencio, la condesa sonrió burlona, como si su resistencia le pareciera adorable. El magnetismo de su mirada era tal que el agente tuvo que recordarse que, por mucho que deseara probar el sabor de sus labios, ni aquella mujer era lo que parecía, ni aquel encuentro podía resolverse ya de un modo tan agradable. Se apartó de Valerie con más brusquedad de la que pretendía y se acercó al cuadro que colgaba sobre la chimenea de mármol blanco, frente a la que dormitaban dos mullidos sillones. Clavó los ojos en la mirada irónica con que la condesa observaba el mundo desde el lienzo, y se dijo que había llegado el momento de comenzar la partida.

—Hábleme de él. Hábleme de Armand.

La condesa dejó escapar una dulce carcajada a sus espaldas.

—¿De Armand? Agente, le aseguro que aún tiene mucho que aprender de cómo seducir a una dama. Pedirle que le hable de otro hombre no es lo más apropiado.

—Yo no estoy tan seguro, condesa. Nada define mejor a una mujer que los hombres que la han amado. Así que hábleme de él —le exigió con deliberada rudeza—. Fue él quien pintó este cuadro, ¿verdad? —preguntó sin darse la vuelta.

Hubo un silencio. Clayton imaginó la cara de desconcierto de la mujer, y agradeció que ella no pudiera ver la afligida mueca que sin duda presidía la suya. Tras unos instantes, oyó su voz:

—De acuerdo, agente. Si ese es su deseo, le hablaré de él. ¡Armand era un hombre sin igual! Recto y sabio, muy sabio. Supongo que el orgullo intelectual era el único de sus defectos, si puede considerarse como tal. Le encantaba pintarme… —Clayton percibió un suspiro embarrado de melancolía—. Me retrató muchas veces. Solía decir que mi belleza no era de este mundo y que él era el humilde cronista que debía guardarla para la posteridad, que ese era su sagrado deber. —El agente la oyó avanzar unos pasos hasta colocarse a su lado, pero siguió con la mirada clavada en el lienzo—. Sin embargo, este cuadro en particular es muy especial para mí, ya que lo pintó apenas unos días antes de… Bueno, usted ya conoce su trágico final. —Las palabras de Valerie se quebraron en su garganta; parecía al borde del llanto.

—La pintó en su despacho, ¿verdad? —inquirió Clayton, insensible al dolor de la mujer.

—Sí, ese era su estudio.

Clayton apretó los labios con una mezcla de rabia y pesadumbre, mientras recordaba la sorpresa que había experimentado al descubrir en la modesta y destartalada cabaña de Hollister, donde las ratas y la porquería campaban a sus anchas, un reducto de sabiduría palpitando secretamente. Había permanecido largo rato absorto ante los numerosos manuales de taxidermia que se repartían por las estanterías, ordenados según su tamaño e incluso color, junto a un sinfín de tarros de sustancias y herramientas inquietantes: los vaciacráneos, las pinzas, los polvos colorantes, las bolas de algodón, las cajas rebosantes de ojos de cristal, como bomboneras macabras… Todo pulcramente dispuesto, ordenado al milímetro, componiendo una crisálida de armonía en mitad de la confusión que presidía la cabaña.

—¿Qué disciplinas dominaba el conde de Bompard?

—Todas —respondió la condesa sin disimular su orgullo, cada vez más sorprendida por el repentino interés del agente—. Cualquier parcela del saber o del arte. Era un gran investigador, un científico absolutamente adelantado para nuestra época. Quizá siglos atrás lo habrían condenado por brujo y habría acabado ardiendo en la hoguera, pero por suerte vivimos otros tiempos: ahora, a todo aquel que es diferente o superior a los demás, solo se le condena a la envidia y la maledicencia —concluyó con ironía.

—¿Le amaba? —preguntó el agente sin atreverse aún a mirarla.

La mujer titubeó.

—Le admiraba profundamente. Y le estaba muy agradecida por…

—Pero ¿le amaba? —repitió Clayton con brusquedad.

Valerie de Bompard guardó silencio unos segundos.

