Yasuko seguía en el banco sin poder moverse. El relato de aquel profesor le había caído como plomo. Su contenido había sido impactante, pero sobre todo abrumador. Su corazón y su mente estaban a punto de sucumbir aplastados ante semejante peso.
Yasuko se preguntaba cómo su vecino, el profesor de Matemáticas, podía haber llegado tan lejos.
A ella no le había contado nada sobre lo que había hecho con el cuerpo de Togashi. Sólo le había dicho que ya se había ocupado él de todo y que no tenía por qué preocuparse. Yasuko recordaba la voz de Ishigami en el teléfono, dándole esas indicaciones con su tono llano y sosegado.
Algo extraño sí que era. ¿Por qué la policía les preguntaba siempre sobre lo que habían hecho el día siguiente al del crimen? Ishigami las había instruido sobre lo que debían hacer la noche del diez de marzo: el cine, la cena en el restaurante de ramen, el karaoke y, por último, la llamada telefónica a medianoche. Ellas habían seguido paso a paso sus indicaciones, pero Yasuko no entendía cuál era el sentido de todo aquello. Luego, cuando la policía les preguntaba por su coartada para ese día, ellas se habían limitado a decir la verdad, contando todo lo que habían hecho, tal cual había sucedido. Y Yasuko se moría de ganas de preguntar, a su vez, por qué siempre la interrogaban sobre el diez de marzo.
Ahora lo entendía. Toda esa incomprensible actuación policial se debía a la trama montada por Ishigami. Una trama que era demasiado terrible para ser verdad. Las cosas habían tenido que ocurrir como Yukawa decía, estaba claro, pero aun así ella seguía sin poder creerlo. O, mejor dicho, no concebía que Ishigami hubiera sido capaz de llegar tan lejos. No quería pensar que había tirado su vida por la borda por una mujer madura como ella, normal y corriente y sin ningún encanto especial. Darlo todo por alguien como ella, que no valía nada. Yasuko pensó que su corazón no era tan fuerte como para poder aceptar algo así.
Se tapó la cara con las manos. No quería pensar en nada. Yukawa le había dicho que él no le iba a contar nada a la policía. Y todo aquello no eran más que deducciones teóricas sin ninguna base probatoria, así que ella era libre de elegir qué camino tomar. La situación en que la había puesto al obligarla a decidir era sumamente cruel.
Sin saber qué hacer y sin fuerzas para ponerse en pie, permanecía inerte como una roca, inclinada en el banco, casi acurrucada. De repente, notó que la tocaban en el hombro y apartó las manos de la cara, sobresaltada.
Había alguien a su lado. Alzó la vista y vio a Kudo, que la estaba mirando con gesto preocupado.
—¿Qué te ha pasado?
Al principio no entendió qué hacía Kudo allí, pero mirando su cara recordó que había quedado con él. Seguramente había salido a buscarla al ver que ella no acudía al lugar de la cita.
—Lo siento. Es que estoy un poco cansada y… —En ese momento no se le ocurrió otra excusa. Además, era cierto que estaba tremendamente fatigada. Por supuesto, no físicamente, sino psíquicamente.
—¿Te encuentras mal? —preguntó Kudo con amabilidad.
Pero a Yasuko, en esos momentos, su amabilidad sólo le sonó a insoportable estupidez. Entonces se dio cuenta de que, a veces, el mero hecho de no saber la verdad constituye un acto de crueldad. Era exactamente lo mismo que le había pasado a ella hasta hacía sólo unos instantes.
Dijo que no ocurría nada e intentó ponerse en pie, pero trastabilló un poco y Kudo le tendió un brazo para que se apoyara.
Ella le dio las gracias.
—¿Te ha pasado algo? Tienes mala cara.
Yasuko negó con un gesto. A él no podía explicarle nada. Ni a él ni a nadie.
—No es nada. Simplemente me he sentido un poco mal y estaba descansando. Pero ya estoy bien… —dijo, intentando que su voz sonara normal, pero las fuerzas no le daban para tanto.
