15

Las agujas del reloj señalaban las siete y media de la mañana. Ishigami salió del apartamento con su cartera bajo el brazo. Llevaba en ella lo que más apreciaba de este mundo: una carpeta con los problemas matemáticos sobre los que estaba investigando. Tal vez sería más preciso decir que eran los problemas sobre los que llevaba investigando toda la vida. La materia era la misma que había elegido como tema para su tesina de graduación en la universidad, pero consideraba que la investigación todavía no estaba acabada.

Calculaba que, para concluirla, necesitaría todavía otros veinte años. Y, si cometía un error o se descuidaba, puede que ese tiempo fuera aún mayor. Estaba convencido de que, precisamente por su extrema dificultad, eran los problemas ideales para que un matemático les dedicara la vida entera. Además, se consideraba el único con suficiente capacidad para resolverlos.

Qué maravilloso debía de ser poder sumergirse de lleno en la resolución de esas difíciles cuestiones matemáticas, sin tener que pensar en otras cosas o perder el tiempo en las tareas cotidianas. Éste era un pensamiento recurrente en la mente de Ishigami. Cada vez que le asaltaba la inquietud de no saber si sería capaz de concluir en vida su investigación, lamentaba el tiempo que perdía en las cosas que nada tenían que ver con ella.

Por eso, allá donde fuera, siempre llevaba su carpeta consigo. Tenía que avanzar cada día un poco más en su investigación, aunque sólo fuera un pasito obtenido a costa de no tomarse ni un respiro. Y, con tal de disponer de papel y lápiz, eso era posible. Si tenía la oportunidad de dedicarse a su investigación, no necesitaba nada más.

Caminaba mecánicamente por la ruta de siempre. Cruzó por Shin-Ohashi para seguir por la ribera del río Sumida. A su derecha se alineaban las chabolas cubiertas de plásticos azules. El hombre de la coleta gris tenía una olla puesta al fuego. A saber qué habría en ella. A su lado tenía atado un perro marrón, de raza incierta, echado como si estuviera exhausto.

El Hombre Lata estaba, como de costumbre, aplastando sus latas. Parecía rezongar algo. A su lado tenía dos bolsas llenas de latas vacías.

Un poco más adelante había un banco desocupado. Ishigami lo miró de reojo sin dejar de caminar y luego volvió a bajar la cabeza. Siempre mantenía el mismo ritmo de marcha.

Tenía la impresión de que alguien se aproximaba hacia él en dirección contraria. Por la hora que era, debía de tratarse de la señora mayor que sacaba a pasear a sus tres perros. Pero no, no parecía que fuera ella. Ishigami alzó la mirada y en el acto se detuvo en seco. Se le escapó un «Ah» de sorpresa.

Pero la persona que venía hacia él no se detuvo. Al contrario, sonrió y siguió acercándose con paso firme hasta estar frente a Ishigami.

—Buenos días —dijo Manabu Yukawa.

Ishigami no supo qué contestar. Se pasó la lengua por los labios antes de preguntar:

—¿Me estabas esperando?

—Por supuesto —dijo Yukawa, sonriendo—. Aunque, para ser exactos, más que esperarte, he venido a tu encuentro mientras paseaba tranquilamente desde el puente de Kiyosu.

—Entonces, supongo que se trata de algo urgente.

—Bueno, no sé… Puede que sí… —dijo Yukawa ladeando la cabeza, dubitativo.

—¿Quieres que hablemos ahora? —preguntó Ishigami mirando su reloj—. Porque la verdad es que no tengo mucho tiempo…

—Con diez o quince minutos será suficiente.

—¿Te importa si hablamos de camino?

—No, pero… —repuso Yukawa mirando alrededor—. Es que hay algo que me gustaría contarte aquí. Sólo serán un par de minutos. Sentémonos en ese banco —propuso, y se dirigió hacia el banco vacío sin esperar respuesta.

Ishigami soltó un suspiro y lo siguió.