—Podría contestarle que eso no es asunto suyo, agente —replicó con una suavidad no exenta de firmeza.

—Podría. Pero lo único que quiero es saber si usted es capaz de amar —respondió exactamente en el mismo tono, al tiempo que se volvía para mirarla.

—No lo amaba, agente. Aunque eso no significa que no pueda amar a otros. —La condesa sonrió y sus pequeños dientes de nácar centellearon como perlas bellísimas—. Pero debe comprender que entre Armand y yo jamás existió una relación normal de pareja.

—Entiendo.

—Lo dudo —repuso riendo—. Cuando conocí a Armand, yo era muy joven, agente. Podría decirse que apenas era una niña salvaje carente de cualquier atisbo de educación, que vivía en la oscuridad. Armand encendió en mi alma la llama del conocimiento. Él me educó, pero no solo como se educa a una señorita, sino como a un igual, como a un hombre. Me enseñó todo lo que sabía. Y cuando llegó el momento, también me enseñó a conocer el amor y el goce, porque, según Armand de Bompard, una persona que no ama y no goza no puede aspirar al verdadero conocimiento. No sé si me tomó como mujer porque estaba enamorado de mí o porque no concebía una educación completa sin la disciplina del amor, la más suprema de las artes, pero lo cierto es que coronó su obra maestra convirtiéndome en su esposa. ¿Y usted me pregunta si yo le amaba? ¡Ni siquiera sé si él me amaba a mí! —La condesa se mordió el labio inferior y le miró desafiante—. No, supongo que no le amaba. Aunque quizá lo que teníamos era más grande que el amor.

Hubo un silencio, que ambos dejaron madurar, mientras se miraban a los ojos.

—Bien, ya le he hablado de Armand —dijo Valerie al cabo—. Según su teoría, ahora debe de conocerme mejor que hace cinco minutos. Así que dígame, ¿quién soy, agente?

—Daría gustoso cualquier parte de mi cuerpo si con eso pudiera descifrar quién es usted, condesa.

Ella emitió una risita amarga.

—Bueno, no le exigiré tanto. Y ya basta de hablar del pasado. Ya basta de hablar de Armand. Esta noche estamos de celebración —dijo recuperando el entusiasmo. Reparó en que su copa estaba vacía y se acercó a la mesita para volver a llenarla—. No sabe lo agradecida que le estoy por haber atrapado a ese Hollister. Ese estúpido disfrazado con pieles siempre cometía sus crímenes las mismas noches en que yo daba mis fiestas. Empezaba a ser una costumbre que los ayudantes del alguacil irrumpieran en mi salón de baile para avisar a su jefe, haciendo callar la orquesta con sus voces y gritos sobre cuerpos destrozados con las vísceras fuera. ¿Se imagina qué falta de buen gusto? Por mucho que una se esfuerce en embellecerse, y en realizar una aparición triunfal que deje sin aliento a todos sus invitados, este tipo de interrupciones arruinan cualquier fiesta. Luego cuesta seguir divirtiéndose. Usted mismo pudo comprobarlo, ya que estuvo en la última. —Se le acercó con andares sinuosos—. Aunque le confesaré que por lo que realmente lamenté que ese patán de Hollister interrumpiera mi fiesta asesinando al querido señor Dalton fue porque lo hizo justo cuando usted parecía haber reunido el valor para invitarme a un baile. Fue una lástima. Pero bueno, al menos empleó ese valor en atrapar al asesino y resolver el caso.

La condesa observó al agente, a la espera de alguna reacción por su parte. Clayton alzó su copa y la vació de un trago, intentando infundirse el coraje necesario para lo que iba a decir, que no era ni mucho menos lo que ella esperaba.

—No, condesa, se equivoca: el caso lo he resuelto esta noche. Y me lo ha contado Armand.

Ella lo contempló divertida.

—¿Qué quiere decir?

Clayton se apartó de la mujer con un suspiro y señaló el cuadro con la barbilla.

—Tercera balda de la derecha. Es difícil verlo si no te fijas, pero yo tengo la mala costumbre de fijarme en los detalles.