—Tengo el coche aparcado aquí mismo. ¿Descansas un poco más y vamos?
Yasuko lo miró a la cara.
—¿«Vamos? ¿Adónde»?
—Tengo mesa reservada en el restaurante. La pedí para las siete, pero si nos retrasamos treinta minutos tampoco pasa nada.
—Ah…
A Yasuko la palabra «restaurante» le sonó como perteneciente a otra dimensión. ¿Ahora tenía que ir a comer a un sitio y comportarse educadamente? Con el calvario interior que estaba viviendo, ¿tenía que forzar su mejor sonrisa mientras manejaba los cubiertos con acierto? Aunque, por supuesto, la culpa no era de Kudo.
—Lo siento —susurró—. Ahora no me apetece mucho… Es mejor que lo dejemos para cuando me encuentre mejor. La verdad es que hoy…
—De acuerdo —dijo Kudo, e hizo un gesto indicando que no pasaba nada—. Tienes razón, es mejor que hoy descanses. Con todo lo que has pasado últimamente, es normal que estés muy cansada. Tómate tu tiempo. Ahora que lo pienso, llevas muchos días seguidos sin relajarte. Y yo debería mostrarme más discreto durante una temporada. No había caído. Lo siento…
Viéndole disculparse tan sinceramente, Yasuko recordó lo buena persona que era Kudo. Él la apreciaba de veras. ¿Por qué no podía ser feliz, habiendo tantas personas que la querían y se preocupaban por ella?
Yasuko echó a andar y él le rodeó los hombros para ayudarla. El coche estaba aparcado a pocos metros de distancia y él se ofreció a llevarla. Ella pensó que, por educación, debía rechazar su ofrecimiento, pero se sintió incapaz. Decidió dejarse querer, pues la distancia hasta su casa se le antojaba imposible de recorrer.
—¿De veras estás bien? Si te ha pasado algo, me gustaría que me lo contaras —le dijo Kudo de nuevo tras subir al coche. Viendo la cara que tenía Yasuko en ese momento, era natural que estuviera preocupado.
—No pasa nada. Siento haberte preocupado —respondió ella con una sonrisa, forzando al máximo sus dotes interpretativas.
Ella lo lamentaba mucho, en todos los sentidos. Y fue ese sentimiento el que le hizo recordar algo: el motivo por el que Kudo quería verla ese día.
—Kudo, dijiste que tenías algo importante que contarme.
—Ah, sí. Bueno, pero… —repuso bajando la mirada—. Dejémoslo para otra ocasión.
—¿De veras?
—Sí —contestó él poniendo en marcha el vehículo.
Mecida por el vaivén del coche, Yasuko miró abstraída por la ventana. El sol se había puesto por completo y la ciudad empezaba a mostrar su rostro nocturno. Qué alivio sería que todo quedara definitivamente sumido en esa oscuridad y el mundo se acabara en ese instante.
Kudo detuvo el coche frente al apartamento de Yasuko.
—Descansa y recupérate. Te llamaré.
Ella asintió y llevó su mano hasta la manilla de la puerta para abrirla.
—Espera un momento —dijo él.
Yasuko se volvió para mirarlo. Kudo se pasó la lengua por los labios y tamborileó con los dedos en el volante. Luego se llevó la mano al bolsillo de la americana.
—Creo que será mejor que te lo diga ahora.
—¿El qué?
Kudo extrajo un pequeño estuche. Bastaba con mirarlo para saber de qué se trataba.
—Estas cosas salen en las series de televisión y, la verdad, a mí no es que me encanten, pero bueno, supongo que también es un formalismo necesario… —dijo él mientras abría el estuche. Era un anillo. Su enorme brillante emitía minúsculos destellos.
—Kudo… —se asombró Yasuko, y lo miró a los ojos.
—No hace falta que me respondas ahora mismo. Habrá que tener en cuenta los sentimientos de Misato y, por encima de todo, los tuyos, claro. Pero quiero que sepas que no lo he decidido a la ligera, sino que voy completamente en serio. Estoy seguro de que puedo haceros felices a las dos. —Kudo le tomó una mano y depositó en ella el estuche—. No pienses que aceptarlo ha de suponer una carga para ti. Se trata simplemente de un regalo. Pero si finalmente aceptas que unamos nuestras vidas, este anillo adquirirá un sentido especial. ¿Lo pensarás?