—En otra ocasión también caminamos juntos por aquí —comentó Yukawa.

—Así es.

—Recuerdo que ese día tú, mirando a los vagabundos de por aquí, dijiste que todos llevaban su ritmo de vida con la precisión de un reloj. ¿Te acuerdas?

—Sí —afirmó Ishigami—. Y recuerdo también lo que tú dijiste entonces: que eso era precisamente lo que le pasaba a la gente que por fin conseguía librarse del reloj.

Yukawa asintió, complacido.

—Para la gente como nosotros, librarse del reloj es imposible. Ambos formamos parte de los engranajes de ese gran reloj que es la sociedad y, sin sus engranajes, un reloj se vuelve loco. Por más que uno quiera girar a su antojo, el resto no se lo permite. Es cierto que con ello se logra cierta estabilidad, pero tampoco se es del todo libre. Seguro que entre los vagabundos también hay muchos que no desean volver a su vida anterior.

—Ya. Pero como sigas perorando sin ir al grano, ese par de minutos que decías se nos va a esfumar sin darnos cuenta —dijo Ishigami mirando de nuevo su reloj—. ¿Ves? Ya has gastado uno.

—Lo que quería decirte es que en este mundo no hay engranajes inútiles. Y son los propios engranajes los únicos que pueden decidir cómo quieren ser usados —afirmó Yukawa, mirando fijamente a su amigo—. ¿Piensas dejar el instituto?

Ishigami abrió los ojos, sorprendido.

—¿Por qué me preguntas eso?

—No sé. Me ha dado esa impresión. Y creo que tú también estás convencido de que el papel que te han asignado como engranaje, el de profesor de Matemáticas, no es el que realmente te corresponde —dijo Yukawa levantándose del banco—. ¿Vamos?

Echaron a andar por la ribera del Sumida. Ishigami esperó a que su amigo siguiera hablando.

—Kusanagi me dijo que había ido a verte para comprobar tu coartada…

—Sí. Vino la semana pasada.

—Sospecha de ti.

—Eso parece. Pero no tengo ni idea de por qué.

Yukawa sonrió.

—Tiene sus dudas. Creo que, al ver que estoy preocupado por ti, él también ha empezado a interesarse por tu persona. Así de simple. Tal vez no debería decirte esto, pero la policía apenas cuenta con fundamentos para sospechar de ti.

—Un momento —terció Ishigami, y se detuvo—. ¿Por qué me cuentas todo esto?

Yukawa también se detuvo y se volvió hacia Ishigami.

—Porque eres mi amigo. No hay ninguna otra razón.

—¿Crees que por ser mi amigo es necesario que me cuentes eso? ¿Para qué? Verás, yo no tengo nada que ver con ese asunto. Así que me importa tres narices si la policía sospecha de mí.

Yukawa soltó un profundo y largo suspiro y negó con la cabeza. La tristeza que reflejaba su semblante preocupó a Ishigami.

—La coartada es lo de menos —dijo Yukawa sosegadamente.

—¿Cómo?

—Kusanagi y su gente están obsesionados con desmontar las coartadas de todos los sujetos que consideran sospechosos. Están convencidos de que, suponiendo que Yasuko Hanaoka sea la autora del crimen, si trabajan a conciencia las lagunas de su coartada, al final conseguirán llegar a la verdad. Y creen que si tú eres su cómplice, investigando tu coartada acabarán también derribando el bastión defensivo que habéis levantado.

—Créeme si te digo que me desconciertas al contarme todo esto —repuso Ishigami—… ¿Buscar lagunas en las coartadas? Pero, vamos a ver, ¿acaso no es eso lo que hacen siempre los detectives? Además, lo que me cuentas parte de la base de que ella es la culpable.

La tensión de Yukawa se desvaneció. Luego esbozó una tenue sonrisa.