La mujer le observó un tanto desconcertada. Él volvió a señalar el cuadro, invitándola a estudiarlo, y ella al fin obedeció, acercándose a la chimenea, más aturdida que intrigada.

—Junto a la calavera. ¿Qué ve?

La condesa miró donde Clayton decía.

—Tres ratoncitos bailando en un corro.

El agente asintió con abatimiento.

—Exacto. Tres ratoncitos disecados, cuyas simpáticas posturas delatan la extraordinaria habilidad del taxidermista.

Ella guardó silencio, todavía de espaldas a él, y Clayton comprendió que estaba intentando reconstruir la cadena de pensamientos que él había realizado desde que reparó en los ratones y averiguar adónde conducía. Pero no se trataba solo de los malditos ratones. Claro que no.

—Cuesta verlos, ¿verdad? Apostaría que es la primera vez que repara en ellos. Pero ahí están. Siempre han estado ahí. De color pardo, erguidos sobre sus patitas… Tan adorables como acusadores.

—Me temo que no comprendo lo que intenta decirme, agente —repuso ella con cautela, al tiempo que se volvía hacia él.

—¿De verdad? Bueno, no se preocupe, puedo explicárselo paso por paso. —Clayton sonrió con ironía—. ¿Recuerda mi disertación durante la cena? Bien, olvídela. Esta va a resultarle muy superior. Estoy seguro de que tras oírla no dudará del gran futuro que me aguarda en Scotland Yard. —Buscó su confirmación, pero ella no dijo nada—. Bien, empecemos por el día que nos conocimos. ¿Recuerda el sombrero que llevaba? ¿No? Yo sí, yo nunca olvido nada, desgraciadamente: era una enorme pamela adornada con varias mariposas y un pequeño lirón castaño. Y también recuerdo que cuando el capitán Sinclair alabó el exquisito gusto de su tocado, usted le contestó que se lo habían enviado de América. Hubo algo en aquella respuesta que me inquietó. Siempre me ha gustado estudiar las más variadas disciplinas, por lo que tengo ciertas nociones de zoología, aunque apenas soy un aficionado. No obstante, reparé en que las mariposas de su sombrero eran de la variedad Monarca, una especie típica de América del Norte. Sin embargo, el Muscardinus avellanarius o lirón castaño es autóctono de las islas Británicas. Y eso fue lo que me desconcertó. —Se llevó las manos a la espalda y comenzó a dar pequeñas vueltas alrededor del punto donde había comenzado su disertación con expresión absorta, como si de pronto se hubiera olvidado de la mujer, del salón e incluso de sí mismo, y se moviera por los pasadizos de su propia mente, donde los pensamientos colgaban, uno junto a otro, ordenados pulcramente como sábanas tendidas—. En aquel momento no le di la mayor importancia al detalle. Supuse que, en un alarde de originalidad, habría pedido a su modista que renovara el sombrero haciendo convivir a un roedor inglés con unas mariposas americanas. Pero ahora sé que usted no tiene suficiente dinero para permitirse una modista. Durante nuestras pesquisas quedaron al descubierto las dificultades que enfrenta para heredar el patrimonio francés del conde, ya que la investigación por su desaparición sigue abierta. Así que tuvo que hacerlo usted misma… Sí, usted misma fue quien añadió el lirón a su sombrero, y estoy seguro de que no debió de resultarle demasiado complicado. Esos ratoncitos del retrato me lo han susurrado esta noche. Usted fue iniciada en el arte de la taxidermia por un gran maestro… Y, por supuesto, también confeccionó ese disfraz que tanto ha maravillado al doctor, hará algo más de tres meses. Por eso desapareció toda la sal de las despensas del castillo, porque usted la usó para curtir las pieles. Tampoco necesito explorar el sótano para adivinar que es ahí donde se encuentra su laboratorio, lo suficientemente cerca de las dependencias de los criados como para que los intoxicara con los vapores del arsénico y las demás sustancias venenosas que tuvo que manipular. Usted se protegió con una mascarilla, pero apostaría a que le ocurrió algo