Sintiendo el peso del pequeño estuche en la palma, Yasuko estaba completamente desconcertada. Ni siquiera había escuchado la mitad de sus palabras. De todos modos, su intención sí la había captado. Y ésa era precisamente la causa de su desconcierto.
—Lo siento si te lo he dicho demasiado atropelladamente —se excusó Kudo con una tímida sonrisa—. No te precipites, tómate tu tiempo. También puedes consultarlo con Misato. —Entonces cerró la tapa del estuche, que seguía en la mano de Yasuko—. ¿De acuerdo?
Ella no encontraba las palabras para responder. En ese momento tenía demasiadas cosas en la cabeza. Y la principal era el asunto de Ishigami.
—Lo… lo pensaré —respondió finalmente, haciendo un supremo esfuerzo.
Kudo asintió, al parecer satisfecho. Yasuko lo miró y luego se apeó del coche.
Tras observar cómo se iba Kudo, se dirigió hacia su apartamento. Mientras abría su puerta, echó un vistazo a la del apartamento contiguo. El buzón estaba atiborrado de correspondencia, pero no había ningún periódico. Seguramente Ishigami había cancelado sus suscripciones antes de entregarse a la policía.
Misato todavía no había vuelto. Yasuko se sentó y soltó un largo suspiro. Entonces se acordó de algo y abrió un cajón. Extrajo la caja de dulces que había al fondo y le quitó la tapa. En ella guardaba las cartas antiguas. Sacó la que estaba debajo de todas las demás. En el sobre no había nada escrito. Sólo contenía una hoja de papel cuadriculado rellena con una letra bien apretada para sacar al espacio el máximo rendimiento posible.
Era la nota que Ishigami le había echado en el buzón antes de hacer su última llamada telefónica. Junto a ella, le había dejado también otras tres cartas que acreditaban claramente que él era un acosador obsesionado con Yasuko Hanaoka. Estas tres estaban ya en poder de la policía.
En la nota que Yasuko tenía ahora en su mano, Ishigami le explicaba en detalle cómo utilizar esas tres cartas y cómo responder a los interrogatorios de los detectives, que, sin duda, pronto la visitarían. Allí había dejado instrucciones, no sólo para ella, sino también para Misato. Había previsto todas las eventualidades posibles y sus concisas explicaciones contenían todas las consideraciones necesarias para que, en cualquier circunstancia, madre e hija pudieran capear los interrogatorios sin dudas ni vacilaciones. Gracias a sus indicaciones, ninguna de ellas perdió los papeles en ningún momento y ambas lograron salir airosas de sus rifirrafes con la policía. Yasuko era consciente de que una simple torpeza por su parte podía dar al traste con todos los esfuerzos de Ishigami. Y seguramente a Misato le ocurría lo mismo.
A modo de conclusión, al final de sus instrucciones Ishigami había añadido el siguiente párrafo:
Kuniaki Kudo parece un hombre honrado y digno de confianza. Casarse con él aumentaría seguramente la probabilidad de que usted y su hija fueran más felices. Olvídese de mí por completo. Y no se sienta en absoluto culpable. Si usted no consigue ser feliz, todo lo que yo he hecho habrá sido en vano.
Ella volvió a leerlo una vez más. Y también sus lágrimas brotaron de nuevo.
Hasta ahora, nunca había recibido un afecto tan profundo por parte de nadie. Es más, ni siquiera imaginaba que en este mundo pudiera existir algo parecido. Pero existía. Bajo el inexpresivo e inescrutable rostro de Ishigami, se ocultaba una capacidad de amar infinita, inimaginable para el común de los mortales.
Cuando supo que se había confesado autor del crimen, Yasuko pensó que sólo se había entregado en lugar de ellas. Pero ahora que Yukawa le había contado toda la verdad de lo sucedido, los sentimientos expuestos en la nota de Ishigami se expandían en su pecho con creciente intensidad.