—Kusanagi me contó algo interesante el otro día. Algo sobre tu forma de elaborar los problemas que pones en los exámenes. Me dijo que te aprovechas de los ángulos muertos que generan las ideas preconcebidas. Que, por ejemplo, simulas que has puesto un problema de geometría, cuando realmente es de funciones. Al oírlo pensé: «¡Claro!». Ese tipo de problemas resulta muy útil para abrirles los ojos a los alumnos que no comprenden la esencia de las matemáticas y se limitan a resolver los problemas siguiendo el manual al pie de la letra. Como a primera vista les parece un problema de geometría, se vuelcan en intentar resolverlo por esa vía. Pero nunca lo consiguen. Simplemente ven cómo el tiempo se les esfuma. Es malintencionado. Pero hay que reconocer que, como sistema para comprobar la verdadera capacidad del alumno, resulta muy efectivo.

—¿Qué quieres decir?

—Kusanagi y su equipo… —dijo Yukawa, que ya había recuperado su habitual gesto serio—. Bueno… están convencidos de que desmontando coartadas llegarán al final. Y es lógico porque, a fin de cuentas, los principales sospechosos se están escudando en coartadas de difícil comprobación. Además, en todas parece haber grietas que podrían hacer que se desmoronaran. Es comprensible que lancen su ataque hacia el primer resquicio que encuentran. Lo mismo nos pasa a nosotros cuando investigamos. Sin embargo, en el mundo de la investigación, ocurre a menudo que ese indicio sobre el que volcamos todo nuestro empeño es completamente erróneo. A Kusanagi y su gente les está pasando lo mismo. Están atrapados en una trampa. O, mejor dicho, les han hecho caer en ella.

—¿Y no crees que todas estas dudas que albergas sobre la investigación deberías exponérselas a tu amigo el detective, en vez de a mí?

—Por supuesto, tendré que hacerlo. Pero antes quería contártelas a ti. ¿La razón? La que ya te he dicho antes.

—¿Qué eres mi amigo?

—Y también por algo más: porque no quiero que tu talento se eche a perder. Me gustaría que todo este embrollo se solucionara lo antes posible y tú volvieras a dedicarte a lo tuyo. No me gustaría que malgastaras tu cerebro en tonterías.

—Descuida, yo jamás malgasto mi tiempo en tonterías —dijo Ishigami reanudando la marcha, pero no porque fuera a llegar tarde al instituto, sino porque se le hacía muy duro mantener aquella conversación.

Yukawa lo siguió.

—No se puede resolver este caso desmontando coartadas. Se trata de un problema muy distinto. Y la diferencia es mucho mayor que la que existe entre uno de geometría y otro de funciones.

—Y, sólo por curiosidad, ¿de qué va el problema? —preguntó Ishigami mirando al frente y sin dejar de caminar.

—Es difícil explicarlo en pocas palabras, pero, puestos a etiquetarlo, yo diría que es un problema de camuflaje, un problema de maniobras de distracción. Los criminales han conseguido engañar a la policía con sus triquiñuelas. Todo lo que piensan que son indicios, al final resulta que no lo son. Lo han montado de tal manera que, cuando la policía consigue por fin una pista, al poco se constata que realmente no conduce a ninguna parte.

—Pues sí que parece complicado…

—Lo es. Pero también es cierto que, con sólo variar un poco el enfoque, pasa a ser un problema increíblemente sencillo. Cuando un tipo normal intenta llevar a cabo una maniobra de ocultación complicando mucho las cosas, la propia complicación que él mismo genera acaba convirtiéndose en su tumba. Pero un genio no hace algo así. Un genio seguramente usaría un método extremadamente simple que, al mismo tiempo, resultara inimaginable para el común de los mortales. El genio elegiría una sencilla táctica de ocultación, de esas que ninguna persona corriente elegiría, para conseguir complicar el problema de un modo formidable y de una sola tacada.

—Y yo que pensaba que a los físicos no os gustaba nada expresaros en términos abstractos…

—Bueno, si quieres puedo ser más concreto. La cuestión es cómo vas de tiempo.