en las manos; por eso siempre lleva guantes. Pero no nos desviemos del asunto. ¿Por qué confeccionó el disfraz? Bien, deje que también responda a eso. Hasta entonces, usted, sea lo que sea, se había contentado matando animales domésticos y cabezas de ganado, si bien sabía que esa dieta no sería suficiente y pronto tendría que asesinar a sus vecinos. Temía que esas muertes acabaran incriminándola, como probablemente le sucedió en Francia, donde se vio obligada a abandonar el país, de modo que se le ocurrió introducir en escena a un falso licántropo, una enorme bestia capaz de infligir a los cadáveres las terribles heridas que usted les provocaría. Tom Hollister, el mismo muchacho grande, fuerte y codicioso que le había suministrado las pieles, se le antojó perfecto para el papel. Debió de resultarle realmente fácil seducirle, conseguir que le confesara sus frustraciones y anhelos, y luego proponerle el plan que usted misma concibió para que pudiera hacerse con sus deseadas tierras. Porque ese plan, que antes califiqué de brillante, lo ideó usted, condesa, y no el pobre Hollister, que no fue más que un juguete en sus manos. Sin duda, para demostrarle el desaforado amor que sentía por él, usted misma se ofreció a matar a sus vecinos, tras convencerle de que ambos dispondrían de la coartada perfecta si él se dejaba ver en el bosque disfrazado de licántropo las mismas noches que usted organizaba sus fiestas. —Sacudió la cabeza casi con incredulidad, como si se sorprendiera de la facilidad con que todo encajaba—. Unas fiestas organizadas siempre durante la luna llena, y a las que usted, con la excusa de realizar una entrada triunfal, llegaba una vez empezadas, tras cometer sus horribles crímenes; imagino que entrando por alguno de los muchos pasadizos secretos que debe de haber en este castillo. Luego, cuando se descubría el nuevo asesinato, usted solo tenía que fingirse tan horrorizada como los demás, rodeada por numerosos testigos, incluidas las autoridades del pueblo y, en la última de ellas, incluso dos agentes de Scotland Yard. Pero la noche en que Hollister se despeñó, todo cambió. Cuando llegó al castillo la noticia de que estábamos intentando rescatar el cuerpo del presunto licántropo y pronto resolveríamos el misterio de su naturaleza, usted comprendió que enseguida sospecharíamos de la existencia de un cómplice, incapaces de explicarnos cómo un hombre tan zafio había podido confeccionar un disfraz tan sublime. Así que, mientras nosotros intentábamos rescatar su cuerpo, usted corrió a la cabaña de Hollister y colocó allí las pruebas necesarias para que no quedara ninguna duda de que todo lo había hecho él solo, sin la ayuda de nadie. Sin embargo, las costumbres aprendidas en la infancia son más poderosas que el instinto de supervivencia más salvaje, y usted no pudo evitar disponerlo todo con el mayor orden, el mismo orden que hoy he reconocido en el cuadro de Armand. Ese orden escrupuloso y algo maniático del sabio que ama sus instrumentos y sus libros. Un amor que con toda seguridad intentó transmitir a su alumno. Ese ha sido su error, condesa. Aunque, si le sirve de consuelo —remató Clayton despectivamente—, supongo que el conde estaría orgulloso de usted… al menos en ese aspecto.

Durante su atropellada deducción, Valerie había ido perdiendo poco a poco su expresión altanera. Ahora lucía una mirada salvaje, donde convivía un terror cercano a la locura.

—No lo creo —respondió—. Fue un error estúpido. Y Armand odiaba los errores estúpidos.

—Sin embargo, él mismo cometió el mayor de todos al enamorarse de usted —repuso Clayton—. Como yo.

El silencio volvió a inundar la habitación. La condesa miraba con fijeza al agente. Parecía una pantera atrapada en un cepo, hermosamente furiosa, barnizada por la luz de las estrellas. Todo en su postura clamaba que era una pieza esplendorosa que ningún cazador merecía.