Pensó en ir a la policía y contarlo todo. Pero eso no ayudaría a Ishigami. A fin de cuentas, él también había cometido un asesinato.
Sus ojos se detuvieron en el estuche del anillo que Kudo acababa de regalarle. Lo abrió y contempló los destellos que emitía el diamante.
Puede que, llegados a este punto, lo mejor fuera hacer caso a Ishigami y que al menos ellas intentaran ser felices. Tal como él había dejado escrito, si ahora ellas se rendían, todos sus esfuerzos habrían sido en vano.
Ocultar la verdad equivalía a alcanzar la felicidad. Pero es imposible alcanzar la auténtica felicidad teniendo que ocultar algo así, viviendo el resto de tus días con remordimientos de conciencia y sin poder obtener nunca paz de espíritu. De todos modos, pensó, tal vez el hecho de vivir siempre con esa carga constituyera también una suerte de expiación.
Se puso el anillo en el dedo anular. El diamante era realmente hermoso. Pensó en lo feliz que sería si ella tuviera el corazón libre de toda mancha y pudiera volar de un salto hasta Kudo. Pero era un sueño irrealizable. Su corazón no estaba limpio. En todo caso, era el de Ishigami el que sí lo estaba.
Devolvió el anillo a su estuche y en ese preciso instante sonó su móvil. Miró la pantalla del aparato: número desconocido. Decidió atender la llamada.
—¿Sí?
—Hola. ¿Es usted la madre de Misato Hanaoka? —dijo una voz masculina.
—Sí, soy yo… —Yasuko tuvo un mal presagio.
—Disculpe que la llame así, de improviso. Soy Sakano, del colegio Morishita Minami.
El colegio de Misato.
—¿Le ha pasado algo a mi hija?
—Verá, es que hace un rato la han encontrado en la parte trasera del gimnasio y… lo cierto es que… Al parecer, se ha cortado las muñecas con una cuchilla.
—¡¿Qué?! —El corazón le brincó en el pecho y se quedó sin respiración.
—Presentaba una hemorragia importante y se la han llevado inmediatamente al hospital. Pero tranquilícese, no se teme por su vida. En todo caso, se trata de una tentativa de suicidio. Debe usted obrar en consecuencia y tomar todas las medidas necesarias para evitar que se repita —explicó el hombre.
Pero la mitad de esas palabras ni siquiera llegó a oídos de Yasuko.
La pared de enfrente estaba salpicada de manchas. Eligió unas cuantas al azar y las fue uniendo mentalmente con líneas rectas. La figura que surgió fue una combinación de triángulos, cuadrángulos y hexágonos conectados entre sí, que luego fue coloreando con cuatro colores y de modo que nunca dos zonas adyacentes tuviesen el mismo color.
Completar esta tarea le llevó menos de un minuto. Luego borró de su mente la figura resultante, eligió otras manchas y repitió la operación. Jugar con el teorema de los cuatro colores era un reto sencillo, pero por más que lo repetía nunca le cansaba. Y si en algún momento se hartaba, siempre podía idear algún problema de geometría analítica usando las mismas manchas de la pared como puntos. Calcular las coordenadas de todas las manchas iba a llevarle un buen rato.
Nada ni nadie podía impedírselo. Sólo necesitaba papel y lápiz para disfrutar resolviendo problemas. Incluso maniatado, podría seguir haciéndolo mentalmente. Aunque no pudiera ver nada, aunque no pudiera oír nada, nadie podría impedir que su cerebro siguiera funcionando. Ése era su paraíso infinito. Y en él yacía, dormida, una inmensa veta de matemáticas para cuya explotación haría falta emplear más de una vida.
No era necesario obtener el reconocimiento de los demás. Le habría gustado publicar sus tesis y ser valorado por su trabajo, pero consideraba que la verdadera esencia de las matemáticas no radicaba en eso. Ser el primero en subir la montaña era algo importante, pero bastaba con que lo supiera el propio interesado.