—Por ahora, bien.

—¿Nos da tiempo a pasar por la tienda de bento?

Ishigami lanzó una mirada a Yukawa y volvió la vista al frente.

—No todos los días compro allí mi almuerzo.

—¿Ah, no? Pues tenía entendido que pasabas prácticamente a diario.

—¿Y eso es lo que tú crees que me conecta con el caso?

—Podría decirse que sí, pero no exactamente. Verás, si se trata sólo de que vas todos los días a comprar el almuerzo al mismo sitio, nada que objetar. Pero si lo que ocurre es que vas siempre a ese establecimiento para poder ver a determinada mujer, la cosa cambia…

Ishigami se detuvo y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Crees que porque seamos amigos desde hace tanto tiempo te da derecho a decir lo que quieras?

Yukawa le sostuvo la mirada con determinación.

—¿De veras te has enfadado? Entiendo que no estés contento, pero…

—No digas tonterías —le espetó Ishigami, reiniciando la marcha. Al llegar al puente de Kiyosu, comenzó a subir por la escalera situada en su parte anterior.

—Cerca de donde hallaron el cadáver encontraron restos de ropa quemada que se supone eran de la víctima —dijo Yukawa retomando la conversación a espaldas de Ishigami—. Estaban en un bidón. Se cree que fue el propio asesino quien los quemó. Cuando me enteré, me pregunté por qué no se quedó allí hasta que se quemaran del todo. Kusanagi y su gente suponen que porque querría abandonar la escena del crimen cuanto antes, pero yo creo que le habría bastado con llevarse las ropas consigo para ocuparse luego de ellas con más tranquilidad. Aunque también podría ser que pensara que iban a quemarse en un periquete. En cuanto caí en esta última posibilidad, no pude evitarlo: tuve que hacer el experimento y comprobarlo por mí mismo.

Ishigami volvió a detener su paso.

—¿Te pusiste a quemar ropa?

—Pues sí. En un bidón. Cazadora, jersey, pantalones, calcetines… Ah, y también ropa interior. Fui a una tienda de segunda mano y compré todo eso. Por cierto, resultó bastante más caro de lo que pensaba. Ya sabes que, al contrario que los matemáticos, nosotros los físicos, hasta que no lo comprobamos todo experimentalmente, no nos quedamos tranquilos.

—¿Y cuál fue el resultado?

—Pues, aparte del nocivo humo que desprendieron, lo cierto es que las prendas ardieron bastante bien. Se quemaron por completo. Y en un santiamén. Puede que no tardaran ni cinco minutos.

—¿Y bien?

—Me pregunto por qué el asesino no pudo esperar ni siquiera esos cinco minutos.

—Bueno… —dijo Ishigami culminando la ascensión de la escalera y torciendo a la izquierda en la avenida del puente de Kiyosu, o sea, en dirección contraria a Bententei.

—Entonces, ¿hoy no vas a comprar bento? —preguntó Yukawa, como cabía esperar.

—¡Qué pesado eres! Ya te he dicho que no todos los días compro el almuerzo allí —repuso Ishigami frunciendo el ceño.

—Vale, si eso no te va a suponer luego un problema para almorzar, me quedo tranquilo —dijo Yukawa al tiempo que lo alcanzaba y se ponía a su lado—. ¿Sabes?, también encontraron una bicicleta al lado del cadáver. Las investigaciones apuntan a que fue robada en la estación de Shinozaki, donde estaba aparcada, y en ella, al parecer, han hallado huellas dactilares de la propia víctima.

—¿Y qué?

—Que el criminal debe de ser muy tonto, porque se tomó la molestia de hacer cosas como desfigurar el rostro del cadáver, pero se olvidó de borrar las huellas de la víctima de la bicicleta. A no ser, claro está, que las dejara allí a propósito. ¿Por qué lo haría?

—No sé. ¿Qué opinas tú?