—Usted consiguió que yo estuviera tan deseoso de impresionarla —dijo al fin Clayton—, de provocar su admiración, que dejé de hacer caso a esa voz que gritaba en mi interior cada vez que algo no encajaba. Consiguió que solo me importara el momento de presentarme ante usted como un héroe. Consiguió que enfrentara este caso de manual como si estuviera sordo y ciego, sin prestar la más mínima atención a los detalles, ni a cada una de sus muchas casualidades. Consiguió que por primera vez en toda mi carrera no fuese el rabioso impulso de resolver un misterio lo que guiara mis pasos, sino el deseo de que sus ojos reflejasen al fin una emoción que yo pudiera interpretar sin errores. Pero esta noche el velo ha caído de mis ojos. Y la he visto tal como es.

Valerie de Bompard no dijo nada. Se acercó a la mesita de caoba, se sirvió una copa de oporto con manos temblorosas e, inclinando violentamente hacia atrás su grácil cuello, la apuró de un solo trago. A continuación, permaneció unos segundos extraviada en el laberinto de sus pensamientos, hasta que de pronto dejó la copa en la mesa con un golpe seco, se quitó los guantes casi con rabia y los arrojó a los pies de Clayton. El agente pudo ver entonces sus manos, recorridas por cicatrices, salpicaduras rojizas y feas excrecencias. No le sorprendió, pero notó en su pecho una punzada extraña. Miró a la condesa a los ojos y se sintió desfallecer. La condesa Bompard sonreía impávida, intentando mostrar su habitual y burlona arrogancia, pero tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

—Felicidades, agente Clayton. Como puede ver, ha resuelto el caso. Esta vez sí. Y además, a diferencia de Hollister, yo no soy ningún fraude. Debe estar doblemente contento.

El agente la contempló con tristeza.

—¿Qué es usted, Valerie? —preguntó casi en un susurro.

—¿De verdad quiere saberlo? Quizá no esté preparado para escuchar la respuesta.

—Es cierto, probablemente no lo esté. —Clayton suspiró—. Aun así, necesito saberlo.

—Muy bien. Entonces voy a contarle una historia, una hermosa historia. La historia de una condena y de una salvación. La historia de mi vida. Y quizá, después de oírla, usted mismo pueda contestar a esa pregunta. —La condesa comenzó a hablar quedamente, como si recitara una lección bien aprendida, o tal vez una antigua oración mal olvidada—. Un buen día, un noble francés lideraba una partida de caza por el bosque que cercaba su castillo, cuando de pronto su caballo se detuvo bruscamente, antes de arrollar a una niña sucia y desarrapada que vagaba perdida entre los árboles chapurreando una lengua extraña. El conde de Bompard y sus hombres dedujeron que debía de haber sido abandonada por el grupo de zíngaros ambulantes que habían acampado en los alrededores durante la última semana, y decidieron llevarla al castillo, pues sufría varias infecciones en la piel y presentaba graves signos de desnutrición. Yo era esa niña, agente. Cuando antes le dije que Armand había encontrado a una niña salvaje, no era ninguna metáfora. Para cuando comencé a mejorar, el conde ya se había encariñado conmigo y había decidido que me quedaría junto a él, bajo su protección, como su pupila. Guardo pocos recuerdos de aquellos primeros meses en el castillo, y desde luego, ninguno de los años anteriores. No sé cómo aparecí en aquel bosque y, si realmente provengo de una familia de zíngaros, no me acuerdo de ello. Para mí no existe un antes de Armand, y sin él tampoco habría existido un después, pues ni habría sobrevivido en aquel bosque ni me habría convertido en lo que soy, si Armand no lo hubiera decidido así. —Guardó silencio durante varios segundos, como si buscara las palabras adecuadas para comenzar la segunda parte de su historia, aquella para la que quizá Clayton no estuviera preparado—. Armand me lo dio todo, agente. Todo. Salvo una cosa: la solución a mi condena. Eso resultaba imposible incluso para él. Se limitó a compartir conmigo mi terrible y oscuro secreto: fue mi amigo, mi compañero, hizo suyos mis temores. Otros como yo no han tenido tanta suerte… Pero un día Armand tuvo que irse, no me dijo adónde, ni por qué, pero me juró que era su deber, y me pidió que no le hiciera preguntas. Y yo le obedecí, como siempre. Entonces me quedé sola. Sola frente a lo que soy. Y cuando llegó la sed, todas las promesas que le hice a mi esposo antes de su partida no sirvieron de nada. Usted no puede entender lo que es ser como yo, agente, el espantoso suplicio que supone cada día de mi existencia. Ni puede entender la terrible soledad que me asola en este mundo al que no pertenezco, que me considera maldita… ¿Cree que no quiero morir? Cada día deseo la muerte con toda mi alma… Pero le prometí a Armand que no me mataría, que resistiría, que intentaría encontrar la manera de sobrellevar mi condena. Y le juro que lo he intentado. Oh, sí, lo intenté con toda la determinación de la que fui capaz, pero fallé… Al principio procuré subsistir matando ganado y pequeños animales, como usted ha deducido, pero enseguida supe que eso no lograría aplacar mi sed por mucho tiempo, que muy pronto tendría que buscar el alimento que verdaderamente necesitaba…