Sin embargo, alcanzar este estado no le había resultado nada fácil. Le había llevado mucho tiempo. Poco antes creía que la vida había dejado de tener sentido. Llegó incluso a pensar que si alguien como él, cuya única valía estaba en las matemáticas, no podía seguir progresando por esa vía, su existencia carecería de sentido. No dejaba de pensar en la muerte. Además, si muriera, nadie lo lamentaría ni lo pasaría mal. Es más, era muy probable que nadie se diera cuenta.
Había ocurrido un año antes. Ishigami estaba en su apartamento con una soga en la mano. Buscaba un lugar donde atarla. Pero, inexplicablemente, no parecía haber ninguno en todo su apartamento. Finalmente optó por clavar un grueso clavo en una columna. Pasó la soga por él y comprobó si resistiría su peso corporal. La columna emitió un crujido, pero tanto el clavo como la soga aguantaron bien, sin doblarse el uno ni partirse la otra.
Podía morir en paz. No dejaba nada pendiente en este mundo. Realmente no tenía ninguna razón para morir. Era sólo que tampoco tenía ninguna para seguir viviendo.
Subió a una silla y se pasó la soga por el cuello. En ese preciso instante llamaron a la puerta.
Era la llamada del destino.
El hecho de que no la ignorara se debió a que no quería ser descortés ni causarle molestias a nadie. Tal vez quien en ese instante llamaba a su timbre lo hiciera apremiado por alguna urgencia.
Cuando abrió la puerta se encontró con dos mujeres. Parecían madre e hija.
La mayor se presentó y dijo que acababan de mudarse al apartamento contiguo. A su lado, la joven también inclinó la cabeza. Al verlas allí, algo recorrió el cuerpo de Ishigami de arriba abajo.
Se sorprendió pensando que la madre tenía unos ojos extraordinariamente bellos. Hasta entonces nunca se había sentido cautivado ni emocionado por la belleza de nada. Tampoco había entendido cuál era el sentido del arte. Pero en ese instante, lo comprendió todo de repente. Se dio cuenta de que, en esencia, esa belleza era la misma que hallaba en la resolución de un problema matemático.
No recordaba bien qué le habían dicho al presentarse. Pero el recuerdo de sus ojos mirándolo fijamente y parpadeando mientras hablaban permanecía grabado de manera tan nítida e indeleble en su memoria, que estaba seguro de que nunca lo olvidaría.
Desde que conoció a las Hanaoka, su vida dio un vuelco. Su deseo de suicidarse se desvaneció y recuperó la alegría de vivir. El mero hecho de imaginar dónde y qué estarían haciendo ya le alegraba el día. En las coordenadas de su mundo, existían dos puntos llamados Yasuko y Misato. Y eso para él era una especie de milagro.
El domingo era el día más feliz. Si abría la ventana de la cocina, podía oírlas hablando. No discernía lo que decían, pero sus suaves voces entrando en el apartamento arrastradas por el aire eran para él la mejor de las sinfonías.
No aspiraba en absoluto a llegar a nada con ellas. Siempre supo que ni siquiera debía intentarlo. Comprendió que era lo mismo que le ocurría con las matemáticas: el mero hecho de relacionarse con algo tan elevado proporcionaba felicidad. Intentar obtener prestigio dañaba la dignidad.
Era natural que las ayudara. Así lo veía él. De hecho, si ellas no hubieran estado allí, ahora él tampoco existiría. Por eso, no es que se hubiera entregado en lugar de ellas, sino que les estaba devolviendo un favor. Ellas no lo sabían, pero eso no importaba. A veces, una persona puede salvar a otra por el mero hecho de existir.
Nada más ver el cadáver de Togashi, Ishigami trazó en su cabeza un plan de actuación.
Era muy difícil lograr deshacerse por completo del cuerpo. Por muy bien que lo hicieran, reducir a cero la probabilidad de que su identidad fuera descubierta algún día era imposible. Además, aunque tuvieran la suerte de lograr ocultarlo por completo, madre e hija ya no volverían a dormir tranquilas. Tendrían que vivir siempre con el temor de que el cuerpo fuera descubierto. No podía consentir que tuvieran que pasar por ese sufrimiento.