—Tal vez para relacionar de algún modo a la víctima con la bicicleta… Supongo que le vendría mal que la policía pensara que la bicicleta no tenía nada que ver con el crimen.

—¿Y eso por qué?

—Porque le interesaría que la policía creyera que la víctima había ido en esa bicicleta desde la estación de Shinozaki hasta el lugar en que fue hallado el cuerpo. Y para eso no le valía una bicicleta cualquiera.

—¿Es que no se trata de una bicicleta cualquiera?

—Sí, bueno, es una de esas comunes que suelen llevar las amas de casa, pero tenía una peculiaridad: estaba nuevecita.

Ishigami sintió que todos los poros de su cuerpo se abrían al mismo tiempo. Tuvo que hacer un esfuerzo para que no se notara que su respiración se estaba acelerando.

Alguien le dio los buenos días y él se sobresaltó. Era una estudiante del instituto que lo había saludado al pasar en su bicicleta.

—Bue… buenos días… —acertó a responder de manera atolondrada.

—Admirable. Y yo que pensaba que ya no quedaban estudiantes que saludaran a los profesores por la calle —comentó Yukawa.

—Y es verdad, apenas quedan. Bueno, ¿y qué tiene de especial que la bicicleta fuera nueva?

—La policía piensa que el delincuente la eligió porque, total, puestos a robar una, mejor elegir una nueva, pero yo no creo que fuera por una razón tan simple. Lo que al asesino le preocupaba era cuánto tiempo llevaba la bicicleta en la estación de Shinozaki.

—¿Y eso?

—No le valía una bicicleta que llevara aparcada varios días en la estación. Quería que apareciera su dueño. Por eso tenía que ser nueva. Porque si una bicicleta es nueva, muy poca gente la deja abandonada mucho tiempo y, además, la posibilidad de que en caso de hurto se denuncie a la policía es mucho más alta. Sin embargo, no estamos ante una condición indispensable para el camuflaje del crimen. Para el autor se trataba de un detalle que, en caso de producirse, le beneficiaría y aumentaría sus posibilidades de éxito, pero era prescindible. Con esa intención eligió una bicicleta nueva.

—Ya veo…

Ishigami no hizo ningún comentario sobre las conjeturas de Yukawa. Se limitó a caminar mirando al frente. El instituto empezó a divisarse y las figuras de los alumnos comenzaron a aparecer por las aceras de las inmediaciones.

—Todo esto me parece muy interesante y me encantaría seguir escuchándote, pero… —dijo deteniéndose y mirando a Yukawa—. ¿Te importaría que a partir de aquí siguiera solo? No quiero que luego los alumnos me bombardeen a preguntas.

—Sí, no te preocupes. Además, creo que ya he hablado más de la cuenta.

—No; ha sido muy interesante, de veras —insistió el matemático—. En una ocasión me planteaste qué era más difícil, si elaborar un problema que resultara irresoluble o resolverlo. ¿Lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo —dijo el físico—. Y mi respuesta es que resulta más difícil elaborarlo. Creo que quien se dedica a resolver problemas siempre debe respetar al que los plantea.

—Claro. ¿Y en cuanto a la cuestión de las complejidades? Qué es más sencillo, ¿hallar la respuesta por ti mismo o comprobar si la que ha hallado otro es correcta?

El rostro de Yukawa reflejó confusión. No entendía con qué intención decía eso su amigo.

—Tú ya has emitido tu respuesta. Ahora te toca conocer la hallada por el otro —añadió entonces Ishigami, señalándolo con el dedo índice.

—Ishigami…

—Bueno, hasta luego —dijo volviendo a dar la espalda a Yukawa y reanudando la marcha. Llevaba la cartera apretada contra el pecho.

Pensó que hasta ahí había llegado. El físico se había dado cuenta de todo.

Mientras comía el annin-dofu del postre, Misato seguía callada. Yasuko estaba inquieta. Tal vez habría sido mejor no traerla.