Clayton la observaba sin decir nada, con el rostro inexpresivo.

—Quizá todo sería más sencillo si llevara un cinturón de piel de lobo, ¿no le parece? Pues bastaría con quemarlo. Pero por desgracia, lo que me convierte en lo que soy forma parte de mí misma —intentó bromear la mujer—. Aunque no soy yo, eso puedo jurárselo. No, no soy yo. Le aseguro que llevo el peso de cada una de las muertes que cometo sobre mi conciencia.

—En el caso de que la tenga —musitó Clayton.

Ella sonrió débilmente.

—Pero lo que nunca me perdonaré es haberle fallado al hombre que me lo dio todo —continuó, ignorando el sarcasmo del agente—, que me consideró hermosa sabiendo lo que era, que no me hizo sentir como un monstruo, sino como un ser valioso, el ser más valioso de todo el universo… —La voz se le quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Y usted me recuerda tanto a él… La primera vez que le vi, me pareció que estaba de nuevo frente a los ojos de mi marido… —Avanzó hacia Clayton despacio, y alargó su mano hacia el rostro del agente. Clayton sentía el calor del fuego lamiendo su espalda, pero le pareció que los dedos de la mujer ardían aún más que las propias llamas. Sin fuerzas ni ánimos para resistirse, dejó que recorrieran su mejilla con una caricia incandescente que desembocó en sus labios, rozándolos apenas—. Tiene usted ojos de anciano, agente, ojos que miran el mundo desde una atalaya lejana e inalcanzable, intentando comprenderlo pero ajenos a él. Sin embargo… —La condesa adelantó su rostro. Clayton aspiró el aroma salado de aquella piel empapada por las lágrimas—, su boca está hecha para el amor.

Clayton la sujetó firmemente por la muñeca, deteniéndola.

—Ni lo intente —le advirtió—. No conseguirá evitar lo que voy a hacer. Voy a entregarla, condesa. Es mi deber. La llevaré a Scotland Yard esposada, encadenada si hace falta…, y espero que Dios la ayude —masculló, aparentando una frialdad que estaba muy lejos de sentir—. No le negaré que su triste destino me produce cierto horror. Nuestros científicos la despojarán de sus lujosos ropajes, la atarán desnuda a una silla con fuertes correas y la estudiarán como a un animal. No pararán hasta descubrir qué tipo de monstruo habita en su interior, y después la encerrarán en una jaula para el resto de su vida.

Ella se limitó a sonreírle, como un hombre sonreiría al recordar los cuentos que le atemorizaban de niño. Clayton observó de cerca los ojos de la condesa y descubrió que no eran totalmente negros: un finísimo anillo dorado cercaba cada iris, como si se tratara de un eclipse solar.

—Es cierto lo que dijo antes, agente —la oyó decir, con los labios a un beso de distancia de los suyos—. Le manipulé, enturbié su mente con cada una de mis sonrisas. Pero mientras le deslumbraba… también me enamoré de usted.

—No la creo —dijo Clayton entre dientes.

La mujer hizo una mueca divertida, como si él estuviera bromeando.