Sólo había una manera de proporcionarles tranquilidad de cara al futuro: desvincularlas por completo del caso. Aunque a primera vista parecieran involucradas, tenía que trasladar su posición hasta una línea recta que de ningún modo cruzara ni tocara el asunto.
Fue entonces cuando decidió utilizar al Ingeniero. Le había puesto ese mote al hombre que acababa de instalarse con los indigentes de Shin-Ohashi.
Ishigami lo abordó a primera hora de la mañana del diez de marzo. Como siempre, el Ingeniero estaba sentado un poco apartado del resto de «residentes». Ishigami le ofreció un trabajo. Le dijo que necesitaba que cumpliera tareas de vigilancia en una obra de la ribera durante unos días. Sabía que el Ingeniero había trabajado antes en la construcción.
Al hombre le resultó sospechoso y le preguntó por qué se lo ofrecía a él. Ishigami le explicó sus razones: el hombre al que había contratado inicialmente para esas labores había sufrido un accidente, y el ayuntamiento no les daba la licencia de obras mientras no tuvieran un vigilante, así que necesitaba urgentemente un sustituto del accidentado durante unos días.
Ishigami le entregó cincuenta mil yenes por anticipado y el Ingeniero aceptó. Luego lo llevó hasta la habitación que tenía alquilada Togashi. Una vez en ella, le proporcionó la ropa de éste y le ordenó que se quedara allí sin hacer nada hasta nuevo aviso.
Por la noche lo citó en la estación de Mizue. Previamente, Ishigami había robado una bicicleta en la estación de Shinozaki. Eligió la más nueva que encontró porque quería que su dueño denunciara el robo a la policía.
Además, tenía preparada otra bicicleta. Ésta la había robado en Ichinoe, la estación anterior a Mizue, y no era nueva, sino bastante vieja. El candado que llevaba era muy endeble.
Le dejó la bicicleta nueva al Ingeniero y ambos se desplazaron hasta Kyu-Edogawa: la zona de la ribera del río donde ocurrieron los hechos.
Cada vez que recordaba lo que había sucedido después, su corazón se llenaba de tristeza. El Ingeniero nunca llegó a saber por qué tenía que morir.
Nadie debía enterarse de ese segundo asesinato. Especialmente las Hanaoka. Nunca. Para eso precisamente se había tomado la molestia de emplear la misma arma y el mismo método de estrangulación que en el caso anterior.
El cuerpo de Togashi lo había cortado en su baño en seis pedazos que había arrojado al Sumida tras lastrarlos convenientemente. Los tiró en tres puntos del río alejados entre sí, siempre a medianoche. Necesitó tres noches para terminar todo el trabajo. Suponía que tarde o temprano los encontrarían, pero eso no le preocupaba. La policía nunca conseguiría averiguar la identidad del cuerpo. Según sus archivos, Togashi estaba muerto. Y una misma persona no puede morir dos veces.
Yukawa debía de ser el único que se había percatado de su jugada. Por eso Ishigami se decantó por entregarse a la policía. Estaba dispuesto a hacerlo desde el principio y lo había dejado todo listo por si se daba esa circunstancia.
Seguramente, Yukawa se lo contaría a Kusanagi. Y éste informaría a sus superiores. Pero la policía no podría hacer nada. A esas alturas ya no podrían demostrar que la identidad de la víctima era otra. Ishigami suponía que la instrucción del caso concluiría enseguida y pronto se formularía la acusación contra él. Estaba claro que ya no había vuelta atrás. Ni tampoco razón para intentar que la hubiera. Por muy brillantes que fueran las deducciones de ese genio de la física, nunca tendrían más peso que la confesión directa del propio asesino.
«He ganado», se dijo.
Entonces sonó el timbre que avisaba de las entradas y salidas de los calabozos. El guardia se levantó de su asiento.