—¿Te has quedado con hambre, Misato? ¿Te apetece algo más? —le preguntó Kudo. Llevaba toda la noche desviviéndose por ella.

Misato negó sin mirarlo, mientras se llevaba la cucharilla a la boca.

Madre e hija se encontraban con Kudo en un lujoso restaurante chino de Ginza. Kudo había insistido en que les acompañara también Misato, así que Yasuko la había obligado a venir pese a la oposición de la chica. Cuando llegan a la adolescencia, intentar convencerles diciéndoles que el restaurante es muy bueno ya no funciona. Había tenido que persuadirla amenazándola con que, si no se comportaba de un modo natural, la policía iba a acabar sospechando de ellas.

Sin embargo, Yasuko se estaba arrepintiendo. Con su actitud, la chica estaba consiguiendo que Kudo se sintiera a disgusto. Durante la cena, éste se había dirigido a ella constantemente, hablándole de diversos temas, pero Misato se había mostrado invariablemente reticente, limitándose a contestar con monosílabos.

Cuando terminó el postre, Misato se volvió hacia su madre y le dijo:

—Voy un momento al servicio.

—De acuerdo.

Yasuko esperó a que la chica se hubiera marchado y se volvió hacia Kudo con las palmas de las manos unidas, como si fuera a rezar.

—Lo siento mucho, Kudo.

—¿Por qué? —repuso él con cara de sorpresa. Por supuesto, debía de estar disimulando.

—Por mi hija. Se está comportando de un modo muy huraño. Además, me temo que se le da especialmente mal tratar con hombres adultos.

Kudo sonrió.

—No te preocupes. Ya contaba con que no nos haríamos amigos a las primeras de cambio. De hecho, a su edad yo también era así. Me basta con que nos hayamos conocido.

—Muchas gracias.

Kudo asintió con la cabeza y sacó el tabaco y un encendedor del bolsillo de la americana que estaba colgada en una silla. Había evitado fumar durante la cena, seguramente por consideración hacia Misato.

—Por cierto, ¿ha ocurrido algo más desde aquello? —preguntó tras darle una calada a su cigarrillo.

—¿Cómo?

—Ya sabes, la investigación del caso…

—Ah —dijo Yasuko bajando la mirada por un instante—. No, nada especial. Llevamos una vida de lo más normal.

—Mejor. ¿No han vuelto a visitarte los detectives?

—Últimamente, no. Y a la tienda tampoco han ido. ¿Y a ti? ¿Han vuelto a importunarte?

—No, a mí tampoco. Creo que sus dudas sobre mí se han disipado —respondió Kudo dejando caer la ceniza en el cenicero—. Pero sí hay algo que me preocupa…

—¿El qué?

—Bueno… —Vaciló unos instantes antes de contarlo—. Últimamente recibo llamadas anónimas. Llaman y luego cuelgan sin decir nada. Siempre al teléfono de mi domicilio particular.

—¿En serio? Qué gentuza… —se enfadó Yasuko.

—Y también… —añadió Kudo mientras extraía del bolsillo de su americana un papel— encontré esto en mi buzón.

Yasuko leyó la nota y se sobresaltó. Rezaba: «Aléjate de Yasuko Hanaoka. Tú no eres la clase de hombre que puede hacerla feliz». Parecía escrita con ordenador. Nada indicaba quién la había remitido.

—¿Te la enviaron por correo?

—No. Alguien la echó directamente en mi buzón.

—¿Tienes idea de quién?

—Ni la más mínima. Por eso quería preguntártelo a ti…

—Yo tampoco tengo ni idea —dijo Yasuko acercando su bolso para sacar un pañuelo. El sudor empezaba a humedecerle las palmas—. ¿Había algo más aparte de la nota?

—Sí. También había una foto.

—¿Una foto?

—Ajá. Una de cuando nos vimos en el hotel de Shinagawa. Me la sacaron en el parking. En aquel momento no me di cuenta… —explicó Kudo con gesto pensativo.