—¿Por qué me ama usted, Clayton? Me ama porque no me comprende, porque soy un enigma para su mente. Le intrigo, le desconcierto, le quito el sueño y el apetito. Quiere descifrarme, porque esa es la forma de posesión más profunda que existe. Y, por primera vez en mi vida, yo también he sentido eso —le confesó, con la respiración cada vez más agitada—. Sí, desde que le vi sentí la necesidad de descubrir qué se escondía tras su mirada… Me enamoré de usted, Clayton, lo crea o no. Pero me obligué a luchar contra esos sentimientos cada vez más intensos. La clase de monstruo que soy no puede permitirse el lujo de amar. Pero ya no quiero seguir resistiéndome, agente. Ya no. Yo también merezco conocer el amor, al menos una vez. Olvidemos nuestros papeles esta noche, agente, por favor. Y hagamos lo que de verdad nos apetece. Le prometo que mañana volveremos a ser quienes somos, el agente de Scotland Yard y su detenida… Pero todavía es de noche.

Mientras ella hablaba, Clayton sentía en el rostro su aliento abrasador, respiraba el aroma dulce y selvático de su cabello, notaba el feroz latido de su sangre en la delgada muñeca que todavía aprisionaba en el puño. Y quizá porque a esas alturas no disponía de otra forma de oponer resistencia, apretó con todas sus fuerzas, deseando hacerle daño, notar cómo sus frágiles huesecillos se quebraban dentro de su mano. La mujer gimió, pero eso no la detuvo. Sus labios se deslizaron ardientes por su mejilla y pusieron rumbo a su boca.

—Solo quiero conocer el amor, antes de que amanezca y todo termine… —le susurraron, antes de fundirse con los suyos.

Clayton liberó la muñeca de la condesa lentamente, abriendo los dedos casi sin ser consciente de ello, como una rama que deja caer el fruto tras varios meses acunándolo, y durante unos instantes permaneció con el brazo en alto, huérfano, sin propósito. Continuó así hasta que ella se abrazó a él. Entonces, tras una pequeña vacilación, Clayton la tomó por la cintura con una avidez que jamás había pensado que pudiera sentir. Lo abrasaba un deseo tan nuevo como poderoso, un fuego que le prendía las entrañas, le desbordaba las venas y le incendiaba la razón, amenazando con reventar su cuerpo desde dentro, de hacerlo estallar como un barril lleno de pólvora. Y en su afán por apagar aquel fuego, se apretó contra ella con desesperación, como si intentara traspasar las fronteras de su carne y hundirse violentamente en la arcilla de su alma. Comprendió que quería poseerla, sofocar en su cuerpo la súbita sed que lo dominaba. La mujer apartó los labios y Clayton sintió cómo su boca ansiosa le recorría el cuello, marcándolo con tiernas dentelladas. Incapaz de hilvanar un pensamiento racional, apartó a la mujer de su cuerpo, dispuesto a tenderla sobre la alfombra y hacerla suya, a tomarla salvajemente hasta lograr extinguir el hiriente deseo que lo calcinaba por dentro. Entonces sus ojos se encontraron, y el agente titubeó. La mirada de la condesa no era la que esperaba. En sus ojos brillaba una llama serena y fría que contradecía el abandono de su cuerpo.

—No puedo dejar que me entregue, agente —la oyó decir como si su voz le llegara desde la distancia—. La mayor creación de Armand de Bompard no puede terminar en una sucia jaula. Pero tampoco puedo destruirle, mi querido Cornelius, pues le amo como nunca he amado a nadie. Así que solo me queda una opción… Perdóneme, se lo ruego.

Clayton reaccionó con rapidez, pero no consiguió esquivar el golpe. Lo único que consiguió fue que el atizador que la condesa había tomado del colgador de la chimenea mientras se besaban, no le acertara de lleno en la cabeza. Atontado, intentó agarrarse a ella para no caer, pero solo logró dibujar una lánguida caricia sobre sus caderas, antes de clavarse de rodillas en el suelo y derramarse muy lentamente, casi con ridícula voluptuosidad, sobre la alfombra donde unos segundos antes había querido tomarla.