Tras una breve conversación, alguien accedió al interior. Era Kusanagi, quien unos instantes después estaba frente a la celda de Ishigami. El guardia le dijo al preso que saliera, lo cacheó y se lo entregó a Kusanagi bajo custodia. El detective guardó silencio durante toda la operación.
Nada más abandonar el pasillo de los calabozos, Kusanagi se volvió y le preguntó:
—¿Qué tal se encuentra?
El detective seguía dirigiéndose a él con formalidad. ¿Tendría algún significado especial? ¿O era sólo su costumbre a la hora de tratar a los detenidos? Ishigami tenía sus dudas.
—A decir verdad, estoy un poco cansado. Si fuera posible, me gustaría que las vistas judiciales empezaran cuanto antes.
—Descuide, creo que con esto daremos por zanjada la instrucción. Hay una persona a la que me gustaría que viera.
Ishigami frunció el ceño. ¿Quién sería? Ojalá no fuera Yasuko.
Llegaron a la sala de interrogatorios y Kusanagi abrió la puerta. Allí estaba Manabu Yukawa. Cuando Ishigami entró, lo miró con gesto taciturno. Parecía deprimido.
Aquél era el último obstáculo, pensó Ishigami mientras se preparaba mentalmente para la batalla.
Sentados frente a frente a la misma mesa, los dos genios permanecieron en silencio durante un rato. De pie y apoyado contra la pared, Kusanagi los observaba.
—Has adelgazado un poco, ¿verdad? —dijo finalmente Yukawa rompiendo el hielo.
—¿Tú crees? Pues sigo comiendo bastante.
—Eso está bien. Oye, por cierto… —Yukawa se pasó la lengua por los labios—. ¿No te molesta que te pongan la etiqueta de acosador?
—Yo no soy un acosador. Lo único que he hecho ha sido proteger y ayudar a Yasuko Hanaoka desde la sombra, nada más. Ya lo he dicho un montón de veces.
—Lo sé. Y también sé que ahora mismo sigues protegiéndola.
Ishigami hizo un gesto de desagrado y alzó la cabeza para mirar a Yukawa. Luego le dijo al detective:
—No parece que esta conversación vaya a ser de mucha ayuda en la investigación de la causa.
Kusanagi guardó silencio.
—Ya le he contado mi teoría sobre este asunto —respondió Yukawa—. Le he dicho lo que deduzco que has hecho realmente y a quién has matado.
—Éste es un país libre —afirmó Ishigami—. Uno puede hablar de sus suposiciones cuando y con quien quiera.
—A ella también se lo he contado. A Yasuko Hanaoka.
Ishigami se tensó por un instante. Pero su gesto serio se convirtió en una sonrisa irónica.
—¿Y mostró algún signo de arrepentimiento? ¿Me está agradecida por lo que hice? ¿O a pesar de que la libré del parásito que tanto la atormentaba se limitó a insistir descaradamente que ella no tuvo nada que ver?
Kusanagi se quedó impresionado viendo a Ishigami hacer su interpretación del papel de malvado. Jamás hubiera imaginado que una persona fuera capaz de amar a otra hasta ese punto.
—Crees que si no revelas la verdad de lo sucedido, ésta nunca se sabrá, pero me temo que eso no es del todo cierto —repuso Yukawa—. El diez de marzo desapareció otro hombre. Un inocente que no había hecho ningún mal a nadie. Una vez averiguada su identidad y localizada su familia, se podría hacer una prueba de ADN. Y cotejando el resultado con muestras obtenidas del supuesto cadáver de Shinji Togashi, se conocería la verdadera identidad de éste.
—No entiendo de qué me estás hablando —dijo Ishigami con una sonrisa en los labios—. ¿No crees que probablemente ese hombre al que te refieres no tuviera familia? Además, aunque hubiera algún otro modo de averiguar quién era, haría falta una cantidad ingente de tiempo y esfuerzo para ello, ¿no? Seguro que para entonces mi juicio ya habría concluido. Y sea cual sea la sentencia que me caiga, no tengo ninguna intención de apelar. Agotados los plazos legales, mi caso quedará definitivamente sentenciado sin posibilidad de revisión. Con ello, el asesinato de Shinji Togashi quedará cerrado y la policía ya no podrá ocuparse de él. A no ser que… —Ishigami dirigió la mirada hacia Kusanagi—. A no ser que la policía haga caso a Yukawa y cambie radicalmente de postura, en cuyo caso deberían dejarme en libertad. ¿Y por qué? ¿Porque yo no soy el criminal? Pero sí que lo soy. Si yo mismo lo he confesado. ¿Qué tratamiento van a darle a mi confesión?