Yasuko miró alrededor con cierto temor. Pero al instante se dio cuenta de que era impensable que también los estuvieran vigilando en ese restaurante.

Como Misato regresaba ya a la mesa, ambos decidieron cambiar de conversación.

Cuando salieron del restaurante, madre e hija se despidieron de Kudo y tomaron un taxi.

—La cena estaba buenísima, ¿no? —comentó Yasuko. Pero Misato, que seguía enfurruñada, no respondió—. ¿Sabes?, es de muy mala educación estar todo el tiempo con esa cara.

—En tal caso no deberías haberme obligado a venir, ¿no crees? Te dije que no quería…

—Sí, claro, encima de que te invitan…

—Pero si yo no pinto nada en vuestra relación. Podrías haber ido tú sola. Yo desde luego no pienso volver.

Yasuko soltó un suspiro. Kudo parecía convencido de que, con el tiempo, llegaría el día en que Misato y él serían buenos amigos, pero Yasuko tenía serias dudas.

—Mamá, ¿te vas a casar con él? —preguntó Misato de repente.

Yasuko se incorporó en el asiento del taxi.

—Pero ¿qué dices?

—Te lo pregunto en serio. ¿Quieres casarte con él?

—No.

—¿De verdad?

—Por supuesto. Simplemente quedo con él de vez en cuando.

—Si sólo es eso vale, pero… —dijo Misato volviendo la cara hacia la ventanilla.

—A ver, ¿qué es lo que te preocupa, Misato?

—No, nada… —Pero se volvió lentamente hacia su madre y añadió—: Sólo pensaba que tal vez sería un error traicionar al señor…

—¿A quién te refieres?

Misato la miró a los ojos sin decir nada pero dando a entender: «¿De veras no sabes a quién me refiero? ¡Pues a nuestro vecino!». No lo dijo porque no quería que el taxista se enterara.

—Tú no tienes por qué preocuparte por eso —dijo Yasuko, reclinándose de nuevo en el respaldo del asiento.

Su hija soltó un resoplido. No parecía creer a su madre.

Yasuko pensó en Ishigami. No hacía falta que Misato se lo recordara. Ella ya estaba preocupada por él desde antes. No podía quitarse de la cabeza los extraños sucesos de las llamadas, la nota y la foto que Kudo acababa de contarle.

Ella creía que sólo podía tratarse de una persona. Todavía tenía grabados en su mente los oscuros ojos con que Ishigami los observó, a ella y a Kudo, la noche en que éste la había acompañado en taxi hasta su apartamento.

Era muy probable que Ishigami estuviera ardiendo de celos, consciente de que Yasuko se veía con Kudo. Que él se hubiera decidido a colaborar en la ocultación del crimen y que siguiera haciéndolo para proteger a madre e hija de la policía se debía, sin duda, a que la pasión que sentía por Yasuko era muy fuerte.

Así pues, seguramente quien estaba molestando a Kudo era él. Y, en ese caso, ¿qué planeaba hacer con ella?, se preguntó con inquietud. ¿Acaso pretendía controlar su vida escudándose en la complicidad que unía a ambos en el crimen? ¿Tal vez pretendía impedirle, no ya casarse, sino incluso verse con otro hombre?

Gracias a la labor de Ishigami, estaba consiguiendo evadir la persecución policial. Y le estaba muy agradecida por ello. Pero eso la sometía, para el resto de su vida, a su control. Debía preguntarse cuál había sido la verdadera finalidad de su ayuda. Porque, al parecer, aquello no iba a ser muy diferente de cuando vivía Togashi. Simplemente habría cambiado de enemigo: antes era Togashi y ahora sería Ishigami. Para colmo, de éste no iba a poder escapar de ningún modo, y tampoco iba a poder traicionarlo.

El taxi se detuvo ante el edificio de apartamentos. Descendieron del vehículo y comenzaron a subir las escaleras. En el apartamento de Ishigami había luz encendida.