Kusanagi bajó la cabeza. Ishigami tenía razón. Mientras no se demostrara que el contenido de su autoinculpación era falso, no podían detener el curso del procedimiento. Así era la ley.
—Hay una única cosa que quiero que sepas —dijo Yukawa. Ishigami le devolvió una mirada expectante—. Lamento mucho que hayas tenido que usar esa mente privilegiada que posees… para una cosa así. De veras, me entristece muchísimo. Y me entristece también saber que pierdo para siempre a un magnífico adversario, consciente de que no hay otro igual en el mundo.
Ishigami tenía los labios apretados, como si hubiera decidido sellarlos. Sus ojos miraban al suelo. Parecía estar conteniéndose de hacer algo.
Finalmente alzó la mirada hacia Kusanagi.
—Parece que ya me ha dicho todo lo que quería. ¿Hemos terminado?
Kusanagi miró a Yukawa, que asintió en silencio.
—Vamos —dijo el detective abriendo la puerta. El primero en salir fue Ishigami. Yukawa le siguió.
Cuando Kusanagi se disponía a llevarlo de nuevo a su celda, apareció Kishitani por un recodo del pasillo. No estaba solo. Una mujer iba tras él.
Era Yasuko Hanaoka.
—¿Qué pasa? —le preguntó Kusanagi a Kishitani.
—Esta señora nos ha llamado diciendo que tenía algo que contarnos y… en fin, que en efecto nos ha contado algo terrible.
—¿Había alguien más contigo cuando lo ha hecho?
—Sí, el jefe.
Kusanagi miró a Ishigami, que había palidecido. Sus ojos inyectados en sangre miraban fijamente a Yasuko.
—Pero ¿qué está haciendo aquí? —murmuró.
El rostro de Yasuko estaba tan inmóvil que parecía congelado. Pero, de repente, su rigidez empezó a descomponerse. Sus ojos se humedecieron y las lágrimas se desbordaron. Se acercó a Ishigami y, cuando lo tuvo delante, se postró de rodillas.
—Lo siento muchísimo. Hacer esto por nosotras… hacerlo por mí… —La espalda de Yasuko temblaba como si estuviera sufriendo convulsiones.
—Pero ¿qué dice? ¿Por qué hace…? No diga tonterías… —La voz de Ishigami sonó como si estuviera recitando un conjuro.
—Es imposible… imposible… No puedo aceptar que sólo nosotras vivamos felices mientras usted se ve en esta situación. Yo también voy a pagar por lo que hice. Aceptaré mi pena. La recibiré junto a usted. Es todo lo que puedo hacer. Y lo único que puedo hacer por usted. Lo siento muchísimo. —Postrada de rodillas, Yasuko tenía las manos y la frente apoyadas en el suelo, a los pies de Ishigami.
Él retrocedió unos pasos mientras sacudía la cabeza. Su rostro se había desencajado en una espantosa mueca de sufrimiento.
Entonces se volvió y se sujetó la cabeza con las manos.
El potente y prolongado alarido que emitió a continuación sonó como el bramido de una bestia salvaje. En él se mezclaban la desesperación y el desconcierto que lo embargaban. Su sonido encogió el corazón de todos los que lo oyeron.
Los guardas corrieron hacia él para intentar contenerlo.
—¡No lo toquen! —gritó Yukawa, interponiéndose entre Ishigami y los guardas—. Déjenlo llorar en paz…
Yukawa se acercó a Ishigami por la espalda y le puso las manos en los hombros.
Kusanagi tuvo la impresión de que estaba vomitando su alma.