Nada más entrar en casa, Yasuko fue a cambiarse de ropa. Entonces oyó la puerta del vecino abriéndose y volviéndose a cerrar.

—¿Lo ves? —dijo Misato—. También esta noche te ha estado esperando.

—Lo sé —repuso Yasuko con tono desabrido.

Unos minutos después, sonó su teléfono móvil.

—¿Sí? —contestó.

—Soy Ishigami. ¿Puede hablar ahora?

—Sí, no hay problema.

—¿Alguna novedad hoy?

—No, ninguna.

—Bien, me alegro. —Ella notó cómo Ishigami respiraba hondo—. Verá, yo sí tengo algo que decirle. Lo primero es que he dejado tres cartas en el buzón de su puerta. Compruébelo luego, por favor.

—¿«Cartas…»? —repitió Yasuko mirando su puerta.

—Guárdelas bien, porque le harán falta más adelante. ¿De acuerdo?

—Eh… De acuerdo.

—Junto con las cartas he puesto una nota en la que le explico cómo debe usarlas. Una vez la haya leído, debe usted deshacerse de ella. ¿Entendido?

—Entendido. ¿Quiere que la mire ahora?

—No, no hace falta. Mejor hágalo luego. Además, hay otra cosa muy importante que debo contarle. —Ishigami hizo una pausa antes de proseguir.

A Yasuko le dio la impresión de que vacilaba.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—De estas llamadas. Ésta es la última. No volveré a llamarla. Y, por supuesto, usted debe hacer lo propio y no llamarme nunca a mí. A partir de ahora, aunque a mí me ocurra algo, sea lo que sea, usted y su hija deben permanecer absolutamente al margen. Es la única forma de salvarlas a ambas.

El corazón de Yasuko se iba acelerando a medida que Ishigami hablaba.

—Señor Ishigami… pero… ¿a qué se refiere concretamente?

—Pronto lo sabrá. Es mejor que ahora no se lo diga. En cualquier caso, no olvide nada de lo que le he dicho en esta conversación, por favor. Lo ha entendido, ¿verdad?

—Un momento, por favor. ¿No podría explicarse un poco más?

Misato, que se había dado cuenta de que no era una llamada habitual, se acercó al auricular.

—No creo que haga falta explicarlo. Adiós.

—Espere… —dijo ella, pero él ya había colgado.

El móvil de Kusanagi sonó cuando iba en el coche con Kishitani. El detective, prácticamente tumbado en el asiento del copiloto con el respaldo abatido del todo, contestó sin incorporarse.

—¿Sí? Aquí Kusanagi.

La voz ronca de su jefe resonó en el auricular:

—Ven cuanto antes a la comisaría de Edogawa.

—¿Han encontrado algo?

—No se trata de eso. Tienes visita. Hay aquí un hombre que quiere verte.

—¿Visita? —Por un instante Kusanagi pensó que se trataría de Yukawa.

—Sí. Es Ishigami, el profesor vecino de Yasuko Hanaoka.

—¿Y ha ido allí sólo para verme a mí? ¿No podía llamarme por teléfono?

—No, no podía —dijo Mamiya en tono severo—. Me temo que si ha venido es por algo muy importante.

—¿Y no ha dicho de qué se trata?

—Dice que los detalles sólo te los dará a ti. Por eso debes volver enseguida.

—Claro. Vamos para allá —dijo Kusanagi. Tapó el aparato, le dio un golpecito en el hombro a Kishitani y le informó—: Es el jefe. Que volvamos enseguida a comisaría.

—Dice que lo mató él —se oyó la voz de Mamiya en el auricular.

—¿Eh? ¿Cómo?

—Que dice que fue él quien mató a Togashi. En definitiva, que ha venido a entregarse como autor del crimen.

—¡No fastidie! —exclamó Kusanagi, incorporándose de un brinco en el asiento.